La escriba (54 page)

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Authors: Antonio Garrido

BOOK: La escriba
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—¡Menuda montaña con calzones! Nunca he visto a nadie tan grande.

—Y leal como un perro. Sólo le falta menear el rabo. En fin, decidme, ¿habéis encontrado cómodos vuestros aposentos?

—Desde luego. Las vistas son excelentes.

—¿Una copa de vino?

Alcuino rehusó y se sentó frente a él, a la espera del mejor momento.

—¿Guardáis los perros por la noche? —le preguntó.

Wilfred le explicó que únicamente los empleaba por las mañanas, en determinadas rutas exentas de escaleras. También le agradaba pasear con ellos por las callejuelas de Würzburg, sobre todo por aquellas mejor conservadas.

—Incluso alguna vez me atrevo por algún sendero cercano —sonrió—. Deberíais ver cómo entienden mis miradas. ¿Sabéis? Un pestañeo y mis perros se abalanzarían sobre el primero que les señalara.

—¿Con el carro amarrado a sus lomos?

—Os confiaré un secreto —sonrió.

Wilfred accionó un dispositivo ubicado en el extremo de uno de los reposaderos y un resorte liberó las argollas que retenían a los sabuesos.

—Muy astuto.

—Así es —aceptó ufano—. Yo mismo ordené que lo instalasen. Lo más complicado fue acerar el fleje, para que actuara como un resorte, pero nuestro herrero podría construir un arpa y hacer que tocase sola —introdujo las argollas en sus alojamientos y tensó el fleje de nuevo—. Pero dejémonos de perros, y hablemos de Theresa. No creo que exista ahora otro asunto más trascendente.

Hablaron de la aparición celestial, que Alcuino repitió de cabo a rabo aderezada con algún detalle inventado. Cuando terminó, Wilfred asintió perplejo. Sin detenerse a reflexionar, el conde le otorgó la razón e insistió en que probara el vino. En esta ocasión, Alcuino aceptó. Cuando acabó la copa, se interesó de nuevo por el pergamino.

—Está casi terminado. Pronto podréis verlo —se excusó Wilfred.

—Si no os importa, lo preferiría ahora.

Wilfred carraspeó y sacudió la cabeza.

—Ayudadme, por favor.

Alcuino se ubicó tras la silla rodante y empujó a Wilfred en la dirección que le señalaba. Al llegar a la altura de una cómoda, el conde le pidió que le acercase un cofre que el fraile estimó de un codo de largo por medio de ancho. Wilfred lo abrió dejando a la vista su interior, levantó un falso fondo y extrajo de él un documento que le tendió con nervios. Alcuino lo tomó y lo acercó a la luz de un cirio.

—Pero esto es sólo un borrador.

—Ya os lo avisé. Aún no está concluido.

—Sé lo que dijisteis, pero Carlomagno no aceptará esta respuesta. Han transcurrido varios meses. ¿Por qué sigue incompleto?

—Sólo quedaba pergamino suficiente para dos pruebas. Se trata de un pergamino especial. Vitela nonata, ya sabéis, la que se confecciona con la piel de un ternero no nacido.

—Todo el mundo sabe lo que es la vitela —murmuró.

—Ésta es diferente; traída de Bizancio. En fin. La única copia se perdió en el incendio, de modo que Gorgias inició otra. Pero hace unas semanas, el escriba desapareció del
scriptorium
junto con el documento.

—No entiendo. ¿A qué os referís?

—Hará unos dos meses me reuní con él en mis aposentos, y allí me aseguró que en unos días lo concluiría. Sin embargo, esa misma mañana se esfumó como por encanto.

—¿Y desde entonces?

—Nadie le ha visto —se lamentó—. Que yo sepa, Genserico fue el último. Le acompañó hasta el
scriptorium
para que recogiese unas cosas y luego ya no volvió a verlo.

Cuando Alcuino propuso que fuesen a hablar con Genserico, Wilfred calló un momento. Luego apuró su vino y miró al fraile con ojos vidriosos.

—Me temo que eso no será posible. Genserico murió la semana pasada. Lo encontraron en medio del bosque, atravesado por un estilo.

Alcuino tosió al oírlo, pero su asombro se transformó en estupor al conocer que, según Wilfred, Gorgias era su asesino.

A la mañana siguiente, Alcuino se personó temprano en las cocinas. Como en otras fortalezas, los fogones se ubicaban en un edificio independiente para evitar que, en caso de incendio, las llamas se propagaran al resto de los edificios. De hecho, nada más entrar advirtió la negrura de sus paredes, señal inequívoca de repetidos fuegos. Preguntó a una sirvienta por el encargado de la cocina, que resultó ser Bernardino, un fraile grueso del tamaño de un tonel de vino. El hombrecillo le saludó casi sin mirarle, mientras se multiplicaba con la agilidad de una ardilla para ordenar de un lado a otro los últimos suministros. Cuando por fin se detuvo, atendió a Alcuino con agrado.

—Disculpad el ajetreo, pero necesitábamos los víveres como agua de mayo. —Le acercó un vaso de leche caliente—. Es un honor conoceros. Todo el mundo habla de vos.

Alcuino lo aceptó gustoso. Desde que saliera de Fulda no había ingerido más que vino aguado. Le preguntó por Genserico. Wilfred le había comentado que él había encontrado el cadáver del coadjutor.

—Así es —se encaramó a una silla con dificultad—. Descubrí al viejo en medio del bosque, tumbado boca arriba y perdido de espumarajos. No debía de llevar mucho difunto porque las alimañas le habían respetado.

Le habló del punzón hundido en las tripas. Era de los que usaban los escribas para apuntar en las tablillas de cera, explicó. Lo tenía bien clavado.

—¿Y pensáis que fue Gorgias?

El enano se encogió de hombros.

—El punzón pertenecía a Gorgias, pero yo nunca le habría acusado. Todos le teníamos por un buen hombre —añadió—, aunque últimamente han ocurrido sucesos extraños. —Y le explicó que, además de Genserico, varios muchachos habían aparecido muertos, y que se rumoreaba que el escriba estaba tras los asesinatos.

Cuando Alcuino le preguntó por el cadáver del coadjutor, Bernardino le informó del lugar donde lo habían sepultado. Al enano le extrañó que el fraile se interesara por el paradero de la ropa que vestía Genserico, ya que habitualmente lavaban las prendas de los muertos y volvían a utilizarlas si se encontraban en buen estado.

—Pero las suyas apestaban a orines, así que decidimos enterrarlo con su hábito.

Alcuino apuró el vaso de leche. Cuando acabó, le preguntó si también habían sido apuñalados los muchachos.

—Así es. Extraño suceso…

Alcuino asintió desconcertado. Le agradeció la información y se limpió los labios. Indagó sobre el momento en que podrían examinar el lugar donde se encontró a Genserico, y acordaron que lo harían aquella misma tarde después del oficio de
sexta
. Luego se despidió y regresó a sus aposentos. Durante el trayecto decidió solicitar a Wilfred la exhumación del cadáver del coadjutor, pues algo en aquel relato le resultaba sospechoso.

En el pasillo que conducía a su habitación, se dio de bruces contra un Flavio Diácono de ojos legañosos y pelo alborotado. Aunque era tarde para levantarse, el prelado se comportaba como si con él no fuera el trabajo. De carnes flojas y ropajes perfumados, a Alcuino le daba la impresión de que Flavio Diácono era de la clase de sacerdote menos pendiente del cumplimiento de los preceptos que del cuidado de sus propias apetencias. En un momento de embriaguez, incluso le había confesado que en Roma disfrutaba de la compañía de jovenzuelas, aconsejándole a él que se atreviera a probarlo. Alcuino, obviamente, elegía la castidad. De hecho, la Iglesia reprobaba el concubinato, pero aun así resultaba corriente que algunos religiosos se entregasen al goce de la cohabitación, amancebándose con mujeres a las que compraban o doblegaban bajo la coacción de la condena eterna.

Devolvió el saludo a Flavio y le acompañó al comedor. No le correspondía a él juzgar su comportamiento, pero como proclamara san Agustín en su
Civitas Dei
, aunque los hombres nacieran con la libertad de elegir, no cabía duda de que para algunos, tal facultad sólo les alcanzaba para escoger entre una vida mala y otra aún peor.

Durante el desayuno, los comensales rememoraron el milagro de Theresa.

Izam no opinó, pero varios clérigos propusieron erigir un altar sobre las cenizas del antiguo taller, e incluso uno sugirió edificar una capilla. Wilfred se mostró de acuerdo, pero acabó aceptando la objeción de Alcuino cuando éste propugnó aguardar a que un Concilio ecuménico se pronunciara sobre el asunto.

Cuando se interesaron por el paradero de la joven, "Wilfred respondió que Theresa había pernoctado en el almacén de la fortaleza, después de que la noche anterior Zenón le suministrara una infusión de sauce y melisa. Rutgarda permanecía junto a ella aguardando a que despertara. Por lo visto, la mujer apenas había dormido, entre los rezos, los sollozos y las atenciones a Theresa, e imploraba que la milagrosa aparición de su hijastra fuese el presagio del regreso de su marido.

En ese instante irrumpieron en la sala las hijas pequeñas de Wilfred. Las dos chiquillas rieron pícaramente, hicieron un quiebro al ama de cría y, desoyendo sus advertencias, corretearon entre las piernas de los invitados. Finalmente, la abnegada sirvienta se dejó caer al suelo y rezongando amenazó a las crías con un par de azotes, pero las pequeñas sacaron sus lengüecitas y con gesto travieso se escondieron tras las sotanas de Flavio y Alcuino.

Wilfred celebró la pillería de sus dos gemelas con unas palmadas a las que las crías respondieron abalanzándosele encima. Él las cogió entre sus brazos y les besó el cabello hasta desmadejárselo. Las chiquillas volvieron a reír con los ojillos bailándoles, y se retorcieron cuando él galopó con sus dedos sobre sus rechonchas barriguitas. Wilfred también rio. Aquellos dos querubines de pelo ensortijado y mejillas encendidas le habían devuelto la alegría. Volvió a besarlas y, tras pedirles que se comportaran como muchachitas educadas, se las entregó a la sofocada ama de cría.

—Menudos diablillos. Le salieron a la madre —sonrió. Cogió la muñeca de trapo que habían olvidado sobre su regazo y la depositó sobre la mesa.

La mayoría de los presentes sabía que la esposa de Wilfred había fallecido el año anterior de unas fiebres malignas. Ya entonces hubo quien le aconsejó que se casara, pero él no era hombre de faldas, salvo alguna que otra juerga.

—Refrescadme la memoria —intervino Flavio Diácono—. ¿Decíais que Theresa pereció en un incendio?

—Así es —respondió Wilfred—. Al parecer, la joven montó en cólera, no sé por qué problema, y le pegó fuego al taller donde trabajaba. Murieron varias personas.

—Y, sin embargo, ayer mismo opinabais que Theresa era incapaz de cualquier mal.

—Eso decía —confirmó—. Uno de los afectados me confesó que fue Korne quien al empujar a la joven provocó realmente el incendio. Pero también suponía que su padre Gorgias era un hombre íntegro. Y miradlo ahora: buscado por asesinato.

Después de comer, Alcuino acudió a las cuadras de la fortaleza, donde le esperaba Bernardino a grupas de un borrico. El enano lo saludó y le invitó a que montara en el pollino, pero el fraile prefirió acompañarle andando. Mientras avanzaban, Alcuino se interesó por el detalle de los espumarajos en el rostro de Genserico. Bernardino le confirmó que el muerto yacía boca arriba, con los ojos abiertos y un hervor sobre el rostro.

—¿Un hervor? ¿Queréis decir espuma en los labios?

—¡Yo qué sé! El hombre estaba tieso como todos los muertos.

Llegaron al lugar siguiendo un sendero despejado que caracoleaba por un robledal próximo a la fortaleza. El sol lucía con tibieza y los rodales de nieve comenzaban a escasear. Alcuino se fijó en las huellas del sendero.

—Aquí mismo —declaró Bernardino deteniendo el jumento.

El enano bajó de un salto y corrió como un muchachuelo. Se detuvo tras unas rocas, donde señaló triunfal el sitio.

—¿Recordáis el día exacto?

—Claro que sí. Yo había salido a buscar nueces para preparar una tarta a las hijas de Wilfred. Allí abajo hay unos nogales. Pasaba por aquí, el borrico se detuvo y…

—¿Y eso fue…?

—Disculpad, sí… Eso fue el viernes pasado. Justo el día de San Benedicto.

Alcuino se agachó en el punto indicado. Advirtió unas rodadas de hierba aplastada en el sitio donde había yacido el cadáver. Luego examinó los alrededores.

—¿Cómo hicisteis para trasladar al muerto? Quiero decir… ¿lo arrastrasteis, o lo subisteis al borrico?

—Ya sé lo que estáis pensando —rio—. Creéis que como soy enano, no podría haberlo subido.

—Pues sí, eso barruntaba.

Bernardino se acercó al animal y le arreó un garrotazo, haciendo que se tumbara con un relincho. Entonces aprovechó para montarse con agilidad y, tras agarrarse fuerte a las crines, le propinó otro varetazo que el jumento transformó en un respingo. Cuando el borrico se izó, Bernardino rio orgulloso enseñando sus dientes amarillentos.

A su regreso, Alcuino acudió a los almacenes para comprobar la evolución de Theresa. Allí encontró a Rutgarda, quien se deshizo en reverencias en pago a lo bien que se había comportado con ella. Alcuino le restó importancia y solicitó hablar con la joven.

—A solas, si es posible.

Rutgarda y Hóos, quien también se hallaba presente, salieron del almacén. Después Alcuino se acercó al camastro.

—Hace frío aquí. ¿Cómo te encuentras?

—Mal. Nadie sabe dónde está mi padre. —Tenía lágrimas en los ojos.

Alcuino frunció los labios. Cualquier cosa que dijera, difícilmente la aliviaría.

Se preguntó si sabría que acusaban a su padre de asesinato.

—¿Hablaste con alguien sobre el milagro?

Ella negó con la cabeza. Luego le dijo que su padre nunca habría hecho algo como lo que una sirvienta le había contado. Alcuino le otorgó la razón.

—Son todo mentiras —insistió Theresa—. Él nunca… —El llanto le impidió continuar.

—Estoy convencido de ello, así que ahora lo importante es encontrarle. Aún desconocemos el porqué de su desaparición, pero te prometo que revelaré el misterio.

Esperó a que Theresa se secara las mejillas. Luego la ayudó a abrigarse, avisó a Rutgarda y acompañó a ambas por una puerta trasera al interior de la fortaleza. Allí consiguió que Wilfred las alojase en el edificio principal, más cálido y seguro. Le pidió a Theresa que durante unos días no abandonara la estancia.

A media tarde, Alcuino localizó a Wilfred en el
scriptorium
. Sus perros gruñeron nada más verle, pero el conde les tranquilizó. Sacudió las riendas y dirigió los animales hacia donde se encontraba Alcuino, quien aprovechó para ofrecerles dos trozos de carne que había hurtado de las cocinas. Los canes devoraron los filetes como si llevaran meses sin comer.

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