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Authors: Antonio Garrido

La escriba (49 page)

BOOK: La escriba
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Theresa asintió. Se alegró de haber presionado a Alcuino para que le permitiera acompañarle y recordó entonces el ataque sufrido por su padre el día que la acompañó al taller
del percamenarius
. En aquella ocasión sólo le habían herido en un brazo, pero tal vez el agresor lo hubiera intentado de nuevo. El llanto le impidió continuar. Hóos trató de consolarla, y aunque no lo consiguió, ella apreció el calor de sus abrazos.

A media mañana, Theresa se dirigió hacia el cabildo, donde encontró a Helga perdida entre sacas de alimentos. Antes de prestarle atención, la mujer terminó de organizar una última hilera y luego paró un momento. Al principio Theresa le habló de nimiedades, pero sus ojos enrojecidos le hicieron confesar el martirio que estaba viviendo: el terrible incendio, la muerte de una muchacha, la desaparición de su padre, y su intención de regresar a Würzburg. Cuando terminó, Helga no podía creer que se encontrara ante una fugitiva.

Le calentó un vaso de leche y Theresa lo bebió a pequeños sorbos. Helga le preguntó qué tenía resuelto hacer.

—Y cómo quieres que lo sepa —sollozó.

—Acepta mi consejo y olvida a tu familia. —Le enjugó las lágrimas con delicadeza—. Ahora disfrutas de una nueva vida, te has echado un pretendiente y tienes más de lo que yo, o cualquiera de mis amigas hubiéramos podido soñar. Si regresas a Würzburg, seguro que te prenden. Ese Korne del que me has hablado parece un maldito bastardo.

Theresa asintió. En realidad lloraba por el temor a que su padre hubiera muerto, lo cual, en palabras de Hóos, resultaba bastante probable.

Se abrazó a Helga y la besó. Cuando se calmó, acordaron que su amiga la acompañaría a la muralla de la ciudad, donde Theresa había quedado con Olaf para trasladar unos aperos. Hicieron tiempo amasando harina de espelta para hornear unas tortas que regalarían a los chiquillos de Lucilla. Después de comer, recogieron los cacharros y pidieron permiso a Favila para ausentarse un rato.

De camino al arrabal, observaron a un extraño que parecía llevar un trecho siguiéndolas. Al principio no le prestaron atención, pero al girar una callejuela, el hombre corrió tras ellas hasta interrumpirles el paso. Resultó ser Widukindo, el individuo que había apuñalado a Helga después de dejarla preñada.

Al verlo más de cerca, advirtieron que estaba bebido. El hombre parecía no saber lo que quería. Las miraba con cara de imbécil y sonreía todo el rato. De repente trató de agarrar la barriga de Helga, pero ella retrocedió. Theresa se interpuso entre el borracho y su amiga.

—¡Aléjate, puta! —la amenazó él.

Intentó apartarla pero trastabilló, momento que Theresa aprovechó para sacar su
scramasax
y plantárselo en el cuello. Pudo aspirar el tufo a vino que desprendía.

—Si no te vas, juro por Dios que te atravieso como a un cerdo.

Lo habría hecho sin dudarlo y el hombre lo intuyó. Escupió al suelo y volvió a sonreír. Luego se marchó dando tumbos y diciendo majaderías. Cuando desapareció, la Negra rompió a llorar desesperada.

—Hacía días que no lo veía. El muy cabrón no parará hasta matarme.

Theresa intentó consolarla pero resultó en vano. La acompañó hasta el cabildo y regresó sola a las murallas, de modo que para cuando llegó al lugar acordado, Olaf ya se había esfumado. Esperó por si volvía, pero finalmente decidió ponerse en marcha porque atardecía, y deseaba entregarles las tortas calientes a los niños.

Mientras caminaba, pensó en contarle a Hóos lo sucedido diciéndose que tal vez él pudiera asustar a Widukindo. Hóos era fuerte y diestro con las armas. Si hablaba con Widukindo, quizá lograra apaciguarle. Continuó por el sendero, recordando la noche anterior, y se dijo que además de fuerte, Hóos sería el mejor marido que nunca podría encontrar.

Era sábado. Mientras caminaba, recordó que Hóos había anunciado la partida de la comitiva para la mañana del domingo y por un instante dudó. De una parte anhelaba permanecer en Fulda, cuidar de sus tierras y formar una familia, pero más aún deseaba regresar a Würzburg para saber de su padre.

Avanzó admirando el riachuelo, que por tramos comenzaba a deshelarse. La cuenca era amplia y tranquila. Se dijo que en primavera compraría clavos y encargaría a Olaf que construyese un esquife con el que surcar su cauce.

Poco después alcanzó el bosque de hayedos que lindaba con sus terrenos. De él sacaría la madera para edificar una bonita vivienda mientras Olaf y sus hijos cazaban venados para cocinar guisados nutritivos.

Se encontraba admirando las copas nevadas cuando un ruido la sobresaltó. Escuchó atenta pero no distinguió nada. Iba a reanudar la marcha cuando otro crujido la detuvo. Pensó en un animal al acecho y empuñó el
scramasax
. De repente, una figura surgió de entre los árboles. Gritó al reconocer a Widukindo, con el semblante dominado por un gesto furibundo. Theresa advirtió un puñal en su mano derecha. De la otra pendía medio vacío un odre de vino. Tuvo miedo pero se lo tragó. Furtivamente miró alrededor. A su izquierda discurría el río; al otro lado se abría el bosque. Se dijo que en el estado de Widukindo, probablemente correría más que él.

Sin esperar a que la atacara, se lanzó hacia el bosque por la zona que juzgó más despejada. A sus espaldas, Widukindo emprendió la persecución. El terreno estaba helado. Pensó que en cualquier momento resbalaría.

Según avanzaba, el sendero se tornaba más cerrado y dificultoso. Tarde o temprano él la alcanzaría. Miró hacia atrás y no lo vio, así que aprovechó para agazaparse tras unos arbustos, justo a tiempo para distinguir a Widukindo gritando como un perturbado. Se encogió aún más mientras el hombre asestaba puñaladas a cuanto encontraba a su paso. Parecía poseído por el demonio.

Se detuvo para beber del odre, apurando su contenido hasta que el vino le rebosó por sus encías. Luego gritó otra vez y volvió a lanzar puñaladas a la maleza.

A cada paso se acercaba más. Theresa se dijo que si permanecía escondida, sin duda la descubriría, de modo que empuñó el
scramasax
y se aprestó para luchar. Widukindo ya estaba casi encima. En cualquier instante escucharía su respiración. De pronto el hombre se giró en dirección opuesta y Theresa aprovechó para reanudar la huida. Widukindo la maldijo y saltó en su persecución. Parecía casi sereno; sus pasos eran más rápidos y avanzaba con determinación. Theresa corría arañándose contra las zarzas. A ambos lados del sendero se sucedían filas de árboles en un estrecho pasillo por el que escapar. Cuanto más corría, más creía sentir su aliento en la nuca. Saltó sobre un tocón que le impedía el paso pero resbaló. Notó el aliento de Widukindo. El hombre sorteó el tocón pero también tropezó, momento que Theresa empleó para levantarse y continuar la huida. A su derecha advirtió un pequeño terraplén y se dejó caer con la esperanza de acceder al río. Su trasero se raspó con las zarzas. Widukindo la imitó. Apenas le llevaba unos pasos de ventaja. Ella nadaba bien. Si alcanzaba el río, tal vez pudiera vadearlo. Corrió con toda su alma, rogando a Dios que le permitiera llegar al agua.

Había avanzado un trecho cuando inesperadamente otra figura surgió delante de ella, chocaron y ambos rodaron por el suelo. Widukindo los contempló sorprendido. Cuando Theresa se recuperó, vio que el desconocido era Olaf, ahora tumbado y con la pierna de madera desencajada. Intentó ayudarle, pero Widukindo se lo impidió apartándola de un empujón. Olaf intuyó el peligro y desde el suelo ordenó a Theresa que se situara a sus espaldas. Widukindo sonrió, permitiendo que la joven se parapetara tras el tullido.

—Un lisiado y una puta… Disfrutaré arrancándote la pierna que te queda, y a ti follándote hasta las entrañas.

—¡Theresa! ¡El
scramasax!
—gritó Olaf.

Ella no le entendió.

—¡El
scramasax!
—insistió él con desesperación.

La joven se lo tendió.

Widukindo rio ante lo absurdo de la situación, pero Olaf agarró el
scramasax
y lo lanzó con puntería. De repente Widukindo sintió un golpe en la garganta. Luego notó la tibieza de la sangre derramándose por su cuello, y después ya no sintió nada.

En cuanto se ajustó la pierna postiza, Olaf se cercioró de que Widukindo no respiraba. Después convenció a Theresa de que, para evitar problemas, lo mejor sería mantener la boca cerrada. Ella se mostró de acuerdo. Al fin y al cabo, había sido una suerte el que Olaf hubiera escuchado los alaridos de Widukindo y hubiera acudido a ayudarla. Ahora Helga no tendría de qué preocuparse. Pariría a su hijo sin que aquel malnacido volviera a molestarla.

Olaf lo desnudó para luego quemar sus ropas.

—Si lo enterrásemos y descubrieran su cuerpo, sin duda sabrían que fue un asesinato. En cambio, sin vestimenta, cuando los lobos lo devoren no quedará rastro.

Arrojó el cadáver por un barranco después de asestarle un par más de cuchilladas para que la sangre atrajese a las alimañas. Luego cargó con los zapatos y la ropa del muerto. De camino a las tierras de Theresa, apenas hablaron. Sin embargo, antes de llegar, la joven le dio las gracias.

—Cualquier esclavo habría hecho lo mismo por su ama —se justificó.

Una vez en la cabaña, Olaf registró la ropa antes de echarla al fuego. Conservó el cuchillo y los zapatos, que le servirían bien en cuanto los tintara. En cambio, le entregó el puñal a Theresa porque un esclavo no podía poseer armas. Ella lo rechazó.

—Límale la punta y podrás usarlo sin que nadie te incrimine.

Olaf le agradeció el gesto mientras admiraba el puñal. Era un instrumento tosco, pero de buen acero. Lo modificaría y quedaría irreconocible. Se inclinó ante Theresa y Lucilla lo imitó. Luego prepararon algo de cenar porque en breve anochecería.

Para cuando terminaron con la pierna del corzo, la luna ya alumbraba, de modo que Theresa decidió pernoctar en la cabaña. Lucilla le hizo un hueco entre los dos niños. Ella durmió en el suelo a su derecha y Olaf lo hizo fuera, abrigado por una capa.

Aquella noche Theresa volvió a purgar sus penas. Recordó a su padre Gorgias y especuló sobre su paradero. Quizás estuviera muerto, pero por probable que fuera, ella no lo aceptaba. Evocó a Alcuino añorando los días de aprendizaje, sus palabras amables, su extraordinaria sabiduría. Después repasó a cuantos habían fallecido por su causa: la joven del incendio, los dos sajones en la vivienda de Hóos, ahora Widukindo… Por un instante se preguntó si merecía la pena la fortuna de sus tierras.

Los aullidos de los lobos le hicieron imaginar el cadáver de Widukindo. Luego pensó en su padre y lloró al figurárselo devorado por las alimañas.

De repente se incorporó como impulsada por un resorte. Lucilla se despertó, pero Theresa la tranquilizó. La joven se arropó y salió de la cabaña. Olaf se sorprendió porque aún era noche cerrada. El esclavo se apartó del buey que le servía de cobijo y la miró con extrañeza mientras se frotaba las legañas. Theresa admiró la luna en silencio. En unas horas amanecería y entonces Alcuino partiría hacia Würzburg. Tomó aire y miró a Olaf. Luego le ordenó que se preparara.

—Acompáñame a Fulda. Antes de partir, quiero dejar ciertas cosas arregladas.

En las cuadras de la abadía todo era bullicio aquella madrugada. Decenas de frailes corrían de un lado para otro trasegando con alimentos, animales, armas y equipajes bajo la atenta mirada de los hombres de Carlomagno. Los boyeros terminaban de uncir a las bestias que renegaban con mugidos y derrotes, las domésticas transportaban las últimas raciones de tocino salado, y los soldados atendían a las instrucciones de sus mandos.

Theresa localizó a Alcuino en el instante en que éste cargaba un carro con sus pertenencias. Ella sólo había cogido una muda de ropa y sus tablillas de cera. Lo demás se lo había dejado a Helga
la Negra
, a quien minutos antes había despertado para comunicarle que se marchaba. Helga cuidaría de sus tierras hasta su regreso, cosa que le prometió sucedería aunque sólo fuera para recoger el arriendo con que la Negra se había empeñado en compensarla. Cuando Alcuino vio a Theresa, fue hacia ella contrariado.

—¿Se puede saber qué haces aquí?

—Nada que os importe —respondió sin mirarle. Cogió su talega y la echó encima de un carro.

—¡Baja eso de ahí! ¿Qué pretendes? ¿Que llame a los soldados?

—¿Y qué pretendéis vos? ¿Que vaya sola caminando? Porque eso es lo que haré.

—¿Aunque acabes en un barranco?

—Aunque acabe en un barranco.

Alcuino aspiró fuerte y apretó los dientes. Nunca en toda su vida se había topado con una criatura tan obstinada. Finalmente murmuró algo y le dio la espalda.

—Maldita sea. ¡Sube al carro!

—¿Cómo?

—¿Es que no me has oído? ¡Que subas al carro!

Theresa le besó la mano, sin saber cómo darle las gracias.

Al amanecer apareció Izam de Padua luciendo una llamativa sarga roja sobre la que refulgía una cota de malla. Le seguía un nutrido grupo de soldados escoltando a la comitiva romana.

Cuando el ingeniero vio a Theresa, hizo ademán de ir a saludarla, pero se detuvo al comprobar que un hombre joven se le adelantaba. Ella se dejó abrazar por Hóos Larsson, quien celebró su presencia besándola en la boca. Izam observó perplejo la escena y Hóos lo advirtió.

—¿De qué le conoces? —preguntó Hóos cuando vio que Izam se retiraba.

—¿A quién? ¿Al de la cota de malla? —disimuló ella—. Es un empleado de Carlomagno. Me ayudó con el esclavo del que te hablé. El de la pierna de madera.

—Parecía muy pendiente de ti. —Sonrió, y volvió a besarla, cerciorándose de que Izam los contemplara.

A Theresa le extrañó que Hóos no se hubiera sorprendido al verla, ya que en ningún momento le había manifestado su intención de viajar a Würzburg. Al contrario, imaginaba que ambos habrían permanecido en Fulda para continuar con su relación tranquilamente y, sin embargo, allí se encontraban: hacia un destino desconocido sin haberlo planeado. Hóos le contó que su amigo el ingeniero le había contratado como guía.

—Tendrías que haberles visto. Cuando les dije que la nieve aún cegaba los pasos, berrearon como locos. Fue entonces cuando les propuse retroceder hasta Fráncfort y desde allí remontar el río en algún navío. A estas alturas, el deshielo ha comenzado, así que a poco que nos acompañe la fortuna podremos alcanzar Würzburg navegando.

—¿Y pensabas marchar sin avisarme?

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