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Authors: Antonio Garrido

La escriba (43 page)

BOOK: La escriba
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—¡Levántate! —ordenó el coadjutor desde el otro lado de la puerta.

Gorgias obedeció sin saber bien lo que hacía. Miró hacia el ventanuco con los ojos hinchados y comprobó que aún no había amanecido. Se incorporó dando tumbos hasta apoyar la cabeza contra la puerta. Rogó que Genserico hubiese olvidado el incidente del torno, aunque habría resultado más fácil rogar que se derrumbaran las paredes y le aplastaran la crisma. El torno giró dejando pasar un hilo de luz y se cerró con brusquedad. Gorgias tanteó a oscuras el puchero de comida. Lo cogió y comió de él con avidez. No saboreó las gachas porque hacía tres días que no comía.

Apuraba la última cucharada cuando Genserico le ordenó que preparara el pergamino. Gorgias tosió. Apenas si podía pensar.

—Me… me ha sido imposible avanzar —se excusó—. El brazo… Estoy enfermo.

Genserico lo maldijo y amenazó con torturar a Rutgarda.

—Os juro que no miento. Por favor, vedlo vos mismo.

Sin darle tiempo a contestar, Gorgias desmontó una de las mamparas del torno. Cuando lo logró, escuchó cómo del otro lado Genserico liberaba el cerrojo. A través del hueco apreció la luz de un cirio y entornó los ojos. Luego introdujo lentamente su brazo enfermo. De repente sintió cómo algo lo aplastaba hasta hacerle gritar de dolor.

—Si intentáis algo, os lo quiebro aquí mismo —sentenció Genserico.

Gorgias asintió y Genserico levantó el pie. Luego Gorgias apreció el calor del cirio aproximándose a sus dedos mientras el coadjutor le examinaba el brazo. El hombre se asombró. De no ser porque se movía, Genserico habría jurado que aquella extremidad pertenecía a un cadáver.

El coadjutor regresó al anochecer para anunciarle que Zenón, el físico, se había mostrado dispuesto a atenderle, pero Gorgias no le entendió porque la fiebre le devoraba. Cuando se despejó, oyó cómo en el exterior Genserico golpeaba el torno hasta extraer las dos trampillas. El halo de luz se expandió. Luego Genserico le ordenó que apoyase la espalda contra la puerta e introdujese ambos brazos por el torno. Gorgias obedeció casi sin darse cuenta. Ni se quejó cuando unas cadenas le atenazaron las muñecas. Después notó cómo Genserico introducía un palo entre sus antebrazos para aprisionarle contra la puerta. Transcurrieron unos momentos antes de que el coadjutor abriera, obligándolo a arrastrarse siguiendo el giro de la puerta.

Apenas tuvo tiempo a alzar la vista, pues Genserico le enfundó un capuchón que aseguró por la nuca. Antes de retirar el palo que le mantenía prendido a la puerta, le advirtió que si intentaba escapar le mataría. Gorgias asintió y el coadjutor lo soltó. A duras penas logró mantenerse en pie cuando Genserico lo izó tirando de las cadenas.

No supo cuánto tiempo anduvieron; sólo que el camino se le antojó eterno. Finalmente se detuvieron en algún lugar al cobijo del viento. Al poco llegó alguien que saludó a Genserico. Por el tono, Gorgias supuso que se trataba de Zenón, pero igual podría haber sido el hombre del tatuaje. El coadjutor insistió en que lo atendiera con la capucha enfundada, pero Zenón se negó.

—Podría morirse y no me enteraría.

Cuando le sacó la capucha, a Gorgias le pareció encontrarse en una cuadra abandonada. Dos antorchas iluminaban el cubículo en el que, por algún motivo, habían dispuesto una mesa. Zenón pidió a Genserico que le quitara las cadenas.

—¿Es que no veis cómo está? No va a ir a ninguna parte —alegó el físico.

Genserico se negó. Liberó el brazo enfermo, pero encadenó el sano a una argolla de la mesa.

Zenón aproximó una antorcha a la herida. Al verla, no pudo reprimir un gesto de horror. Acercó la nariz y se retiró con un respingo. Con una madera presionó sobre la herida, pero Gorgias no respondió. Zenón meneó la cabeza.

—Ese brazo es carne muerta —le susurró a Genserico—. Si la podredumbre ha alcanzado la linfa, ya podéis ir buscando una tumba.

—Haced lo que debáis, pero que no pierda el brazo.

—Ese despojo ya está perdido. Ni siquiera sé si podré salvarle la vida.

—¿Queréis cobrar o no? Me da igual si el resto revienta. Sólo necesito que ese brazo escriba.

Zenón renegó. Le entregó la antorcha a Genserico y pidió que le alumbrara. Luego extendió la bolsa de instrumental sobre la mesa, tomó un cuchillo delgado y lo aproximó a la herida.

—Puede que esto os duela —advirtió a Gorgias—. He de abriros el brazo.

Iba a comenzar cuando Genserico se tambaleó. El físico lo advirtió a tiempo para sujetarle.

—¿Os encontráis bien? —le preguntó.

—Sí, sí. No ha sido nada. Continuad.

Zenón lo miró extrañado antes de volver a aplicarse. Vertió un poco de licor sobre la herida y luego abrió un tajo paralelo a la cicatriz. La piel se separó como la tripa de un sapo, dejando escapar un reguero de supuración. El hedor hizo que Genserico se apartara. Zenón buscó una aguja e intentó enhebrarla.

—¡Mierda! —exclamó Zenón cuando se le escapó entre los dedos. Se agachó para recogerla, pero por más que la buscó le fue imposible localizarla.

—Dejadla y coged otra —dijo Genserico.

—No tengo más aquí. Tendréis que ir a mi casa.

—¿Yo? Id vos.

—Alguien ha de contener la hemorragia. —Soltó el codo de Gorgias y un chorro de sangre regó la mesa hasta inundarla. Zenón volvió a presionar la arteria.

Genserico asintió.

Pese a que Gorgias yacía inerme, el coadjutor advirtió a Zenón que no dejara de vigilarlo. Antes de partir se aseguró de que las cadenas siguieran firmes y confirmó con Zenón el lugar donde guardaba las agujas. Iba a salir cuando volvió a marearse.

—¿Seguro que os encontráis bien? —insistió Zenón.

—¡Arreglad ese brazo para cuando vuelva! —Y se marchó de la cuadra guiñando los ojos como si no viera.

Zenón apretó el torniquete bajo el hombro de Gorgias hasta contener la hemorragia. Al examinar de nuevo la herida, observó su color pardo violáceo y meneó la cabeza. Aquel brazo estaba perdido por mucho que Genserico renegara. En ese instante, Gorgias despertó. Al distinguir al médico intentó incorporarse, pero las cadenas y el torniquete se lo impidieron. Zenón lo tranquilizó.

—¿Dónde os habíais metido? Rutgarda ya os daba por muerto —le comentó el físico. Se agachó al distinguir el brillo de la aguja extraviada.

Gorgias intentó hablar, pero la fiebre se lo impidió. Zenón le informó que debía amputarle el brazo, o moriría sin remedio. Gorgias lo miró con miedo.

—Incluso cortando, puede que muráis —le espetó el físico como quien fuera a sacrificar a un cerdo.

Gorgias comprendió. Hacía días que los dedos no le respondían. Había pretendido ignorarlo, pero bajo el codo ya sólo quedaba un apéndice sin vida. Pensó en las palabras del físico. Si perdía el brazo, perdería su sustento, pero al menos aún podría luchar por Rutgarda. Miró con pesar el brazo cubierto de pústulas. Latía, pero no le dolía. El físico estaba en lo cierto. Cuando Zenón le explicó que Genserico se oponía, Gorgias no le comprendió.

—Lo siento, pero es él quien paga.

Gorgias intentó sacarse algo del cuello, pero Zenón lo detuvo.

—Cogedlo vos —logró articular Gorgias—. Es de rubíes. Nunca habréis ganado tanto.

Zenón examinó el collar que pendía del cuello del enfermo. Lo cogió con fuerza y se lo arrancó. Luego se lo pensó mientras miraba hacia la puerta.

—Genserico me matará.

Escupió al suelo y le dijo que mordiera una rama seca. Luego empuñó la sierra y comenzó a cortar el brazo igual que un carnicero descuartizando una pieza.

Cuando Genserico regresó, encontró a Gorgias desmayado sobre un enorme charco de sangre. Buscó a Zenón, pero no lo encontró. En el suelo yacía un miembro amputado, y donde antes pendía un brazo, ahora sólo asomaba un muñón cosido con destreza.

Al poco apareció Zenón subiéndose los pantalones. Cuando vio a Genserico, trató de explicarle que había resuelto lo inevitable, pero el coadjutor no atendió a razones. Le maldijo mil veces, lo condenó al infierno, le insultó e intentó golpearle. Sin embargo, de repente se calmó, como embargado por un extraño fatalismo, y tras un instante se tambaleó. Parecía confuso. Su mirada vagaba de un lugar a otro. Zenón logró sujetarle antes de que se desplomara. Genserico tosió varias veces. Su rostro había palidecido hasta convertirse en una máscara de mármol. El físico le suministró un sorbo de licor que aparentó reanimarle.

—Parecéis enfermo. ¿Deseáis que os acompañe?

Genserico asintió sin convicción.

Zenón había traído su carro, de modo que acompañó al coadjutor y luego cargó a Gorgias como si fuese un saco de trigo. Finalmente subió él, restalló el látigo y condujo la montura a través del bosque siguiendo las confusas indicaciones de Genserico. Durante el trayecto, Zenón observó cómo el coadjutor se rascaba insistentemente la palma izquierda. Parecía irritada, como si se hubiera rozado con ortigas. Se lo comentó, pero Genserico no se enteró.

Se detuvieron en el robledal cercano a la muralla de la fortaleza. Genserico bajó del carro y echó a andar arrastrando los pies como un espectro. Zenón le seguía de cerca, con Gorgias cargado a cuestas. En la oscuridad, el coadjutor llegó al muro, tanteó entre las enredaderas hasta dar con una pequeña portezuela, sacó una llave de su sotana y la introdujo con dificultad en la cerradura. Luego se apoyó contra el marco para descansar. Abrió y entró como un sonámbulo. Finalmente se derrumbó.

Cuando Gorgias despertó al día siguiente, encontró a su lado el cadáver de Genserico.

Transcurrió un tiempo hasta que Gorgias logró incorporarse. Con la vista aún nublada miró el muñón que Zenón le había vendado con un harapo de su propia casulla. Le dolía terriblemente, pero al menos no sangraba. Luego contempló a Genserico. El fraile yacía con el gesto contraído, sus manos aferradas al estómago, la izquierda de un extraño color púrpura. Deseó patearlo, pero se contuvo. Miró alrededor y comprobó que se hallaba en la cripta circular donde le habían retenido aquellos días. Se giró hacia la celda y empujó la portezuela hasta abrirla con un chirrido. Por un instante se amedrentó, pero finalmente entró para rebuscar entre sus documentos. Por fortuna, los verdaderamente valiosos permanecían donde los había escondido, de modo que se guardó el original y la transcripción del griego antes de romper cuantos encontró a mano. Luego cogió unas hogazas de pan olvidadas y abandonó la cripta en dirección a la antigua mina.

A media mañana divisó el extenso panal corroído en que se había convertido el yacimiento de hierro. Avanzó por las viejas sendas mineras entre túmulos de arenisca, restos de arcones desperdigados, lucernas rotas y arneses de cuero roídos que, tras el agotamiento de las minas, nadie se había molestado en retirar. Poco después alcanzó los antiguos barracones de esclavos.

Se detuvo para observar aquellas construcciones medio derruidas, a menudo ocupadas por bandidos y alimañas, y rogó que en aquel momento se encontraran abandonadas. La lluvia arreciaba, así que entró en el único barracón que conservaba parte de la techumbre y buscó refugio entre las poleas, ánforas de cáustico, aparejos y tornos desmantelados. Al final encontró un hueco junto a unos toneles repletos de agua estancada. Se dejó caer contra ellos apoyándose en su espalda, y cerró los ojos para sobreponerse al dolor que le acuchillaba. Por un instante deseó desprenderse del vendaje que le oprimía el muñón, pero comprendió que resultaría una locura.

Pensó en su esposa Rutgarda.

Necesitaba comprobar que nada malo le hubiera sucedido, así que decidió visitarla aquella noche. Esperaría a que el sol se ocultase y accedería a Würzburg por el reguero de los desagües, una entrada que solía utilizarse para franquear las murallas cuando se encontraban cerradas.

Intentó conciliar el sueño, pero no lo consiguió. Recordó entonces a su hija Theresa. ¡Cuánto, cuánto la añoraba!

Comió un poco del pan que había cogido de la cripta.

Mató el tiempo imaginando qué le habría sucedido a Genserico. A lo largo de su existencia había presenciado numerosos fallecimientos, pero nunca antes había contemplado un rostro tan desencajado como el del coadjutor, ahogado en su propio vómito. Se dijo que tal vez lo hubieran envenenado. Quizás el hombre de la serpiente tatuada.

De repente lo vio como en una aparición: la noche en que fue asaltado; aquellos ojos claros; un brazo apuñalándole y él intentando sujetarle. En su mente se iluminó el dibujo de aquella serpiente empuñando la daga que le hería. Sí, no le cabía duda. El hombre que le había atacado era el mismo que una vez discutió con Genserico en la cripta. Era el hombre de la serpiente tatuada.

A la caída de la noche emprendió el regreso a Würzburg, adonde llegó protegido por la penumbra. Encontró su casa vacía, e imaginó que Rutgarda seguiría compartiendo techo con su hermana, así que decidió acercarse hasta el domicilio de sus cuñados, situado en la ladera de una colina. Ya en los aledaños, escuchó a su mujer tarareando la cancioncilla que a menudo entonaba. Por un momento el dolor del hombro desapareció. Se disponía a entrar cuando advirtió la presencia de unos hombres apostados tras una esquina.

—¡Mierda de trabajo! —espetó uno de ellos—. No sé qué diablos hacemos aquí, porque seguro que a ese escriba se lo han comido los lobos. —Y se protegió como pudo del aguacero.

Gorgias maldijo su suerte. Aquellos hombres eran fieles de Wilfred, y el hecho de que le esperaran parecía indicar que el conde estaba implicado. No podía arriesgarse, así que apretó los dientes y emprendió el regreso, apesadumbrado por no ver a Rutgarda.

De camino a la mina se fijó en las exiguas ventanas iluminadas sobre los muros de la fortaleza. La lluvia parecía jugar con las bujías, ocultándolas y encendiéndolas como si se tratara de una especie de acertijo. Mientras especulaba sobre la ubicación de los aposentos de Wilfred, oyó un cacareo. El hedor le confirmó que al otro lado de la muralla se ubicaban los corrales, lo que le llevó a plantearse robar una gallina. Al fin y al cabo necesitaba alimentarse, y un ave que apenas comía podría proporcionarle un delicioso huevo al día.

Miró en derredor en busca de algún resquicio por donde trepar, aunque se dijo que con un sólo brazo jamás lo lograría. Entonces se dirigió hacia el portalón de las bestias, aun a sabiendas de que allí habría un vigía. Al aproximarse, sus presagios se confirmaron, ya que tras la empalizada distinguió la estampa de Bernardino, el fraile hispano del tamaño de una barrica.

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