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Authors: Arto Paasilinna

La dulce envenenadora (13 page)

BOOK: La dulce envenenadora
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Sonó el teléfono: era una anciana distinguida de voz delicada y amable. Hablaba educadamente, excusándose por si llamaba en un momento inoportuno. Se había enterado de que la señorita Lasanen acababa de sufrir una gran pérdida y quería saber si podía ayudarla de algún modo.

—Sí, ha muerto mi amigo, de una sobredosis o algo así. No sé cómo me las voy a apañar para salir de ésta —lloriqueó Raija desesperada.

La desconocida al teléfono le dio su más sentido pésame y le propuso que se viesen. Tal vez le haría bien hablar del asunto entre mujeres. Comentó que ya era vieja y que ya no le quedaba mucho tiempo de vida, así que había decidido dedicar sus últimos años a ayudar al prójimo y apoyarlo en los momentos de duelo. No se trataba de nada oficial, era una simple ciudadana, sensible a la infelicidad de los demás, que disponía de tiempo y medios suficientes para esa clase de obras de caridad, si es que se las podía llamar así.

—Entonces, usted conocía a Pera, o ¿cómo se ha enterado? —preguntó Raija, conmovida por el buen corazón de la anciana.

La voz del teléfono respondió que no había conocido muy bien al difunto, tan sólo lo había visto en alguna ocasión. Pero podían hablar más a fondo de ello cuando se viesen.

Las mujeres se citaron en el café Ekberg, en Bulevardi. Raikuli hubiese preferido la taberna de marineros de la esquina, pero la vieja dama señaló que tal vez el lugar fuera demasiado ruidoso para mantener una conversación confidencial.

Capítulo 15

Al día siguiente, la coronela Linnea Ravaska llegó al café Ekberg a la hora convenida. Cuando Raija Lasanen le había preguntado cómo la reconocería, Linnea le había dicho que tenía casi ochenta años, que llevaría un traje de chaqueta azul claro y un sombrero a juego, adornado con unas florecillas de color gris oscuro. Con aquellas señas, no podía equivocarse. La anciana eligió una mesa al fondo, junto a la cristalera que daba a la calle, y se sentó a esperar a la pseudoviuda de Pertti Lahtela. Mientras tanto pidió dos tés y dos trozos de tarta Sacher.

Al poco entró en la cafetería una mujer de unos veinticinco años, cara redonda y aire decidido, vestida con una minifalda de color azul eléctrico y una camiseta negra de manga larga. Iba muy maquillada y sus axilas exhalaban un fortísimo olor a colonia barata. Miró a su alrededor, localizó enseguida a Linnea y se le acercó. Se presentó: Raija Lasanen, Raikuli para los amigos. Linnea le tendió la mano sin levantarse y murmuró un nombre ininteligible incluso para ella misma.

Les sirvieron el té y las porciones de pastel.

En la forma de hablar de la joven se notaba que no había recibido una gran educación y que, por lo demás, tampoco era ninguna lumbrera. Sin embargo, a su manera, tenía algo seductor, debido sin duda al candor y la sinceridad que irradiaba. Linnea sintió una inmediata simpatía por la joven, a pesar de que pertenecía a una clase social claramente inferior a la suya.

La muchacha debía de haber llorado mucho y dormido poco en los últimos tiempos, a juzgar por sus facciones descompuestas, la gruesa capa de maquillaje y el rostro algo abotargado, a pesar de tener las carnes prietas y elásticas. Tenía un cutis excelente, pensó la coronela, y maquillándola con más mesura y elegancia, podría llegar a ser una mujer atractiva y bella. Por ahora, daba más bien la impresión de ser una pobre chica algo simplona que no estaba pasando por su mejor momento.

Linnea le habló con un tono maternal. Enseguida se ganó totalmente su confianza y se dio cuenta de que la muchacha le hablaba como si se tratase de su propia madre, o su mejor amiga, confiándole detalles sobre su vida y su situación actual, sobre Pera y su muerte, sobre los amigotes de este y las preocupaciones a las que se enfrentaba.

—Eres precisamente la clase de chica a la que me gustaría ayudar, si me lo permites, claro —la interrumpió Linnea amablemente. Y era la verdad.

Raija le contó que había tenido que ir a la morgue para reconocer el cadáver de Pera. Había sido horrible. Luego le describió con pelos y señales dónde había sido hallado el cuerpo y las causas de la muerte. Pera y ella se habían prometido en secreto el invierno anterior y, desde entonces, vivía con ella. Le había contado que uno de sus amigos tenía familia muy bien situada: una vieja arpía sin corazón y muy rica, que vivía en una aldea de Siuntio e iba a palmarla en cualquier momento.

La joven insistió en el tema. Al parecer, se trataba de la viuda de un coronel, forrada de dinero pero increíblemente tacaña, hasta el punto de negarse a ayudar a su propio hijo adoptivo, sobrino, en un momento de necesidad. Este último, un tal Kake Nyyssönen, iba sin embargo cada mes a visitar a la horrible vieja para que no se sintiera tan sola. Pero ella ni siquiera se lo agradecía, al contrario: había intentado echar de su casa a Kake y sus amigos e incluso les había denunciado a la policía.

—Parece mentira que puedan existir brujas así —suspiró Raija. Luego añadió rápidamente que, por supuesto, no todos los ancianos eran malvados; la señora, por ejemplo, era un ángel. Bueno, en cualquier caso, Pera le había prometido que en cuanto Kake Nyyssönen le echara el guante a la pasta de la vieja, ellos se podrían casar e incluso irse de viaje de novios, como mínimo a Copenhague, por no decir a las Canarias.

—Tenía siempre tantos proyectos…, aunque nunca los llevara a la práctica. Era muy majo, cuando estaba sobrio; pero en cuanto bebía, me zurraba de lo lindo. Siempre iba llena de cardenales.

Raija le enseñó los antebrazos cubiertos de contusiones y arañazos.

—Estos se los debo al pobrecillo, que en paz descanse… —explicó Raija profundamente conmovida—. No pienso disimularlos con maquillaje, que duren lo que duren, son su último recuerdo…

La muchacha contó que Pera había estado muy irritable un par de días antes de su muerte. Al parecer lo habían metido en el calabozo con sus amigos sin motivo alguno, y como Raija no había sabido qué decir de eso, le había dado otra paliza. Raija se quejaba de que en verano nunca podía usar camisas de tirantes, ya que le daba vergüenza que le viesen los cardenales. Pera también tenía la costumbre de obligarla a meterse en la ducha completamente vestida, para luego arrancarle la ropa empapada en la cama. Siempre le había parecido un poquitín perverso…

—A veces me entraban escalofríos de pensar lo que inventaría una vez que estuviésemos casados… Y ahora ya no me pegara, ni me obligará a ducharme vestida, porque está…, está… ¡muerto!

Raija rompió a llorar. Linnea enseguida le tendió un pañuelo y puso una mano protectora sobre el hombro de la sufrida joven. Finalmente la muchacha se calmó y afirmó que nadie en el mundo la había tratado nunca tan bien como la señora. Linnea le pidió que la tutease y que la llamase por su nombre, Tyyne. Sin embargo, Raija siguió hablándole de usted, por respeto a su edad y a unos modales tan distinguidos.

La coronela le preguntó cuándo sería el entierro de Pertti y quién se ocupaba de organizarlo. La joven explicó que le habían dado el certificado de defunción y que, por lo visto, las autoridades consideraban que ella debía encargarse de todo, ya que era la novia —la concubina, según la policía— del difunto. Pero ella no tenía dinero; lo poco que le quedaba después de pagar el alquiler y la comida acababa en los bolsillos de Pera, que siempre estaba a dos velas porque no encontraba un trabajo decente. Él no era de los que aceptaban cualquier chapucilla. Raikuli estaba preocupada por los gastos del sepelio, había oído decir que los entierros de las celebridades costaban una fortuna. Pronto iban a pagarle su sueldo: le quedarían, quitando lo del alquiler, mil setecientos marcos, de los cuales quinientos serían para Pera…

Linnea le recordó que ya no tendría que preocuparse por aquellos quinientos marcos.

—¿Ah, claro, qué tonta soy…! —reconoció Raikuli. De todos modos, le parecía que el dinero no le llegaría para el entierro. Había pasado la noche en vela, dándole vueltas al problema.

Llena de entusiasmo, le contó lo que estaba dispuesta a hacer por sí misma, para ahorrarse así un montón de dinero. Para empezar, si incineraba a Pera, bastaría con un ataúd de los baratos; de todos modos iba a arder junto con el cuerpo, por lo que no hacía falta que fuese muy sólido ni de muy buena calidad. Se le daba muy bien la costura, así que ella misma podía confeccionar el sudario y forrar el ataúd con una tela blanca, si encontraba un armazón adecuado en alguna parte… También podía adecentar el cuerpo, ¿no eran muy caros esos servicios en las funerarias? Estaba acostumbrada a lavar a Pera cuando bebía demasiado: borracho o muerto, ¿no venía a ser lo mismo? Se veía capaz asimismo de empolvarle el rostro para darle un aspecto más vivo; no era indispensable confiar esa tarea a las pompas fúnebres, sólo para desembolsar más dinero. A menudo había maquillado a Pera cuando volvía a casa con un ojo morado, después de una pelea. Calculaba, además, que sabría trenzar una corona, bastaba con recoger algunas ramas de abeto y enebro: seguro que había muchas en el parque central. Naturalmente, tendría que comprar algunas cosas, como comida para Kake y Jari, que eran los únicos amigos de su novio. Se podía organizar el refrigerio fúnebre en la calle Eerik, siempre y cuando hicieran una buena limpieza y decorasen el estudio con un poco de verde y crespones de papel negro…

—Por suerte no pago mucho de alquiler, porque si no, no podría vivir en ese piso. Me cuesta mil quinientos al mes, además de una nochecita con el propietario cada quince días. Sin eso, no podría permitírmelo.

Raikuli explicó que no había forma de conseguir un piso decente en el centro si uno no estaba dispuesto a pagar un alquiler tremendo o a… abrirse de piernas. Lo hacían todas las chicas en Helsinki, y ahora también en Turku, pues una amiga le había contado que para conseguir un piso cerca de la catedral, no quedaba más remedio que pagarlo en especie.

—Yo he tenido suerte…, mi casero vive en Lahti, así que sólo viene a verme dos veces al mes. Además, huele bien, porque siempre se acuerda de echarse desodorante en las axilas, no me hace chupetones en el cuello y me habla siempre de usted. La verdad es que me lo haría con él hasta gratis, porque es muy amable.

A Linnea le inspiraba tanta compasión aquella sacrificada y valerosa joven, que prometió ayudarla a organizar el funeral; le dijo que, entre amigos y allegados, ya había acompañado hasta la tumba a unas cuantas personas en el transcurso de su larga vida, así que tenía experiencia en aquellos menesteres. Raija no tenía que preocuparse por los gastos; pensándolo bien, un entierro no resultaba tan caro, sobre todo en comparación con el coste de la vida. La coronela le sugirió que fueran enseguida a pedir presupuesto a una funeraria y luego ya verían lo que valía la pena que hiciese ella misma y lo que convenía dejar a cargo de los profesionales.

Linnea pagó el té y los pasteles, y luego buscaron en la guía telefónica la funeraria más cercana: justo en la calle Anna estaba la antigua y respetable Borgin & Co.

Una vez allí, las dos mujeres explicaron que deseaban organizar un funeral sencillo y preguntaron cuál era el precio más económico para que a uno lo enterrasen sin especular, claro estaba, con su dignidad. El empleado, de una sobriedad elegante, les hizo enseguida una oferta que valía la pena considerar. La empresa se encargaría de los permisos para el entierro, del ataúd, así como de la preparación del muerto. También se ocuparían del transporte, pondrían una pequeña corona sobre la caja y correrían con los gastos de la incineración, incluida la urna. La factura ascendería a dos mil ochocientos marcos, si el funeral se llevaba a cabo en la capilla del cementerio de Malmi. En caso de que desearan depositar las cenizas del difunto en el jardín de las cenizas del cementerio de Hietaniemi, habría un pequeño suplemento, ya que entonces la que efectuaba la incineración era la Asociación Protectora del Crematorio, cuyas tasas eran cuatrocientos marcos más que las de la parroquia. Por otro lado, en Hietaniemi era posible ahorrarse la urna, dado que allí se podían enterrar directamente las cenizas del difunto. Las urnas venían a costar, según el modelo y su calidad, entre cuatrocientos diez y seiscientos noventa marcos.

Raija Lasanen se sorprendió de tan módica oferta. Le entregó al empleado de las pompas fúnebres el certificado de defunción y dijo que aceptaba encantada sus servicios. Linnea pagó de su bolsillo quinientos marcos como adelanto y acordaron que el resto lo abonarían el día antes de la incineración. Por razones fáciles de comprender, la funeraria no enterraba a ningún difunto a crédito; había habido casos en los que el cobro de los gastos les había traído verdaderos quebraderos de cabeza, después de que el difunto hubiese recibido las bendiciones y lo hubiesen enterrado. Algunos allegados llegaban a tales extremos de indiferencia para con las transacciones comerciales —incluso ante la grandeza de la muerte—, que intentaban ignorar sus obligaciones en cuanto perdían de vista al finado, como si la factura hubiera quedado enterrada con él. Una forma realmente lamentable de hacer las cosas…

Capítulo 16

La coronela Linnea Ravaska no le dio a Raija Lasanen ningún dato personal, ni su verdadero nombre ni su dirección. Lo justificó diciendo que prefería mantener cierta distancia con las personas a las que ayudaba; no deseaba inmiscuirse en sus asuntos más de lo necesario para su actividad humanitaria.

—Lo entiendo, prefiere mostrarse desinteresada —le dijo Raija Lasanen.

Acordaron, pues, que se mantendrían en contacto por teléfono, y que la caritativa dama se reservaba la iniciativa de llamar.

Aunque el entierro de Pertti Lahtela ya había sido confiado a manos expertas, a Raija Lasanen todavía le quedaba una serie de cosas de las que ocuparse. Tenía que enviar las esquelas, buscarse un traje de luto adecuado, preparar el almuerzo del funeral, o como mínimo café y pastas, y pensar en algunos detalles más.

Linnea había prometido preparar un pastel. Se lo llevó a la muchacha al café Ekberg, que se había convertido en su lugar de encuentro habitual. Le regaló también un velo de encaje negro, el mismo que ella había llevado en el entierro de la madre de Kauko Nyyssönen. Explicó que tenía más velos de luto de los que necesitaba; calculaba que había asistido a unos treinta funerales en las últimas décadas.

—Hay que ver, cuanto más envejecemos, más frecuentamos los cementerios; así es la vida.

Raikuli le anunció que el funeral iba a celebrarse tres días después en el crematorio y que enterrarían las cenizas en el camposanto una semana después, cuando se hubiesen enfriado. Linnea memorizó la fecha, pero declinó cortésmente asistir a la ceremonia. Como había dicho, no era más que una amiga lejana y así quería seguir.

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