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Authors: Antonio Garrido

La escriba (25 page)

BOOK: La escriba
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Mojó la pluma, se santiguó y comenzó a escribir dejándose el alma en cada letra. Las dibujó imitando su trazo, la inclinación, el movimiento, su tamaño… Y mientras de la página afloraban símbolos perfectos, mientras las palabras se enlazaban hasta formar párrafos armoniosos plenos de sentido, a su mente acudió la imagen de su padre animándola a lograr sus objetivos. Se entristeció al pensar en él y añoró estar a su lado. Luego continuó escribiendo con todo su empeño.

Capítulo 13


Haec studia adolescenciam alunt, senectutem oblectant, secundas res ornant, adversis solatium et perfugium praebent, delectant domi, non impediunt foris, pernoctan tnobiscum, peregrinantur, rusticantur
.

—¡No, no y no! —repitió Alcuino malhumorado, dirigiéndose al joven que le había asignado el obispo como auxiliar—. ¡Ya han pasado tres días y sigues sin aprender! ¿Cuántas veces he de decirte que si no mantienes la pluma perpendicular al pergamino, arruinarás el escrito?

El novicio bajó la cara mientras farfullaba una disculpa. Era la segunda ocasión en que se equivocaba aquella tarde.

—Además, mira esto. No es
haec
, sino
hæc
. Y tampoco se escribe
praebent. ¡
Prabent
, muchacho!
¡Prabent!
¿Cómo pretendes que alguien entienda esta especie de… jerigonza? Está bien —determinó—. Lo dejaremos aquí por hoy. De todas formas, ya es casi la hora de cenar y ambos estamos cansados. Continuaremos con más tranquilidad el lunes.

El muchacho se levantó con la cabeza gacha. A él tampoco le agradaba aquel trabajo, pero el obispo le había ordenado que auxiliase a Alcuino en lo que le pidiera. Espolvoreó un poco de yeso sobre el borrón que acababa de echar, pero lo único que consiguió fue estropearlo aún más. Cuando se dio por vencido, comenzó a recoger sus utensilios limpiándolos descuidadamente antes de depositarlos en un cofre de madera. Sopló los restos de yeso y con la ayuda de una diminuta brocha barrió los montículos formados alrededor del borrón. Por último, afiló el cálamo de la pluma, lo enjuagó un poco y lo dejó sobre el atril que soportaba el códice original. Luego corrió tras Alcuino, quien ya desaparecía por el pasillo que conducía al antiguo
peristylium
del cabildo catedralicio.

—¡Maestro, maestro! —le llamó el joven acólito—. Ahora que lo recuerdo, el lunes es el día de la ejecución.

—¿La ejecución? ¡Por Dios Santísimo!, lo había olvidado —dijo rascándose la tonsura—. Bueno. Aun sin saber de qué se acusa al criminal, nuestra obligación es asistirle en un trance tan comprometido. Por cierto, ¿acudirá el obispo?

—Con todo el cabildo catedralicio —respondió el auxiliar.

—Pues bien, muchacho. Hasta el martes, entonces, a la hora del desayuno.

—¿Hoy no viene a la cena?

—No, no. Por la noche, el alimento, además de atiborrarme el estómago, me embota los sentidos. Y aún tengo que terminar este
De Oratione
—dijo elevando el rollo que portaba bajo el brazo—. Que Dios sea contigo.

—Igualmente, padre. Buenas noches.

—A propósito… —añadió Alcuino—. ¿No crees que deberías guardar el códice en su estantería?

—¡Oh! ¡Claro! ¡Desde luego! —dijo el novicio, volando sobre sus pasos—. Buenas noches, padre. Enseguida lo guardo.

El fraile se encaminó hacia la hospedería del complejo catedralicio con gesto contrariado. Llevaba enfrascado con aquel códice varios días y apenas había logrado transcribir cuatro páginas completas. A tal paso nunca lograría una copia en condiciones. Decidió que en cuanto viese al obispo le anunciaría su intención de contratar a Theresa, porque el novicio que le había asignado, obviamente, no era la persona adecuada.

Mientras atravesaba el
peristylium
se detuvo un momento para mirar alrededor.

Por lo que pudo comprobar, el cabildo de Fulda se había sumado a las últimas reformas emprendidas por Carlomagno, quien en su
Institutio Canonicorum
, con el fin de promover la vida comunitaria entre los clérigos de los cabildos, regulaba la agrupación de edificios clericales en torno a la catedral y el palacio del obispo.

Le resultaba curiosa aquella disposición de construcciones de diferentes estilos y funciones, arrebujados en torno a la pequeña catedral, y aún le sorprendía más el hecho de que el obispo de Fulda hubiese escogido una antigua
domus
romana para establecer la sede episcopal. El palacio consistía en un edificio de dos alturas construido en piedra. El piso superior disponía de once pequeñas habitaciones calefactadas, orientadas a una galería común con vistas al atrio. En el piso inferior se ubicaba la bodega, dos pórticos, otras tantas habitaciones con suelo de madera, un establo, las cocinas, una panadería, la despensa, el almacén de grano y una pequeña enfermería. Quizás él no fuera el más adecuado para juzgar aquella elección, pero le daba la impresión de que aquel palacio sobrepasaba en mucho la necesaria humildad que debía caracterizar a un prelado de la Iglesia. No obstante, comprendió que no debía ejercer mayor crítica sobre quien tan calurosamente le había acogido. Al fin y al cabo, el obispo de Fulda se había sentido muy halagado por su presencia, y más aún al saber que se mostraba interesado por los delicados tesoros de su biblioteca.

Ya era noche cerrada cuando llegó a su celda. Habría podido pernoctar en la residencia de los optimates en la misma abadía, pero prefería una celda pequeña y con intimidad a una estancia amplia pero compartida. Dio gracias al cielo, se descalzó, y se dispuso a aprovechar aquel rato de recogimiento para meditar sobre los acontecimientos de la jornada.

Aquél había sido un día especialmente duro, pero no tanto como los que estaba acostumbrado a soportar en su lejana Northumbria. Ni en Fulda ni en Aquis-Granum había de levantarse para maitines, y tras el oficio de
prima
siempre le esperaba un desayuno reconfortante a base de tortas con miel, queso curado y sidra de manzana. Sin embargo, su tarea diaria en nada se parecía a la que antaño había desempeñado con plena dedicación en la escuela episcopal de York. Allí impartía clases de retórica y gramática, dirigía la biblioteca, ordenaba el
scriptorium
, recopilaba códices, acometía traducciones, organizaba los préstamos de los libros que trasegaban desde los lejanos monasterios de Hybernia, supervisaba el ingreso de los novicios, organizaba debates, y se encargaba de juzgar los progresos de los alumnos.

¡Qué lejanos aquellos días en York!

Como si lo reviviese, a su mente acudieron las imágenes de su infancia en Britania.

Había nacido en el seno de una familia cristiana en Whitby, Northumbria, una diminuta villa costera donde sus escasos habitantes subsistían de lo que arrancaban al mar, y de los exiguos huertos desperdigados a los pies de un antiguo fuerte.

Recordó la tierra lluviosa; un lugar eternamente húmedo y fresco, donde el olor a rocío y sal y el rumor de las olas en continua batalla solían despertarle cada mañana.

Sus padres descubrieron en él a un niño asustadizo que prefería emplear su tiempo examinando semillas o estudiando caracoles, antes que jugar a apedrearse con el resto de los chiquillos. Un niño raro, pensaron, y más aún cuando éste comenzó a adivinar la cantidad de pescado que capturaría una determinada barca, o la siguiente casa que se derrumbaría tras el paso de una tormenta.

De nada le valió explicarles que se fijaba en el estado de las redes utilizadas por los pescadores o en la podredumbre que amenazaba a pilares y vigas. Para el resto del pueblo, aquel pequeño larguirucho estaba tocado por el demonio, de modo que sus padres decidieron enviarlo a las escuelas catedralicias de York para que allí le enderezaran el alma.

Le asignaron como maestro a Aelberto de York, un fraile patizambo por entonces director y discípulo del anterior, el conde Egberto, que era pariente de la familia. Tal vez por ese motivo, Aelberto lo acogió como a un hijo y se dedicó en cuerpo y alma a encauzar su extraño talento. Allí, Alcuino aprendió que Inglaterra era una heptarquía formada por los reinos sajones de Kent, Wessex, Essex y Sussex, al sur de la isla, y los norteños estados anglos de Mercia, East Anglia y Northumbria, donde ellos residían.

Disfrutaba instruyéndose en las materias típicas del
trivium
, que incluía la gramática, la retórica y la dialéctica, y las del
cuadrivinm
, conformadas por la aritmética, la geometría, la astronomía y la música, pero agregando a estas últimas, conforme a la tradición anglosajona, la astrología, la mecánica y la medicina.

«Saeculare quoque et forasticae philosophorum disciplinae»
, insistía una y otra vez Aelberto, intentando convencerle de que las artes seculares no eran sino obras del diablo cedidas a los cristianos para que olvidasen el Verbo de Dios.

—Pero el mismo san Gregorio Magno, en su
Comentario al Libro de los Reyes
, legitima estos estudios —replicaba Alcuino con sólo dieciséis años.

—Eso no te da derecho a pasarte todo el día leyendo ese compendio de mentiras que es la
Historiae Naturalis
.

—¿Acaso os contrariaría menos si estudiara las
Etymologiae
u
Originum sive etymologicarum libri vigintii
Porque si comparáis ambas obras, advertiréis que el santo hispano se basó en la enciclopedia de Plinio para la estructura de alguno de sus libros. Y no sólo en Plinio, sino también en Casiodoro y Boecio, o en las traducciones de Celio Aureliano sobre Asclepíades de Bitinia y Sorano de Éfeso, o en Lactancio y Solino, y hasta en las
Prata
de Suetonio.

—Desde la óptica cristiana, no de la pagana.

—También los paganos son hijos de Dios.

—¡Pero al servicio del diablo, muchacho! Y no me contradigas o arrojaré uno tras otro los treinta y siete volúmenes por la ventana.

Realmente a Aelberto no le importaba demasiado en qué tipo de lecturas se enfrascara Alcuino, porque el muchacho nunca descuidaba sus deberes como cristiano. Al contrario, se había mostrado como un estudiante diestro y aplicado, capaz de superar en sus discusiones teológicas a los frailes más veteranos, y de demostrar que sus escarceos con los textos paganos, aunque rechazables, no habían supuesto meandro alguno en su trayecto hacia la sabiduría.

Con los años, Alcuino se reveló como un artesano de las letras. Examinaba textos, volúmenes y códices de los que, como un virtuoso constructor, extraía fragmentos y pasajes para luego elaborar extraordinarios mosaicos de conocimiento y elocuencia. Así, se atrevió con poemas como el
De sanctus Euboriensis ecclesiae
, en el que a lo largo de sus mil seiscientos cincuenta y siete versos no sólo desgranaba la historia de York, de sus obispos y los reyes de Northumbria, sino que también compendiaba a los autores que como Ambrosio, Atanasio, Agustín, Casiodoro, Juan Crisóstomo, Cipriano, Gregorio Magno, Jerónimo, Isidoro, Lactancio, Sedulio, Arator, Juvenco, Venancio, Prudencio o Virgilio, contribuían con sus obras a la biblioteca que dirigía fray Eanvaldo.

Escribía sin parar.

Con el paso del tiempo, las obras didácticas redactadas como alumno pasaron a emplearse como textos pedagógicos por su claridad y retórica. De ese modo, se atrevió con las
Categorías
de Aristóteles adaptadas en el
Categoriae decem
de san Agustín, o
el Disputatio de vera philo Tberesa
, el canon que luego utilizaría como libro de cabecera el mismísimo Carlomagno. Todo ello sin olvidar los textos litúrgicos, las obras teológicas, los escritos exegéticos, los dogmáticos, las obras poéticas y las hagiografías.

Y escribiendo se deleitaba.

El día que Aelberto sucedió a Egberto en el arzobispado de York, quedó vacante la dirección de la escuela catedralicia. Varios candidatos se postularon al puesto, pero para entonces Alcuino ya era el favorito al cargo. Contaba treinta y cinco años y acababa de ordenarse diácono.

Luego fue el mismo rey sajón Efvaldo quien lo envió a Roma a fin de buscar el palio para el nuevo conde y obtener para York la dignidad metropolitana. En Parma, durante el viaje de regreso, conoció a Carlomagno, y ya nunca más volvió a ocuparse de las escuelas catedralicias.

Pero, sin embargo, siguió complaciéndole el adivinar las cosas, empleando su particular astucia.

En aquel momento le volvió a la memoria el asunto del Marrano. Era viernes y lo ajusticiarían el lunes, antes del anochecer.

En el cabildo le habían informado que las ejecuciones públicas tenían lugar en la plaza mayor a la caída de la tarde, ya que de esa manera podían ser presenciadas por un mayor número de asistentes. Mientras caminaba, imaginó que el condenado habría sido hallado culpable de algún acto horrendo, como robar en la hacienda de un noble o incendiar alguna propiedad. Según las leyes, el robo o el estrago eran los únicos delitos castigados con la pena de muerte, aunque desde luego existían excepciones que por lo general dependían de la posición social del reo, o incluso de la de las víctimas.

Él entendía que crímenes de tal calibre debían contestarse con un castigo severo, pero no compartía el afán de algunos jueces por ofrecer escarmientos ejemplares. De hecho, durante su mandato en la escuela de York había participado en numerosos juicios, y aunque por desgracia algunos habían concluido con el reo en el patíbulo, él nunca había asistido a las ejecuciones. Sin embargo, en esta ocasión había prometido al obispo que le acompañaría, así que concluyó que lo mejor sería apartar aquella cuestión de su cabeza y dedicar algunas horas a la lectura de Virgilio.

El sábado amaneció muy frío. Tras asistir al oficio
deprima
, Alcuino se encontró con el obispo en el pequeño refectorio habilitado junto a la hospedería. El lugar estaba templado y olía a pan recién hecho.

—Buen día os depare el Señor —saludó Lotario—. Por favor, sentaos aquí a mi lado. Hoy tenemos un pastel de calabaza exquisito.

—Buen día, su paternidad. —Le agradeció el ofrecimiento y se sirvió un trozo pequeño—. Quisiera hablaros del auxiliar que me adjudicasteis para las tareas de escritura, el novicio sobrino del bibliotecario.

—Sí. ¿Qué ocurre con él? ¿Acaso os desobedece?

—No, eminencia, al contrario. El muchacho es trabajador, y también muy aseado. Tal vez algo melindroso, pero aplicado desde luego.

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