Read La escriba Online

Authors: Antonio Garrido

La escriba (17 page)

BOOK: La escriba
9.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Cómo se encuentra? —se interesó.

—Respira mejor, y parece tranquilo. Estoy calentando agua para lavarle. Venga, ayúdame.

Theresa obedeció. Retiró el perol de las ascuas y acercó el jabón de grasa cocida. Se ruborizó cuando advirtió que Leonora comenzaba a desnudarle.

—No te quedes ahí pasmada y tira del pantalón —le ordenó.

Theresa estiró de las perneras hasta dejar a la vista un calzón de lana ajustado. Desvió la mirada al comprobar que Leonora también se lo bajaba.

—A ver, trae el jabón, y espabila, que se nos enfría.

La muchacha se sonrojó. Aparte de a sus primos pequeños, nunca antes había visto a un hombre tan desnudo. Le pasó el jabón a Leonora, que fregó al enfermo como quien limpia un pollo. Cuando le pidió que lo sujetara, Theresa no pudo evitar mirar hacia la ingle de Hóos. Sorprendida, se detuvo en el vello suave que rodeaba su miembro y le avergonzó comprobar que nunca lo hubiera imaginado de aquel tamaño. Pensó que Leonora la reprendería si la sorprendía mirando, pero al enjuagar los paños, volvió a fijarse con menos disimulo.

—Esto parece una costilla rota. ¿Lo ves? —dijo Leonora señalando una protuberancia rojiza a la altura del pecho. Apoyó su oreja derecha contra el torso y escuchó—. Pero no se oyen silbidos, y al menos eso es bueno.

—¿Se pondrá bien?

—Supongo que sí. Trae más agua mientras le doy la vuelta. Hará un año, a Althar le cayó un tronco encima que casi lo parte en dos. Se cagó en el diablo, pero a las dos semanas el cabrón ya caminaba como una lagartija.

—Así es —confirmó Althar, que acababa de entrar—. ¿Cómo lo ves, reina?

—Una costilla quebrada y un fuerte golpe en la cabeza.

—Bueno. Nada que un desayuno de los tuyos no pueda solucionar —afirmó.

—Tú todo lo arreglas comiendo. —Y le dio un empellón riendo.

Terminaron de asearlo y se sentaron a la mesa.

El desayuno resultó todo un acontecimiento. Leonora preparó unas rebanadas de carne salada que cubrió con tocino, setas y cebollas. Luego añadió unas lonchas de queso de cabra que doró colocando unas ascuas sobre el puchero. Por último añadió un chorro de vino, que, según dijo, asentaba mejor las tripas.

—Y aún no has probado sus dulces —dijo Althar.

Theresa se relamió con los hojaldres de miel y almendras que Leonora sirvió a continuación. Le gustaron tanto que le pidió la receta. Luego miró a Hóos con cierta pena.

—No te preocupes por él —intervino Althar—, que Leonora ya se ocupa. Ahora acompáñame. Tenemos trabajo ahí fuera.

Luego le explicó que en invierno disminuía la caza, y que la pesca desaparecía. Disponían de un pequeño sembrado en un terreno más fértil apartado de la osera, que no requería cuidados hasta el comienzo de la primavera. Por tal motivo, sus ocupaciones se centraban en las tareas de carpintería, las reparaciones y la fabricación de herramientas.

—Y sobre todo, disecar animales —añadió con orgullo.

Caminaron ladera arriba hasta una hendidura que se abría como un hachazo en la montaña. La segunda cueva presentaba una boca más angosta y Theresa hubo de agacharse para seguir a Althar, quien provisto de una antorcha avanzaba como si conociese el camino de memoria. Pronto el túnel se ensanchó, dando paso a una sala amplia y diáfana como una nave de iglesia.

—Bonita, ¿verdad? —se jactó—. Antes la utilizábamos como vivienda, pero cuando Leonora enfermó nos mudamos a la osera. Es una lástima, pero es que con este tamaño no hay forma de calentarla. Sin embargo, el frío le viene bien a las pieles, así que he instalado aquí el almacén.

Empleó la tea para mostrarle sus trofeos. De la penumbra fueron surgiendo una jauría de zorros, un par de hurones, venados, lechuzas y castores, todos extrañamente inmóviles, atrapados en esperpénticas posturas impropias de la vida. La joven observó sus fauces desencajadas, los ojos refulgentes, las garras extendidas en una suerte de macabra danza. Althar le explicó que en su juventud había aprendido el arte de la taxidermia, y que a muchos nobles les apetecía mostrar aquellas fieras, a las que decían haber vencido tras una cruenta cacería.

—Sólo me falta un oso —añadió—. Y a eso me ayudarás tú.

Theresa asintió, suponiendo que se refería al proceso de disección, pero cuando Althar le aclaró que antes tendrían que cazarlo, rogó a Dios que estuviera bromeando.

Pasaron la mañana ordenando la cueva.

Althar se encargó de sanear las pieles mientras Theresa hacía lo propio con los instrumentos. El viejo cepilló los animales disecados hasta dejarlos lustrosos, mientras le explicaba que en Fulda, por el hurón y el zorro conseguiría dos denarios, suficiente para comprar cinco modios de trigo. Por la lechuza le pagarían menos porque las aves eran animales más fáciles de disecar, pero aun así podría conseguir un par de cuchillos y alguna cazuela. Sin embargo, un oso era diferente. Si lograba cazar y disecar un oso, lo llevaría hasta Aquis-Granum para vendérselo al mismísimo Carlomagno.

—¿Y cómo haréis para capturarlo?

—No lo sé, pero cuando encuentre uno, seguro que lo averiguamos.

A mediodía regresaron a la osera pequeña. Llegaron hambrientos, pero Leonora les recibió con un vaso de vino y un pedazo de queso.

—Dejad hueco para el resto —les advirtió.

Comieron albóndigas con higos confitados, pastel de ave y compota caliente. A mitad del banquete Leonora les informó que Hóos se había despertado. Había tomado un caldo y se había dormido de nuevo.

—¿Dijo algo? —preguntó Theresa.

—Sólo se quejó. Tal vez a la noche se le suelte más la lengua.

Cuando terminaron, Althar salió a orinar y echar un vistazo a los animales. Theresa ayudó a quitar la mesa desmontando el tablero y apartando los caballetes. No le dio tiempo a barrer porque
Satán
limpió el suelo a lengüetazos. Cuando iba a retirar los desperdicios, Leonora se lo impidió con gesto de desaprobación.

—No sé a qué te habrás dedicado, pero desde luego no a los fogones —apuntilló.

Theresa le relató su afición por la lectura y Leonora la miró como a un bicho raro. Entonces la joven le explicó que desde pequeña había frecuentado escuelas y
scriptoria
, y ya de mayor, entrado en un taller como ayudante
de percamenarius
.

—Menuda ayuda para tu madre —le reprochó.

—Pero desde que probé sus platos, estoy deseando aprender a prepararlos —repuso ella, buscando su aprobación.

Leonora rio con ganas. Luego afirmó que, a ojos de los hombres, una muchacha que no cocinara era peor que una de pechos enanos.

—Aunque ése no sea tu caso —matizó.

Theresa se miró y luego miró a Hóos, mientras un cosquilleo le repicaba en el estómago. Se ciñó el vestido y contempló cómo la tela se abultaba sobre sus senos. Leonora pareció leerle el pensamiento.

—Desde luego es guapo —apuntó la mujer—. Y se le ve bien formado —le guiñó un ojo con sonrisa picarona.

Theresa se ruborizó y también sonrió, pero en cuanto pudo, continuó hablando de recetas.

Durante la tarde, Leonora le enumeró los platos propicios a cada temporada. En invierno, antes de que los animales más débiles murieran por el frío, se procedía a su matanza, por lo que debía aprender no sólo a cocinar los despieces, sino también a ahumar los cortes, salarlos o curarlos. No obstante, la mayor parte de la carne provenía de la caza, la cual sólo abundaba con la llegada de la primavera. Respecto a las verduras, describió las setas, las cuales era preciso conocer antes de cocinar, y elogió la coliflor, la col, el cardo y la lombarda. Por último le expuso los beneficios de las legumbres.

—Aunque provoquen aires, resulta bueno comerlas —rio, y dejó escapar un pedo que resonó en toda la estancia.

Le habló de la importancia de las sobras. Por su experiencia, una buena cocinera debía ser capaz de transformar un puñado de desperdicios en un plato delicioso, menester para el que existían numerosos recursos. Su preferido era el
garum
, un condimento capaz de convertir el guiso más insípido en todo un espectáculo.

—El mejor procede de Hispania —le explicó—, pero es tan caro que sólo los ricos pueden costeárselo. Hace años, un comerciante romano me enseñó a elaborar ese aderezo con sal, aceite y tripas de pescado. Pero no creas que valen las de cualquiera. Las de atún o esturión ya dan buen resultado, pero yo uso las de
hallex
, que desprenden mucho más sabor. Después de macerarlo y secarlo, puede mezclarse con vino, vinagre o incluso con pimienta, si es que dispones para comprarla, claro.

—Y si ese
garum
es tan bueno, ¿entonces para qué mezclarlo?

—Ay, hija. Pues por variar. El
garum
es como el sexo: al principio siempre es rico, pero lo bueno es saber combinarlo. Míranos a nosotros —sonrió—. Treinta años de casados y todavía nos buscamos. Y así es con todo: ponte tres días el mismo vestido y te huirán hasta los ciegos; añádele una flor o un peinado, y verás cómo corren tras tu trasero.

—No deseo que corran tras mi trasero —repuso ella con desdén.

—Ah, ¿no? ¿Y en qué piensa una muchacha de veinte años?

—No lo sé. En mi oficio, en mi familia… No necesito a los hombres. —Calló el que había cumplido veintitrés.

—Ya. Y por eso mirabas el colgajo de ese joven cuando lo estaba lavando…

Theresa se ruborizó tanto que pensó que la cara se le teñiría de por vida.

—¿Me enseñaréis a hacerlo? —disimuló.

—¿El qué? ¿Cómo lavárselo?

—No, por Dios. ¡El
garum!

—Ah, claro. Te enseñaré eso y más cosas que necesitas saber —dijo con una sonrisa.

Mientras terminaba de asar unos nabos, Leonora aprovechó para hablarle del vino. Pero no del que habitualmente se ingería para calmar la sed, siempre tierno y aguado, sino de aquel que se escanciaba en las grandes ocasiones: puro, oloroso, brillante, rubí… La llave que enardecía la elocuencia del tímido y que animaba el corazón del miedoso… Aquel cuyas gotas, cada una de ellas, eran un auténtico pecado.

—Nunca lo he probado.

—Bueno. Tenemos un ánfora a la espera de una ocasión especial. Si cazáis el oso, mañana la abriremos.

Al atardecer regresó Althar luciendo una enorme sonrisa. Había encontrado el rastro de la bestia.

—Sigue ahí el muy cabrón. Cagando en la misma osera que el año pasado —anunció con euforia. Soltó los bártulos y, riendo, azotó el culo de Leonora como si fuera un pandero.

Comieron sopa de verduras y costillar de jabalí salado, acompañado con vino rebajado. Althar bebió con ganas, y antes de terminar se sirvió otro plato; después de colocar trampas toda la tarde, se habría comido una vaca.

—Lo cocinó la muchacha —le informó Leonora.

—¡Vaya sorpresa! ¿Ves como hice bien en contratarla? —rio—. ¿Cómo sigue el enfermo? ¿Ya se ha despertado?

—Abrió los ojos un momento, pero no sé… Creo que anda mareado. El golpe en la cabeza, quizás…

—Estará confuso. Ahora iré a echarle un vistazo.

Terminaron de cenar en poco tiempo. Mientras Leonora recogía, Althar y Theresa se acercaron a Hóos, quien abrió los ojos cuando sintió el paño húmedo sobre la frente. Miró a Theresa y pareció reconocerla, pero entornó los párpados y siguió descansando. Althar se hurgó la oreja y, tras sacarse un pegote de cera, la apoyó sobre el pecho de Hóos.

—No se aprecian silbidos.

—¿Y eso es bueno?

—Claro. Si la costilla hubiera perforado el pulmón ya la habría espichado. Mañana intentaremos que se levante para que camine un rato.

Lo abrigaron con cuidado, metieron los animales dentro de la cueva y atrancaron bien la puerta. Finalmente se despidieron antes de que cada uno se acostara en su camastro.

Pasadas unas horas, Theresa sintió cómo
Satán
le lamía la cara. Aún no había amanecido, pero Leonora preparaba ya un puchero y Althar canturreaba paseándose por la estancia.

—¡Oso, osito! ¡Que te vamos a comer frito! —entonó Althar sin dejar de sonreír.

Desayunaron y se abrigaron con pieles. Althar se pertrechó con un carcaj y un arco, cargó una red al hombro y cogió tres cepos de hierro. Luego le acercó una ballesta a Theresa.

—Con esto será suficiente —afirmó—. ¡Cariño! ¡Esta tarde tendrás un abrigo nuevo!

Leonora rio y lo besó varias veces. Luego palmeó la cabeza de Theresa y les deseó buena suerte.

Cuando abandonaron la cueva comenzaba a alborear. Era un día limpio y frío, lo que Althar interpretó como buen augurio. Dejaron el caballo porque, según Althar, podría alertar al oso. Además sólo necesitaban la piel, ya que su carne no era comestible. Mientras caminaban, Theresa le confesó que estaba asustada, pero el viejo la tranquilizó.

—No tendrás que hacer nada. Tan sólo vigilar.

—¿Y este arco tan extraño?

—¿Te refieres a la ballesta? Se la gané a un soldado en Aquis-Granum. Lo cierto es que nunca había visto nada semejante, pero funciona bien. Te enseñaré cómo se maneja.

Clavó su extremo en el suelo y apoyó un pie en el arco. Luego tensó la cuerda con las dos manos hasta hacerla encajar en una muesca.

—No es un juguete, así que ten cuidado. Esto es la nuez —señaló—, y debajo está el gatillo. Introduce el dardo en la acanaladura. ¿Ves? Ahora sujétala con las dos manos y apunta firmemente.

Theresa elevó el arma pero fue incapaz de mantenerla erguida.

—Pesa demasiado —se lamentó.

—Apóyate en el suelo —refunfuñó—. Y atiende a esto: si llegado el momento hubieras de utilizarla, sólo dispondrás de una oportunidad. No podrás cargarla de nuevo, de modo que apunta bien y dispara a la barriga, ¿de acuerdo?

Theresa asintió con la cabeza. Echó cuerpo a tierra y apuntó con el arma.

—Que no te tiemble.

Althar le indicó un tronco podrido ancho como dos hombres. A su señal, Theresa apretó la palanca con decisión. La saeta silbó en el aire y se perdió entre la espesura.

—Probemos otra vez —refunfuñó Althar.

Lo intentó otras dos veces con desigual fortuna. Al cuarto intento Althar dio por terminados los ensayos.

—Sigamos o se nos echará la mañana encima.

Mientras andaban, le comentó que los osos solían hibernar desde finales de noviembre hasta la llegada del deshielo.

—La gente cree que duermen como lirones, pero en realidad tienen un sueño ligero. Por eso hay que andar con cuidado.

BOOK: La escriba
9.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Risk Worth Taking by Hildenbrand, Heather
The Only Poet by Rebecca West
The Pack by LM. Preston
Brandwashed by Martin Lindstrom