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Authors: Antonio Garrido

La escriba (52 page)

BOOK: La escriba
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—Habláis de Desiderio, el rey de los lombardos.

—¿Ese hombre, rey? No me hagáis reír, por el amor de Dios. Aunque así se hiciera llamar, Desiderio sólo era una serpiente con forma humana. El rey de la perfidia. Ése debería haber sido su verdadero título.

—Pero ¿antes no había contraído matrimonio una hija de Desiderio con el propio Carlomagno?

—En efecto. ¿Y acaso es posible concebir mayor felonía? El lombardo se encargó de emparentar a Carlomagno con su cachorra para a continuación, creyéndose ya impune, atacar las posesiones vaticanas. Sin embargo, el papa Adriano convenció a Carlomagno de la necesidad de su concurso, y éste, tras atravesar con sus tropas el paso del Gran San Bernardino, cercó al traidor en su guarida de Pavía.

—Sin duda, un gesto de buen cristiano.

—En parte sí, aunque no os dejéis engañar. A Carlomagno le interesaba contener las ansias expansionistas del rey lombardo tanto como al propio pontífice. Al fin y al cabo, tras una presumible victoria, Carlomagno procedería no sólo a la restitución papal de los territorios usurpados conforme al
liber
pontificalis
, sino que él también se beneficiaría al apropiarse de los ducados lombardos de Spoleto y Benevento.

—Ciertamente interesante. Seguid, os lo ruego.

Theresa escuchaba con atención.

—El resto os será conocido. Desiderio se encerró en Pavía, obligando a Carlomagno a emprender el asedio. Sin embargo, tras nueve meses de sitio, las huestes de Carlomagno comenzaron a impacientarse. Al parecer temían por sus cosechas, y a esa circunstancia se unió la noticia de una nueva revuelta en tierras sajonas. Mientras tanto, Desiderio se mantenía enquistado a la espera de acontecimientos, de modo que Carlomagno comenzó a plantearse el levantar el sitio.

—Pero Carlomagno logró la victoria —intervino Theresa, orgullosa de conocer la historia.

—Así es, aunque no merced a sus tropas. Nada más conocer la situación, el papa Adriano ordenó trasladar el
lignum crucis
, custodiado hasta entonces en la basílica romana de la Santa Croce de Jerusalén, hasta el campamento de Carlomagno, y a la semana de su advenimiento, una repentina epidemia comenzó a diezmar a los lombardos. Desiderio claudicó, y Carlomagno tomó la plaza sin derramar una gota de sangre.

—Y ahora, Carlomagno pretende utilizar los beneficios del
lignum crucis
en su disputa contra los sajones.

—En efecto. El monarca solicitó ayuda al Papa, y éste no dudó en enviarle la reliquia. Y ahora que la tiene, pretende depositarla en una ciudad segura.

—Es curioso —dijo Alcuino—. Os ruego disculpéis mi indiscreción, pero siendo custodio de tan relevante reliquia, ¿por qué habéis emprendido un viaje tan peligroso como innecesario? Podríais haber aguardado en Aquis-Granum hasta que Carlomagno iniciara la próxima campaña.

—¿Y dejar a los habitantes de Würzburg a merced de la calamidad? No sé vos, pero yo no lo consideraría ni caritativo ni cristiano.

—Visto así, tenéis razón. Y a propósito, ¿no deberíais abrir el arcón para comprobar su estado? —observó Alcuino, empezando a levantar la tapa.

Flavio se abalanzó sobre el arcón y lo cerró con violencia.

—No creo que sea necesario —se apresuró a decir—. El arcón está forrado con cuero engrasado. Además, el
lignum crucis
viaja protegido por un cofre de plomo que le sirve de relicario.

—¡Ah! Bien. Entonces no debemos preocuparnos. Sobre todo, si el cofre al que os referís es grande y de recias paredes.

—Así es, y ahora, si me lo permitís, desearía descansar un rato.

Alcuino observó cómo Flavio acomodaba su cuerpo contra el arcón. Se preguntó entonces si su abrupto comportamiento no obedecería a la falta de sueño, pero tal circunstancia no aclaraba el que aquel arcón tan liviano realmente contuviese un cofre de plomo pesado.

A media tarde, el agua anegaba la bodega con más rapidez de la que los remeros podían desalojarla, así que Izam ordenó el atraque inmediato. Tras disponer a los vigías, organizó en un grupo a los hombres que aguardarían en el navío, y en otro a los que desembarcarían. Después acudió al lugar donde se encontraban Flavio y Alcuino para interesarse por la salud del prelado romano.

—Permaneceremos fondeados cuatro horas. Lo suficiente para poner la nave a flote —les informó—. ¿Cómo sigue su herida?

—Aún duele —respondió Flavio.

—Si lo desean, pueden esperar a bordo. Nosotros tenemos trabajo en tierra.

—Yo descenderé —anunció Alcuino—. Y vos deberíais hacer lo propio —se dirigió a Flavio—. A esa pierna le conviene moverse.

—Prefiero aguardar —dijo éste con tono lastimero.

Theresa se unió al grupo porque precisaba unos instantes de la intimidad de la que carecía en el barco. Ya en tierra, Izam dividió a los hombres entre los encargados de las reparaciones y los que desempeñarían las guardias. Los primeros parchearon el casco con tablones desmontados de la propia cubierta y lo calafatearon con brea que llevaban a bordo. Los demás establecieron un perímetro de seguridad en prevención de un nuevo ataque. Theresa aprovechó para alejarse y asearse con tranquilidad, cosa que no hacía desde el día que zarparon. Aún estaba en cuclillas cuando Hóos la interrumpió. Ella se levantó avergonzada, pero él intentó abrazarla. Theresa se lo reprochó. Sin embargo, Hóos insistió mientras reía estúpidamente. Cuando ella le separó, él la empujó sin miramientos. En ese instante apareció Izam.

—Te necesitan los vigías —ordenó seco a Hóos.

Éste lo miró de reojo y obedeció de mala gana, aunque antes le robó un beso a Theresa al tiempo que le palmeaba el culo. Cuando se fue, ella terminó de arreglarse la falda con visible enojo. Izam la ayudó a recoger un broche del suelo y ella se lo agradeció. Luego disculpó a Hóos, como si fuera ella la responsable de su comportamiento. Anduvieron un rato en silencio, hasta que Theresa advirtió que Izam parecía azorado.

—Nunca lo hemos comentado, pero no eres de estas tierras —le dijo ella.

—No. No lo soy. Nací en Padua. Soy italiano.

Ella se alegró de que por fin dijera algo.

—¿Me creerás si te digo que lo sospechaba? —bromeó—. Conocí a unas monjas romanas en peregrinación a Constantinopla. Su latín se asemejaba al tuyo, aunque su acento era más descuidado. Yo nací allí, ¿lo sabías?

—¿En Constantinopla? ¡Vaya! ¡Bella urbe, por san Genaro!

—No puedo creerlo. ¿La conoces? —preguntó ella con asombro.

—Pues sí; pasé allí unos años. Mis padres me enviaron para instruirme en el arte de la guerra. Una ciudad magnífica para comprar, vender y amar, aunque no tanto para el recogimiento. Nunca conocí a gente tan parlanchina.

—Es cierto —rio—. Dicen que un bizantino es capaz de hablar varias horas incluso después de muerto. ¿A ti no te agrada una buena conversación?

—No sabría qué decirte. Podría contar con los dedos de la mano las ocasiones en que un coloquio me ha resultado edificante.

—Perdona. No pretendía molestarte. —Se sonrojó.

—No. No me refería a ti —se apresuró a disculparse él—. Y tú, ¿qué haces aquí? Quiero decir, en Franconia, y ahora aquí, con nosotros en el barco.

Ella lo observó. Llevaba el cabello recogido bajo un gorro de piel de castor que contrastaba con sus ojos verdes. Se sorprendió a sí misma callada, mirándolo en lugar de contestarle, así que le respondió un poco atropelladamente. Obvió a propósito los episodios de Würzburg y el barco, pero le habló de su infancia y su huida de Constantinopla. Sin embargo, Izam no le prestó demasiada atención. Miraba de un lado a otro como un animal al acecho.

—Una vida ajetreada —contemporizó finalmente él.

De repente se abalanzó sobre ella y la echó al suelo con violencia. A Theresa no le dio tiempo a gritar. Sólo sintió un enjambre de flechas silbando a su alrededor y un golpe en la sien. Izam dio la alarma mientras varios de sus hombres caían fulminados. El joven se irguió como pudo y cargó su arco, pero una nueva andanada de flechas le obligó a protegerse. Observó que al caer, Theresa se había golpeado en la cabeza y se había desmayado. A su alrededor atronaban gritos de dolor.

Pidió a sus hombres que le cubrieran. A su señal, todos dispararon. Cogió a Theresa en brazos y corrió como un loco hacia el barco. Entre Flavio y Alcuino izaron a la joven. Los demás saltaron como pudieron. Luego todos se abalanzaron sobre los remos y el barco comenzó a moverse como un gigante acribillado. Finalmente cogió impulso, y poco a poco ganó el río al abrigo de las flechas.

Capítulo 24

A envite de remo, el maltrecho navío avanzó hacia el espigón del puerto de Würzburg, giró con torpeza de costado y, tras cabecear un par de veces, encalló abruptamente en el lecho del embarcadero. De inmediato, una caterva de campesinos se arrojó al agua con la intención de ayudar en las tareas de desembarco.

Izam se situó a proa para dirigir el atraque mientras el resto de la tripulación saltaba al agua y empujaba desde popa para desencallar el casco. Cuando finalmente la nave alcanzó el embarcadero, los gritos de júbilo sofocaron las campanadas con que las iglesias de Würzburg saludaban a los recién llegados.

Poco a poco, el reguero de personas que se acercaban al amarradero se convirtió en una riada de desesperados dispuestos a matar por un pedazo de pan. La gente se agolpaba en la orilla disputándose los promontorios, los chiquillos escalaban los árboles, y los viejos se conformaban con maldecir a quienes les apartaban de sus sitios. Algunos cantaban de alegría y la mayoría daban gracias al cielo. Parecía como si de repente, los días de hambre y penurias se hubieran evaporado sin dejar rastro.

Un muchacho se acercó demasiado a los víveres y se llevó el empellón de un tripulante. Otro más joven se rio y recibió una pedrada del primero. Pronto llegaron los soldados de Wilfred. Un campesino les increpó y hubo de correr al verse descubierto. El resto de los habitantes se apartó para permitir el paso de los soldados.

Los hombres de Wilfred se emplearon con rudeza hasta despejar el paso de los carros. Una vez en el embarcadero, establecieron un pasillo custodiado por arqueros entre el navío y las carretas de transporte. Luego apareció Wilfred en su silla, precedido por sus perros.

—¡Atended bien, hatajo de hambrientos! —gritó a los presentes—. El primero que toque un grano será ajusticiado. Los víveres se trasladarán a los graneros reales, se inspeccionarán, y una vez inventariados se procederá a su reparto, de modo que apartaos y dejad que estos hombres hagan su trabajo.

Las palabras del conde encendieron algunos ánimos que pronto se apaciguaron con el desembarco del primer fardo.

Wilfred fustigó a los perros para que tiraran del carruaje. El artefacto se desplazó, y el gentío se apartó aún más, como si aquel medio hombre con su sola mirada pudiera decidir sobre la vida de los presentes.

A la altura de la pasarela, Wilfred ordenó a dos de sus hombres que le trasladaran a bordo, cosa que cumplimentaron izándole en volandas hasta la cubierta del barco. Allí saludó a Alcuino y Flavio, se hizo informar sobre lo acontecido durante la travesía, echó un vistazo al estado de las provisiones y miró de soslayo a los heridos, a quienes hizo atender por sus criados. Izam tardó en acercársele. No sabía que el conde de Würzburg fuera un lisiado.

—Würzburg, al fin.
Deum gratia
—dijo Alcuino, y pasó la mano por la frente de Theresa. La joven aún no había recobrado el conocimiento.

—¿Sigue igual? —le preguntó Flavio Diácono.

—Me temo que sí. Bajémosla. Espero que su familia la esté esperando.

—¿Ella es de Würzburg?

—Es la hija de Gorgias, un escriba de Bizancio.

En ese momento, uno de los campesinos que ayudaba en la descarga se les quedó mirando embobado y se echó a temblar. Se le escurrió el fardo que portaba, con tan mala fortuna que cayó por la borda y acabó bajo el agua.

—¡Maldito inútil! —bramó Wilfred—. Ese grano vale más que tu vida.

Entonces el campesino cayó de rodillas y se santiguó. Luego, con el rostro desencajado señaló hacia donde se encontraban los frailes.

—¡Que Dios nos ampare! ¡La hija del escriba! ¡La muerta ha resucitado!

Ni siquiera el año en que la vaca de la señora Volz parió un ternero de dos cabezas vivió Würzburg semejante revuelo. En aquella ocasión la gente había hablado de la intervención del diablo, e incluso hubo quien intentó quemar a la granjera junto a su engendro bicéfalo. Sin embargo, una resurrección era algo que ni el más fervoroso creyente habría nunca imaginado.

La noticia del milagro corrió como la peste. Los cuchicheos se transformaron en un murmullo, y a éste siguió un griterío que transmitió la crónica hasta el último rincón de la ciudad. Los más audaces se arremolinaron frente al barco para comprobar lo que se decía, mientras mujeres y hombres se disputaban a empujones un lugar junto a la pasarela.

El rumor dejó helado a Alcuino.

Aún se preguntaba a qué se debería aquel revuelo cuando la muchedumbre enfebrecida, ansiosa por ver a la resucitada, olvidó los suministros y comenzó a subir al barco. Wilfred desplegó a sus hombres, pero la gente ignoró a los soldados. Parecía como si una locura colectiva hubiese transformado a aquellos campesinos en una jauría de poseídos. A una orden del conde, un arquero disparó. El campesino más adelantado se tambaleó un momento y cayó por la borda atravesado por una flecha. Los demás retrocedieron. Al segundo flechazo, todos abandonaron el barco.

Wilfred se hallaba igualmente desconcertado, así que ordenó que le condujeran hasta la muchacha para comprobar su identidad. Al principio no la reconoció, pero al acercarse, sus ojos se agrandaron como si hubiera visto al diablo. No le cabía duda. Aquella joven era Theresa, la hija del escriba.

Intentó santiguarse pero los nervios se lo impidieron. Cuando finalmente se tranquilizó, Alcuino le sugirió trasladar a Theresa a tierra firme y Wilfred se mostró de acuerdo. Entre Hóos y Alcuino improvisaron unas parihuelas en las que colocaron a la muchacha. Luego Wilfred se hizo llevar a su carruaje, ordenó que se ampliara el pasillo y emprendieron el regreso. Conforme avanzaban, la gente comenzó a arrodillarse implorando clemencia por el milagro. Algunos intentaban tocar a la revivida mientras otros rezaban por que la aparición no fuera obra del demonio. La procesión se desplazó por las callejuelas de la villa en dirección a la fortaleza de Wilfred. Una vez allí, la muchedumbre se apostó en las murallas.

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