la había estado observando atentamente y había advertido una pequeña dilatación adicional, quizá de unos cuatro centímetros, pero cuando volvió a mirar vio que la vulva de Toby era un círculo perfecto que coronaba la parte superior de una cabecita peluda.
—¡Dennis! -gritó-. ¡Párate a un lado! El conductor desvió hábilmente la ambulancia hacia el arcén y pisó el freno. En un primer momento R.J. pensó que tendrían que quedarse allí un buen rato, pero había algo en el tono de los gruñidos de Toby que le hizo ver las cosas de otro modo. Introdujo las manos entre las piernas de Toby, y un bebé pequeño y rosado se deslizó sobre ellas.
Lo primero que advirtió R.J.
fue que, prematuro o no, el recién nacido tenía una enmarañada mata de cabellos, tan claros y finos como los de su madre.
—Tienes un hijo, Toby. Jan, es un niño.
—Mira qué bien -respondió Jan, que en ningún momento había dejado de frotarle los pies a su esposa.
El bebé empezó a dar vagidos, con una vocecita aguda e indignada.
Lo envolvieron en una toalla y lo dejaron junto a su madre.
—Llévanos al hospital, Dennis -gritó Steve. La ambulancia acababa de cruzar el límite municipal de Greenfield cuando Toby empezó a jadear de nuevo.
—¡Oh, Dios! ¡Jan, voy a tener otro! Comenzó a debatirse, y R.J.
cogió al pequeño y se lo entregó a Steve para que lo sostuviera.
—Tendrás que volver a parar -avisó al conductor.
Esta vez Dennis metió la ambulancia en el aparcamiento de un supermercado. A su alrededor, la gente entraba y salía de sus coches.
A Toby se le salían los ojos de las órbitas. Contuvo la respiración, gruñó y apretó. Y contuvo la respiración, gruñó y apretó de nuevo, y otra vez, medio tendida sobre el costado izquierdo y contemplando con aire desesperado la pared de la ambulancia.
—Necesita ayuda. Levántale bien alto la pierna derecha, Jan -le ordenó R.J., y Jan cogió la rodilla de su mujer con la mano derecha y se apoyó en el muslo con la izquierda para mantenerle la pierna flexionada.
Toby empezó a gritar.
—¡No, sujétala! -dijo R.J., y ayudó a que saliera la placenta.
Mientras lo hacía, Toby tuvo una pequeña evacuación; R.J. la tapó con una toalla, maravillándose de que la vida fuera así, tantos millones de personas durante tantos millones de años, y todas llegadas al mundo precisamente de aquella manera, entre suciedad, sangre y sufrimiento.
Dennis volvió a arrancar y, mientras conducía por las calles del centro, R.J. buscó una bolsa de plástico y guardó la placenta en su interior.
A continuación dejó de nuevo el bebé al lado de Toby y la bolsa con la placenta junto al bebé.
—¿Le cortamos el cordón? -preguntó Steve.
—¿Con qué?
Steve abrió el minúsculo e inútil botiquín obstétrico de la camilla y sacó una hoja de afeitar de un solo filo. R.J. se imaginó utilizándola dentro del vehículo en marcha y tuvo que reprimir un escalofrío.
—Esperaremos a que lo haga alguien con unas tijeras estériles decidió, pero cogió las dos cintas del botiquín y ató el cordón umbilical, primero a un par de centímetros del abdomen del bebé y luego junto a la abertura de la bolsa de plástico.
Toby yacía inerte, con los ojos cerrados. R.J. le dio masaje en el vientre y, justo cuando la ambulancia llegaba al hospital, notó a través de la fina y suave piel del fláccido abdomen que el útero se contraía, que empezaba a volverse firme de nuevo por si alguna vez se repetía el episodio.
R.J. entró en los aseos del personal y se lavó manos y brazos, eliminando los restos de líquido amniótico y sangre diluida. Su ropa estaba muy mojada y desprendía un olor penetrante, de modo que se quitó los tejanos y el suéter e hizo una bola con ellos. En un estante había un montón de prendas de quirófano recién lavadas, de color gris, y R.J. cogió una bata corta y unos pantalones y se los puso. Al salir del aseo se llevó la ropa sucia en una bolsa de papel.
Toby se hallaba acostada en una cama del hospital.
—¿Dónde está? Que me lo traigan. -Tenía la voz ronca.
—Lo están lavando. Su padre está con él. Pesa dos kilos y quinientos cincuenta gramos.
—No es mucho, ¿verdad?
—Es pequeño porque ha nacido con un poco de adelanto; por eso lo has tenido tan fácil. Pero lo importante es que está sano.
—¿Lo he tenido fácil?
—Bueno..., rápido. -Eso le recordó una cosa, y se volvió hacia una de las enfermeras que acababa de entrar en el cuarto-.
Tiene algunas desgarraduras en el perineo. Si me da unas suturas, la coseré yo misma.
—Ah... El doctor Zinck está a punto de llegar, y oficialmente es su ginecólogo. ¿No quiere esperar y que lo haga él? -le sugirió la enfermera con delicadeza, y R.J. captó el mensaje y asintió.
—¿Piensas ponerle el nombre de la esforzada doctora que acudió a tu llamada? -preguntó R.J.
—Ni hablar. -Toby meneó la cabeza-. Jan Paul Smith, como su padre. Pero te tocará algo de él.
Podrás hablarle de higiene, y de cómo ha de tratar a las chicas...
Cosas así.
Se le cerraron los ojos, y R.J. le apartó de la frente los cabellos húmedos.
Eran las dos y diez cuando la ambulancia dejó a R.J. junto a su coche. Volvió a casa conduciendo lentamente por las familiares carreteras del pueblo. El cielo se había puesto gris y plomizo sobre las tierras cubiertas de nieve.
Entre prado y prado, las franjas de bosque ofrecían refugio, pero en campo abierto el viento saltaba sobre los amplios espacios como un lobo de aire, persiguiendo los copos de nieve congelados que se estrellaban ruidosamente contra el vehículo.
Cuando llegó a casa, lo primero que hizo fue comprobar el contestador automático, pero no había llamado nadie.
Bajó al sótano con agua limpia y comida para Andy, le rascó cariñosamente detrás de las orejas y después subió las escaleras y se dio una prolongada ducha caliente, una bendición. Al salir se frotó un buen rato con la toalla y luego se vistió con su ropa más cómoda, unos pantalones de chándal y un jersey viejo.
Acababa de ponerse el primer zapato cuando sonó el teléfono, y al correr a descolgar el auricular dejó caer el otro zapato.
—¿Diga?
—Sí, yo misma...
—Sí, ¿y el resultado?
—Comprendo; ¿Me da los números?
—Bien, ¿querrá hacer el favor de enviarme una copia del informe a mi dirección particular?
—Muchísimas gracias.
Se puso el otro zapato sin ser consciente de que lo hacía y empezó a vagar por la casa. Al cabo de un rato preparó un bocadillo de mermelada con mantequilla de cacahuete y se bebió un vaso de leche.
Un sueño largo tiempo acariciado se había convertido en realidad; le había tocado la mejor lotería del planeta.
Pero..., ¡qué responsabilidad! El mundo parecía hacerse cada vez más tétrico y mezquino a medida que los adelantos tecnológicos lo empequeñecían. En todas partes unos seres humanos mataban a otros.
Quizás este año nacerá una criatura que...
Qué injusto, pensar siquiera en depositar sobre unos hombros no nacidos la carga de ser un santo secreto, o tan sólo de llegar a ser un Rob J., el siguiente en la sucesión de los médicos Cole.
«Será suficiente -pensó con incredulidad- producir un ser humano, un ser humano bueno.»
Era una elección muy fácil.
Este niño o niña llegaría a una casa confortable y se familiarizaría con los agradables olores de la cocina y el horneado. R.J. pensó en lo que tendría que enseñarle: cómo ser amable, cómo amar, cómo ser fuerte y saber afrontar el miedo, cómo coexistir con los seres vivos del bosque, cómo buscar truchas en un arroyo. Cómo hacer un sendero, elegir un camino. La herencia de piedras corazón.
Tenía la sensación de que le iba a estallar la cabeza. Le hubiera gustado andar sin descanso durante horas, pero fuera seguía soplando el viento y había empezado a caer una intensa nevada.
Conectó el equipo de música y se sentó en una silla de la cocina.
Esta vez el concierto de Mozart le hablaba con dulzura sobre la alegría y la expectación. Mientras lo escuchaba, sentada con las manos sobre el vientre, R.J. se sosegó.
La música fue creciendo. R.J. la sentía viajar desde sus oídos, por los caminos de los nervios, a través de tejidos y huesos. Era tan poderosa que llegaba hasta su alma, hasta el núcleo mismo de su ser, hasta el pequeño estanque en que nadaba el minúsculo pez.