La doctora Cole (25 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Novela

BOOK: La doctora Cole
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—R.J., soy Sarah. Estoy sangrando.

—¿Mucho o poco?

—Mucho. Muchísimo.

—Voy ahora mismo. -Pero antes de salir llamó a la ambulancia.

Sarah había aceptado pasarse las horas sentada como una inválida en la vieja mecedora del porche, junto a los tarros de miel, mirando lo que se podía ver: las ardillas que perseguían a las palomas por el techo del cobertizo; dos conejos que se perseguían uno a otro; la oxidada camioneta azul de su vecino, el señor Riley, pasando por la carretera; una enorme marmota, obscenamente gorda, que comía tréboles en un rincón del prado.

De pronto vio que la marmota se alejaba con torpeza para ocultarse en su madriguera bajo el muro de piedra, y unos instantes después comprendió el motivo: en el lindero del bosque acababa de aparecer un oso negro, paseando con mucha calma.

Era un oso pequeño, seguramente nacido la temporada anterior, pero su olor llegó hasta el caballo.

“Chaim” irguió la cola y empezó a piafar y relinchar aterrorizado.

El oso, al oírlo, se internó precipitadamente en el bosque, y Sarah se echó a reír.

Pero entonces “Chaim” dio con el pecho contra el único poste en mal estado que había en la cerca de alambre de espino. La mayoría de los postes, de acacia negra recién cortada, eran capaces de resistir la humedad durante años, pero éste era de pino y se había podrido casi por completo en el punto donde se hundía en la tierra, de manera que cuando el caballo lo golpeó, cayó al suelo sin hacer apenas ruido y el animal pudo salvar la alambrada de un salto.

Sarah dejó la taza de café caliente y se puso en pie.

—¡Maldita sea! ¡Eh! ¡Eh, “Chaim”! -le gritó-. ¡No te muevas de ahí, caballo malo!

Mientras cruzaba el porche hacia los escalones recogió un trozo de cuerda vieja y un cubo en el que aún quedaba algo de pienso. Tenía que recorrer una buena distancia, y se obligó a ir despacio.

—¡Ven aquí, “Chaim”! -lo llamó-. ¡Mira qué tengo para ti!

Hizo sonar el cubo con los nudillos. Por lo general ese ruido bastaba para hacerlo venir, pero el caballo aún estaba asustado por el olor del oso y se alejó un poco carretera arriba.

—¡Maldita sea!

Esta vez la esperó, con la cabeza vuelta para observar el lindero del bosque. Nunca había intentado cocearla, pero Sarah no quiso darle ocasión y se acercó cautelosamente desde un lado, con el cubo de pienso por delante.

—Come, caballo tonto.

Cuando el animal hundió el morro en el cubo, Sarah dejó que se llenara la boca y enseguida le echó la cuerda al cuello, aunque sin anudarla por miedo a que saliera otra vez huyendo y se enredara con algo que pudiera asfixiarlo. Le hubiera gustado montarse en él y llevarlo de vuelta, cabalgando a pelo, pero se limitó a sostener la cuerda con las dos manos y le habló en voz suave y cariñosa.

Dejó atrás el boquete en la cerca y lo condujo hasta el tosco portón. Una vez allí aún tuvo que levantar los pesados postes de sus encajes para que el animal pudiera entrar en el campo.

Estaba colocando los postes otra vez en su sitio, pensando en cómo repararía el cercado hasta que su padre llegara a casa, cuando cobró conciencia de la humedad, del color rojo como cuero brillante que le teñía las piernas, del espantoso reguero que había dejado a su paso, y de pronto perdió todas las fuerzas y se echó a llorar.

Cuando R.J. llegó a la casa de troncos, las toallas con que Sarah intentaba taponar la hemorragia se habían mostrado lamentablemente ineficaces. Había más sangre en el suelo de la que R.J.

hubiera podido imaginar. Se figuró que Sarah había permanecido allí en pie, sangrando, para no ensuciar la ropa de cama, hasta caer tendida hacia atrás, quizá desmayada. Ahora las piernas le colgaban sobre el borde de la cama teñida de escarlata, los pies en el suelo.

R.J. le puso las piernas en la cama, retiró las toallas empapadas y le aplicó un paquete de gasas limpias.

—Aprieta las piernas tan fuerte como puedas, Sarah.

—R.J. -dijo Sarah débilmente. Desde muy lejos.

Ya estaba semicomatosa, y R.J. comprendió que no podría controlar los músculos, así que cogió varios trozos de venda adhesiva y le unió las piernas mediante ataduras en los tobillos y las rodillas. Después juntó un montoncito de mantas y le colocó los pies encima.

La ambulancia llegó muy pronto.

Los técnicos la trasladaron sin pérdida de tiempo y R.J. subió detrás con Steve Ripley y Will Pauli e inmediatamente inició la terapia de oxígeno. Ripley hizo la evaluación y rellenó el informe por el camino, mientras la ambulancia corría bamboleándose.

Al ver que las constantes vitales coincidían con las cifras que R.J. había anotado en la casa, antes de que llegara la ambulancia, soltó un gru R.J. asintió.

—Está en “shock”.

Cubrieron a Sarah con varias mantas y le pusieron los pies en alto. El rostro de Sarah, tras la gris mascarilla de oxígeno que le cubría boca y nariz, tenía el color del pergamino.

Por primera vez en muchísimo tiempo, R.J. hizo un intento para que cada célula de su ser se pusiera en contacto directo con Dios.

«Por favor -rezó-. Por favor, quiero a esta niña.»

«Por favor. Por favor, por favor, por favor. Necesito a esta muchacha limpia y de piernas largas, a esta muchacha divertida y hermosa, a esta posible hija. La necesito.»

Con un esfuerzo de voluntad cogió las manos de la joven entre las suyas. Notó cómo escapaba la arena del reloj, grano a grano, y ya no pudo soltarlas.

No podía hacer nada para impedirlo, para evitar lo que estaba ocurriendo. Sólo pudo afanarse con el aparato de oxígeno para asegurarse de que servía su mezcla más rica y pedirle a Will que se comunicara por radio con el hospital para que se prepararan a administrar una transfusión de sangre.

Cuando la ambulancia de Woodfield llegó a urgencias, las enfermeras que estaban esperándola abrieron la portezuela y quedaron confusas y desconcertadas ante la imagen de una R.J. incapaz de soltarle las manos a Sarah. Era la primera vez que veían llegar una ambulancia con un médico tan afectado.

32

El bloque de hielo

Steve Ripley llamó por teléfono a Mack McCourtney y le pidió que fuera en busca de David Markus y lo llevara al hospital.

Paula Simms, la médica a cargo del departamento de urgencias, insistió en administrarle un sedante a R.J. El medicamento la dejó muy callada y encerrada en sí misma, pero aparte de eso no ejerció ningún efecto perceptible sobre su horror. Estaba sentada al lado de Sarah, sosteniéndole la mano, cuando entró David con expresión enloquecida. Ni siquiera miró a R.J.

—Déjanos solos.

R.J. salió a la sala de espera. Al cabo de un buen rato, Paula Simms se dirigió a ella.

—Quiere que te vayas a casa.

Creo que es mejor que le hagas caso, R.J. Está muy..., ya me entiendes. Muy trastornado.

La conciencia era un dolor insoportable. Sarah no podía desaparecer para siempre de esa manera, sencillamente... desaparecida. Le costaba afrontarlo.

Le dolía pensar, inclusi respirar.

De pronto volvió a formarse el bloque de hielo en cuyo interior había vivido tras la muerte de Charlie Harris.

Hizo la primera llamada a David aquella misma tarde, y después siguió llamando cada quince o veinte minutos. Cada vez le respondía su voz grabada, muy profesional, muy tranquila, agradeciéndole que hubiera llamado a la Agencia Inmobiliaria de Woodfield e invitándola a dejar un mensaje.

A la mañana siguiente fue en coche a su casa, pensando que quizá lo encontraría allí solo, sin contestar al teléfono.

Will Riley, que era vecino no muy cercano de David, estaba clavando un poste nuevo en el suelo para reparar la cerca.

—¿Está en casa, señor Riley?

—No. Esta mañana me he encontrado una nota suya pegada en la puerta, pidiéndome que les diera de comer a los animales durante un par de días. Me ha parecido que lo menos que podía hacer era arreglar la cerca. Qué cosa más mala, ¿verdad, doctora Cole?

—Sí. Muy mala.

—Una chica tan guapa.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Dónde estaba David?

Al entrar en la casa la encontró tal como la había dejado al irse con la ambulancia, salvo que la sangre se había coagulado para formar una pasta de más de medio centímetro de espesor. Quitó las mantas y sábanas de la cama y las metió en una bolsa para basura.

Raspó la terrible pasta del suelo con la azada de David, la metió en un cubo de plástico y la enterró en el bosque. Acto seguido fregó el suelo con jabón y un cepillo de cerdas rígidas hasta que las sucesivas aguas de aclarado pasaron de rojo a rosa y de rosa a transparente. Fue entonces cuando encontró a la gata, debajo de la cama.

—Oh, “Agunah”.

Hubiera querido acariciarla, consolarla, pero “Agunah” la miraba como una leona acorralada.

Tuvo que darse prisa en volver a casa para ducharse y poder llegar a tiempo al consultorio. Era ya entrada la tarde cuando se encontró con Toby en el vestíbulo y se enteró de lo que medio pueblo ya sabía, que David Markus se había llevado a su hija a Long Island para enterrarla.

Permaneció un rato sentada ante su escritorio, intentando hallarle algún sentido a la historia clínica del próximo paciente, pero las palabras y las letras se retorcían al otro lado de un profundo resplandor líquido.

Finalmente hizo algo que no había hecho nunca: le pidió a Toby que la disculpara ante los pacientes y les diera hora para otro día.

«Lo siento mucho, una jaqueca insoportable.»

Al llegar a casa se sentó a la mesa de la cocina. La casa estaba muy silenciosa. Se quedó allí sentada, sin hacer nada.

Canceló todas las visitas de los cuatro días siguientes. Caminó mucho. Salía de casa y echaba a andar por el sendero, por los campos, por la carretera, sin saber adónde, hasta que daba un respingo y miraba en derredor con asombro.

«¿Cómo he llegado hasta aquí?»

Llamó por teléfono a Daniel Noyes y se reunieron para compartir un almuerzo tenso y pesaroso.

—La examiné bien -le aseguró con voz queda-. No vi que tuviera nada malo.

—No fue culpa suya, doctor Noyes. Eso ya lo sé.

El médico le dirigió una mirada larga y penetrante.

—Tampoco fue culpa de usted.

¿Lo sabe también?

Ella asintió en silencio.

El doctor Noyes suspiró.

—Siempre es duro perder un paciente, ¿verdad, R.J.? Nunca resulta fácil, por mucho tiempo que lleve uno en la profesión.

Pero cuando se pierde a alguien por quien tenemos un profundo interés personal... -Meneó la cabeza-.

Eso le deja a uno destrozado.

Al salir del restaurante, Daniel Noyes le dio un beso en la mejilla antes de dirigirse hacia su coche.

A R.J. no le costaba dormirse. Al contrario, cada noche se hundía en un profundo refugio, libre de sueños. Por las mañanas yacía bajo las sábanas en posición fetal, incapaz de moverse durante mucho rato.

Sarah.

La razón le pedía que rechazara la culpa, pero ella comprendía que la culpa estaba inextricablemente ligada con el pesar, y que de ahí en adelante formaría parte de ella.

Llegó a la conclusión de que sería mejor escribir una carta a David antes de intentar hablar con él. Para ella era importante que comprendiera que la muerte de Sarah se hubiera podido producir del mismo modo a consecuencia de una apendicectomía o una resección intestinal. Que no existía una cirugía infalible. Que había sido la propia Sarah la que había decidido abortar, y que lo habría hecho igualmente aunque R.J. no hubiese accedido a ayudarla.

R.J. sabía que a David no le serviría de consuelo saber que se producen algunas pérdidas incluso en los procedimientos agresivos más seguros. Que al elegir el aborto antes que el embarazo, de hecho Sarah incrementaba sus probabilidades de supervivencia, ya que en Estados Unidos fallece una de cada catorce mil trescientas mujeres que llevan el embarazo a término, mientras que entre las que abortan -incluso a las catorce semanas de gestación-, cabe esperar una muerte por cada veintitrés mil pacientes. Teniendo en cuenta que la probabilidad de morir cada vez que se sube a un automóvil es de una entre seis mil, tanto el embarazo como el aborto pueden considerarse muy seguros.

De manera que la muerte de Sarah a consecuencia de un aborto era un caso excepcional. Muy excepcional.

Escribió una carta tras otra hasta que al fin terminó una que le pareció satisfactoria, e inmediatamente se dirigió a la oficina de correos.

Pero en lugar de echarla al correo la rompió en pedazos y la tiró a la papelera porque comprendió que la había escrito tanto para ella como para David. Por otra parte, ¿qué interés podía tener para él? ¿Qué le importaban a él las estadísticas?

Sarah se había ido.

Y también David.

33

Herencias

Fueron pasando los días sin que R.J. tuviera noticias de David.

Finalmente telefoneó a Will Riley y le preguntó si sabía cuándo pensaba volver su vecino.

—No tengo ni idea. Ha vendido el caballo, ¿sabe? Lo hizo por teléfono. Recibí una carta urgente pidiéndome que estuviera allí ayer a las cuatro para que el nuevo dueño se lo pudiera llevar.

—Me quedaré con la gata -dijo R.J.

—Me parece muy bien. Está viviendo en mi cobertizo, pero yo ya tengo cuatro gatos.

Así que R.J. fue a buscar a “Agunah” y se la llevó a casa.

“Agunah” recorrió toda la vivienda con aires de reina visitante, inspeccionándola con desdeñosa suspicacia. R.J. esperaba que David acabaría volviendo y se la llevaría con él. La gata y ella nunca habían hecho buenas migas.

A los pocos días, Frank Sotheby le preguntó en su almacén si vendría al pueblo algún otro agente de la propiedad para ocupar el lugar de Dave Markus.

—Me quedé sorprendido al saber que ha puesto la casa en venta

-comentó, observándola con atención-.

Tengo entendido que la ha dejado en manos de Mitch Bowditch, el que lleva la agencia de Shelburne Falls.

R.J. recorrió el camino Mohawk para almorzar en Shelburne Falls, e hizo una visita a la agencia inmobiliaria. Bowditch era un hombre amable y tranquilo, y dio muestras de verdadero pesar cuando le dijo que no podía darle la dirección ni el número de teléfono de David Markus.

—Sólo tengo una carta en la que me autoriza a vender la casa completamente amueblada, tal como está. Y un número de cuenta de un banco de Nueva York para enviar el cheque. David dice que quiere desprenderse de ella enseguida. Es un buen vendedor de fincas, y le ha puesto un precio justo tirando a bajo. No creo que tarde mucho en venderla.

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