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Authors: Antonio Garrido

La escriba (56 page)

BOOK: La escriba
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Cruzaron el claustro bajo las arcadas para protegerse del viento. Hóos cogió unas flores con las que elaboró un torpe adorno para su cabello. Theresa olía a limpio y a hierba mojada. Mientras caminaban, ella se arrimó a él, que le deslizó una mano por la cintura y susurró que la quería. Theresa cerró los ojos para no olvidar nunca aquellas palabras.

Corrieron a la habitación que le habían asignado deseando que nadie les interrumpiera. No encontraron ni un alma. Ella entró primero y él cerró la puerta a sus espaldas.

Hóos la besó apasionadamente y a ella le gustó. Él recorrió su cuello, su nuca, su barbilla. La estrechó entre sus brazos como si quisiera retenerla para siempre. Theresa percibió el calor de su cuerpo, su respiración agitada, sus labios atrevidos descubriendo a cada instante un nuevo rincón tembloroso. Hóos trazó en ella caricias impúdicas, notando cómo la piel de la muchacha se erizaba, cómo a cada beso su ansia se expandía. Sintió la turgencia de sus pezones palpitando bajo sus ropas. Deslizó la boca hasta sentir su suavidad casi vergonzosa. Ella permitió que la desnudara, que su lengua la envolviera, que la calentara con sus susurros. A cada instante le deseaba más, a cada caricia anhelaba otra más prohibida.

Vibró cuando el sexo de él rozó su intimidad.

Se avergonzó al pedirle entre gemidos que la penetrara. Él entró en ella despacio, abriéndose paso con lujuria. Ella le apretó. Sus piernas le rodearon sintiendo su enervación, sus movimientos, cada poro de su piel. Se acompasó a él siguiendo sus caderas. Lo quería dentro de ella, cada vez más rápido, más fuerte. Le susurró que siguiera, que no parase nunca, mientras sus mejillas encendidas transformaban su cara en la de una cualquiera. Luego, poco a poco, una marea sacudió su vientre una y otra vez hasta hacerla enloquecer.

Él la amaba y ella le correspondía. Cuando Hóos se retiró, ella acarició sus hombros, sus brazos fuertes, y la extraña serpiente que lucía tatuada sobre su muñeca.

Cuando Theresa despertó, encontró a Hóos ya arreglado y regalándole una sonrisa. Se dijo que el jubón de cuero y los pantalones de lana teñida le sentaban como a un príncipe. El joven le informó que debía acudir a los almacenes reales para colaborar en el reparto del racionado, pero en cuanto terminase, regresaría para seguir besándola. Ella se desperezó y le pidió que la abrazara. Hóos endulzó sus labios con un beso. Luego acarició sus mejillas y después abandonó la estancia.

Al poco llamaron a la puerta. Theresa supuso que sería Hóos de nuevo y corrió medio desnuda, pero al abrir se dio de bruces con el rostro grave de Alcuino. El fraile pidió entrar y ella accedió mientras se cubría. El hombre paseó su espigada figura por la habitación antes de detenerse y propinarle una bofetada.

—¿Se puede saber qué pretendes? —le espetó indignado—. ¿Piensas que alguien creerá lo del milagro si andas refocilándote con el primero que se cruce ante tus piernas?

Theresa enrojeció de vergüenza mientras le miraba atemorizada. Nunca le había visto tan alterado.

—¿Y si te hubiese visto alguien? ¿Y si ese Hóos va por ahí contándolo?

—Yo… yo no…

—¡Por Dios santísimo, Theresa! Tu madre acaba de confesarme que le ha visto salir de tus aposentos, así que no vengas ahora haciéndote la remilgada.

—Lo siento… —Rompió a llorar—. Yo le quiero.

—¡Oh! ¿De modo que le quieres? ¡Pues cásate con él y ponte a parir hijos! Y ya puestos, vete antes al mercado y proclama a los cuatro vientos que te ayuntas con Hóos; que la recién resucitada ha encontrado un ángel más placentero, y que la capilla que quieren erigirte se la dediquen a la santa puta.

Alcuino se sentó consumido por los nervios. Ella no supo qué decir. Él tableteaba los dedos contra la silla mientras la escrutaba de arriba abajo. Finalmente se levantó.

—Debes dejar de verle. Al menos durante un tiempo. Hasta que se aplaquen los ánimos y nadie se acuerde del incendio.

Theresa asintió azorada.

Alcuino asintió varias veces con la cabeza. Luego la bendijo y salió de la habitación sin decir nada.

Instantes después se presentó su madrastra. Rutgarda, que había pernoctado en casa de su hermana, aguardaba fuera a que Alcuino se retirara. Entró sin saludar a su hijastra pero clavándole la mirada. Aunque Rutgarda era mucho más baja, cogió por los hombros a Theresa y la sacudió con fuerza. Le dijo que era una mujerzuela sin cabeza. Con su comportamiento no sólo se ponía en peligro ella, sino que daba alas a quienes acusaban a Gorgias de ser un asesino. Le espetó tantas cosas horribles que Theresa ansió quedarse sorda. Ella amaba a su padre, pero la situación comenzaba a sobrepasarla. Deseaba que Würzburg se desvaneciera, que hasta el último de sus habitantes desapareciera y la dejasen a solas con Hóos. No le importaba lo que dijesen, lo que pensasen o lo que les ocurriera. Sólo quería estar junto a él. Saldría de la fortaleza y le pediría a Hóos que abandonaran aquel terrible lugar, que la acompañara a Fulda, donde sus tierras y sus esclavos les proporcionarían una nueva vida. Allí envejecerían tranquilos, sin más miedos ni mentiras.

Sin detenerse a reflexionar, dejó a Rutgarda plantada y corrió hacia el exterior de la fortaleza. Antes de salir se cubrió con un hábito viejo, y aprovechando la salida de un grupo de domésticos se confundió con ellos y traspuso los muros para encaminarse hacia los graneros.

Los almacenes reales se afianzaban sobre un picacho en el extremo norte de la ciudad, defendidos por un grueso murallón y conectados a la fortaleza mediante un pasaje subterráneo. El acceso habitual se realizaba a través del túnel, y sólo en caso de necesidad, se abrían los portalones que comunicaban con las calles de la ciudadela. Para cuando Theresa llegó a sus inmediaciones, una multitud abarrotaba el portalón de entrada, a la espera de que comenzara el reparto del racionado. Sin embargo, ya era tarde para echarse atrás. Hóos estaría en el interior del almacén, y la única forma de acceder pasaba por esperar a que se abriera la puerta. Sin darse cuenta se vio arrastrada por el enjambre de personas que empujaban hacia la entrada. La gente, provista de bolsas y talegas, chillaba y se peleaba en un vaivén humano que amenazaba con echar abajo las puertas. De vez en cuando, los empellones de los más violentos abrían claros que enseguida eran ocupados por la turba. Llegado un punto, la joven se convirtió en un pelele a merced de los empujones. Theresa pensó que moriría aplastada. En un envite perdió la capucha y alguien la reconoció.

Como por ensalmo, se abrió un hueco en torno a ella. Los lugareños dejaron de empujar y miraron absortos la figura de Theresa. Ella no supo qué hacer, hasta que de repente, de entre la multitud surgió una voz amenazadora.

A fuerza de gritos, el
percamenarius
logró que la gente se apartara. Luego se acercó a Theresa, que permanecía inmóvil, hipnotizada como un ratón ante una culebra. Al llegar donde se encontraba, Korne se agachó como si fuera a reverenciarla, pero en lugar de eso agarró una piedra y la golpeó en la cabeza. Por fortuna, un grupo de lugareños impidió que lo repitiera, mientras otro de mujeres trasladaba a Theresa hasta las puertas del almacén. Allí, dos soldados se hicieron cargo de ella.

Al poco apareció Hóos acompañado de Zenón, a quien habían avisado porque a Theresa no dejaba de sangrarle la cabeza. El físico extrajo de su talega unas tijeras mugrientas con las que intentó cortarle el pelo, pero Theresa no se dejó, de modo que hubo de emplear un peine tallado para separar el cabello y dejar a la vista la pequeña brecha. Zenón comprobó que no revestía gravedad, pero le aplicó un licor que la hizo gritar de escozor. Luego tapó la lesión con una compresa de agua fría.

Mientras el físico apretujaba el paño contra su cabeza, ante ella relampagueó un collar de gemas que le resultó familiar. Esperó a que Zenón se alejara para cerciorarse, pero el hombre se mantuvo incorporado ocultando el adorno con sus meneos. Finalmente, al agacharse para recoger su instrumental, volvió a mostrar el collar de rubíes. A Theresa se le encogió el corazón: era el colgante de su padre.

Esperó a que Hóos se despistara para correr tras Zenón, a quien dio alcance en el corredor que comunicaba el almacén con la fortaleza. En el pasadizo, la luz aparecía y desaparecía de antorcha en antorcha. El físico caminaba despistado, con su habitual parsimonia mezcla de embriaguez y apatía. Cuando Theresa le abordó, Zenón se giró sorprendido, pero su extrañeza alcanzó el estupor cuando Theresa le agarró por la pechera.

—¿De dónde lo has sacado? —le espetó.

—Pero ¿qué demonios te pasa? —Y la apartó de un empujón que la hizo caer al suelo.

La joven se levantó y volvió a amenazarle.

—¡Maldita loca! ¿Te ha trastornado la pedrada?

—¿De dónde has sacado ese collar? —repitió.

—Es mío. Y ahora quita de en medio o tendrás que recoger tus dientes del suelo.

Theresa clavó en él sus ojos.

—Conoces a Hóos Larsson, ¿verdad? Está ahí, en el extremo del túnel. —Se rasgó con violencia el vestido hasta dejar al aire uno de sus pechos—. Contesta ahora mismo o gritaré hasta que te mate.

—¡Por Dios! Cúbrete. Conseguirás que nos quemen en la hoguera.

Theresa intentó gritar pero Zenón le tapó la boca. Sin embargo, el físico temblaba como un perro apaleado y miró a los ojos de la joven suplicándole que callara. No la soltó hasta que ella aceptó con la mirada.

—Me lo dio tu padre —confesó—.Y ahora déjame en paz, condenada.

Antes Theresa le obligó a que le aclarara las circunstancias del encuentro con su padre. A regañadientes, Zenón le dijo que, a instancias de Genserico, había atendido a Gorgias en un granero abandonado. Añadió que él sólo intentaba ayudar, asegurándole que su padre le entregó el collar como pago por sus servicios. No obstante, evitó mencionar que le había amputado el brazo. Cuando Theresa se interesó por su paradero, él no supo contestarle, así que ella le exigió que la condujera al lugar donde lo había auxiliado.

Zenón intentó zafarse, pero la muchacha se lo impidió. De pronto el físico cambió el semblante.

—Bonitas tetas —dijo con una risita bobalicona.

Theresa retrocedió cubriéndose el pecho. De haber podido, lo habría abofeteado.

—¡Escúchame bien, boñiga
concagatus!
Me llevarás a ese lugar ahora, y si se te ocurre rozarme, juro por Dios que haré que ardas en la hoguera.

Theresa dudó del efecto de sus amenazas, pero cuando agregó que le acusaría de haber robado a su padre, el físico se enderezó como si le hubieran metido un palo por el trasero. Entonces borró su sonrisa estúpida y accedió a escoltarla.

Después de arreglarse el hábito, la joven le arrebató la talega para hacerse pasar por su ayudante. Siguió al físico, y abandonaron la fortaleza por una puerta lateral sin que nadie les importunara.

Caminó tras un Zenón más nervioso que nunca, como si ansiara llegar al almacén y acabar de una vez con aquella pantomima. Cuando alcanzaron las inmediaciones de la cabaña, el físico se detuvo. Se la señaló con el brazo e hizo ademán de volverse, pero Theresa le exigió que aguardara. Zenón obedeció de mala gana.

La joven se acercó a una construcción medio devorada por la maleza que parecía que se derrumbaría con tan sólo rozarla. Al empujar la puerta, un enjambre de moscas acompañó el hedor que provenía del interior. Entró despacio, sacudiéndose la nube de bichos que zumbaba a su alrededor mientras las arcadas le revolvían el estómago. Sintió náuseas y vomitó. Pese a ello, avanzó en la oscuridad en busca de un indicio que le condujera a su padre. De repente tropezó con algo. Bajó la vista y el corazón se le aceleró. Entre la hojarasca caída, un brazo putrefacto sembrado de insectos descansaba enhiesto como si clamara venganza.

Theresa salió aterrada y volvió a vomitar. El odio y el dolor la dominaban.

—¿Lo mataste, canalla? —Le golpeó el pecho con los puños—. ¿Lo mataste para robarle? —lloró desconsolada.

Zenón intentó calmarla. No recordaba que había abandonado en el suelo el brazo amputado, así que se vio obligado a contarle la verdad. Theresa lo escuchó y le miró desconcertada.

—No sé qué sucedería después —se disculpó él—, pero Gorgias seguía vivo. Genserico me pidió que les trasladara a otro lugar, yo le obedecí y regresé al pueblo.

—¿Adonde le llevaste?

Zenón escupió antes de mirar fijamente a Theresa.

—Te acerco y me largo.

Avanzaron bordeando las murallas hasta un punto donde las defensas se intrincaban siguiendo los caprichos de un risco. Zenón le indicó el lugar donde la frondosidad de la hiedra ocultaba un acceso. Al otro lado del muro se adivinaba el perfil de un edificio que Theresa juzgó parte de la fortaleza. En ese instante, el físico se dio la vuelta y la dejó sola, plantada frente a la puerta.

Le costó forzar la entrada porque la humedad había hinchado la madera hasta aprisionarla contra el quicio de piedra. Sin embargo, al tercer empujón la puerta cedió, dando acceso a una capilla en la que
parecía
, haber acontecido una pelea. La luz de la entrada se derramaba sobre los muebles, que yacían caídos por el suelo, mientras el aire elevaba en pequeños remolinos restos de pergamino como si fueran hojarasca. Examinó cada rincón sin hallar nada que pudiera ayudarla, hasta que de repente advirtió la portezuela que comunicaba con la celda donde su padre había permanecido encerrado. Entró con cautela. Allí encontró, desordenado, abundante material de escritorio que enseguida reconoció como perteneciente a Gorgias.

Con el alma en vilo, voló hacia el códice de cubiertas esmeralda en que su padre solía guardar los documentos de importancia. «Si alguna vez me sucede algo, busca en su interior», le había dicho a menudo.

Lo guardó sin examinarlo. Luego recogió cuantos pedazos de pergamino encontró por la estancia. También se apoderó de un estilo, las plumas y una tablilla de cera. Echó un último vistazo y después salió corriendo como si el diablo quisiera arrebatarle el alma.

Al llegar a la fortaleza hubo de avisar a Alcuino para que le franquease el acceso. Cuando el fraile le preguntó de dónde venía, ella bajó la cabeza e intentó escabullirse, pero él la condujo del brazo hasta un rincón apartado.

—¡De buscar a mi padre! ¡De ahí vengo! —respondió la muchacha, retirándole la mano.

Alcuino la creyó. Comprendió que no podría retenerla indefinidamente.

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