Quedó seducido por la casa: la fachada de ladrillo rojo con adornos en mármol de Vermont, las finas y elegantes columnas que flanqueaban las puertas, éstas con paneles antiguos a cada lado y sobre el dintel, el muro de ladrillo a juego que rodeaba la finca.
Al principio ella creyó que estaba bromeando. Cuando vio que hablaba en serio, se sintió consternada e intentó quitarle la idea de la cabeza.
—Sería carísimo. Habría que remozar tanto la fachada como el muro, y los cimientos y el techo necesitan reparaciones. La descripción de la agencia dice bien a las claras que necesita una caldera nueva. No tiene sentido, Tom.
—Tiene mucho sentido. Es la casa ideal para una pareja de médicos con éxito. Una declaración de confianza.
Ninguno de los dos tenía mucho ahorrado. Como R.J. se había licenciado en derecho antes de ingresar en la facultad de medicina, se las arregló para ganar algún dinero, el suficiente para terminar los estudios de medicina sin endeudarse más de lo razonable. En cambio, Tom debía una cantidad preocupante.
Aun así, argumentó con tenacidad e insistencia que debían comprar la casa. Le recordó que él ya había empezado a ganarse muy bien la vida como cirujano general e insistió en que, cuando el pequeño sueldo de R.J. se añadiera al suyo, podrían pagar la casa desahogadamente. Lo repitió una y otra vez.
Hacía poco que se habían casado y ella todavía estaba enamorada.
Tom era mejor como amante que como persona, pero eso ella aún no lo sabía, y lo escuchaba con gravedad y respeto. Por último, indecisa, cedió a su deseo.
Gastaron mucho dinero en muebles, entre los que no faltaban antig8edades. A instancias de Tom compraron un pequeño piano de cola, no tanto porque a R.J. le gustara tocar el piano como porque quedaba «perfecto» en la sala de música.
Una vez al mes, aproximadamente, el padre de R.J. tomaba un taxi hasta la calle Brattle y le daba propina al taxista para que cargara con su voluminosa viola da gamba.
A su padre le complacía verla en una situación estable, y tocaba con ella largos y empalagosos dúos. La música cubría muchas cicatrices que habían existido desde el principio y hacía que la casona pareciese menos vacía.
Tanto ella como Tom tomaban casi todas las comidas fuera, y no tenían servicio permanente. Una negra taciturna llamada Beatrix Johnson iba todos los lunes y jueves a limpiar la casa, y sólo de vez en cuando rompía algo. Del trabajo en el jardincito se encargaba una agencia de jardinería.
Pocas veces recibían invitados.
Ningún rótulo colgado alentaba a los pacientes a cruzar la cancela de su hogar; la única pista en cuanto a la identidad de los habitantes la proporcionaban dos pequeñas placas de cobre que Tom había fijado en una jamba de la puerta principal.
Dr. Thomas Allen Kendrick y Dra. Roberta J.
Cole En aquellos días, ella lo llamaba Tommy.
Después de dejar al doctor Ringgold, R.J. hizo las visitas de la mañana.
Por desgracia, nunca tenía más de uno o dos pacientes en las salas. Era una doctora de medicina general interesada en la medicina familiar, en un hospital que no tenía un departamento de medicina familiar. Eso la convertía en una especie de factótum, una jugadora comodín. Su trabajo para el hospital y la facultad de medicina caía entre los límites de diversos departamentos: recibía pacientes embarazadas, pero alguien de obstetricia atendía el parto; del mismo modo, casi siempre enviaba sus pacientes a un cirujano, a un gastroenterólogo o a cualquiera de entre más de una docena de especialistas. Por lo general no volvía a ver más al paciente pues el seguimiento lo realizaba el especialista o el médico de cabecera de su localidad; formalmente, los únicos pacientes que acudían al hospital eran los que presentaban trastornos que podían requerir tecnología avanzada.
Durante un tiempo la oposición política y la sensación de estar abriendo nuevos caminos conferían interés a sus actividades en el Lemuel Grace, pero hacía ya mucho tiempo que la práctica de la medicina había dejado de proporcionarle placer. Dedicaba demasiado tiempo a repasar y firmar documentos de seguros: un impreso especial si alguien necesitaba oxígeno, un impreso especial largo para esto, un impreso especial corto para aquello, por duplicado, por triplicado, impresos distintos para cada compañía de seguros.
Sus visitas en el consultorio tendían a ser breves e impersonales. Anónimos expertos en eficacia de las compañías de seguros habían determinado cuánto tiempo y cuántas visitas podía conceder a cada paciente, quién debía ser rápidamente despachado a análisis, a rayos X, a ultrasonidos, a resonancia magnética, los procedimientos que hacían casi todo el trabajo de diagnóstico y que la protegían contra juicios por negligencia profesional.
A menudo se preguntaba quiénes eran esos pacientes que acudían a ella en busca de ayuda, qué elementos de su vida -ocultos a la mirada casi superficial que ella les dirigía-contribuían a su enfermedad, y qué sería de ellos. No tenía tiempo ni ocasión para relacionarse con sus pacientes como personas, para ser una verdadera médica.
Al anochecer se encontró con Gwen Gabler en el Alex.s Gymnasium, un elegante club deportivo de la plaza Kenmore.
Gwen había sido compañera de clase de R.J. en la facultad de medicina y seguía siendo su mejor amiga, una ginecóloga de Planificación Familiar cuya desenvoltura y cuya lengua mordaz disimulaban el hecho de que estaba a punto de venirse abajo.
Tenía dos hijos, un marido agente de la propiedad inmobiliaria que pasaba por una mala época, un programa sobrecargado de trabajo, ideales maltrechos y depresión. R.J. y ella iban al gimnasio dos veces por semana para castigarse en largas clases de aerobic, sudar los deseos absurdos en la sauna, desprenderse de lamentaciones inútiles en la bañera caliente, tomar una copa de vino en el salón, intercambiar chismes y hablar de medicina toda la velada.
Su perversidad favorita consistía en estudiar a los hombres del club y juzgar su atractivo exclusivamente por su aspecto. R.J.
descubrió que exigía un atisbo cerebral en el rostro, una sombra de introspección. Gwen prefería cualidades más animales, y admiraba al dueño del club, un griego de oro llamado Alexander Manakos. A Gwen le resultaba fácil soñar en aventuras musculosas pero románticas y luego volver a casa con su Phil, miope y rechoncho pero al que apreciaba profundamente. R.J.
Volvía a casa y se dormía leyendo revistas de medicina.
A primera vista, Tom y ella habían alcanzado el sueño norteamericano, una vida profesional próspera, una hermosa casa en la calle Brattle, una casa de campo en las colinas de Berkshire que utilizaban muy esporádicamente los fines de semana o en vacaciones.
Pero de su matrimonio sólo quedaban cenizas. R.J. se decía que quizás habría sido distinto si hubieran tenido un hijo; ironías de la vida, ella, que trataba a menudo con la esterilidad de los demás, era también estéril desde hacía años. Tom se sometió a análisis de esperma y ella a una batería de pruebas, pero no se llegó a descubrir la causa de la esterilidad, y tanto Tom como ella se vieron rápidamente atrapados por las responsabilidades de su vida profesional.
Se dejaron absorber tanto por sus tareas que poco a poco se fueron separando. Si el matrimonio hubiera sido más sólido, sin duda ella habría llegado a sopesar la posibilidad de una inseminación artificial, una fertilización “in vitro” o tal vez una adopción. A aquellas alturas, ni ella ni su marido estaban interesados.
Tiempo atrás, R.J. se había dado cuenta de dos cosas: que se había casado con un hombre insustancial y que él andaba con otras mujeres.
Betts
R.J. sabía que Tom se había sorprendido tanto como el que más cuando Elizabeth Sullivan entró de nuevo en su vida. Betts y él habían vivido juntos durante un par de años en Columbus, Ohio, cuando eran jóvenes. Ella se llamaba entonces Elizabeth Bosshard. A juzgar por lo que R.J. oía y veía cuando Tom hablaba de ella, debía de quererla mucho, pero ella lo dejó cuando conoció a Brian Sullivan.
Luego se casó con Sullivan y se fue a vivir a Holanda, a La Haya, donde él era director de márketing de IBM. Al cabo de unos años fue destinado a París, y no llevaban nueve años casados cuando sufrió una apoplejía y falleció. Por entonces Elizabeth Sullivan había publicado dos novelas de intriga y tenía un gran número de lectores. Su protagonista era un programador de ordenadores que viajaba por cuenta de la empresa, y cada libro se desarrollaba en un país distinto. Ella viajaba allí a donde los libros la llevaban, y por lo general pasaba uno o dos años en el país del que escribía.
Tom había visto la esquela de Brian Sullivan en el “The New York Times”, y le había mandado una carta de condolencia a Betts, a la que ella había respondido con otra carta. Aparte de eso, nunca había recibido ni una postal de Betts ni había pensado mucho en ella durante los últimos años, hasta el día en que lo llamó para decirle que tenía cáncer.
—He visitado a médicos de España y de Alemania y sé que la enfermedad está avanzada. He decidido volver a casa. El médico de Berlín me sugirió a alguien del Sloan-Kettering, en Nueva York, pero sabía que tú eras médico en Boston y he venido aquí.
Tom comprendió lo que le estaba diciendo. Elizabeth tampoco había tenido hijos en su matrimonio; había perdido a su padre en un accidente cuando ella contaba ocho años, y su madre murió cuatro años más tarde del mismo tipo de cáncer que Betts tenía ahora. Se había criado bien con la única hermana de su padre, que ahora era una inválida internada en una residencia de Cleveland. No tenía a nadie más que Tom Kendrick a quien recurrir.
—Me siento muy mal -le dijo Tom a R.J.
—Es natural.
El problema excedía con mucho la competencia de un cirujano general. Tom y R.J. lo discutieron a fondo, considerando todo lo que sabían sobre el caso de Betts; fue la primera vez en mucho tiempo que se establecía entre ellos semejante complicidad.
Finalmente, Tom concertó una visita para Elizabeth en el instituto oncológico Dana-Farber y habló sobre ella con Howard Fisher cuando se hubieron realizado los primeros exámenes.
—El carcinoma está muy extendido -le dijo Fisher-. He visto curaciones en pacientes que estaban peor que su amiga, pero comprenderá usted que no tenga muchas esperanzas.
—Lo comprendo -respondió Tom, y el oncólogo le recetó un tratamiento que combinaba la radiación con la quimioterapia.
A R.J. le cayó bien Elizabeth nada más verla. Era una mujer corpulenta y de facciones redondeadas que vestía con la sensatez de una europea pero que había consentido que la madurez la volviera más gruesa de lo que estaba de moda. Y no estaba dispuesta a rendirse; era una luchadora. R.J. la ayudó a encontrar un apartamento con un solo dormitorio en la avenida Massachusetts, y Tom y ella visitaban a la enferma tan a menudo como les era posible, como amigos y no como médicos.
R.J. la llevó a ver el ballet de Boston en “La bella durmiente” y al primer concierto de otoño de la orquesta sinfónica, ella sentada en el gallinero y Betts en su propia butaca, en el centro de la séptima fila de platea.
—¿Sólo tenéis un abono de temporada para los dos?
—Tom no va nunca. Tenemos distintos intereses. A él le gustan los partidos de hockey y a mí no -le explicó R.J., y Elizabeth asintió pensativa y dijo que había disfrutado viendo dirigir a Seiji Ozawa-. Ya verás cómo te gustarán los Boston Pops el verano que viene. La gente se sienta en mesitas y bebe champaña y limonada mientras escucha música más ligera.
Muy “gem8tlich”.
—¡Oh, tenemos que ir! -dijo Betts.
En su destino no había lugar para los Boston Pops. A comienzos del invierno la enfermedad se agravó; Elizabeth sólo necesitó el apartamento durante siete semanas.
En el Hospital Middlesex Memorial le asignaron una habitación particular en la planta para personas muy importantes y se intensificaron los tratamientos de radiación. En muy poco tiempo empezó a perder el cabello y adelgazar.
Seguía muy racional, muy tranquila.
—Sería un libro interesantísimo, ¿sabes? -le dijo a R.J.-.
Pero no tengo ánimos para escribirlo.
Se creó una auténtica corriente de afecto entre las dos mujeres, pero una noche, estando los tres en su habitación de hospital, se dirigió a Tom:
—Quiero que me prometas una cosa. Quiero que jures que no me dejarás sufrir ni consentirás que me prolonguen la vida innecesariamente.
—Lo juro -dijo él, casi como si se tratara de una promesa de matrimonio.
Elizabeth quiso revisar su testamento y redactar una última voluntad donde se especificara que no quería que se le prolongara artificialmente la vida por medio de drogas ni tecnología, y le pidió a R.J. que le buscara un abogado.
R.J. llamó a Suzanna Lorentz, de Wigoder, Grant Berlow, un gabinete en el que ella misma había trabajado durante poco tiempo.
Un par de días después, el automóvil de Tom ya estaba en el garaje cuando R.J. llegó del hospital por la noche. Encontró a Tom sentado ante la mesa de la cocina, tomándose una cerveza mientras veía la televisión.
—Hola. ¿Te ha llamado Lorentz? -Apagó el televisor.
—Hola. ¿Suzanna? No, no he tenido noticias de ella.
—A mí me ha llamado. Quiere que sea representante legal de Betts con capacidad de decisión respecto a la asistencia médica.
Pero no puedo. Soy su médico oficial, y eso crearía un conflicto de intereses, ¿no?
—Sí, desde luego.
—¿Lo harás tú? Me refiero a ser su representante legal.
Tom estaba ganando peso y tenía el aspecto de no dormir lo suficiente. Llevaba migas de galleta en la pechera de la camisa.
A R.J. le apenó pensar que una parte importante de la vida de él estaba muriendo.
—Sí, por supuesto.
—Gracias.
—De nada -respondió ella, y subió a su cuarto y se acostó.
Ante la perspectiva de una larga convalecencia, Max Roseman había decidido jubilarse. R.J. no lo supo por Sidney Ringgold; de hecho, el doctor Ringgold no hizo ninguna declaración oficial.
Pero Tessa, radiante, le trajo la información. No quiso revelar la fuente, pero R.J. hubiera jurado que se lo había dicho Bess Harrison, la secretaria de Max Roseman.
—He oído decir que está usted entre los posibles sucesores del doctor Roseman. Y creo que para usted el cargo de directora médica adjunta sería el primer peldaño de una escalera muy, muy alta. ¿Qué prefiere aspirar a decana de la facultad de medicina o a directora del hospital? En cualquier caso, ¿me llevará con usted?