La escriba (29 page)

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Authors: Antonio Garrido

BOOK: La escriba
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Sabía que era una locura, pero salió de la casa provista de una vela, un eslabón y yesca seca. También se aprovisionó con un poco de carne cruda y un cuchillo de cocina. Luego se dirigió hacia las murallas sin saber si las encontraría cerradas. Por fortuna, las obras de mantenimiento seguían en la puerta meridional, así que no necesitó identificarse cuando un guarda medio dormido la saludó a su paso.

Mientras caminaba hacia el molino, recordó los labios de Hóos. Sintió el calor de sus susurros y el aliento sobre sus mejillas, y el estómago se le encogió. Se apresuró guiándose por la claridad de la luna, con la esperanza de que los perros no la descubrieran. No estaba segura, pero confiaba en que la carne picada les mantuviese ocupados mientras ella iba a los establos. Cuando llegó a las inmediaciones del molino, comprobó que se vislumbraba lo suficiente como para prescindir de la yesca. Buscó a los perros, pero no los divisó. Sin embargo, por precaución, depositó la mitad de la carne en el camino principal y desperdigó el resto por el sendero de la cuadra.

En el establo contó sólo cuatro caballos que le parecieron dormidos. Los examinó con cuidado, intentando adivinar cuál sería el más adecuado, pero no se decidió por ninguno. De repente oyó unos ladridos y el corazón se le aceleró. Al instante corrió a un rincón, donde se agazapó cubriéndose con paja y esperó atemorizada. Pasados unos segundos, los ladridos cesaron. Entonces se dio cuenta del error que estaba a punto de cometer.

Se preguntó qué hacía allí y cómo podía haber considerado cometer un robo, y se respondió que, aunque desease ayudar a Hóos, aquélla no era la manera. No podía traicionarse a sí misma; no era la educación que su padre le había procurado.

Se sintió sucia e indecente. De hecho, ni siquiera entendía cómo había llegado hasta el molino. Cabía la posibilidad de que la capturaran y la condenaran por robo, un delito que en ocasiones se castigaba con la muerte. Sentía defraudar a Hóos, pero no podía seguir adelante. Lloró por lo necio de su comportamiento. Luego pidió perdón a Dios y le rogó que la ayudara.

Estaba asustada. Cualquier ruido, desde el resoplar de un caballo hasta el crujido de una madera le hacía imaginar que la descubrirían. Se arrastró despacio entre las patas de los caballos, reptando hacia la salida. Sin embargo, cuando se disponía a abandonar el establo, advirtió con horror que cuatro hombres se dirigían hacia las cuadras.

Supuso que los perros les habrían alertado.

Volvió sobre sus pasos y se enterró entre la paja. Uno de los hombres entró en el establo y comenzó a golpear los lomos de los animales, que relincharon despavoridos. Theresa vio los cascos de un caballo desfilar frente a su cara y a punto estuvo de gritar, pero logró contenerse. El hombre embridó un ejemplar, montó sobre él y emprendió el galope hacia la maleza. Luego observó cómo los otros tres descargaban un carro y transportaban su contenido hasta el molino. A Theresa le extrañó que se empleasen a una hora tan intempestiva sin siquiera la ayuda de teas, y se le ocurrió que tal vez aquellos sacos tuviesen alguna relación con el grano que Alcuino andaba buscando.

Sin pensar en las consecuencias, aprovechó la ausencia de los hombres para inspeccionar el cargamento. Aún les quedaba un par de fardos por descargar, así que extrajo el cuchillo y practicó un corte en la esquina del que tenía más cerca, hundió la mano lo justo para obtener un puñado de cereal, y volvió corriendo al establo.

Los hombres regresaron pronto. El primero en llegar descubrió el saco roto y culpó al segundo del destrozo. Éste lo acusó a su vez y comenzaron a discutir, hasta que el que parecía ser el jefe los separó a puñetazos. El primero se marchó, pero regresó poco después con una tea encendida que el jefe empuñó iluminando su cabello pelirrojo. Cargaron los sacos restantes y abandonaron el lugar sin preocuparse más del establo.

En cuanto se supo a solas, Theresa corrió sendero abajo imaginando el aliento del pelirrojo a su espalda. Lo recordó apuñalando al gordo de la taberna y pensó que en cualquier momento aparecería tras un árbol para segarle el cuello. Ni cuando alcanzó la muralla se consideró a salvo.

Llegó a casa de Helga con el corazón en la garganta. Entró al edificio por la parte trasera, comprobó que la Negra seguía en la taberna y, con sigilo, se dirigió al pajar donde permanecía Hóos medio dormido. Al verla el joven se alegró, pero torció el gesto tras conocer que no había conseguido el jamelgo.

—Lo intenté, te lo juro —se lamentó ella.

Hóos maldijo entre dientes, pero aun así le dijo que no se preocupara. A la mañana siguiente ya encontraría él la manera de escapar.

Theresa lo besó en los labios y él le correspondió.

—¡Aguarda un momento! —se interrumpió ella. Se incorporó con un respingo y bajó a la taberna.

Al cabo de un rato regresó tarareando una tonta cancioncilla. Se acercó a él con disimulo y volvió a besarle. Luego lució una hermosa sonrisa.

—Ya tienes caballo —anunció.

Le dijo que, pese a que él no lo aprobara, le había preguntado a Helga por el pago que en su día le satisfizo como adelanto por el hospedaje. Necesitaba el dinero, y si le reintegraba una parte, se lo devolvería con creces antes de febrero.

—Al principio se negó, pero le recordé que disponía de trabajo fijo, y le prometí que además de recobrar lo prestado, percibiría una quinta parte en concepto de intereses. No obstante, quiso saber para qué demonios quería el dinero.

Hóos la miró con ansiedad, pero ella lo tranquilizó. Le había contado que precisaba un potranco para acompañar al fraile en sus recorridos campestres, y Helga no sólo la había creído, sino que incluso le había recomendado un tratante que le dejaría uno barato. En total le había devuelto cincuenta denarios, la mitad de lo entregado a cuenta. Con ese dinero podría adquirir una montura vieja y comida suficiente para aguantar el camino.

—¿Y no te preguntó por qué no ibas andando?

—Le dije que me dolían los tobillos. Escucha, Hóos. Antes de que te vayas, me gustaría pedirte algo.

—Por supuesto. Si está en mi mano…

—Dentro de unos días… cuando llegues a Würzburg…

—¿Sí…?

—¿Sabes? Cuando me encontraste en la cabaña… te mentí. No estaba allí de paseo.

—Bueno. No te preocupes. Si no quisiste contármelo, no tienes por qué hacerlo ahora.

—Estaba asustada, pero ahora… ahora quiero decírtelo. En Würzburg hubo un incendio.

—¿Un incendio? ¿Dónde?

—Yo no tuve la culpa, te lo aseguro. Fue ese maldito Korne, que me empujó. Las ascuas prendieron, se quemó todo y… —Las lágrimas la interrumpieron. Hóos la abrazó—. Prométeme que buscarás a mi padre y le dirás que estoy bien. Promételo.

—Sí, claro. Te lo prometo.

—Que les quiero. A él y a Rutgarda. Promételo.

Hóos acarició su rostro y ella se calmó. De repente Theresa recordó el pergamino que había encontrado oculto en la talega de su padre. Por un momento pensó en encomendarle a Hóos que se lo entregara, pero al instante se contuvo. Quizá fuera un documento privado y por eso lo había escondido.

—Llévame contigo —le pidió.

Él le sonrió con dulzura.

—Encontraré a tu padre y le diré que no se aflija, pero no puedes acompañarme. Acuérdate de los bandidos. —Pero…

Él selló su boca con un beso.

Cuando sopló la última vela, Hóos le pidió que se acercara. Ella aceptó sin saber bien por qué. El joven la abrazó con gentileza para protegerla del frío, pero aunque pronto entraron en calor, ya no quisieron separarse.

Hóos fue el hombre atento que ella siempre anheló. Sus brazos la estrecharon mientras sus besos la cobijaban. Recorrió su cuerpo dibujando senderos inexplorados, acariciándola despacio mientras la envolvía con su aliento, y ella se dejó embriagar, apreciando cómo en su interior anidaba un apetito vergonzoso.

Nunca antes se había sentido así. No acertaba a interpretar aquel cúmulo de sensaciones, aquel combate entre el pudor y la ansiedad, entre el temor y el deseo.

—Aún no —le suplicó.

Hóos siguió besándola sin escucharla, recorriéndola con sus labios, acariciando su pubis, su vientre, sus pezones erectos. Ella codició la firmeza de sus brazos mientras él arrullaba la tersura de sus senos. Tembló cuando él separó sus piernas. Luego, al sentirle entrar, su cuerpo se arqueó por el dolor. Sin embargo, el deseo le hizo apretarse contra él como si quisiera poseerlo para siempre. Después se abandonó a sus movimientos y al fuego que la consumía.

Él se movió sobre ella sin dejar de besarla. La embistió despacio, entreteniéndose entre sus ingles, para luego ir más rápido, y finalmente con tal ansia que el delirio sacudió el vientre de ella haciéndole creer que el diablo la poseía. Cuando Hóos se vació, ella deseó que se quedara.

—Te quiero —le susurró él, y la apretó entre sus brazos.

Ella cerró los ojos y anheló que se lo repitiera mil veces.

Por la mañana, cuando Hóos se despidió, ella sólo oyó que la amaba.

Capítulo 15

Los domingos no acudía al
scriptorium
, de modo que Theresa aprovechó la mañana para ordenar el pajar y fregar los cacharros acumulados en la cocina. Aun así, se dijo que después de almorzar iría a la abadía para simular interés por el paradero de Hóos y de ese modo evitar sospechas. Mientras limpiaba la taberna recordó cada beso de la noche anterior. El aroma de Hóos la impregnaba como si la hubieran frotado con un paño empapado en esencia.

Hóos Larsson…

Antes de partir, él le había prometido que a su regreso viajarían juntos a Aquis-Granum para instalarse en sus tierras.

Imaginó cómo sería su vida en la hacienda de Hóos, atendiendo la casa durante el día, y apretándose contra su cuerpo cada noche. Por un instante olvidó los problemas de Helga y Alcuino para embelesarse con su imagen. No pensó en otra cosa durante toda la mañana.

Para cuando Helga se levantó, Theresa ya había limpiado cuatro veces la misma estancia. La mujer se quejó de un ardor en el vientre que decidió atemperar con un trago de vino y varias arcadas. Su cuerpo aún olía a hombre, pero ella no pareció darle importancia. Una vez en la cocina, le sorprendió encontrarse a Theresa porque ni siquiera recordaba que fuera domingo, así que fue dando tumbos hasta una jofaina en la que se mojó los ojos lo justo para desprenderse las legañas.

—¿Hoy no vas con los frailes? —dijo mientras se servía otro trago.

—Los domingos los reservan para rezar.

—Será porque no tienen más que hacer —se lamentó Helga con envidia—. A ver qué demonios preparo yo para comer hoy.

Comenzó a hurgar entre los cacharros hasta dejarlos tan revueltos como antes de que Theresa los ordenara. Luego agarró una perola en la que fue introduciendo todas las verduras que encontró, añadió un pedazo de tocino salado y cubrió todo con agua limpia de una tinaja. Cuando la puso al fuego, aprovechó para agregarle la lengua de una vaca.

—Bien fresca. Me la trajo ayer un cliente —presumió.

—Si me sigues cebando así, al final tendré que robarte la ropa —le advirtió Theresa con una sonrisa.

—¡Pero hija! Si, con lo que comes, lo extraño es que se te noten las tetas.

La mujer removió el puchero mientras Theresa se ocupaba nuevamente de la cocina.

—Además, recuerda que en mi estado he de cuidarme —agregó la Negra acariciándose su incipiente barriga.

Theresa sonrió. No obstante, se preguntó si continuaría ejerciendo de meretriz cuando la tripa se le pusiera como una sandía.

—¿Cómo se preña una mujer? —preguntó de repente.

—¿Qué clase de pregunta estúpida es ésa?

—No. En fin. Lo que quería decir es… ya sabes… bueno… si al hacerlo la primera vez…

Helga la miró sorprendida, y de repente echó a reír.

—Depende de lo bien que te hayan jodido, so granuja. —Y le plantó un sonoro beso en la cara.

Theresa intentó disimular su rubor frotando con fuerza la herrumbre de la cocina. Mientras lo hacía, rogó a Dios que aquello no sucediera. Afortunadamente Helga le dijo que era una broma, y que los embarazos dependían de otros factores además de la puntería. Como eso tampoco la tranquilizó, siguió frotando hasta que el ejercicio ocultó los coloretes de sus mejillas.

Hablaron largo rato sobre Hóos. Cuando Helga le preguntó si de verdad le quería, Theresa la reprendió por el hecho de que lo dudara. Sin embargo, la mujer continuó sin inmutarse, interrogándola sobre la familia del muchacho, la riqueza de que disponía y su habilidad como amante. Llegado a ese punto Theresa dejó de contestar, aunque la delató una sonrisa.

—Seguro que estás embarazada —bromeó Helga, y volvió a reír antes de que Theresa le arrojara una lechuga a la cabeza.

Mientras se dirigía hacia el monasterio, Theresa recapacitó sobre la preñez de la Negra. Por un momento se imaginó a sí misma rolliza como un tonel, portando en su vientre a una indefensa criatura y sin recursos con los que afrontar el parto. Pasó las manos sobre su barriga lisa y un escalofrió la sacudió. En ese instante se prometió que, por mucho que lo deseara, no volvería a yacer con Hóos hasta después de casada.

Cuando llegó a la abadía, el cirellero le franqueó el paso, escarmentado tras el episodio de las chuletas. Theresa vestía la toga que Alcuino le había proporcionado, de modo que con la capucha echada, su aspecto no difería del de cualquier novicio que merodeara por el exterior de los edificios. El encargado de la enfermería se sorprendió al reconocerla, pero tras cerciorarse de que disponía del permiso de Alcuino, accedió a informarle sobre el paradero de Hóos.

—Te lo vuelvo a repetir: la única explicación es que se marchara por su propia voluntad.

—¿Y entonces por qué no me avisó? —fingió indignación.

—¡Y yo qué sé! ¿Crees que aquí nos quedamos con algún lisiado?

A Theresa le desagradó el comentario. Pensó que tal vez aquel fraile fuese el mismo que le había robado la daga a Hóos mientras éste yacía en cama. El enfermero advirtió el gesto de desconfianza de la muchacha, pero no se inmutó.

—Si no te gusta lo que oyes, vete a protestar a Alcuino —dijo señalando el camino del
scriptorium
, y sin dedicarle más tiempo se volvió para amasar una cataplasma.

Theresa dudó en visitar al monje. Aunque Hóos le hubiera advertido contra él, lo cierto era que hasta ese momento Alcuino había cumplido con todas sus promesas. Además, necesitaba devolverle a Helga el dinero prestado para la compra del caballo. Recordó entonces la muestra de grano que había recogido durante su incursión en el molino. Aún la llevaba en el bolsillo, así que decidió enseñársela y aprovechar la excusa para hablarle de dineros. Lo encontró a la puerta del
scriptorium
, justo cuando ya salía. El religioso no esperaba verla, pero aun así la saludó con amabilidad.

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