—Gracias por llamar -dijo R.J.
Pero el siguiente sábado por la mañana Tom la invitó a un almuerzo temprano en la plaza Harvard. Eso la sorprendió. Los sábados por la mañana Tom solía hacer sus visitas en el Hospital Middlesex Memorial, donde era cirujano consultor, y después iba a jugar a tenis y almorzaba luego en el club.
Él estaba untando meticulosamente de mantequilla una rebanada de pan de centeno cuando se lo dijo:
—En el Middlesex se ha presentado un informe en el que se me acusa de negligencia profesional.
—¿Quién lo ha presentado?
—Una enfermera que estaba en la sala de Betts. Se llama Beverly Martin.
—Sí, la recuerdo. Pero ¿por qué razón?
—Su informe dice que administré a Elizabeth una inyección de morfina, «inadecuada por lo excesiva», que le produjo la muerte.
—¡Oh, Tom!
Él asintió con un gesto.
—El informe será examinado en una reunión del Comité Deontológico del hospital. -Pasó una camarera y Tom la detuvo para pedirle más café-. Estoy seguro de que no es nada importante, pero quería decírtelo antes de que te enteraras por otra persona.
El lunes, de acuerdo con los deseos expresados en su testamento, Elizabeth Sullivan fue incinerada. Tom, R.J. y Suzanna Lorentz acudieron a la funeraria, donde Suzanna, en su calidad de albacea de la fallecida, se hizo cargo de una caja cuadrada de cartón gris que contenía las cenizas.
Fueron a almorzar al Ritz, y Suzanna les leyó partes del testamento de Betts mientras tomaban la ensalada. Betts había dejado lo que Suzanna denominó «un legado considerable» para sufragar los cuidados a su tía, la señora Sally Frances Bosshard, interna del Asilo Luterano para Ancianos e Inválidos de Cleveland Heights, Ohio.
A la muerte de la señora Bosshard, el dinero restante, si lo había, iría a la Sociedad Norteamericana contra el Cáncer. A su querido amigo, el doctor Thomas A. Kendrick, Elizabeth Sullivan le dejaba lo que esperaba fuesen buenos recuerdos y una cinta magnetofónica de Elizabeth Bosshard y Tom Kendrick cantando
“Strawberry Fields”. A su reciente y querida amiga, la doctora Cole, le dejaba un juego de café de seis servicios de diseño francés del siglo Xviii, platero desconocido.
El juego de café y la cinta magnetofónica estaban en un almacén de Amberes, junto con otros artículos, sobre todo muebles y obras de arte, que se venderían para acrecentar la suma destinada a Sally Frances Bosshard.
A la doctora Cole, Elizabeth Sullivan le solicitaba un último favor: deseaba que tomara sus cenizas y las devolviera a la tierra «sin ceremonia ni servicio, en un lugar hermoso elegido por la propia doctora Cole».
R.J. recibió con asombro tanto el legado como la inesperada responsabilidad. Tom tenía las ojos brillantes. Pidió una botella de champaña y brindaron los tres por Betts.
En el aparcamiento, Suzanna sacó de su coche la caja de cartón y se la dio a R.J., que no sabía qué hacer con ella. Por fin la dejó en el asiento de la derecha del BMW y emprendió el regreso al Lemuel Grace.
El miércoles siguiente la despertó a las cinco y veinte de la madrugada el ruidoso e impertinente campanilleo que anunciaba la presencia de alguien ante la puerta de la casa.
R.J. se levantó de la cama y se enfundó torpemente la bata.
Incapaz de encontrar las zapatillas, salió al frío corredor con los pies descalzos.
—¿Tom? -Estaba en su cuarto de baño, se oía correr el agua.
Bajó las escaleras y miró por el cristal lateral de la puerta.
Fuera todavía estaba oscuro, pero pudo distinguir dos siluetas.
¿Qué quieren? -Les gritó, sin ninguna intención de abrir la puerta.
—Policía del Estado.
Cuando encendió la luz y volvió a mirar comprobó que era cierto y abrió la puerta, presa de un pánico repentino.
—¿Le ha ocurrido algo a mi padre?
—Oh, no, señora. Sólo queríamos hablar un momento con el doctor Kendrick. -Era una mujer policía, una cabo de uniforme, delgada pero fuerte, acompañada de un corpulento agente de paisano: sombrero negro, calzado negro, gabardina, pantalones grises. Ambos desprendían un aura de severidad y competencia.
—¿Qué ocurre, R.J.? -preguntó Tom desde lo alto de la escalera, vestido únicamente con pantalones, calcetines y camiseta.
—¿Doctor Kendrick?
—Sí. ¿Qué ocurre?
—Soy la cabo Flora McKinnon, señor -le anunció-. Y el agente Robert Travers. Somos miembros de C-PAC, la Unidad de Prevención y Control del Crimen adjunta a la oficina de Edward W. Wilhoit, el fiscal de distrito del condado de Middlesex. El señor Wilhoit querría tener una conversación con usted, señor.
—¿Cuándo?
—Bueno, ahora mismo, señor.
Le gustaría que nos acompañara a su oficina.
—¡Dios mío! ¿Pretende decirme que está trabajando a las cinco y media de la mañana?
—Sí, señor -respondió la mujer.
—¿Traen una orden de detención?
—No, señor, no la traemos.
—Bien, pues dígale al señor Wilhoit que he rechazado su amable invitación. Dentro de una hora estaré en el quirófano del Middlesex Memorial operándole la vesícula biliar a alguien, alguien que confía en mí. Dígale al señor Wilhoit que puedo acudir a su oficina a la una y media. Si le parece bien, que se lo confirme a mi secretaria. Si no le parece bien, podemos buscar otra hora que nos vaya bien a los dos. ¿Entendido?
—Sí, señor. Lo hemos entendido -dijo la cabo pelirroja, y los dos policías saludaron con la cabeza y salieron a la oscuridad.
Tom permaneció en la escalera.
R.J. se quedó inmóvil en el vestíbulo, con la vista alzada hacia él.
—Quizá será mejor que vengas conmigo, R.J.
—Nunca he intervenido en este tipo de casos. Iré. Pero será mejor que vaya alguien más -le aconsejó.
Canceló la clase del miércoles y se pasó tres horas hablando por teléfono con abogados, personas de las que estaba segura que respetarían la confidencia y le ofrecerían consejo sincero. Un nombre se repitió en varias ocasiones: Nat Rourke. Tenía una gran experiencia. No era una figura, pero sí muy inteligente y sumamente respetado. R.J. no había hablado nunca con él. No atendió personalmente la llamada cuando R.J. telefoneó a su oficina, pero al cabo de una hora se puso en contacto con ella.
Apenas dijo nada mientras ella exponía los detalles del asunto.
—No, no, no -protestó Rourke con suavidad-. Usted y su marido no irán a ver a Wilhoit a la una y media. A la una y media vendrán a mi despacho. Tengo que recibir una visita a las tres; iremos a la oficina del fiscal de distrito a las cinco menos cuarto. Mi secretaria llamará a Wilhoit para comunicarle el cambio de hora.
El despacho de Nat Rourke se hallaba en un sólido edificio antiguo situado tras la Cámara del Estado; era cómodo aunque destartalado. Al ver al abogado, R.J.
Recordó fotografías de Irving Berlin, un hombrecillo de tez cetrina y facciones pronunciadas, vestido con esmero en colores oscuros y apagados, camisa muy blanca y corbata de una universidad, cuyo símbolo no reconoció. La Universidad de Penn, según supo más tarde.
Rourke le pidió a Tom que explicara todas las circunstancias que condujeron a la muerte de Elizabeth Sullivan. Observó a Tom con atención, como un buen oyente, sin interrumpir, siguiendo el relato hasta el final. Luego hizo un gesto de asentimiento, frunció los labios y se recostó en la butaca con las manos cruzadas sobre el abdomen, encima del llavero Phi Beta Kappa.
—¿La mató usted, doctor Kendrick?
—No tuve que matarla. El cáncer se ocupó de eso. Habría dejado de respirar por sí sola; era cuestión de horas, quizá de días. Nunca habría recobrado la conciencia, nunca habría vuelto a ser Betts, sin agonía. Le había prometido que no la dejaría sufrir. Ya estaba recibiendo dosis muy grandes de morfina. Aumenté la dosis para asegurarme de que no sentía ningún dolor. Si eso adelantó la muerte en lugar de retrasarla, me parece muy bien.
—Los treinta miligramos que la señora Sullivan recibía oralmente dos veces al día eran de un tipo de morfina de acción lenta, supongo -dijo Rourke.
—Sí.
—Y los cuarenta miligramos que le administró usted mediante una inyección eran de morfina de acción rápida, quizás en cantidad suficiente para inhibir la respiración.
—Sí.
—Y si inhibía la respiración lo suficiente, eso le produciría la muerte.
—Sí.
—¿Mantenía usted una relación amorosa con la señora Sullivan?
—No.
Comentaron las antiguas relaciones entre Tom y Elizabeth, y el abogado pareció quedar satisfecho.
—¿La muerte de Elizabeth Sullivan le ha proporcionado a usted algún beneficio económico?
—No. -Tom le explicó con detalle los términos del testamento de Betts-. ¿Cree que Wilhoit verá algo sucio en todo esto?
—Probablemente. Es un político ambicioso, interesado en prosperar y llegar a vicegobernador. Un juicio sensacionalista le serviría de trampolín. Si pudiera hacer que lo condenaran por asesinato en primer grado, con una sentencia a cadena perpetua sin libertad condicional, con grandes titulares en los periódicos, palmaditas en la espalda, mucho alboroto, su carrera estaría hecha. Pero éste no es un caso de asesinato en primer grado.
Y el señor Wilhoit es un político demasiado astuto para presentar siquiera el caso ante un jurado de acusación si no tiene muchas posibilidades de obtener un veredicto de culpabilidad. Esperará a que el Comité Deontológico del hospital le marque la pauta.
—¿Qué es lo peor que puede ocurrirme en este caso?
—¿La posibilidad más amenazadora?
—Sí. Lo peor.
—No le garantizo nada, por supuesto, pero yo diría que lo peor que puede ocurrirle es que sea declarado culpable de homicidio y, a continuación, encarcelado. En un caso como éste, es probable que el juez comprenda sus motivos y lo condene a lo que llamamos una «sentencia Concord». Lo condenaría a veinte años de reclusión en el Instituto Penitenciario de Massachusetts en Concord, con lo que mantendría su reputación de juez duro contra el crimen, pero al mismo tiempo mostraría lenidad con usted, porque en Concord podría obtener la libertad condicional después de cumplir sólo veinticuatro meses de la sentencia. De modo que podría usted aprovechar el tiempo para escribir un libro, hacerse famoso, ganar un montón de dinero.
—Perdería la licencia para seguir practicando la medicina -dijo Tom con voz serena, y R.J. casi llegó a olvidar que había dejado de quererlo hacía mucho tiempo.
—No olvide que estamos hablando de la peor posibilidad. La mejor sería que el caso no llegara a un jurado de acusación. Y lograr la mejor posibilidad es lo que justifica las elevadas minutas que cobro -dijo Rourke.
De ahí resultó fácil pasar al tema de los honorarios.
—En un caso como éste podría ocurrir cualquier cosa, o nada en absoluto. Por lo general, cuando el acusado no es una persona sumamente respetable, pido un depósito inicial de veinte mil dólares. Pero... usted es un profesional de excelente reputación. Creo que lo más conveniente para usted sería contratarme en razón del tiempo que dedique. Doscientos veinticinco por hora.
Tom asintió.
—Me parece una ganga -dijo, y Rourke sonrió.
Cuando llegaron al rascacielos donde estaban situados los tribunales eran las cinco menos cinco, diez minutos después de la hora que Rourke había indicado. Terminaba la jornada laboral y un río de gente abandonaba el edificio con la misma sensación de libertad de los niños que salen de la escuela.
—Tómenselo con calma, no tenemos ninguna prisa -los tranquilizó Rourke-. Es conveniente que nos reciba según nuestra conveniencia.
Ese asunto de enviar agentes en su busca antes del amanecer sólo es intimidación barata, doctor Kendrick. Una invitación al baile, podríamos decir.
Era una manera de comunicarles, comprendió R.J. con un escalofrío, que el fiscal de distrito se había tomado la molestia de averiguar los horarios de Tom, cosa que no haría en un caso rutinario.
Tuvieron que identificarse ante el guardia que ocupaba la mesa del vestíbulo, y a continuación el ascensor los condujo al piso 15.
Wilhoit era un hombre enjuto, de piel bronceada y nariz prominente, y les sonrió con la cordialidad de un viejo amigo.
R.J. se había informado sobre él: Harvard, 1972; Facultad de Derecho de Boston, 1975; ayudante del fiscal de distrito, 1975-1978; miembro de la Cámara de Representantes del Estado desde 1978 hasta ser elegido fiscal de distrito en 1988.
—¿Cómo está usted, señor Rourke? Es un placer volver a verle.
Mucho gusto en conocerlos, doctor Kendrick, doctora Cole.
Siéntense, por favor, siéntense.
A partir de ese momento fue todo profesionalidad, ojos fríos y preguntas sosegadas, la mayoría de las cuales Tom ya se las había contestado a Rourke en el curso de la tarde.
Habían obtenido y estudiado el historial clínico de Elizabeth Sullivan, les anunció Wilhoit.
—Dice que, por orden del doctor Howard Fisher, la paciente de la habitación 208 del Hospital Middlesex Memorial venía recibiendo un medicamento oral a base de morfina llamado Contin, treinta miligramos dos veces al día.
»Luego..., vamos a ver..., a las dos y diez de la noche en cuestión, el doctor Thomas A. Kendrick anotó en la hoja de la paciente una orden escrita para que se le administraran cuarenta miligramos de sulfato de morfina por vía intravenosa.
Según la enfermera de guardia, la señorita Beverly Martin, el doctor le dijo que él mismo le pondría la inyección.
Martin declaró que media hora más tarde, cuando acudió a la habitación 208 para comprobar la temperatura y la presión sanguínea de la paciente, la señora Sullivan estaba muerta. El doctor Kendrick estaba sentado junto a la cama, sosteniéndole la mano. -Alzó la mirada hacia Tom-. ¿Son correctos, en lo esencial, estos hechos según acabo de exponerlos, doctor Kendrick?
—Sí, yo diría que son exactos, señor Wilhoit.
—¿Mató usted a Elizabeth Sullivan, doctor Kendrick?
Tom miró a Rourke. La mirada de Rourke era cautelosa, pero el abogado inclinó la cabeza en señal de asentimiento, dando a entender que Tom debía responder.
—No, señor. A Elizabeth Sullivan la mató el cáncer contestó Tom.
Wilhoit asintió también. Les agradeció cortésmente que hubieran acudido y les indicó que la entrevista había terminado.