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Authors: Antonio Garrido

La escriba (46 page)

BOOK: La escriba
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—¡Es que no imaginas todo lo que hay que hacer! Las tierras están a medio roturar. Necesitaría un arado y un buey, y alguien que me ayudara. ¡Son tantas cosas!

—¡Y dale! Si en vez de tierras tuvieses deudas, seguro que estabas menos inquieta.

Theresa guardó silencio mientras se decía que tal vez algún vecino pudiera aconsejarla, pero lo cierto era que la única persona a quien podía acudir ya la tenía delante. Al observar su abatimiento, la Negra la rodeó con un brazo.

—¡Eh! ¡Anímate! Aún conservo parte del dinero que me adelantaste cuando vendiste la cabeza del oso. Podrías emplearlo en comprar un buey joven.

—Pero ese dinero es para pagar mi alojamiento.

—No digas tonterías, nena. Tú me conseguiste este trabajo, de modo que no te preocupes. Además, una oportunidad así sólo se presenta una vez en la vida: cuando esa tierra reviente a dar frutos, ya me lo devolverás con intereses. —Le pellizcó la mejilla.

Le explicó que un buey de un año costaba doce denarios, mientras que uno adulto oscilaba entre los cuarenta y ocho y los setenta y dos, o lo que era lo mismo, el jornal de unos tres meses. A Theresa le pareció una cantidad al alcance de cualquiera, pero Helga le explicó que nadie aguantaba tres meses sin comer.

Cuando terminaron de cocinar, Theresa continuó.

—Izam me dijo que mañana regresaríamos al terreno. ¿Tú crees que debería ponerle nombre?

—¿A quién? ¿Al ingeniero?

—No, tonta… A las tierras.

—Bueno, pues podrías llamarlas… déjame pensar… ¡las maravillosas tierras de Theresa! —rio.

La muchacha le propinó un coscorrón, pero Helga se lo devolvió y rieron juntas como mozuelas.

Por la tarde, Theresa volvió al
scriptorium
, donde encontró a Alcuino enfrascado con sus escritos. Tenía cientos de preguntas para hacerle, pero justo cuando iba a planteárselas, el fraile se levantó.

—He visto a ese tal Izam. Me ha comentado que tus terrenos son fantásticos.

—Ya… No sé qué tendrán de fantástico, si no puedo cultivarlos —se lamentó ella.

—Yo te veo dos buenas manos.

—Y poco más. Sin herramientas, ni bestias, ¿de qué me sirven esas tierras?

—En ese caso, podrías arrendarlas y obtener una renta.

—Eso mismo sugirió Izam, pero ¿a quién, si los que pueden pagarla ya poseen tierras de sobra?

—Buscando a alguien que trabaje a cambio de una parte de la cosecha.

—Izam también me lo propuso, pero me aclaró que esas gentes no poseen arado ni bueyes, así que no podrían laborear ni obtener beneficios.

—De acuerdo. Te diré lo que haremos: mañana es jueves. Después de
tercia
acudiremos al mercado, buscaremos algún esclavo que trabaje duro y lo compraremos para tus tierras.

Los hay a puñados, así que tal vez consigamos alguno a buen precio.

Theresa no dio crédito a lo que oía. Parecía que a cada instante su vida se complicara más y más sin que ella lo pretendiera. Si no tenía ni para sí misma, ¿cómo iba a poseer un esclavo?

Alcuino le confió que Carlomagno le había sugerido esa posibilidad, y le aseguró que, al fin y al cabo, mantener a un esclavo no tenía por qué ser caro.

Por la mañana, salieron temprano en dirección al campamento que los hombres del rey habían levantado en las afueras de la ciudad. Según Alcuino, los traficantes de esclavos aprovechaban los desplazamientos del monarca para acudir a su encuentro y realizar nuevas transacciones, bien comprando esclavos entre los enemigos capturados, bien vendiendo alguno de sus mejores ejemplares. Sin embargo, pasados unos días, rebajaban los precios a fin de deshacerse de los individuos menos preparados.

—¿Doce sueldos? —Theresa se llevó las manos a la boca—. ¡Pero si eso es lo que valen tres bueyes adultos!

Alcuino le explicó que ése era el precio común de un esclavo joven y entrenado, pero que buscando encontrarían uno más barato. Cuando Theresa le informó del dinero del que disponía, Alcuino le mostró una bolsa bien repleta.

—Podré prestarte algo.

Mientras caminaban hacia las murallas, Alcuino le habló sobre la responsabilidad de poseer esclavos.

—Porque no es sólo mandarles y que obedezcan —le explicó—. Aunque no lo creas, los siervos también son criaturas de Dios, y como tales hemos de velar por su bienestar. Y eso incluye alimentarlos, vestirlos y educarlos como buenos cristianos.

Theresa lo miró sorprendida. En Constantinopla había crecido rodeada de esclavos a los que siempre había visto como criaturas de Dios, pero nunca imaginó que el convertirse en dueña de uno acarreara tantos problemas. Cuando Alcuino le explicó que los propietarios también eran responsables de los delitos cometidos por sus siervos, aún se asustó más.

—Por eso es mejor no adquirirlos jóvenes. A esas edades son ágiles y fuertes, pero también rebeldes e irresponsables. A menos que estés dispuesta a tratarlos con látigo, es preferible elegirlos casados, con mujer e hijos a los que atender para que no intenten huir, ni cometan tropelías. Sí. Lo mejor será buscar una familia que trabaje duro y te proporcione beneficios.

Añadió que aunque se hiciera con un buen trabajador, sería necesario vigilarle de cerca porque, de natural, los esclavos eran gente de cortas entendederas.

—No sé si necesito un esclavo —admitió finalmente Theresa—. Ni siquiera estoy segura de que debiera haberlos.

—¿A qué te refieres?

—No entiendo por qué un hombre ha de decidir sobre la vida de otro. ¿Acaso esos infelices no han sido bautizados?

—Pues supongo que la mayoría no, pero aunque lo estuvieran, y pese a que el pecado original desaparece con el bautismo, es justo que Dios discierna sobre la vida de los hombres convirtiendo a unos en siervos y a otros en señores. Por naturaleza, el esclavo tiende a obrar el mal, que es reprimido por el poder de quien le domina. Si el esclavo no conociese el miedo, ¿qué le impediría actuar con perfidia?

Theresa pensó en replicar, pero prefirió dar por concluida una conversación para la que no tenía argumentos ni ideas.

Al poco de atravesar las murallas, un olor a sudor rancio les anunció la proximidad del mercado de seres humanos. Los puestos se alineaban a lo largo del río en una sucesión de tiendas y carpas destartaladas en las que los esclavos pululaban cual ganado. Los más jóvenes permanecían encadenados a gruesas estacas clavadas en el suelo, mientras los mayores trabajaban sumisos en las tareas de limpieza y mantenimiento del campamento. Al paso del fraile, varios comerciantes se apresuraron a ofrecerle su género.

—Mire éste —le abordó un traficante comido por las ronchas—. Fuerte como un toro. Acarreará sus bultos y le defenderá en sus viajes. ¿O prefiere un mozuelo? —le susurró ante su indiferencia—. Dulce como la miel y solícito como un perrillo.

Alcuino le dirigió una mirada que el traficante comprendió, retirándose con el rabo entre las piernas. Siguieron deambulando entre los tenderetes, donde además de esclavos se ofrecía toda clase de mercancías.

—¡Armas afiladas! —gritó uno, mostrando un arsenal de puñales y espadas—. Salvoconductos al infierno de un solo tajo.

—¡Ungüentos para las pústulas, emplastos para las mataduras de las bestias! —anunció otro que por su aspecto bien parecía necesitarlos.

Dejaron atrás los primeros puestos y se adentraron en el recinto donde se ofrecían animales. Allí, las cabalgaduras, las reses y las cabras paseaban con más libertad que los esclavos que antes habían contemplado. Alcuino se interesó por un buey grande como una montaña. El animal pastaba tras un cercado sobre el que descansaba una remesa de quesos. Un tratante se acercó para convencerle.

—¡Tiene buen ojo!, ¿eh, fraile? En menudo animal se ha fijado.

Alcuino lo miró de soslayo. Aunque no le gustara tratar con charlatanes, lo cierto era que la bestia parecía de hierro. Preguntó por el precio y el hombre se lo pensó.

—Por ser para el clero… cincuenta sueldos.

La mirada de Alcuino fue de tal indignación, que el hombre rebajó de inmediato a cuarenta y cinco.

—Aun así es mucho dinero. —El animal se veía imponente.

—Si quiere una cabra con cuernos, puedo vendérsela por treinta y cinco —soltó el tratante con desgana.

Alcuino acordó con el hombre que se lo pensaría. Luego él y Theresa regresaron al pasillo de los esclavos. A la entrada, Alcuino le pidió que le dejase a solas para ir más rápido. La joven accedió y acordaron reencontrarse en el mismo punto cuando el sol alcanzara lo más alto.

Mientras Alcuino se dedicaba a regatear con los mercaderes, Theresa decidió volver a donde el ganado. De camino, un traficante le ofreció unas monedas por su cuerpo y ella apretó el paso. Cuando llegó al recinto del buey que había interesado a Alcuino, un hombrecillo se le acercó cojeando.

—Yo no pagaría más de diez sueldos —le comentó de soslayo.

Theresa se volvió sorprendida para encontrarse, apoyado contra el cerco de maderos, a un hombre de mediana edad y aspecto desaliñado que la miraba con descaro. Su cabello rubio entonaba con sus ojos de color hielo. Sin embargo, lo más llamativo era la única pierna que le sostenía. Él, al advertir la sorpresa de Theresa, se adelantó.

—Perdí la otra trabajando, pero aún puedo ser útil —le aclaró.

—¿Y qué sabes tú de bueyes? —le espetó ella con altanería. Era obvio que aquel hombre era un esclavo, y si algún día poseía uno, debería saber tratarlos.

—Nací en Frisia, donde hay más vacas que prados. Hasta un ciego distinguiría a un buey enfermo.

El cojo aprovechó que el ganadero se hallaba despistado para arrearle un varetazo al animal. La bestia apenas se inmutó.

—¿Ha visto? Y lo mismo hará cuando le unzáis el arado. No se moverá.

Theresa miró al cojo sorprendida. Luego siguió con la vista las indicaciones que el esclavo le hacía con la vara, comprobando que entre las pezuñas del buey afloraba sangre reseca.

—Si queréis un buen animal, acudid a mi amo Fior. Él no os engañará.

En ese momento regresó el dueño del buey, y el esclavo se retiró con disimulo. Theresa vio que se servía de una muleta para suplir la pierna ausente. Corrió tras él y le preguntó dónde podría encontrar al tal Fior. El esclavo le indicó que lo siguiera.

Mientras caminaban, le contó que Fior sólo vendía bueyes pequeños.

—Tienen menos fuerza, aunque suficiente para tirar de un arado ligero. Sin embargo, resisten como piedras, comen poco y cuestan menos. Para estas tierras os vendrán como anillo al dedo.

Anduvieron entre las carretas sorteando las rieras de detritus que bajaban zigzagueando desde el campamento hacia el riachuelo, hasta que de uno de los puestos salieron a su encuentro una mujer y dos chiquillos. La mujer abrazó al cojo y los chiquillos se colaron entre sus piernas. Theresa observó la extrema delgadez de la mujer y los niños. Sus ojos eran enormes platos en pequeñas calaveras.

—¿Has conseguido algo? —le urgió la mujer.

El esclavo sacó un bulto de la pernera vacía del pantalón y se lo entregó. Ella lo olió y lloró de alegría. Luego cogió a los niños y se los llevó detrás de una tienda para darles un trozo del queso que acababa de recibir. El esclavo cojeó hasta donde se encontraba Fior para explicarle lo que podía necesitar la joven, momento en el que apareció Alcuino con cara de pocos amigos. Le acompañaba el dueño del buey gigante.

—Este tratante dice que un esclavo cojo le ha robado un queso. Y dice que el esclavo estaba contigo. ¿Es cierto eso? —preguntó a Theresa.

La joven comprendió lo ocurrido. Detrás de la tienda, los dos hijos del cojo aún devoraban el queso. Su castigo sería sin duda tremendo.

—No exactamente —mintió—. Fui yo quien le ordenó que lo cogiera. No llevaba dinero y vine a buscar a su paternidad para que pagara el importe.

—¡Eso es robar! —gritó el tratante.

—Robar es intentar vendernos un buey enfermo —replicó Theresa sin miedo—. Tened. —Cogió la bolsa de la sotana de Alcuino y le entregó un par de monedas ante la extrañeza del fraile—. Y desapareced de mi vista antes de que acuda al corregidor.

El tratante cogió el metal y se retiró mascullando maldiciones. Alcuino miró a Theresa con severidad.

—Quería engañarnos —explicó ella, refiriéndose al ganadero.

Alcuino insistió en su mirada.

—Este esclavo cogió el queso para sus hijos. ¡Miradlos! ¡Se están muriendo!

—Es un ladrón. Y tú has cometido una estupidez al intentar protegerle.

—Muy bien. Pues volved con ese santo vendedor de bueyes y gastad el dinero en una bestia inútil. Sólo sé que el esclavo me advirtió contra ese timador, y que sus hijos quizá no hayan comido en la última semana.

Alcuino meneó la cabeza ante los argumentos de Theresa. Luego la acompañó a hablar con Fior, el ganadero que el esclavo les había recomendado.

Fior resultó ser un normando rechoncho que sólo hacía negocios con un vaso de vino en la mano. Nada más conocerles, les invitó a un trago y les presentó varios animales rebosantes de salud y energía. Finalmente les ofreció un buey manchado de mediano tamaño, del que aseguró trabajaría como un condenado desde el primer día.

Acordaron un precio de veinte denarios, una cifra ventajosa teniendo en cuenta que el animal sobrepasaba los tres años.

—Yo tampoco soy corpulento y arrimo el hombro desde que me levanto —sonrió Fior, dejando a la vista una dentadura ocupada por varios dientes de madera.

Luego les mostró algunos arreos de cuero y varios aperos de labranza. Algunos necesitaban ser reparados, pero les eran necesarios y se los ofreció baratos, de modo que Theresa y Alcuino juzgaron conveniente adquirirlos. Después de asegurar los bártulos sobre el buey preguntaron a Fior sobre esclavos baratos, pero cuando el tratante se enteró del dinero de que disponían, meneó la cabeza y les aseguró que por esa cifra no encontrarían ni un cerdo domesticado.

—Por ese precio os podría vender a Olaf. Es un trabajador duro, pero desde que perdió la pierna sólo me causa problemas. Si os place, podéis llevároslo.

Alcuino hizo un aparte con Theresa al ver que ésta parecía interesarse.

—Sólo sería una boca que alimentar. ¡Y por Dios santo, está cojo! ¿Por qué lo regalaría si tuviese alguna utilidad? —le espetó.

Sin embargo, la muchacha sacó a relucir su tozudez. Si iba a poseer esclavos, sería ella quien decidiese cuántas piernas debía tener cada uno.

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