—Si por casualidad llamara, ¿me haría el favor de pedirle que se ponga en contacto conmigo? -le rogó R.J., al tiempo que le tendía su tarjeta.
—Tendré mucho gusto en hacerlo, doctora Cole -respondió Bowditch.
A los tres días se escapó la gata.
R.J. vagó arriba y abajo por la carretera de Laurel Hill y recorrió el sendero del bosque, llamándola a gritos.
—¡”Aaguuuunaaaaah”!
Pensó en todos los predadores para los que una gata doméstica constituiría una buena comida, gatos monteses, coyotes, linces, aves rapaces. Pero al volver a casa encontró un mensaje en el contestador automático: había llamado Muriel, la esposa de Will Riley, para decirle que la gata había cruzado las colinas y estaba otra vez en su cobertizo.
R.J. fue a buscarla, pero dos días después “Agunah” volvió a escaparse y regresó con los Riley.
La gata volvió a escaparse en otras tres ocasiones.
Para entonces ya estaba bien entrado septiembre. Cuando acudió una vez más a recoger a su huésped involuntaria, Will la recibió con una sonrisa.
—Si quiere dejarla aquí, por nosotros no hay inconveniente -le anunció, y R.J. aceptó de inmediato.
Aun así, sentía cierta renuencia.
—”Shalom, Agunah” -le dijo, y la condenada gata respondió con un bostezo.
De regreso en su automóvil, vio un jeep muy nuevo de color azul con matrícula de Nueva York aparcado ante la casa de troncos.
¿David?
Se detuvo detrás del jeep y llamó a la puerta, pero fue Mitch Bowditch quien abrió. Tras él había un hombre de rostro bronceado, cabellera rala y canosa y bigote erizado.
—Hola, ¿qué tal? Pase, pase, que conocerá a otro médico.
-Hizo las presentaciones-. Doctora Roberta Cole, doctor Kenneth Dettinger. -El apretón de manos de Dettinger fue amistoso aunque demasiado enérgico.
—El doctor Dettinger acaba de comprar la casa.
Ella controló su reacción.
—Lo felicito. ¿Piensa establecerse aquí?
—Por supuesto que no. Sólo la usaré para los fines de semana y las vacaciones, ya sabe.
R.J. lo sabía. El recién llegado tenía un consultorio psiquiátrico en White Plains, niños y adolescentes.
—Estoy muy ocupado. Trabajo muchas horas. Para mí, esto será el paraíso.
Salieron los tres al patio de atrás, hacia el cobertizo, y pasaron ante la media docena de colmenas.
—¿Criará usted abejas? -preguntó R.J.
—No.
—¿Quiere vender las colmenas?
—Bueno... Si se las quiere llevar, se las regalo. Me hará un favor. Tengo intención de construir una piscina aquí, y soy alérgico a las picaduras de abeja.
Bowditch le advirtió a R.J. que no intentara trasladar las colmenas hasta pasadas cinco o seis semanas, cuando los primeros fríos adormecieran a las abejas.
—De hecho... -consultó un inventario-, David posee otras ocho colmenas, que tiene alquiladas a Manzanares Dover. ¿Las quiere también?
—Creo que sí.
—Esta manera de comprar la casa tiene algunos inconvenientes -observó Kenneth Dettinger-. Hay ropa en los armarios, escritorios que limpiar, y no tengo una esposa que me ayude a dejarlo todo en orden. Acabo de divorciarme, ¿sabe?
—Lo siento.
—Oh. -Hizo una mueca y sonrió con tristeza-. Tendré que contratar a alguien para que limpie la casa y se lo lleve todo.
La ropa de Sarah.
—¿Saben de alguien que pueda interesarle hacer ese trabajo?
—Déjeme hacerlo a mí. Sin cobrar. Soy... una amiga de la familia.
—Bueno, eso estaría muy bien.
Se lo agradecería mucho. -La contempló con interés. Tenía las facciones cinceladas. R.J. desconfió de la fuerza que reflejaba su cara; quizá significaba que estaba acostumbrado a salirse con la suya-.
Tengo mis propios muebles. Me quedaré el frigorífico, sólo tiene un año. Si quiere alguna cosa, llévesela. En cuanto al resto..., puede regalarlo, o pídale a alguien que lo lleve al basurero y mándeme la factura.
—¿Para cuándo quiere tener la casa libre?
—Si puede estar antes de Navidad, se lo agradecería.
—De acuerdo.
Ese otoño fue especialmente hermoso en las colinas. Las hojas tomaron matices caprichosos en octubre, y no llegaron las lluvias para arrancarlas de los árboles.
Allí donde iba, al consultorio, al hospital, a hacer una visita a domicilio, R.J. se veía sorprendida por los colores contemplados a través de un prisma de aire frío y cristalino.
Intentó volver de nuevo a su vida normal y concentrarse en sus pacientes, pero le parecía que siempre iba un paso por detrás.
Empezó a temer que sus aptitudes médicas estuvieran afectadas.
Pru y Albano Trigo, unos vecinos que vivían cerca de R.J., tenían enfermo a su hijo Lucien, un niño de diez años. Lo llamaban Luke. El niño apenas comía, estaba muy débil, tenía una diarrea explosiva. Los síntomas persistían pese a todos sus esfuerzos. R.J.
le hizo una sigmoidoscopia, lo envió a que le hicieran un examen radiológico gastrointestinal y una resonancia magnética.
Nada.
El niño seguía enfermo. R.J. lo mandó a la consulta de un gastroenterólogo de Springfield, pero tampoco ese especialista consiguió encontrar la causa del problema.
R.J. paseaba un atardecer sobre las crujientes hojas del sendero que había abierto en el bosque, y al llegar al estanque de los castores vio un cuerpo que se escabullía rápidamente bajo el agua como una esbelta foca pequeña.
Había colonias de castores a lo largo de todo el Catamount. Al salir de la finca de R.J., el río cruzaba también las tierras de los Trigo.
R.J. volvió apresuradamente hacia el coche y se dirigió a casa de los Trigo. Lucien estaba echado en el sofá, mirando la televisión.
—Oye, Luke, ¿el verano pasado nadaste en el río?
El niño asintió.
—¿Estuviste en los estanques de los castores?
—Sí, claro.
—¿Bebiste alguna vez de ese agua?
Prudence Trigo escuchaba con mucha atención.
—Sí, a veces -respondió Lucien-. Está muy limpia y fría.
—Parece limpia, Luke. Yo también voy a nadar allí. Pero se me acaba de ocurrir que los castores y otros animales salvajes orinan y defecan en ella.
—Orinan y...
—Mean y cagan -le aclaró Pru a su hijo-. La doctora quiere decir que los animales mean y cagan en el agua, y luego tú te la bebes.
-Se volvió hacia R.J.-. ¿Cree que es por eso?
—Podría ser. Los animales infectan el agua con parásitos. Si luego alguien la bebe, los parásitos se reproducen y forman una capa en el intestino, de manera que el intestino ya no puede absorber los alimentos. No lo sabremos con certeza hasta que envíe una muestra de heces al laboratorio del Gobierno, pero mientras tanto le recetaré un antibiótico potente.
Cuando llegaron los resultados del análisis, el informe decía que el aparato digestivo de Lucien estaba infestado de protozoos
“Giardia lamblia” y que presentaba indicios de varios parásitos más.
A las dos semanas, el niño volvía a comer normalmente y la diarrea había cesado; varias semanas después, un segundo análisis reveló que el duodeno y el yeyuno estaban libres de parásitos, y las energías acumuladas del paciente se manifestaban de tal manera que estaba volviendo loca a su madre.
Lucien y R.J. se prometieron que el verano siguiente irían a nadar a Big Pond y no al río, y que tampoco beberían el agua del lago.
El frío llegó de Canadá como un beso de muerte para todas las flores, excepto los crisantemos más resistentes. Los campos segados, rapados como la cabeza de un penado, se volvieron pardos bajo un sol amarillo limón. R.J. le encargó a Will Riley que trasladara las colmenas en su camioneta y las instalara en su patio de atrás, formando una hilera entre la casa y el bosque. Una vez las tuvo allí, R.J. se desentendió de ellas por completo pues estaba demasiado ocupada con sus pacientes.
Había recibido circulares de los centros de control de enfermedades en las que se le advertía que una de las cepas de gripe de ese año -la A-Beijing 32,12 (H3N2) era particularmente virulenta y debilitante, y Toby llevaba semanas llamando a los pacientes de edad avanzada para vacunarlos. Cuando llegó la epidemia de gripe, no obstante, las vacunas no ejercieron ningún efecto apreciable, y de pronto a R.J. empezaron a faltarle horas. El timbre del teléfono se volvió odioso. A los enfermos que parecían tener una infección bacteriana les recetaba antibióticos, pero en la mayoría de los casos sólo podía recomendarles que tomaran aspirina, que bebieran mucho líquido, que se abrigaran y que guardaran cama.
Toby cogió la gripe, pero R.J. y Peg Weiler se las arreglaron para mantenerse sanas a pesar de la sobrecarga de trabajo.
—Tú y yo somos demasiado tercas para enfermar -comentó Peggy.
Llegó el segundo día de noviembre antes de que R.J. tuviera tiempo para llevar cajas de cartón a la casa de troncos.
Era como si estuviese clausurando no sólo la vida de Sarah sino también la de David.
Mientras doblaba y empaquetaba la ropa de Sarah, procuró mantener cerrada la mente, y si hubiera podido trabajar con los ojos cerrados, lo habría hecho. Cuando hubo llenado las cajas, las llevó al pueblo y las dejó en el contenedor del Ejército de Salvación para que se las llevaran.
Dedicó mucho tiempo a la colección de piedras corazón de Sarah, mientras pensaba qué haría con ellas. No podía regalarlas ni tirarlas; al final las embaló cuidadosamente y las cargó en el coche como si fueran joyas. Su cuarto de huéspedes se convirtió en un museo de piedras, con bandejas de piedras corazón por todas partes.
Se deshizo de todo lo que había en el botiquín de David, tirando sin miramientos el Clearasil de Sarah y los antihistamínicos de su padre. Sentía crecer en su interior una frialdad cada vez más intensa hacia él por ponerla en el trance de hacer esas cosas tan dolorosas. Recogió sin leerlas las cartas que había en el escritorio y las guardó en un sobre grande de papel marrón. En el cajón inferior de la izquierda, dentro de una caja que había contenido papel de escribir, encontró el manuscrito de la novela. Se lo llevó a casa y lo dejó en el estante superior del armario, junto a las bufandas viejas, los guantes que ya no le venían bien y una gorra de los Red Sox que guardaba desde los tiempos de la universidad.
Se pasó el día de Acción de Gracias trabajando, pero la epidemia ya había empezado a descender.
La semana siguiente consiguió tomarse dos días libres en Boston para una ocasión importante. Diez meses atrás su padre había cumplido sesenta y cinco años, la edad de la jubilación obligatoria en la universidad; tenía que abandonar la cátedra que durante tantos años había ocupado en la facultad de medicina, y sus colegas de departamento habían invitado a R.J. a asistir a una cena de homenaje en el Union Club. Fue una agradable velada, llena de elogios, afecto y recuerdos. R.J. se sintió muy orgullosa.
A la mañana siguiente su padre la invitó a desayunar en el Ritz.
—¿Cómo te encuentras? -le preguntó con ternura. Ya habían hablado detenidamente de la muerte de Sarah.
—Estoy perfectamente bien.
—¿Qué crees que le ha ocurrido a David?
Lo preguntó con timidez, por temor a hacerle daño, pero ella ya había afrontado resueltamente la cuestión y era consciente de que quizá no volvería a verlo nunca más.
—Estoy segura de que se ha vuelto a refugiar en la botella.
Le contó a su padre que ya había devuelto una tercera parte del préstamo bancario que él le había avalado, y los dos se sintieron aliviados cuando cambiaron de tema.
Lo que encerraba el futuro para el profesor Cole era la posibilidad de escribir un libro de texto en el que venía pensando desde hacía años, y una oferta para dar varios cursos como profesor invitado en la Universidad de Miami.
—Tengo buenos amigos en Florida, y anhelo un clima soleado y caluroso -explicó, alzando unas manos que la artritis había retorcido como ramas de manzano. Le dijo a R.J. que quería que se quedara la viola da gamba que había sido de su abuelo.
—¿Y qué haré yo con ella?
—Quizás aprender a tocarla.
Yo ya no la toco nunca, y quiero viajar ligero.
—¿Me darás también el escalpelo de Rob J.? -Siempre se había sentido secretamente impresionada por el antiguo escalpelo de la familia.
Su padre sonrió.
—El escalpelo de Rob J. no ocupa mucho sitio. Me lo quedaré yo. No tardará mucho en pasar a tu poder.
—Espero que aún falte mucho tiempo -dijo ella, y se inclinó sobre la mesa para besarlo.
El profesor Cole tenía pensado dejar los muebles de su apartamento en un almacén, y le pidió que se quedara con lo que quisiera.
—La alfombra de tu estudio -respondió ella sin pensarlo.
Para él fue una sorpresa: era una alfombra belga vulgar, de color beige, casi raída, sin ningún valor.
—Llévate la Hamadán que hay en la sala. Es mucho mejor que la del estudio.
Pero ella ya tenía una alfombra persa de calidad, y quería algo que fuera parte de su padre. Así que se dirigieron al apartamento y enrollaron y ataron la alfombra.
Aunque la llevaban entre los dos, les costó trabajo bajarla por la escalera y meterla en el compartimento de carga del Explorer.
La viola da gamba viajó a Woodfield en el asiento de atrás, que ocupaba casi por completo.
R.J. se alegraba de tener el instrumento y la alfombra, pero le entristecía pensar que últimamente no hacía más que heredar las pertenencias de personas a las que quería.
Noches de invierno
Un sábado por la mañana, Kenneth Dettinger llegó a la casa de troncos y se encontró a R.J. recogiendo las últimas posesiones de los Markus. La ayudó a empaquetar las herramientas y los utensilios de cocina.
—Oiga, me gustaría quedarme los destornilladores y unas cuantas sierras.
—De acuerdo. Son suyos.
Sin duda la notó tan deprimida como realmente se sentía, porque le dirigió una mirada inquisitiva.
—¿Qué va a hacer con las demás cosas?
—Regáleselas a las damas de la parroquia para su venta de beneficencia.
—¡Perfecto!
Siguieron trabajando un rato en silencio.
—¿Está usted casada? -preguntó él por fin.
—No. Divorciada, como usted.
Él asintió con un gesto. Por un instante, R.J. vio una sombra de dolor en su rostro, fugaz como un pájaro.