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Authors: Antonio Garrido

La escriba (45 page)

BOOK: La escriba
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A medida que prosperaba la cena, Theresa observó que algunos comensales, hastiados de viandas, desplazaban su apetito hacia las curvas de su vestido. Azorada, se aflojó el cinturón para que no la ciñera e interpuso un centro de flores entre los mirones y ella. Desideria se percató y añadió otro par de ramos que ocultaron aún más a Theresa.

—No te preocupes —sonrió la jovencita—: todos los hombres son iguales, menos cuando beben, que entonces son peores.

Llegados los postres, Alcuino se acercó a Theresa y la conminó a que se levantara, hecho que algunos hombres aprobaron ruidosamente. Un clérigo demasiado borracho para aplaudir se levantó de la silla e intentó decir unas palabras, pero sólo logró eructar antes de perder pie y desplomarse sobre la mesa. Cuando lo retiraron, Carlomagno se incorporó y pidió a Theresa que leyera. Ella se preparó.

Antes de comenzar bebió un sorbo de vino. El trago le infundió valor. Sorteó los desperdicios que salpicaban el suelo y se dirigió hacia el atril que Alcuino le había preparado, abrió el códice y respiró profundamente. Nada más pronunciar la primera palabra, todos enmudecieron. Leyó despacio, tranquila, susurrando a veces, enardecida otras. Cuando concluyó, todos seguían callados. Carlomagno continuaba de pie, absorto, mirándola con extrañeza. Por un instante Theresa pensó que la reprendería, pero para su sorpresa, el monarca llenó su copa y se la ofreció admirado. Ella aceptó. Sin embargo, cuando escuchó que deseaba verla en sus aposentos privados, la copa se le escurrió entre las manos, manchándole su vestido nuevo.

Tras la cena, Theresa se lo contó a Helga.

—Considérate follada —le dijo la Negra.

Theresa se arrepintió de haber estrenado aquel vestido. Estaba asustada, pero no creía que un rey pudiera forzarla de aquella manera. Decidió hablar con Alcuino antes de acudir al encuentro del monarca; sin embargo, por más que lo buscó no lo encontró por ningún lado.

Cuando la condujeron al aposento de Carlomagno, Theresa rezó por que el rey durmiera. Por fortuna, quien le abrió la puerta fue el propio Alcuino. El fraile la invitó a pasar y se mantuvo junto a ella a la espera de que Carlomagno terminara de lavarse.

—¡Ah! ¡Ya estás aquí! Adelante —le ofreció el rey.

Mientras se secaba el torso, Theresa lo admiró. Aunque se le veía maduro, era el hombre más grande que jamás hubiera visto. Mayor aún que el mayor de los sajones.

—Bien. ¿Te ha anunciado ya Alcuino mis intenciones?

—No, majestad —balbuceó.

—Me ha contado que eres muy lista. Que fuiste tú quien descubrió el grano contaminado.

Theresa miró a Alcuino sonrojada, pero éste concedió con la cabeza.

—Lo cierto es que ocurrió por casualidad —se excusó.

—¿Y también que encontraras el texto oculto en el políptico?

La muchacha miró de nuevo a Alcuino. Por un instante imaginó que Carlomagno pretendía involucrarla, pero Alcuino la tranquilizó.

—Bueno. Repasé varias veces el políptico, pero el mérito pertenece a fray Alcuino. Fue él quien insistió.

—Y además de modesta, también atrevida. No olvidemos tu protagonismo en la consecución de la última prueba.

Ella se ruborizó. Era cierto que se había arriesgado al arrancar la hoja del políptico, pero no esperaba que el rey la llamara para reconocérselo. Por un instante dudó sobre el propósito de sus alabanzas.

—Gracias, majestad —acertó a contestar.

Carlomagno gruñó, terminó de secarse y se cubrió con un manto de lana.

—Desearía que tu comportamiento fuese un ejemplo para mis súbditos. Lo he hablado con Alcuino y se ha mostrado de acuerdo, así que he pensado en recompensarte de alguna forma. Tal vez con esas tierras que pertenecían al obispo…

Theresa se quedó boquiabierta. Pensó que bromeaba.

—Al fin y al cabo —continuó el rey—, son terrenos a medio roturar, y si no se desbrozan volverán a perderse.

—Pero yo… yo no sé nada de cultivos ni de tierras…

—Eso me ha dicho Alcuino, así que ordenaré a mi ingeniero que les eche un vistazo. Él te ayudará bien. Además —añadió—, sólo los versos que recitaste ya habrían merecido ese premio.

Theresa abandonó la estancia como si le hubieran zarandeado la cabeza. No podía creer que de la noche a la mañana pasara de ser una pobre forastera asustada, a propietaria de haciendas. Y no sólo eso: Carlomagno le había asegurado que dispondría del grano necesario para comenzar la siembra de forma inmediata. Cuando se lo contó a Helga, ésta no la creyó.

—¿Sabes? Yo tampoco —repuso Theresa, y ambas rieron alocadamente.

Hablaron acurrucadas frente al fuego, fantaseando sobre la extensión y situación del terreno y sobre las riquezas que le reportaría. Helga le advirtió que, en realidad, las tierras por sí mismas no valían nada. Para que proporcionasen rentas era necesario mano de obra dispuesta, bueyes, semillas, aperos y agua, y aun así, pocas veces suministraban algo más que el propio sostén de la familia que las cultivaba. Pero Theresa prefirió cerrar los ojos e imaginarse junto a Hóos, como una poderosa terrateniente. Luego se acostaron juntas, acurrucadas la una contra la otra para combatir el frío. Helga se durmió pronto, pero Theresa pasó la noche en vela, figurándose lo que sucedería si las palabras del rey llegaran a ser ciertas.

A la mañana siguiente acudió al
scriptorium
, donde encontró a fray Alcuino ensimismado con sus escritos. El fraile la saludó sin levantar la cabeza, pero luego se volvió para felicitarla por su fortuna.

—No creo que lo dijera en serio —aventuró ella.

—Pues créelo. El monarca no es hombre que hable en vano.

—Pero si yo no entiendo de tierras. ¿Qué podría hacer con ellas? —Esperó a que él se lo dijera.

—No lo sé. Cultivarlas, supongo. La lectura o la escritura no son oficios que mantengan a una familia. Deberías estar contenta.

—Y lo estoy. Pero es que no sé…

—Pues si no sabes, aprende. —Y se giró de nuevo hacia su maraña de escritos para no seguir hablando del tema.

A media mañana se presentó en el
scriptorium
un doméstico preguntando por Theresa. Según les informó, un hombre de Carlomagno la esperaba en la plaza grande para acompañarla hasta sus tierras. Theresa solicitó a Alcuino que la acompañara, pero éste rehusó alegando trabajo de sobra. Con el permiso del fraile, la joven se abrigó y acompañó al siervo hasta el lugar donde aguardaba un joven jinete.

El ingeniero del rey resultó un joven de piel bronceada y cabello ondulado. Sus ojos verdes destacaban sobre su tez curtida, en un atractivo e inusual contraste. Pese a lo distinto en su apariencia, le recordó en algo a Hóos Larsson. Dijo llamarse Izam de Padua.

—¿Sabes cabalgar? —le preguntó. A su lado pastaba una montura sin dueño.

Theresa sujetó las bridas y de un salto montó sobre la caballería. El joven sonrió. Volvió grupas, espoleó su caballo y comenzó a trotar despacio por las callejuelas de Fulda.

Cabalgaron hacia el norte siguiendo el cauce del río a través de un frondoso bosque de hayedos. La tierra olía a mojado, con los rayos de sol evaporando tibiamente la humedad que se fundía con el dulzón aroma de la mañana. Tras un rato avanzando en silencio, Theresa se interesó por el significado de la palabra «ingeniero».

—Reconozco que es un término poco usado —contestó él, riendo—. Se emplea para denominar a quienes, como yo, nos dedicamos a construir ingenios para la guerra.

El joven continuó hablando como si lo hiciera ante un colega, explicándole con vehemencia la importancia de las catapultas o la diferencia entre los onagros y los mangoneles, sin apreciar que a la joven se le abría interminablemente la boca. Cuando por fin lo advirtió, ya le había contado casi todo cuanto sabía.

—Disculpa. Te estoy aburriendo.

—No es eso —disimuló Theresa—. Simplemente no comparto tu pasión por las armas. Además, no entiendo qué relación tiene tu profesión con que me acompañes a mis tierras.

Izam pensó en replicar, pero prefirió no malgastar saliva con una joven que menospreciaba su destreza. Un par de millas más adelante alcanzaron un claro delimitado con espino de zarzo que se prolongaba hasta perderse en un bosque lejano. Una fracción de terreno aparecía roturada, con árboles cortados y maleza desbrozada, pero la mayor parte aún se veía inculta. El joven descabalgó de un salto, apartó lo que parecía una portezuela rudimentaria y penetró en el recinto.

—Parece que este obispo sabía lo que se hacía. Espera aquí un momento.

Mientras Theresa desmontaba, Izam echó a andar con pasos exageradamente largos. A medio camino dio la vuelta con gesto asombrado. Montó de nuevo y le dijo a Theresa que aguardara. Al cabo de un rato regresó entusiasmado.

—Muchacha, no imaginas lo que ha caído en tus manos. El manso tendrá unos diez
bonniers
de tierra de cultivo, de los cuales la mitad ya están abiertos por el arado. Más allá, tras la colina, se extienden unos seis arpendes de viñedos y tres o cuatro de prado. Pero ahí no acaba todo: el río que dejamos atrás abre una brecha en aquella zona con la entrada de un arroyo.

Theresa lo miró con cara de no entender nada.

—A ver cómo te lo explico. ¿Sabes lo que es un manso?

—Claro. Son las tierras que posee una familia —respondió ella con aire de ofendida por que él hubiera supuesto que no lo sabía.

—Pero su extensión no depende de la cantidad de terreno disponible, sino de lo que esa familia sea capaz de cultivar.

—Ya —siguió sin entender, y dio por sentado que jamás aprendería a cultivar aquella tierra.

Deambularon por la propiedad charlando sobre terrenos, mansos, arpendes y pérticas, mientras se admiraban del trabajo que el obispo había adelantado. Hallaron cercos para animales, una cabaña de pastor recientemente construida y los cimientos de madera de lo que podría llegar a ser una estupenda vivienda. A Theresa le extrañó que Izam supiera de tierras, pero el joven le aclaró que su oficio no se limitaba a construir artefactos. En realidad, le dijo, las batallas entre ejércitos solían acabar en eternos asedios que requerían de un exhaustivo conocimiento de los terrenos circundantes, pues había que impedir el trasiego de suministros, desviar los cursos de agua, estudiar la situación de las defensas, elegir el lugar apropiado donde levantar los campamentos, y en ocasiones, zapar túneles o minar las murallas. De igual modo, cuando se trataba de edificar un nuevo asentamiento había que valorar los mismos condicionantes.

—Y no sólo eso. En ocasiones los asedios se prolongan durante años, por lo que hemos de saber qué campos serán los adecuados, tanto para el cereal de los soldados como para el forraje de las bestias. —Se agachó para coger un guijarro—. Por ejemplo, ¿ves aquella loma? —Lanzó la piedra, que voló hasta perderse tras las copas de unos abetos—. Está al norte. Protegerá los sembrados del viento de septentrión. Y mira esta tierra. —Aplastó un terruño con el pie—. Ligera y húmeda como pan negro mojado en agua.

Theresa se agachó y cogió otro guijarro.

—¿Y aquello de allí? —dijo señalando un montículo. Tomó impulso e intentó atinarle con la piedra.

Izam se apartó instintivamente para que el guijarro desviado no le impactara en la cabeza. Tras la sorpresa, se echó a reír como un chiquillo.

—No te burles —se quejó ella.

—¡Ah! Pero ¿lo hiciste a propósito? —Y volvió a reír con ganas.

Se sentaron a almorzar sobre los pilotes de madera que delimitaban la planta de la vivienda. Izam había preparado una talega con queso y pan recién horneado, que saborearon al ritmo del gorgojeo del riachuelo. Habían transcurrido un par de horas, pero Izam le confió que en realidad se encontraban cerca del poblado.

—A media hora a caballo —señaló.

—¿Y entonces por qué hemos tardado tanto?

—Quería examinar el sendero del río. Como imaginaba, es navegable, de modo que si consigues una barcaza podrás utilizarla para transportar el grano. Por cierto, hay algo que me preocupa. —Se dirigió a la cabalgadura y extrajo de una alforja una ballesta—. ¿La reconoces?

—Pues no —respondió sin prestarle atención.

—Es la que usaste el otro día durante la cena.

—¡Ah! No sé. No sabría distinguirlas.

—Precisamente eso es lo que me intriga. No creo que haya otra igual en toda la Franconia.

Le explicó que la ballesta era un arma poco difundida. De hecho, él nunca había visto otra.

—Ésta la construí siguiendo las descripciones reseñadas por Vegetius en su obra
De re militari
, un manuscrito sobre el arte de la guerra del siglo cuarto que me mostró Carlomagno. Por eso me extrañó no sólo que la empuñases, sino que, además, supieses manejarla.

Ella le contó que el hombre que la había ayudado en las montañas poseía un arma parecida. Cuando le dijo que se la había comprado a un soldado, Izam meneó la cabeza.

—Me robaron la primera que construí. Tal vez fuera el soldado que mencionas, o el mismo hombre del que me hablas.

Charlaron un rato más antes de que ella sugiriera el regreso. Izam se mostró de acuerdo. Echó un último vistazo al terreno y condujo los caballos al riachuelo para que abrevaran. Una vez en marcha, Theresa espoleó su montura porque ansiaba contarle a Helga todo lo que había visto.

Ya en la villa, Theresa reiteró al ingeniero su agradecimiento. Izam sonrió, aunque trasladó el mérito a Carlomagno. Él sólo había cumplido las órdenes encomendadas. Cuando por fin se separaron, ella creyó que él la seguía con la mirada.

De vuelta en las cocinas, Theresa halló a la Negra desplumando un pavo. La mujer parecía atareada, pero en cuanto la vio, dejó el ave y corrió a su encuentro. Theresa le propuso salir al pozo a por agua y de camino hacer una pausa, cosa que Helga aceptó, sentándose en un poyete y reclamando hasta el último detalle. Escuchaba a Theresa con tal entusiasmo, que parecía que las tierras le pertenecieran a ella.

—¿Y todo eso es tuyo? —preguntó incrédula.

Theresa lo corroboró. Le habló de la enorme extensión de las zonas de cultivo, de los viñedos, del prado para el heno, del río y la vivienda. Finalmente, también del joven Izam.

—Fue muy amable —le dijo.

—Además de guapo —apostilló Helga guiñándole un ojo. Lo había visto a través de una ventana.

Theresa sonrió. Efectivamente, el ingeniero era atractivo, aunque desde luego, no tanto como Hóos. Continuaron hablando de las tierras hasta que la cocinera, harta de cháchara, salió a buscarlas con un atizador. Las dos mujeres rieron y corrieron hacia la cocina para proseguir la charla durante los momentos en que Favila desapareciera. Theresa le comentó su preocupación por la falta de medios, pero Helga la tranquilizó.

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