La doctora Cole (6 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

BOOK: La doctora Cole
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—Espero que podamos comportarnos como personas civilizadas, sin rencor ni peleas, y dividirlo todo por igual, las propiedades y las deudas. Todo mitad y mitad -dijo Tom.

Ella se mostró de acuerdo. Estaba segura de que Tom chillaría y patalearía si hubiera algún dinero por el que chillar y patalear, pero la mayor parte de lo que ganaban se había destinado a pagar la casa y sus deudas de la facultad de medicina.

A Tom le resultó embarazoso contarle que ahora vivía con Cindy Wolper, la administradora de su oficina, una rubia burbujeante que aún no había cumplido los treinta.

—Vamos a casarnos -anunció, y pareció sentirse aliviado por haber pasado al fin de marido infiel a recién prometido.

«Pobrecita», pensó R.J. con enojo.

A pesar de sus declaraciones de llevar el asunto como personas civilizadas, cuando se reunieron para concertar el reparto de las propiedades, Tom llevó un abogado, Jerry Saltus.

—¿Piensas conservar la casa de la calle Brattle? -le preguntó Tom.

R.J. se lo quedó mirando con incredulidad. Habían comprado la casa porque él había insistido, a pesar de sus objeciones. Y a causa de esta obsesión habían metido todo su dinero en ella.

—¿No quieres la casa?

—Cindy y yo hemos decidido vivir en un apartamento.

—Bien, pues yo tampoco quiero tu pretenciosa casa. Nunca la he querido. -R.J. se dio cuenta de que estaba subiendo el tono de voz y de que hablaba con irritación, pero no le importó.

—¿Y la casa de campo?

—Creo que también habría que venderla -respondió ella.

—Si tú te encargas de venderla, yo me ocuparé de vender la de Brattle. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Tom dijo que deseaba quedarse el bargueño de cerezo, el sofá, los dos sillones de orejas y el televisor de pantalla grande. R.J. también hubiera querido el bargueño, pero él aceptó que se quedara con el piano y con una alfombra persa de Heriz, de más de cien años de antig8edad, que ella tenía en gran estima. Los muebles restantes se los repartieron eligiendo uno cada vez, por turno. El acuerdo se cerró rápidamente y sin derramamiento de sangre, y el abogado escapó antes de que cambiaran de idea y se pusieran desagradables.

El domingo por la tarde R.J. fue al Alex.s Gymnasium con Gwen, que aún tardaría un par de semanas en marcharse a Idaho. Antes de empezar la clase de aerobic, R.J. estaba hablándole de Tom y su futura esposa cuando entraron Alexander Manakos y un operario y se dirigieron al otro extremo del gimnasio, donde había una máquina de ejercicios estropeada.

—Está mirando hacia aquí -observó Gwen.

—¿Quién?

—Manakos. Te mira a ti. Ya te ha mirado varias veces.

—No seas tonta, Gwen.

Pero el dueño del club le dio una palmada en el hombro al operario y echó a andar hacia ellas.

—Vuelvo enseguida. Tengo que llamar a mi despacho -se excusó Gwen, y desapareció.

La ropa de Manakos estaba tan bien cortada como la de Tom, pero no era de Brooks Brothers. Sus trajes eran más informales, más a la moda. Era un hombre sumamente apuesto.

—Doctora Cole.

—Sí.

—Soy Alexander Manakos. -Le estrechó la mano de un modo casi impersonal-. ¿Lo encuentra usted todo a su satisfacción, aquí en mi club?

—Sí. Paso muy buenos ratos en el club.

—Me alegra oírlo. ¿Tiene alguna queja que yo pueda remediar?

—No. ¿Cómo sabe mi nombre?

—Se lo pregunté a una persona. Estaba usted delante de nosotros. He pensado que podía acercarme a saludarla; parece usted muy agradable.

—Gracias. -R.J. no se sentía cómoda en esta clase de situaciones, y lamentaba que Manakos decidiera abordarla.

Visto de cerca, su cabello le recordaba a un Robert Redford más joven. Tenía la nariz aguileña, y eso le confería una apariencia un tanto cruel.

—¿Querría usted cenar conmigo algún día, o tomar unas copas?

Me gustaría que tuviéramos ocasión de hablar y conocernos.

—Señor Manakos, yo no...

—Alex. Me llamo Alex. ¿Preferiría que nos presentara alguien a quien usted conozca?

Ella sonrió.

—No es necesario.

—Mire, perdone que la haya abordado de esta manera, como un ligón. Sé que ha venido a una clase de aerobic. Piénselo, y dígame algo cuando vaya a marcharse.

Antes de que ella pudiera abrir la boca para protestar y decirle que eso carecía de importancia, Manakos se alejó.

—Vas a salir con él, ¿verdad?

—No, te equivocas.

—¿Por qué no? Es muy atractivo.

—Es guapísimo, Gwen, pero a mí no me atrae en absoluto.

Sinceramente. No sabría decirte el motivo.

—¿Y qué? No te ha propuesto que os caséis, ni te ha pedido que pases el resto de tu vida con él. Sólo quiere salir contigo una noche.

Gwen no se daba por rendida.

Durante la clase, entre cada serie de ejercicios, volvía otra vez al mismo tema.

—Parece muy simpático. ¿Cuándo fue la última vez que saliste con un hombre?

Durante la clase, R.J. trató de recordar lo que sabía de él.

Procedía de una familia de inmigrantes y había sido jugador de baloncesto en la Universidad de Boston. En el vestíbulo del gimnasio había una antigua fotografía de él en Boston Common, en la que se veía un niño de expresión seria con una caja de limpiabotas. Cuando entró en la universidad tenía alquilado un minúsculo puesto de limpiabotas en un edificio de la plaza Kenmore y había contratado a varias personas para que trabajaran allí. A medida que fue creciendo su fama como deportista, el salón Alex.s se convirtió en el sitio de moda para lustrarse los zapatos, y Manakos no tardó en tener un salón de limpiabotas más grande con un puesto de refrescos. No era bastante bueno para el baloncesto profesional, pero se graduó con un título en administración de empresas y con la suficiente publicidad para obtener de los bancos de Boston el capital que necesitara, y abrió un gimnasio lleno de máquinas Nautilus y monitores cualificados.

En memoria de los viejos tiempos, el club contaba con un salón de limpiabotas, pero el puesto de refrescos se había convertido en bar y cafetería. Ahora Alex Manakos era propietario del gimnasio, de un restaurante griego en el muelle y otro en Cambridge, y sólo Dios sabía de qué más. R.J. sabía que estaba soltero.

—¿Cuándo fue la última vez que tuviste una simple conversación con un hombre que no fuera un paciente ni un médico? Parece una persona agradable. Muy agradable -insistía Gwen-. ¡Sal con él!

Después de ducharse y vestirse, R.J. fue al bar del gimnasio.

Cuando le dijo a Alex Manakos que tendría mucho gusto en salir con él alguna noche, él sonrió.

—Eso está bien. Es usted médica, ¿no es cierto?

—Sí.

—Bien, hasta ahora nunca he salido con una doctora.

«En menuda historia me he metido», se dijo ella.

—¿Es que únicamente sale con doctores?

Él se echó a reír y la miró con interés. Así que se pusieron de acuerdo y quedaron para cenar. El sábado.

A la mañana siguiente, tanto el “Herald” como el “Globe” publicaron artículos sobre el aborto. Los periodistas habían entrevistado a representantes de los dos bandos de la controversia y ambos periódicos incluían las fotografías de diversos activistas. Además, el “Herald” reproducía dos de aquellos carteles de «Se busca»: uno era del doctor James Dickenson, un ginecólogo que practicaba abortos en la Clínica de Asesoramiento Familiar, en Brookline, y el otro de la doctora Roberta J. Cole.

El miércoles se dio a conocer el nombramiento del doctor Allen Greenstein, como director médico adjunto del Hospital Lemuel Grace, en sustitución del doctor Maxwell B. Roseman.

Durante los días que siguieron al nombramiento, la prensa y la televisión entrevistaron al doctor Greenstein, y se destacó el hecho de que faltaban pocos años para que los niños recién nacidos fueran sometidos a exámenes genéticos que permitirían a los padres conocer los peligros que acecharían a la salud de sus hijos en el curso de su vida, y quizás incluso de qué morirían. R.J. y Sidney Ringgold se encontraron en el pase de visitas y en una reunión de departamento, y se cruzaron varias veces por los pasillos. En todas las ocasiones Sidney la miró a los ojos y la saludó amistosamente.

A R.J. le habría gustado que se detuviera a hablar con ella.

Quería decirle que no se avergonzaba de practicar abortos, que estaba realizando una tarea difícil e importante, una tarea que había asumido porque era una buena médica.

Pero entonces, ¿por qué se sentía atemorizada y furtiva cuando recorría los pasillos de su hospital?

El sábado por la tarde procuró llegar a casa con tiempo suficiente para ducharse sin prisas y vestirse lentamente y con esmero. A las siete en punto entró en el Alex.s Gymnasium y se dirigió al salón bar.

Alexander Manakos estaba de pie en un extremo de la barra, hablando con dos hombres. R.J. se acomodó en un taburete en el otro extremo, y él se le acercó enseguida. Aún era más guapo de como ella lo recordaba.

—Buenas tardes.

Él la saludó con una inclinación de cabeza. Llevaba un periódico y, al abrirlo, R.J. vio que era el “Globe” del lunes.

—¿Es verdad eso que dice aquí de que usted practica abortos?

R.J. comprendió que no iba a recibir ningún homenaje. Alzó la cabeza y se irguió para mirarlo a los ojos.

—Sí. Se trata de un procedimiento médico legal y ético que es vital para la salud y la vida de mis pacientes -respondió con serenidad-, y lo hago bien.

—Me repugna. No me la tiraría ni con la polla de otro.

«Muy agradable.»

—Puede tener la seguridad de que no va a hacerlo con la suya -le dijo con mucha calma, y bajó del taburete y se dirigió a la salida del gimnasio, pasando ante una mesa en la que una mujer de cabellos blancos y aspecto maternal la aplaudía con lágrimas en los ojos.

R.J. se habría sentido más alentada si la mujer no hubiera estado borracha.

—No necesito a nadie. Puedo vivir muy bien yo sola. Yo sola.

¡No necesito a nadie! ¿Lo entiendes? -le dijo furiosa a Gwen-. Y

quiero que me dejes en paz.

—De acuerdo, de acuerdo -respondió Gwen, y se marchó a toda prisa.

8

Un jurado de iguales

La reunión del Comité Deontológico del Hospital Middlesex Memorial prevista para el mes de abril se aplazó a causa de una ventisca primaveral que cubrió el hielo viejo y la nieve sucia con una limpia capa blanca que habría resultado alegre de no estar tan avanzada la estación. A aquellas alturas, la presencia de más nieve hizo rezongar a R.J. Dos días después, la temperatura ascendió a veintitrés grados, y la nieve reciente de primavera y la nieve vieja del invierno desaparecieron a la vez, llenando de agua arroyos y cunetas.

El Comité Deontológico se reunió la semana siguiente, y la sesión no se prolongó mucho. En vista de los testimonios y de la clara evidencia de que Elizabeth Sullivan estaba a punto de morir entre terribles dolores, se llegó a la conclusión unánime de que el doctor Thomas A. Kendrick no había actuado de un modo contrario a la ética profesional cuando administró una dosis masiva de analgésico a la paciente.

Unos días después de la reunión, Phil Roswell, un miembro del comité, le contó a R.J. que no había habido discusión.

—Seamos sinceros: todos hacemos lo mismo para apresurar un final piadoso cuando la muerte es inminente e inevitable -

reconoció Roswell-. Tom no trató de ocultar un crimen.

Extendió la receta abiertamente, y aparece bien a las claras en la hoja clínica. Si lo castigáramos, tendríamos que castigarnos a nosotros mismos y a la mayoría de los médicos que conocemos.

Nat Rourke tuvo una discreta charla con Wilhoit, de la que salió convencido de que el fiscal de distrito no pensaba llevar la muerte de Elizabeth Sullivan ante el jurado de acusación.

Tom estaba eufórico. Quería volver una página en su vida, impaciente por consumar el divorcio e iniciar su nueva vida matrimonial.

El malestar de R.J. se veía exacerbado por los mendigos que pululaban por todas partes. Ella había nacido y se había criado en Boston y amaba su ciudad, pero no soportaba mirar a la gente que vivía en las calles. Los veía por toda la ciudad, hurgando en los cubos y contenedores de basura, transportando sus escasas posesiones en carritos de la compra robados de supermercados, durmiendo en cajas de embalaje sobre fríos muelles de carga, haciendo cola para obtener una comida gratuita en el comedor de beneficencia de la calle Tremont, ocupando los bancos de Boston Common y de otros lugares públicos.

Para ella, estas personas sin hogar constituían un problema médico. En los años setenta, los psiquiatras habían emprendido una campaña para acabar con los imponentes manicomios estatales donde se almacenaba a los dementes en condiciones vergonzosas. La idea era devolver a los pacientes la libertad de vivir en armonía con los sanos, como se hacía con éxito en varios países europeos, pero en Estados Unidos los centros públicos de salud mental instituidos para atender a los pacientes liberados no recibieron los fondos necesarios, y fracasaron. Los pacientes se dispersaron. A los asistentes sociales encargados de la atención psiquiátrica les resultaba imposible seguir la pista de alguien que una noche dormía en una caja de cartón y la siguiente sobre una rejilla de ventilación a varios kilómetros de distancia. A lo ancho de todo el país se creó un ejército de personas sin hogar compuesto por alcohólicos, drogadictos, esquizofrénicos y toda clase de enfermos mentales.

Muchos de ellos recurrieron a la mendicidad, unos pidiendo en metros y autobuses con discursos chillones y relatos lastimeros, otros sentándose en la acera con un platillo o una gorra vuelta boca arriba junto a un burdo letrero que expresaba su situación: «Trabajo a cambio de comida», o «Tengo cuatro hijos en casa». R.J. había leído un estudio en el que se llegaba a la conclusión de que aproximadamente un noventa y cinco por ciento de los mendigos norteamericanos era adicto al alcohol o las drogas y que algunos obtenían hasta trescientos dólares diarios, dinero que gastaban rápidamente en mantener su adicción. R.J. experimentaba un intenso sentimiento de culpabilidad respecto al cinco por ciento que no eran adictos, sino sencillamente gente sin hogar ni trabajo, pero aun así era para ella una cuestión de principio no dar limosna, y se enfurecía cuando veía que alguien arrojaba una moneda en el plato en vez de presionar políticamente para que se retirase a los indigentes de las calles y se les proporcionara una atención adecuada.

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