La dulce envenenadora (20 page)

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Authors: Arto Paasilinna

BOOK: La dulce envenenadora
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—Quería darte una sorpresa —dijo para explicar su comportamiento—. ¿Verdad que es agradable salir de vez en cuando al mar para relajarse un poquito? ¡Así, sin más!

A Linnea no es que le pareciera muy relajado aquel ambiente. A sus pies descansaba un gran saco, que tocó con la punta del zapato. ¿Estaba lleno de piedras? Claro…, aquello no era ninguna excursión, si tenía que hacer caso de su intuición femenina.

El mar estaba cubierto de niebla y no se distinguían con claridad ni los islotes más cercanos. A pesar de ello, Kake continuó rumbo al sur, alejándose cada vez más de la costa. El motor iba a medio gas y la fuera borda dejaba tras de sí una estela mortecina. Linnea se preguntó si aquel viaje sería el último. La extraña y tensa expresión de la cara de Kauko y su voz delataban que sus intenciones no eran precisamente buenas.

—Kauko, te lo ruego, volvamos. Nos vamos a perder con esta niebla.

Nyyssönen paró el motor y echó una mirada a su alrededor. La niebla también empezaba a preocuparle. Rebuscó bajo su banco y sacó un par de latas de cerveza, abrió una de ellas y mandó la otra de una parada hasta los pies de Linnea.

—Gracias, Kauko, pero ya sabes que no bebo… y tú tampoco deberías, está prohibido tomar alcohol cuando uno pilota un barco.

Nyyssönen se bebió la lata entera, eructó y entonces, echándole una mirada malvada a la anciana sentada en la proa de la barca, dijo con voz áspera:

—Mejor que bebas, ahora que todavía estás a tiempo.

Linnea se estremeció de pronto, quizá a causa de la húmeda neblina, pero también por la terrible sensación de soledad e indefensión que le producía hallarse en mar abierto con aquel joven de mirada colérica.

Con aire indiferente, Kauko le soltó:

—Por cierto, ya sé cómo murió Pera y lo que le pasó a Jari…

Linnea se sobresaltó. ¿Qué intentaba decirle? Pero si ya hacía tiempo de la muerte de Lahtela y de Jari no sabía nada. ¿Por que no hacían las paces de una vez y regresaban a la costa? No había necesidad alguna de ponerse a remover aquellos asuntos en medio de la niebla, en alta mar…

—Tu amigo el matasanos se me presentó en casa el otro día, amenazándome con una pistola. Vaya un héroe… Me dijo que te habías cargado a Pera y a Jari. Lo imaginaba. Así que no te molestes en negarlo. A Pera le inyectaste algún veneno en el culo y Jari debe de ser ya pasto de los peces en el fondo del Báltico. De eso vino a chulearse el abuelete a mi casa. Vaya tía que me ha tocado.

Linnea empezó a sentir náuseas. ¿Es que Jaakko había perdido el juicio? ¿Cómo se le había ocurrido ir contando por ahí aquello que tanto la torturaba, y a Kauko Nyyssönen, para colmo? La lógica masculina se le escapaba.

—Pero, Kauko querido, tú no te habrás creído eso… Es que Jaakko es un anciano y dice tonterías. Tú sabes que yo sería incapaz de hacerle daño a nadie. Anda, volvamos a tierra y sentémonos a aclarar las cosas en algún restaurante…

Nyyssönen extendió el brazo para coger la lata de cerveza que rodaba a los pies de Linnea, la abrió y la vació con avidez; la nuez le subía y bajaba rítmicamente. Luego arrancó el motor y puso despacito rumbo al sur, o al menos eso fue lo que le pareció a la coronela. La niebla era tan espesa que no se veía a más de cien metros, así que era casi imposible decir en que dirección iban.

Kake apagó el motor y se quedó escuchando. De algún punto llegaba el sonido de las bocinas de niebla. El mar estaba prácticamente en calma. El criminal retomó la ruta con extrema prudencia, guiándose por el oído para evitar los demás barcos. Linnea se dio cuenta de que la niebla había empezado a inquietarlo también a él, a menos que hubiera otros motivos… ¿Sería capaz de ahogar a su propia tía? Esperaba que no. El saco de piedras en el fondo del barco, aquella conducta, decidida y amenazadora… La anciana estaba cada vez más convencida de que aquella excursión no iba a acabar bien.

Sin previo aviso, la coronela se puso a gritar a pleno pulmón, como un animal en el matadero, lo cual no estaba muy lejos de la realidad. Desde algún lugar tras la niebla alguien le contestó haciendo sonar una bocina y pronto se oyeron los gritos de un hombre, aunque era imposible entender lo que decía.

Cegado por la ira, Kauko Nyyssönen pegó un salto desde la popa, se plantó en el banco central y le dio a Línea una bofetada en pleno rostro. La anciana empezó a sangrar por la nariz, y se acurrucó aterrada en el fondo de la barca. Nyyssönen perdió el equilibrio, se tambaleó de mala manera intentando recuperarlo y, al hacerlo, se golpeó la rodilla contra el banco de aluminio; intentó desesperadamente salvarse agarrándose a la regala, pero uno de los escálamos se le clavó en las costillas; la embarcación estuvo a punto de volcarse y, con un estrépito terrible, Nyyssönen acabó cayendo tras el banco de metal, justo encima del saco de piedras. Se hizo el silencio.

La barca cesó poco a poco de balancearse y Linnea se incorporó un poco para ver qué le había sucedido a Kauko. Éste yacía jadeante en el fondo de la barca, con el rostro deformado por el dolor, soltando una corriente interminable de maldiciones.

—Ya te lo decía yo, Kauko querido, que era mejor volver. ¿Cómo te encuentras?

Nyyssönen intentó levantarse, pero al parecer se había roto algún que otro hueso y el dolor le impedía moverse.

—¡Dame una cerveza! —le rugió a la anciana desde el fondo de la barca. Linnea le obedeció, buscó una lata, pero evitó acercarse demasiado a el para dársela. Kauko se la bebió ansiosamente, como hacía siempre, con o sin huesos rotos.

—Ahora es el momento de pedir auxilio —decidió Nyyssönen—. Pero recuerda, ni se te ocurra soltar prenda sobre nuestros asuntos si alguien viene a ayudarnos. Y ni una palabra sobre Pera ni Jari.

Linnea se puso a dar grititos pidiendo ayuda. Era curioso que el accidente de Kauko la hubiese dejado sin voz, su reciente miedo a la muerte había desaparecido y sus gritos de socorro eran ahora débiles y tímidos, como cabía esperar de una señora mayor.

—¡Grita más fuerte, maldita sea! Si crees que alguien te va a oír con esos maullidos. Hace un momento no tenías problemas de voz —Se enfureció Kauko.

Linnea se puso de nuevo a pedir socorro, pero sin resultado; estaba empezando a quedarse afónica. Kauko decidió entonces sumarse al coro, pero lo único que le salía de la garganta era una especie de estertor. El tipo debía de tener alguna costilla rota, a juzgar por lo pronto que abandonó sus intentos.

La barca se deslizaba en medio de la niebla, impulsada por una ligera brisa. Kauko Nyyssönen yacía sufriente en el fondo de la barca, una mejilla apoyada en el banco mientras bebía cerveza. En cuanto se le terminaba una lata, Linnea le alcanzaba la siguiente. También en aquella ocasión, Kauko había venido preparado con una increíble provisión de bebida.

—¿No crees que deberías bajar un poquito el ritmo? Sólo nos falta que te entren ganas de hacer pipí —le sugirió Linnea.

Nyyssönen la miró con desprecio y no le contestó. Al cabo de un rato en silencio y a la deriva, Linnea le preguntó:

—Dime una cosa, Kauko, ¿de verdad tenías intención de matarme?

Y, de nuevo, el silencio.

Tras un par de horas de navegación muda, llegó el mediodía, la niebla empezó a aclarar y Nyyssönen levantó la cabeza del banco. La visibilidad era de varios kilómetros y de algún lugar lejano en dirección sur, allí donde el sol había empezado poco a poco a perforar la bruma, llegó el ronroneo distante de un motor. Mirando con atención hasta se podía distinguir un punto negro. Un navío o un barco grande de motor, tal vez.

Nyyssönen le dio a Linnea orden de hacerle señas al barco con los brazos y esta se puso a agitar su manguito, pero no sirvió de mucho. Entonces Nyyssönen le ordenó que atase uno de los chalecos salvavidas a la pala de un remo y que lo agitase haciendo amplios movimientos, a ver si desde el barco se percataban de su presencia. Obediente, la anciana ató el chaleco al pesado remo por las tiras y lo levantó hasta erguirlo. Dios mío, que difícil, pensó. ¿Cómo se las iba a apañar para pedir socorro con semejante armatoste, con lo que pesaba? Intentó agitarlo como si se tratase de un péndulo, pero las manos le empezaron a temblar, mientras que el chaleco de color naranja se balanceaba torpemente en el aire.

—No puedo más, Kauko, déjame descansar un poquito.

—¡Cierra el pico y agita el remo, o te ahogo aquí mismo! —la amenazó Nyyssönen.

Linnea lo intentaba con todas sus fuerzas y el pesado remo se agitaba bien alto por encima del barco, describiendo al oscilar un ángulo cada vez más grande: tal vez ya se pudiera distinguir la señal de socorro desde la nave que se avistaba en el horizonte.

Pero a la anciana le fallaron las fuerzas: el remo se le escapó de las manos y cayó con tan mala suerte que fue a parar directamente a la cabeza de Kauko. Como hecho a propósito, la pala del remo le acertó en plena frente, el chaleco salvavidas se estampó contra su pecho y se oyó un crujido que no auguró nada bueno. Y luego, nada más.

Linnea tiró del remo hacia ella y contempló a su sobrino con horror: Kauko tenía en la frente una marca profunda con la forma del remo.

Los apagados ojos de Kauko Nyyssönen estaban clavados en el horizonte y el barco salvador. La anciana cerró los parpados del desafortunado.

La coronela no sintió vergüenza por la repentina muerte del joven, sino alivio:

—Gracias a Dios, tú también has recibido tu merecido.

Sin embargo nadie se acostumbra nunca a la muerte. Linnea se estremeció y le dio la espalda al difunto. Pensó que en esos momentos una madre, incluso siendo adoptiva, se echaría a llorar por la muerte de un hijo. Y sin embargo en sus ojos no había una sola lágrima.

La niebla se fue disipando poco a poco sobre la superficie del mar, el sol quedó rodeado por un halo gris y las sirenas de niebla, en la lejanía, reanudaron sus tristes lamentos.

Capítulo 24

La vieja y el mar: la coronela Linnea Ravaska iba a la deriva por las desiertas aguas con su difunto sobrino. La niebla gris rodeaba la barca fúnebre con una aureola de tristeza en torno a la cual nada parecía existir. Se encontraba quién sabe cuán lejos en alta mar, ni siquiera se oían ya las advertencias quejumbrosas de las bocinas de niebla.

Al cabo de unas horas, un último y débil rayo de sol empezó a diluirse en el mar, por el oeste. El crepúsculo rodeó a la anciana. Se había acurrucado como un pajarillo en el banco de proa, con los ojos secos y el pensamiento a muchos kilómetros de allí.

Al caer la noche, a Linnea le sobrevino una intensa sed. En todo el día no había comido nada, ni bebido una gota de líquido. No tenía hambre, pero en cuanto se ponía a pensar en el agua fresca y cristalina le entraba una sed insoportable.

De repente recordó la generosa provisión de cerveza de su sobrino. La anciana abrió una lata de cerveza fresca y se la bebió con ansia. ¡Divina! En cierto sentido, empezaba a entender a los borrachos.

El casi medio litro de cerveza tuvo un efecto considerable en la frágil constitución de la coronela. Salió de su abatimiento resignado y enseguida retomó las riendas de la situación. Reanimada, se puso a limpiar la barca como si fuese una hacendosa ama de casa o una avecilla en su nido.

Para empezar, se ocupó de las latas de cerveza que el difunto había vaciado, las llenó de agua y dejó que se hundiesen en las profundidades del mar. Luego abrió el saco que había a los pies del muerto: estaba lleno de piedras, tal como pensaba. Un sentimiento de victoria la embargó mientras las arrojaba una a una al mar. Se hundían con un chapoteo que le traía a la mente su niñez. Le cubrió el rostro a Kauko con el saco vacío, no sin antes colocarlo panza arriba en el fondo de la barca y cruzarle las manos sobre el pecho. Finalmente se puso el chaleco salvavidas y colocó de nuevo el remo causante de la muerte en su escálamo. Tras la limpieza general, decidió beberse otra lata de cerveza. Después de todo, había tiempo de sobra y nadie la veía.

El capitán de corbeta Anastás Troitalev, un hombre de aire desconsolado, barba gris y gesto duro, se hallaba sentado en la sala de oficiales del minador ruso Stajanov. Troitalev tenía ya sesenta años y estaba a punto de jubilarse. Era de madrugada y el Stajanov se encontraba en su puesto de observación habitual, en medio del golfo de Finlandia. El capitán estaba repantigado en su sillón, con una taza de té ya frío en la mesa frente a él. En el suelo, junto a una de las patas de la mesa, había una botella de vodka barato a medio beber. El capitán de corbeta Troitalev era un borracho, un viejo borracho y amargado.

Durante el día, no se atrevía a acercarse la taza a los labios, ni siquiera en su propia sala de descanso. Los vientos de abstemia que soplaban en tierra firme ya se empezaban a sentir también en el mar, convertidos en borrasca. Conocía de sobra a los miembros más puntillosos y mezquinos del Partido, como el contramaestre Kondarjevski, que le echaba unas miradas llenas de intenciones delatoras. Troitalev se había acostumbrado a pasar las noches en soledad, los ojos enrojecidos, curtido por los mares y con la cabeza apoyada en las manos, llena de pesar.

Pero Troitalev no siempre había navegado por tan tenebrosas y frías aguas. De joven había ascendido rápidamente en la jerarquía de la marina soviética hasta llegar a oficial de la flota del Mar Negro y, finalmente, en la flor de su edad adulta, había conseguido tener bajo su mando el orgullo de la armada, el Kirov, un portahelicópteros de la clase Kiev. Anastás había cruzado el estrecho del Bósforo rumbo al Mediterráneo a principios de los años setenta, para mostrarle al mundo entero la bandera de su armada, roja escarlata, como la orgullosa sangre de los valientes. Bajo su mando, toda una flota había navegado rumbo al Índico, donde había llegado a constituir un argumento de peso en la política mundial. En sus salones le había servido el mejor champán georgiano a la mismísima Indira Gandhi, cuando la India y la Unión Soviética negociaban sobre las bases navales.

Pero aquella época había pasado. Por culpa del pesado clima tropical, Troitalev se había acostumbrado a beber demasiado vodka. Había cometido ciertos errores de navegación, y algunos de sus oficiales más jóvenes habían escrito informes vergonzosos sobre ello. La envidia había hecho acto de presencia. Nada más morir Breznev, el capitán de corbeta fue trasladado inmediatamente a la flota del Báltico. Ni siquiera le habían dado un cazatorpederos de mediano tonelaje, sino aquella bañera oxidada, el minador Stejanov, con una tripulación compuesta exclusivamente de cretinos, abstemios como camellos, que eran incapaces de dar dos pasos seguidos por los estrechos pasillos de la nave sin tropezar unos con otros y hacerse chichones. Troitalev ya no quería ni pensar en sus viejos días de gloria, porque sabía que no volverían. Tenía que conformarse con el presente, con su triste soledad en aquella sala mal ventilada, a la que ya no acudía nadie, ni siquiera para informarle de las más básicas rutinas diarias, por poco importantes que éstas fuesen.

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