—Vamos, te acompaño a casa.
Luego hablaré con ella.
Tranquilízate, David. No ha cometido ningún asesinato.
—¿Y su propio respeto?
—Bueno..., ha sido una tontería de adolescentes.
—¿Una tontería? ¡Eso debo decirlo yo!
—Escucha un momento, David.
¿Es que tú no cantabas canciones verdes cuando tenías su edad?
—Sí. Las cantaba con los amigos. Pero nunca con una chica respetable, te lo aseguro.
—Lo siento por ti -dijo R.J., y bajó los escalones para ir hacia el coche.
David la llamó al día siguiente para invitarla a cenar, pero estaba muy ocupada; para ella fue el principio de una maratón de cinco días, cinco días con sus respectivas noches. Su padre estaba en lo cierto: le interrumpían el sueño con demasiada frecuencia. El problema era que el Centro Médico de Greenfield al que ella enviaba a sus pacientes, a media hora de distancia en ambulancia en los casos de urgencia, no era un hospital universitario. En Boston, en las raras ocasiones en que la llamaban por la noche, casi siempre recibía una evaluación del problema según el médico interno y podía volver a acostarse después de decirle al residente lo que debía hacer con el paciente. Aquí no había médicos internos. Cuando recibía una llamada era de una enfermera, y a menudo en mitad de la noche. El personal de enfermería era muy bueno, pero R.J. llegó a conocer demasiado bien el camino Mohawk de día, de noche y en la menguante oscuridad del alba.
R.J. envidiaba a los doctores de los países europeos, donde se remitía a los pacientes al hospital con su historial clínico, y un equipo de médicos del hospital asumía toda la responsabilidad de los cuidados. Pero ella ejercía en Woodfield, no en Europa, así que debía desplazarse con frecuencia al hospital.
Cuando llegó el invierno y el camino Mohawk se puso resbaladizo, R.J. tuvo horribles premoniciones sobre la carretera. Aquella semana, durante el más agotador de esos fatigosos viajes, recordó que había sido ella la que había querido trabajar en el campo.
Hasta el fin de semana no tuvo tiempo para aceptar la invitación de David, pero cuando llegó a su casa se encontró con que había salido.
—Ha tenido que llevar unos clientes a Potter.s Hill para enseñarles la finca de Weiland.
Una pareja de Nueva Jersey -le explicó Sarah. Llevaba camiseta y unos pantalones cortos que le hacían más largas las ya largas y bronceadas piernas-. Esta noche cocino yo: estofado de ternera.
¿Quieres limonada?
—Bueno.
Sarah se la sirvió.
—Puedes tomártela en el porche o puedes hacerme compañía en la cocina.
—En la cocina, en la cocina, por descontado. -R.J. se sentó ante la mesa y se fue bebiendo la limonada mientras Sarah sacaba trozos de ternera del frigorífico, los lavaba bajo el chorro del grifo, los secaba con toallas de papel y los echaba en una bolsa de plástico que contenía harina y condimentos. Después de agitar la bolsa para que la ternera quedara bien rebozada, echó un poco de aceite en una cazuela y puso la carne dentro.
—Ahora, media hora de horno a doscientos grados.
—Hablas y actúas como una gran cocinera.
La muchacha se encogió de hombros y sonrió.
—Bueno. Soy hija de mi padre.
—Sí. Tu padre es un cocinero magnífico, ¿verdad? -R.J. hizo una pausa-. ¿Todavía está enfadado?
—No. Papá se enfada a veces, pero se le pasa enseguida. -Bajó un cesto que colgaba de un gancho en la cocina-. Y ahora, mientras la ternera se dora, tenemos que salir a buscar las verduras para el estofado.
Salieron al huerto, se arrodillaron una a cada lado de una hilera de fréjoles enanos Blue Lake y fueron cogiéndolos entre las dos.
—Mi padre tiene unas ideas muy raras. Le gustaría envolverme en celofán y no desenvolverme hasta que fuese una anciana casada.
R.J. sonrió.
—Mi padre era igual. Me parece que casi todos los padres piensan lo mismo. Y es por lo mucho que quieren proteger a sus hijos del dolor.
—Pues no pueden.
—No, tienes razón, Sarah. No pueden.
—Ya tenemos bastantes fréjoles. Voy a buscar una chirivía.
Mientras tanto, coge unas cuantas zanahorias, ¿quieres?
Las zanahorias, cortas, gruesas y de un naranja intenso, se desprendieron fácilmente porque la tierra estaba bien entrecavada.
—¿Hace mucho que sales con Bobby?
—Casi un año. Mi padre quería que conociera chicos judíos, por eso pertenecemos al templo de Greenfield, pero Greenfield queda demasiado lejos para tener allí amigos íntimos de verdad.
Además se ha pasado la vida diciéndome que no hay que juzgar a la gente por la raza ni la religión. ¿Es que la cosa cambia cuando empiezas a salir con chicos? -Estaba ceñuda-.
Cuando empezó a salir contigo, tu religión no contaba para nada.
R.J. asintió, divertida.
—Bobby Henderson es un gran chico y se porta muy bien conmigo.
Hasta que empecé a salir con él no tenía muchos amigos en la escuela.
Juega a fútbol, y el otoño que viene será capitán. Es muy popular, y eso me ha vuelto popular también a mí, ¿entiendes?
R.J. asintió de nuevo, preocupada. Lo entendía.
—Pero hay una cosa, Sarah.
La otra noche, tu padre tenía razón. No cometiste ningún crimen, pero cantar aquella canción fue una falta de respeto hacia ti misma.
Las canciones así... son como pornografía. Si les das pie a los hombres, te verán como un pedazo de carne.
Sarah miró a R.J. de hito en hito, sopesándola. Su expresión era muy grave.
—Bobby no me ve así. Tengo mucha suerte de que salga conmigo.
Yo no soy de una belleza arrebatadora.
Esta vez fue R.J. la que frunció la frente.
—Quieres engañarme, ¿verdad?
—¿En qué?
—O me engañas, o te engañas a ti misma. Eres deslumbrante.
Sarah le quitó la tierra a un nabo, lo echó al cesto y se puso en pie.
—Ya me gustaría.
—Tu padre me enseñó los álbumes que tiene en la sala. Había muchas fotos de tu madre. Era muy guapa, y tú eres igual que ella.
En lo profundo de los ojos de Sarah apareció un enternecimiento sutil.
—La gente dice que me parezco a mi madre.
—Sí, te pareces muchísimo.
Dos mujeres hermosas.
Sarah dio un paso hacia R.J.
—¿Me harás un favor?
—Por supuesto. Si está en mi mano.
—Dime qué puedo hacer con estos granos. -Se señaló la barbilla, donde tenía dos barrillos-.
No entiendo por qué me salen. Me lavo la cara a fondo y como lo que hay que comer. Estoy perfectamente sana. Nunca he necesitado un médico; ni siquiera he tenido que ir al dentista para que me empastara una muela. Y me pongo un montón de crema pero...
—No uses más crema. Vuelve al agua con jabón y utiliza con mucha suavidad una toalla para la cara, porque se te irrita la piel fácilmente. Te daré una pomada.
—¿Me irá bien?
—Creo que sí. Haz la prueba.
-Dudó un instante-. Sarah, a veces hay cosas de las que es más fácil hablar con una mujer que con un hombre, aunque sea tu padre. Si alguna vez quieres preguntar algo, o sencillamente charlar un rato...
—Gracias. Ya oí lo que le dijiste a mi padre la otra noche, y cómo saliste en mi defensa. Te lo agradezco. -Se acercó a R.J. y la abrazó.
A R.J. le cedieron un poco las piernas; hubiera querido devolverle el apretón, acariciar la reluciente cabellera de la muchacha, pero se limitó a darle unas torpes palmadas en el hombro con la mano que no sujetaba las zanahorias.
Un don para ser utilizado
Por lo general la temperatura en las colinas siempre era cinco o seis grados más baja que en el valle, tanto en verano como en invierno, pero ese año en la tercera semana de agosto el calor fue excesivo, y R.J. y David salieron a buscar juntos el frescor del bosque. Al final del sendero se enfrentaron a la espesura y siguieron avanzando con dificultad hacia el río. Luego hicieron sudorosos el amor sobre la pinaza de la ribera, R.J. preocupada por si aparecían cazadores. Después encontraron un remanso con fondo de arena y se sentaron desnudos en el agua, y se lavaron el uno al otro.
—Esto es el paraíso -dijo ella.
—Por lo menos es lo contrario del infierno -respondió David pensativo.
Le contó un relato a R.J., una leyenda.
—En Sheol, el ardiente mundo subterráneo al que van los pecadores, cada viernes al ponerse el sol, el “malaj ha-mavet”, el Ángel de la Muerte, deja en libertad a las almas, que para aliviarse se pasan el “sabbath” sentadas en un arroyo, como ahora estamos nosotros. Por eso en otros tiempos los judíos más piadosos se negaban a beber agua durante todo el
“sabbath”: no querían reducir el nivel de las aguas bienhechoras ocupadas por las almas de Sheol.
A R.J. le pareció interesante la leyenda pero le planteó unos interrogantes sobre David.
—No te comprendo. ¿Hasta qué punto te burlas de la piedad y hasta qué punto la piedad forma parte del verdadero David Markus? A fin de cuentas, ¿quién eres tú para hablar de ángeles si ni siquiera crees en Dios?
David quedó un poco desconcertado.
—¿Quién ha dicho eso? Es sólo que... no estoy completamente seguro de que exista Dios, ni de qué puede ser, en caso de que exista.
-Le dirigió una sonrisa-. Creo en todo un orden de poderes superiores. Ángeles. “Djinns”. Espíritus de cocina. Creo en los espíritus sagrados que atienden los molinos de oraciones, y en los duendes y gnomos. -Alzó una mano-.
Escucha.
Lo que ella oyó fue el lamento del agua, trinos confiados, el viento entre la infinidad de hojas, el zumbido aterciopelado de un camión en la lejana carretera.
—Cada vez que vengo al bosque noto la presencia de los espíritus.
—Estoy hablando en serio, David.
—¡Y yo también, maldita sea!
R.J. vio que David era capaz de experimentar una euforia espontánea, de alcanzar un estado de exaltación sin tomar alcohol.
Pero ¿realmente era sin tomar alcohol? ¿Estaba ya a salvo de la bebida?
¿En qué medida estaba curada la debilidad que acechaba en su interior? La caprichosa brisa seguía agitando las hojas sobre sus cabezas, y los duendes que David había mencionado tironeaban de ella, pellizcaban las partes más sensibles de su psique, le susurraban que, aunque estaba cada vez más comprometida con ese hombre, había mucho que ignoraba de David Markus.
R.J. había llamado a un asistente social del condado para indicarle que Eva Goodhue y Helen Phillips necesitaban ayuda, pero las autoridades actuaban despacio y, antes de que la llamada diera resultados, una tarde se presentó un muchacho en el consultorio y anunció que se necesitaba con urgencia a la doctora en el piso de encima de la ferretería.
Esta vez la puerta del apartamento de Eva Goodhue se abrió ante ella y expulsó una vaharada de un aire tan viciado que R.J. tuvo que contener las arcadas. El suelo estaba lleno de gatos que acudían a frotarse contra sus piernas mientras ella trataba de esquivar los excrementos. La basura rebosaba de un cubo de plástico, y la pila estaba llena de platos cubiertos de restos mohosos. R.J. se había figurado que la llamaban porque la señorita Goodhue sufría algún problema, pero la anciana de noventa y dos años, vestida y dinámica, estaba esperándola.
—Es Helen, que no se encuentra nada bien.
Helen Phillips estaba acostada. R.J. la auscultó con el estetoscopio sin oír nada alarmante.
Necesitaba un buen baño y tenía llagas producidas por su estancia continuada en la cama; tenía indigestión, eructaba y ventoseaba, y no respondía a las preguntas. Eva Goodhue las contestó todas por ella.
—¿Por qué está en cama, Helen?
—Le gusta, está bien en la cama. Le gusta estar acostada mirando la televisión.
A juzgar por el estado de las sábanas, era evidente que Helen hacía todas las comidas en la cama.
R.J. se disponía a recetarle un nuevo régimen, más severo: levantarse temprano por la mañana, bañarse a menudo, comer en la mesa...
Y una muestra de farmacia para la indigestión. Pero al cogerle las manos sufrió un sobresalto. Hacía tiempo que no experimentaba la extraña y tremenda revelación, el conocimiento cierto para el que no cabía explicación.
Descolgó el teléfono y llamó impaciente a la ambulancia del pueblo.
—Joe, soy Roberta Cole.
Tengo una urgencia y necesito una ambulancia enseguida. En casa de Eva Goodhue, justo encima de la ferretería.
Llegaron en menos de cuatro minutos, un tiempo récord, pero aun así a Helen Phillips se le paró el corazón cuando la ambulancia todavía estaba a medio camino del hospital. Pese a los frenéticos intentos de reanimación, falleció antes de llegar.
Hacía varios años que R.J. no recibía el mensaje de muerte inminente, y por primera vez tuvo que reconocer que poseía el Don. Recordó lo que le había contado su padre al respecto.
Descubrió que estaba dispuesta a creer.
Quizá, se dijo, podría aprender a utilizarlo para combatir lo que David llamaba el “malaj ha-mavet”.
Añadió al maletín una aguja hipodérmica y una provisión de estreptoquinasa, y se acostumbró a cogerles las manos a sus pacientes cada vez que se le presentaba la ocasión.
Apenas tres semanas más tarde, durante una visita al domicilio de Frank Olchowski, un profesor de matemáticas del instituto, que estaba en cama con gripe, le cogió las manos a su esposa Stella y percibió las señales que temía detectar.
Respiró hondo y se forzó a pensar con serenidad. No tenía ni idea de la forma que iba a adoptar el desastre inminente, pero lo más probable era que se presentara como un ataque cardíaco o como un accidente vascular cerebral.
La mujer tenía cincuenta y tres años, pesaba unos quince kilos de más y reaccionó con inquietud y perplejidad.
—¡El enfermo es Frank, doctora Cole! ¿Por qué ha llamado la ambulancia y por qué tengo que ir yo al hospital?
—Confíe en mí, señora Olchowski.
Stella OlchowsKi entró en la ambulancia, mirando a la doctora de un modo extraño.
R.J. subió a la ambulancia con ella. Le ajustó la mascarilla al rostro y graduó el mando de la bombona para que suministrara oxígeno al ciento por ciento. El conductor era Timothy Dalton, un agricultor.
—Ábrase paso. Sin ruido -le ordenó.
El hombre encendió las luces destellantes y partió a toda velocidad, pero sin conectar la sirena; R.J. no quería que la señora Olchowski se asustara más de lo que ya lo estaba.