La doctora Cole (22 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

BOOK: La doctora Cole
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A pesar de sus protestas, Bonnie tuvo que subir al vehículo de Dennis Stanley, que se alejó a la mínima velocidad posible.

Bonnie viajaba encogida sobre sí misma, protegiéndose el apéndice. La ambulancia y los técnicos estaban esperándola en la carretera, despejada por las máquinas quitanieves, y se la llevaron apresuradamente, rompiendo con la sirena el silencio del campo.

—En cuanto al dinero, doctora Cole... No tenemos seguro -le anunció Paul.

—¿El año pasado obtuvieron de la granja un beneficio de más de treinta y seis mil dólares netos?

—¿Treinta y seis mil dólares netos? -Sonrió con amargura-.

Supongo que está usted de broma.

—Entonces, según las disposiciones de la Ley Hill-Burton, el hospital no les cobrará nada. Yo me encargaré de que les manden los papeles necesarios.

—¿En serio?

—Sí. Aunque... me temo que la Ley Hill-Burton no incluye los honorarios de los médicos. Por mi factura no se preocupe -se forzó a decir-, pero sin duda tendrá que pagar a un cirujano, un anestesista, un radiólogo y un patólogo.

Le dolió ver cómo la angustia volvía a reflejarse en los ojos del joven.

Aquella noche le contó a David los apuros de los Roche.

—La Ley Hill-Burton se aprobó con el propósito de proteger a los indigentes y a las personas sin seguro contra posibles calamidades, pero no lo consigue porque sólo cubre la factura del hospital.

La situación económica de los Roche es precaria, y a duras penas se mantienen a flote. Los gastos no incluidos podrían bastar para hundirlos.

—El hospital incrementa sus facturas a las compañías de seguros para cubrir lo que no puede cobrar a los pacientes como Bonnie -comentó David con voz pausada-, y las compañías de seguros aumentan sus primas para cubrir ese incremento. O sea que al final todos los que contratan un seguro médico acaban pagando los gastos de hospital de Bonnie.

R.J. asintió.

—Es un mal sistema, un sistema completamente inadecuado.

En Estados Unidos hay treinta y siete millones de personas que carecen de cualquier tipo de seguro médico.

Las naciones industrializadas, como Alemania, Italia, Francia, Japón, Inglaterra y Canadá, proporcionan atención médica a todos sus ciudadanos, y el coste es una pequeña parte de lo que el país más rico del mundo se gasta en un sistema de atención sanitaria inadecuado. Es una verg8enza nacional.

David suspiró.

—No creo que Paul salga adelante aunque consigan superar este problema. En las colinas, la capa de tierra es superficial y pedregosa. Tenemos algunos campos de patatas y unos pocos huertos, y algunos agricultores plantaban tabaco, pero lo que mejor se da en estas alturas es la hierba. Por eso había tantas granjas lecheras. Pero el Gobierno ya no subvenciona el precio de la leche, y los únicos productores de leche que pueden ganar dinero son las grandes empresas agroindustriales, granjas enormes con rebaños gigantescos, en estados como Wisconsin o Iowa.

-Era el tema de su novela-. Las pequeñas granjas de por aquí han ido reventando como globos. Y al haber menos granjas ha desaparecido el entramado que las sostenía. Sólo quedan uno o dos veterinarios para cuidar del ganado, y los concesionarios de material agrícola han cerrado sus puertas, de manera que si un agricultor como Paul necesita un repuesto para el tractor o para la embaladora, tiene que desplazarse hasta el estado de Nueva York o de Vermont para encontrarlo. Los pequeños agricultores están condenados. Los únicos que quedan son los que tienen una fortuna personal y unos cuantos como Bonnie y Paul, románticos empedernidos.

R.J. recordó lo que había dicho su padre cuando le expuso su deseo de practicar la medicina rural.

—¿Los últimos vaqueros en busca de la pradera desaparecida?

—Algo por el estilo -respondió David, sonriente.

—No hay nada malo en ser romántico. -Decidió hacer todo lo que estuviera en sus manos para que Bonnie y Paul conservaran su granja.

Sarah se había ido a New Haven con el club de teatro de la escuela para ver una reposición de “La muerte de un viajante” y pasaría toda la noche fuera. David preguntó tímidamente a R.J.

si podía quedarse a dormir en La Casa del Límite.

Era una nueva vuelta de tuerca en su relación, no porque David no fuera bien recibido en su casa sino porque de pronto se introducía más decididamente en su espacio vital, y eso era algo a lo que había que acostumbrarse. Hicieron el amor y luego él se quedó en la habitación, ocupando casi toda la cama, durmiendo tan profundamente como si se hubiera pasado allí las últimas mil noches.

Hacia las once, incapaz de conciliar el sueño, R.J. se levantó de la cama y fue a conectar el televisor de la sala para ver las noticias de la noche, con el volumen muy bajo. A los pocos minutos se encontró escuchando a un senador que tachaba a Hillary Clinton de «samaritana visionaria» por su promesa de hacer aprobar una ley de asistencia sanitaria para todo el mundo. El senador era millonario, y todos sus problemas de salud eran atendidos en el Hospital Naval de Bethesda de forma gratuita.

R.J., a solas ante la pantalla parpadeante, lo maldijo entre dientes hasta que empezó a reírse de su propia tontería.

Entonces apagó el aparato y volvió a la cama.

El viento gemía y aullaba, frío como el corazón del senador. Era bueno acurrucarse contra el cuerpo caliente de David, y al fin se durmió tan profundamente como él.

28

La subida de la savia

La llegada de la primavera la cogió por sorpresa. Durante la última semana de aquel febrero gris y desapacible, mientras R.J. aún se hallaba psicológicamente en pleno invierno, empezó a ver desde el coche a gente trabajando en los bosques, junto a la carretera.

Clavaban puntas de metal o de madera en los arces y colgaban cubos en ellas, o tendían mangueras de plástico como una red gigante de sondas intravenosas entre los troncos de los árboles y grandes depósitos de recolección. Con el mes de marzo llegó el tiempo adecuado para la sangría: noches de escarcha, días más cálidos.

Las pistas sin asfaltar se deshelaban cada mañana y se convertían en canales de engrudo. R.J. se vio en apuros nada más internarse por la pista particular que conducía a la casa de los Roche, y al poco rato el Explorer quedó atascado en el barro hasta los ejes.

Cuando se apeó del coche, las botas se hundieron en el suelo como si algo tirase de ellas hacia abajo. R.J. desenrolló el cable del torno montado en el morro del Explorer y avanzó con dificultad por la carretera, tirando de él hasta que hubo más de treinta metros de cable sobre el fango. Eligió un roble inmenso que parecía anclado en la tierra para toda la eternidad, lo rodeó con el cable y aseguró el gancho de modo que no pudiera soltarse.

El torno iba acompañado de un mando a distancia. R.J. se hizo a un lado, pulsó el botón y se quedó mirando fascinada cómo el cable era recogido por el torno y se iba tensando de forma gradual e inexorable. Se produjo un fuerte ruido de succión cuando los cuatro neumáticos se desprendieron del espeso barro y el automóvil empezó a moverse lentamente, centímetro a centímetro. Después de verlo avanzar unos veinte metros hacia el roble, R.J. detuvo el torno, volvió a subir y puso el motor en marcha.

Una vez libres las ruedas, comprobó que la tracción integral le permitía seguir adelante, y en cuestión de minutos tuvo el cable recogido y pudo reanudar el viaje hacia la granja de los Roche.

Bonnie, a la que se había extirpado el apéndice, se hallaba sola en casa. Aún no podía hacer trabajos pesados, y Sam Roche, un muchacho de quince años, hermano de Paul, acudía todas las mañanas antes de ir a la escuela y todas las noches después de cenar y ordeñaba las vacas. Paul había entrado a trabajar como transportista en la fábrica de cuchillos de Buckland, para pagar las facturas; llegaba a casa pasadas las tres de la tarde y dedicaba el resto del día a recoger savia de arce para hervirla luego en la refinería hasta altas horas de la madrugada. Era un trabajo muy duro pues había que recoger y hervir cuarenta litros de savia para obtener un litro de jarabe, pero la gente lo pagaba muy bien y ellos necesitaban hasta el último dólar.

—Tengo miedo, doctora Cole -le confesó Bonnie-. Tengo miedo de que Paul no pueda soportar tanto trabajo. Tengo miedo de que uno de los dos vuelva a caer enfermo.

Si llegara a ocurrir, adiós granja.

R.J. tenía los mismos temores, pero meneó la cabeza.

—No consentiremos que suceda -le aseguró.

Algunos momentos no los olvidaría jamás.

22 de noviembre de 1963. Se disponía a entrar en clase de latín en la escuela secundaria cuando oyó comentar a dos profesores que un francotirador había matado a John F. Kennedy en Tejas.

4 de abril de 1968. Al devolver unos libros a la biblioteca pública de Boston vio llorar a una bibliotecaria y se enteró de que la bala de un asesino había acabado con la vida de Martin Luther King.

5 de junio del mismo año. Estaba ante la puerta del apartamento en que vivía con su padre, besando a un chico con el que había salido.

Recordaba que era más bien rollizo y que tocaba el clarinete en una orquesta de jazz, pero había olvidado cómo se llamaba. El chico acababa de tocar la armadura de ropa que le cubría el pecho, compuesta por un grueso jersey y el sostén, y ella se preguntaba cómo debía reaccionar, cuando de pronto la radio del coche de su padre anunció que habían disparado contra Robert Kennedy y que no había esperanzas de que sobreviviera.

Más tarde añadiría el momento en que se enteró de que habían asesinado a John Lennon, y el de la explosión del “Challenger”.

Una lluviosa mañana de mediados de marzo, en casa de Barbara Kingsmith, tuvo otro de esos momentos terribles.

La señora Kingsmith tenía una infección renal grave, pero la fiebre no había afectado a su locuacidad y estaba quejándose de los colores con que habían pintado el interior del ayuntamiento cuando R.J. oyó unas palabras del televisor que la hija de la señora Kingsmith tenía conectado en el estudio.

—Discúlpeme -le dijo a la señora Kingsmith, y entró en el estudio. La televisión estaba informando de que un activista de Derecho a Vivir llamado Michael F.

Griffin había matado de un tiro al doctor David Gunn, un médico que practicaba abortos en Florida.

Los grupos antiabortistas estaban recolectando dinero para pagarle a Griffin la mejor defensa posible.

El miedo la dejó abrumada.

Al salir de casa de los Kingsmith se encaminó directamente a la de David y lo encontró en su despacho.

David la abrazó y consoló mientras ella hablaba de los rostros contraídos que tantas mañanas de jueves había visto en Jamaica Plain. R.J. le describió las miradas cargadas de odio y le reveló que ahora sabía qué esperaba ver todos los jueves: una pistola apuntada hacia ella, un dedo cerrándose sobre el gatillo.

Visitaba a Eva con más frecuencia de la necesaria desde un punto de vista médico. El piso de Eva quedaba muy cerca de su consultorio, y R.J. había llegado a admirar a la anciana y a utilizarla como fuente de información para saber cómo era el pueblo en su juventud.

Por lo general llevaba helado y se lo comían entre las dos mientras conversaban. Eva tenía la mente clara y buena memoria. Le habló de los bailes que se celebraban en el primer piso del ayuntamiento los sábados por la noche, a los que acudía todo el pueblo, incluso los niños. Y de los tiempos en que había un depósito de hielo en Big Pond, y un centenar de hombres se arracimaban sobre el hielo y lo cortaban en bloques. Y de la mañana de primavera en que un carro cargado de hielo y un tiro de cuatro caballos rompieron el hielo y se hundieron en las negras aguas, y todos los caballos y un hombre llamado Chink Roth murieron ahogados.

Eva se puso muy contenta cuando supo dónde vivía R.J.

—Caramba, si yo he vivido por allí cerca casi toda mi vida, a menos de un par de kilómetros.

Nuestra granja era la que está en la carretera de arriba.

—¿Donde ahora viven Freda y Hank Krantz?

—¡Sí! Nos la compraron a nosotros. -En aquellos tiempos, le explicó Eva, la finca de R.J. era propiedad de un tal Harry Crawford-. Su mujer se llamaba Rosalie. También nos compró la tierra a nosotros, y construyó la casa en que ahora vive usted. Tenía un pequeño aserradero a orillas del Catamount, movido por un molino de agua. Talaba árboles de su bosque y fabricaba y vendía toda clase de objetos de madera, cubos, moldes para mantequilla, remos y palas, yugos para bueyes, servilleteros, e incluso muebles. El aserradero se quemó hace años. Si se fija bien, creo que aún podrá ver los cimientos junto al río.

»Recuerdo que yo tenía entonces..., no sé, quizá siete u ocho años, y muchas veces me acercaba por allí para ver cómo aserraban y clavaban los maderos, cuando estaban construyendo su casa. Harry Crawford y dos hombres más. No recuerdo quiénes eran los otros dos, pero lo que sí recuerdo es que la señora Crawford me hizo un anillo con un clavo de dos peniques.

-Cogió a R.J. de la mano y le sonrió con afecto-. Es casi como si hubiéramos sido vecinas, ¿no cree?

R.J. interrogó minuciosamente a Eva, pensando que quizá la historia de los Crawford podría arrojar algo de luz sobre los huesecillos que se encontraron durante la excavación del estanque, pero no llegó a sacar nada en claro.

Un par de días después, cuando pasaba por la calle Mayor, entró en la antigua casa de madera que albergaba el Museo Histórico de Woodfield y examinó los papeles de la sociedad histórica, algunos de ellos mohosos y amarillentos.

Los Crawford habían tenido cuatro hijos. Un hijo y una hija, Tyrone Joseph y Linda Rae, habían muerto de pequeños y estaban enterrados en el cementerio municipal. Otra hija, Barbara, había muerto a una edad madura en la ciudad de Ithaca, en Nueva York; su apellido de casada era Sewall. Un hijo, Harry Hamilton Crawford, Jr., se había mudado a California muchos años atrás y se ignoraba su paradero.

Harry y Rosalie Crawford eran miembros de la Primera Iglesia Congregacionalista de Woodfield, y habían enterrado a dos hijos en el cementerio del pueblo. ¿Era probable, se preguntó R.J., que hubieran sepultado a otra criatura en tierra no consagrada, sin una lápida?

No lo era. A no ser, por supuesto, que en aquel nacimiento hubiera algo que causara una enorme verg8enza a los Crawford.

Seguía siendo un enigma.

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