No eran sólo los mendigos; todos los ingredientes de su existencia en la ciudad le consumían los nervios: el fin de su matrimonio, la despersonalización de su profesión, el papeleo rutinario de cada día, el tráfico, el hecho de que ahora detestaba trabajar en un sitio en el que Allen Greenstein la había vencido en la competencia por un cargo.
Todo se combinaba en un amargo cóctel. Poco a poco fue surgiendo en ella la convicción de que era hora de cambiar drásticamente de vida, de irse de Boston.
Las dos comunidades médicas en las que había programas donde podía encajar una persona con intereses híbridos como los de ella eran Baltimore y Filadelfia. Así pues, se sentó a escribir sendas cartas a Roger Carleton, de la Universidad Johns Hopkins, e Irving Simpson, de la de Penn, para preguntarles si estarían interesados en sus servicios.
Mucho antes había organizado su calendario de primavera de modo que le quedara una semana libre, soñando con ir a St.
Thomas. En vez de eso, una tibia tarde de viernes salió temprano del hospital y se fue a casa en busca de algunas prendas que pudiera llevar en el campo. Tenía que deshacerse de la finca de Berkshire.
Había salido de casa y estaba subiendo al coche cuando se acordó de las cenizas de Elizabeth, así que volvió a entrar y cogió la caja de cartón de la parte superior del buró que había en el cuarto de los invitados, donde la había dejado cuando la llevó a casa.
No se vio con ánimos para dejar las cenizas en el maletero junto con su equipaje, de modo que depositó la pequeña caja sobre el asiento contiguo y dejó el impermeable doblado delante de ella para que no se cayera si tenía que frenar en seco.
A continuación condujo el BMW rojo a la autopista de Massachusetts y enfiló hacia el oeste.
Woodfield
Antes incluso de que la casa georgiana de la calle Brattle estuviera restaurada y amueblada a gusto de los dos, su matrimonio con Tom ya había empezado a desmoronarse.
Cuando encontraron una finca encantadora en una ladera de Berkshire, en la localidad de Woodfield, cerca del límite con el estado de Vermont, la compraron con el proyecto de tener una casa de vacaciones que diera un nuevo impulso a su convivencia. La casita de madera pintada de amarillo tenía unos ochenta y cinco años, y sobrevivía en buenas condiciones junto a un viejo cobertizo para tabaco que ya empezaba a venirse abajo, como su relación. Tenían unas tres hectáreas y media de campo y casi veinte de espeso bosque, y el Catamount, uno de los tres riachuelos de montaña que pasaban por Woodfield, cruzaba la arboleda y los prados.
Tom llamó a un contratista de obras para que les construyera una piscina en una zona húmeda del campo, y la excavadora desenterró los restos, pequeños y tenaces, de un recién nacido.
El tejido conjuntivo había desaparecido hacía mucho tiempo. Lo que quedaba hubiera podido confundirse con huesos de pollo, a no ser por el inconfundible cráneo humano que recordaba un delicado hongo endurecido, en tres secciones. No había lápida que señalara la tumba, y el terreno era demasiado pantanoso para ser un cementerio. El hallazgo provocó un revuelo en la localidad; nadie sabía cómo había llegado allí aquel feto.
Quizás el bebé enterrado era indio. El forense dictaminó que los huesecillos eran antiguos; no prehistóricos, pero sin duda llevaban mucho tiempo enterrados.
Encima de los huesos se encontró también una pequeña bandeja de arcilla. Al lavarla apareció una serie de letras de color óxido, demasiado desdibujadas para leer la inscripción.
Casi todas las letras se habían borrado, pero todavía quedaban algunas: «ah» y «od», y una «o», y finalmente «ia». Aunque se pasó la tierra por un tamiz, algunos huesos no pudieron encontrarse.
El forense del condado consiguió recomponer el minúsculo esqueleto lo suficiente para determinar que correspondía a un bebé llegado casi a término, pero no del todo; sin embargo, no logró averiguarse el sexo. El juez se llevó los huesos, pero cuando R.J. le preguntó si podía quedarse el plato, se encogió de hombros y se lo dio. Desde entonces lo tenía en el aparador de la sala.
La autopista de Massachusetts carece de interés en casi todo su recorrido. R.J. la abandonó en las cercanías de Springfield, y llevaba un rato conduciendo hacia el norte por la I-91 cuando vio por primera vez las suaves y desgastadas montañas y empezó a sentirse feliz. «Alzaré mis ojos hacia las colinas, de donde procede la ayuda.« Media hora más tarde se halló en las colinas, ascendiendo por carreteras sinuosas y estrechas, pasando ante granjas y bosques, hasta que giró por la carretera de Laurel Hill y llegó por fin al largo y serpenteante camino que conducía a la casa de madera, de color mantequilla, que abrazaba el lindero del bosque en el otro extremo del prado.
Tom y ella no habían utilizado la casa de campo desde el otoño anterior. Al abrir la puerta notó que el aire estaba cargado y olía ligeramente a rancio. Había excrementos en un alféizar de la sala, como heces de ratón pero más grandes. Volvió a sentir el malestar que la acosaba desde hacía días, y pensó que habría una rata en la casa. Pero en un rincón de la cocina encontró los restos resecos de un murciélago. La primera tarea que se impuso fue ir en busca de la escoba y la pala para deshacerse del murciélago y los excrementos. Enchufó el frigorífico, abrió las ventanas para que entrase aire fresco y fue en busca de las provisiones del coche, dos cajas de comestibles y una nevera portátil llena de productos frescos. Con apetito, pero sin pretender hacer nada especial, se preparó la cena con un tomate de supermercado, duro e insípido, un panecillo con queso, dos tazas de té y un paquete de galletas de chocolate.
Mientras recogía las migajas de la mesa, advirtió con una punzada de dolor que se había olvidado de Elizabeth.
Salió a buscar la caja de cenizas que había quedado en el coche y la dejó sobre la repisa de la chimenea. Tendría que descubrir el lugar hermoso que Elizabeth le había pedido que encontrara, y enterrar allí las cenizas. Volvió a salir al exterior y se internó unos pasos en el bosque, pero era demasiado oscuro y enmarañado. No había manera de explorarlo si no era trepando por encima o arrastrándose por debajo de los troncos caídos y abriéndose paso por la fuerza entre zarzas y matorrales, y en aquellos momentos no se sentía con ánimos de hacerlo, de modo que emprendió una apresurada retirada y echó a andar por la pista de grava que conducía a la carretera de Laurel Hill.
La pista tenía cuatro kilómetros y medio de longitud, con subidas y bajadas en diversas colinas. Le alegró caminar. Al cabo de un par de kilómetros llegó a las cercanías de la pequeña casa blanca y el enorme granero rojo de Hank y Freda Krantz, los granjeros que les habían vendido la finca, y dio media vuelta antes de llegar a su puerta: por el momento no sentía deseos de responder a preguntas sobre Tom ni de explicar que su matrimonio había terminado.
El sol ya estaba bajo y el aire transparente era frío y cortante cuando llegó de nuevo a la casa.
Cerró todas las ventanas menos una. Había leña seca en el cobertizo y encendió la chimenea para calentar la habitación. Al caer la noche, por la ventana abierta le llegó el piar de los pajarillos desde el rebosadero de la piscina, y R.J. se acomodó en el sofá y bebió café caliente y cargado, lo bastante dulce como para garantizarle un aumento de peso, mientras contemplaba las llamas.
A la mañana siguiente despertó tarde, se preparó un abundante desayuno a base de huevos, y a continuación se entregó a un frenesí de limpieza. Le gustaba ocuparse de las tareas domésticas puesto que muy pocas veces se veía en la necesidad de hacerlo, y disfrutó pasando la aspiradora, barriendo y quitando el polvo. Lavó todas las ollas y sartenes, pero sólo los platos y cubiertos que iba a necesitar.
Sabía que los Krantz tenían la costumbre de almorzar a las doce en punto, de modo que esperó hasta la una y cuarto para presentarse en su granja.
—¡Pero mira quién está aquí! -exclamó Hank Krantz, radiante, cuando la vio en el umbral-. Pase, pase.
La hicieron entrar en la cocina, y Freda Krantz le sirvió una taza de café sin preguntarle nada y cortó una porción de medio pastel blanco que había sobre la encimera.
Aunque R.J. no los conocía muy bien pues sólo los veía en sus espaciadas visitas, percibió un sincero pesar en sus ojos cuando les habló del divorcio y les pidió consejo sobre la mejor manera de vender la casa y el terreno.
Hank Krantz se rascó la cara.
—Puede ir a un auténtico agente de la propiedad en Greenfield o en Amherst, desde luego, pero hoy en día casi todo el mundo vende por medio de un tal Dave Markus, que vive aquí mismo en el pueblo. Pone anuncios y consigue buenos precios. Y es un hombre cabal. Para ser de Nueva York no es mal tipo, la verdad.
Le explicaron cómo llegar a casa de Marcus. Tuvo que salir a la carretera estatal y dejarla de nuevo para internarse por una serie de pistas de grava muy irregulares que no le hicieron ningún bien al coche. En un campo de trébol, un hermoso caballo Morgan, pardo con una mancha blanca en la cara, corrió junto al automóvil por el otro lado de la cerca y al fin lo adelantó, la crin y la cola ondeando al viento. Un poco más allá vio un cartel de agente de la propiedad inmobiliaria ante una encantadora casa de troncos que dominaba un espléndido panorama. Un segundo cartel la hizo sonreír:
Estoy enamorado de ti
MIEL
En el porche había dos viejas estanterías llenas de tarros de miel de color ámbar. Dentro sonaba música rock a todo volumen: los Who. Le abrió la puerta una adolescente de larga cabellera negra.
La muchacha, pecosa, de pecho abundante, con cara de ángel tras los gruesos cristales de las gafas, se enjugaba la sangre de un grano en la barbilla con una bola de algodón.
—Hola, soy Sarah. Mi padre en este momento no está en casa.
Volverá por la noche.
Anotó el nombre y el número de teléfono de R.J. y le prometió que su padre la llamaría en cuanto llegara. Mientras R.J. Compraba un tarro de miel, el caballo empezó a relinchar desde el cercado.
—Es un entrometido de mucho cuidado -dijo la muchacha-.
¿Quiere darle usted el azúcar?
—Bueno.
Sarah Markus fue a buscar dos terrones de azúcar y se los dio a R.J., y se acercaron juntas a la cerca. R.J. le ofreció los terrones con timidez, pero los grandes dientes cuadrados del caballo ni siquiera le rozaron la palma, y la rugosa lengua con que los lamió la hizo sonreír.
—¿Cómo se llama?
—”Chaim”. Es judío. Mi padre le puso el nombre de un escritor.
R.J. empezaba a relajarse cuando se despidió de la muchacha y del caballo y emprendió el regreso por una carretera bordeada de altos árboles y antiguos muros de piedra.
En la calle principal de Woodfield se alzaban la oficina de correos y cuatro comercios: Hazel.s, un establecimiento que no había decidido si era una ferretería o una tienda de objetos de regalo; Buell.s Expert Auto Repair, un taller de reparaciones; el colmado de Sotheby («Fund. en 1842«), y Terry.s, un supermercado moderno con un par de surtidores de gasolina ante la puerta. A R.J. le gustaba el maloliente colmado.
Frank Sotheby siempre tenía un gran queso cheddar curado, y a ella se le hacía la boca agua. Vendía también jarabe de arce, despiezaba él mismo la carne y confeccionaba sus propias salchichas, normales y picantes.
No había barra donde sentarse a comer.
—¿Me podría hacer un bocadillo de queso cheddar?
—¿Por qué no? -respondió el tendero. Le cobró un dólar y cincuenta centavos por un Orange Crush. R.J. almorzó sentada en el banco del porche, mientras veía pasar a la gente del pueblo. Luego volvió a entrar en la tienda y, renunciando con temeridad a su habitual preocupación por el contenido en colesterol de los alimentos, compró un filete de solomillo, salchichas y un pedazo de buen queso.
Aquella tarde se puso la ropa más vieja que tenía y un par de botas y se aventuró en el bosque.
Se había internado unos pocos pasos y ya se hallaba en otro mundo más fresco, oscuro y silencioso, salvo por el sonido del viento entre millones de hojas, un suave susurro acumulado que a veces resultaba tan ruidoso como el oleaje y que a R.J. le hacía sentirse sagrada, y también un poco temerosa. Confiaba en que los animales de mayor tamaño y los monstruos se alejarían asustados por el ruido que producía sin querer, pisando ramas que se partían y, en general, moviéndose con torpeza por la espesura. De vez en cuando llegaba a un diminuto claro que le proporcionaba cierto alivio, pero no había ningún lugar que la invitara a descansar.
Un arroyo la condujo hasta el río Catamount. Calculó que debía de estar cerca del centro de su finca y fue siguiendo el río en la dirección de la corriente. Las orillas estaban tan cubiertas de arbustos como el mismo bosque y era difícil avanzar, pese al frescor de la primavera. R.J. no tardó en sentirse agotada y sudorosa, y cuando llegó a una gran roca de granito que se proyectaba hacia el agua, se sentó en ella. Examinó el remanso y vio truchas pequeñas que evolucionaban a media profundidad en el refugio que les ofrecía la roca, a veces moviéndose al unísono como una escuadrilla de aviones de combate. En el extremo del remanso, el agua se precipitaba tumultuosa y crecida a causa de la nieve derretida, y R.J. se tendió al sol sobre la roca caliente y se quedó mirando los peces. De vez en cuando notaba una salpicadura de espuma como un susurro de hielo en la mejilla.
Permaneció mucho rato en el bosque hasta quedar agotada, y al llegar a la casa se acostó en el sofá y durmió un par de horas.
Al despertar frió patatas, cebollas y pimientos, salteó el filete en la sartén hasta dejarlo no demasiado hecho y devoró todo cuanto tenía delante, hasta terminar con un té endulzado con miel. Justo cuando se apagaba la última claridad del firmamento y se disponía a tomar café ante la lumbre y a escuchar otro concierto de trinos, sonó el teléfono.
—¡Ay Dios mío, doctora Cole! Soy Hank. Freda está herida, se ha disparado el rifle...
—¿Dónde ha recibido el impacto?
—En la parte alta de la pierna, debajo de la cadera. Está sangrando cosa mala, le sale la sangre a chorros.
—Coja una toalla limpia y apriétela sobre la herida, con fuerza.
Voy ahora mismo.
Vecinos
R.J. estaba de vacaciones y no tenía por tanto instrumental médico. Las ruedas del coche hacían saltar la grava y las luces de carretera luchaban contra sombras dispersas mientras el BMW aceleraba por la pista y giraba hacia el camino de acceso, hiriendo con las ruedas de la izquierda el césped que Hank Krantz cuidaba con tanto esmero. Llevó el automóvil hasta la puerta delantera y entró sin llamar. El rifle caprichoso estaba sobre la mesa de la cocina protegida con hojas de periódico, junto con unos cuantos trapos, una baqueta y un bote pequeño de aceite para armas.