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Authors: Antonio Garrido

La escriba (33 page)

BOOK: La escriba
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Cuando las campanas enmudecieron, hizo entrada en el lugar una extensa comitiva.

Abría el paso un jinete enlutado acompañado de una cohorte de civiles. La mayoría lucían vistosos trajes, que contrastaban con los harapos y las tripas de embutido que colgaban de los brazos de los siervos que les escoltaban. Les seguían varios esclavos atronando el paso con el retumbar de sus tambores. A continuación venía el carromato en que viajaba el prisionero, y tras él, un atribulado verdugo entretenido en recoger la basura que la gente les lanzaba y restregársela al reo por el rostro. Cerraba la procesión un tropel de chiquillos divertidos.

Instantes después apareció un grupo de clérigos encabezado por el obispo Lotario. En su mano derecha enarbolaba un báculo dorado y en la izquierda un crucifijo ornado en plata. Lucía un
siglatón
de seda roja cubierto por una túnica de
bocarán
, coronando su cabeza una
ínfula
de lino de dudoso gusto. El resto de los clérigos vestían
pénulas
de lana, todas cubiertas por el alba sacerdotal. El obispo tomó asiento junto al hombre de negro, quien se levantó para besarle el anillo. Un auxiliar les sirvió vino en unas copas. La tercera silla fue ocupada por el corregidor de la ciudad.

Un griterío se apoderó de la plaza cuando los bueyes que transportaban al Marrano franquearon la cerca y se dirigieron hacia la fosa. Nada más detenerlos, el verdugo agarró al condenado y lo arrojó de bruces contra el suelo, momento en el que los vítores arreciaron y una lluvia de objetos cayó sobre la carreta, obligando al verdugo y al boyero a refugiarse bajo el carro. Cuando la gente se apaciguó, el verdugo arrastró al prisionero hasta una estaca cercana a la fosa y lo ató con una soga que le pasó por el cuello. Luego comprobó la firmeza de las ataduras y tras hacer un gesto, el caballero enlutado afirmó con la cabeza mientras miraba complacido la patética figura del reo.

Alcuino fue el último en acceder al recinto. Atravesó la plaza haciéndose hueco a empellones, y saltó la cerca tras amenazar con la excomunión al vigilante que intentaba impedirle el paso. Mientras se aproximaba al lugar donde permanecían los prebostes, advirtió que el hombre de negro era Kohl, el dueño del molino y padre de la joven asesinada. Una vez allí, se situó a la espalda de Lotario, justo enfrente del verdugo. Observó que Kohl aparecía desmejorado en relación a cuando había hablado con él en el molino. Su esposa, acompañada por otras mujeres, ocupaba un lugar más discreto, con la pesadumbre enquistada en sus profundas ojeras. Se dijo que para aquella familia, ni siquiera el suplicio del culpable les proporcionaría suficiente alivio.

Se preguntaba cómo verter la droga sobre la bebida de Lotario cuando los tambores resonaron. Los tres hombres que permanecían sentados se levantaron, y el obispo Lotario tomó la palabra.

—En el nombre del sapientísimo y noble Carlomagno, rey de los francos, monarca de Aquitania, Austrasia y Lombardía, patricio de los romanos y conquistador de Sajonia. Hallado culpable de abominable asesinato y otros espantosos crímenes Fredegario, más conocido como el Marrano, hombre sin luz, enviado y discípulo de Lucifer; yo, Lotario de Reims, obispo de Fulda, señor de estas tierras y representante del rey, de su poder y su justicia, ordeno y mando con la venia de Dios que el reo sea ajusticiado con el mayor de los tormentos, y que sus restos sean esparcidos por los campos de la ciudad para ejemplo y escarmiento de los que osan ofender a Dios y sus criaturas cristianas.

La muchedumbre gritó enardecida. A una señal de Lotario, el verdugo desató al condenado y, tras anudarle las manos a la espalda, lo llevó a golpes hasta el borde de la fosa.

El Marrano parecía aturdido, como si no entendiera lo que estaba a punto de suceder. Cuando se vio al lado del agujero intentó zafarse de su captor, pero éste lo arrojó al suelo y le pateó la cabeza. Para entonces, el Marrano ya era una masa de carne temblorosa. La multitud agolpada contra la valla chilló como una enorme piara de cerdos. Dos muchachos armados con piedras burlaron a los guardias y se introdujeron en el recinto, pero enseguida fueron atrapados y devueltos a su sitio. Cuando la gente se calmó, el verdugo levantó al Marrano y lo mantuvo en pie unos instantes. Acto seguido, Lotario se adelantó unos pasos, hizo la señal de la cruz con gesto de desdén y ordenó al verdugo que comenzara el tormento.

La gente chilló enloquecida. Daba la impresión de que en cualquier momento derribarían la cerca y lincharían al condenado.

Alcuino aprovechó el tumulto para abrir el anillo y verter la droga en la jarra de vino del obispo. Nadie lo advirtió, pero Lotario le sorprendió cuando aún tenía la mano sobre su jarra. Alcuino, sin tiempo de reaccionar, la elevó y se la ofreció en un brindis.

—¡Por la justicia! —gritó, y le entregó la jarra. Él cogió otra.

Lotario quedó desconcertado, pero finalmente agarró su jarra y apuró el contenido.

—Por la justicia —repitió.

El verdugo aferró al reo y de un violento puñetazo lo arrojó al fondo de la fosa. Entonces el griterío se tornó ensordecedor. El Marrano se incorporó babeando, con la mirada perdida y los ojos cubiertos de lágrimas. La gente alzaba los puños y gritaba pidiendo sangre. Entonces el verdugo agarró una pala cercana y la estrelló contra la espalda del prisionero. Los huesos le crujieron como leña seca y cayó doblado de rodillas. En ese momento, dos hombres más se acercaron a la fosa portando grandes palas de madera, lo que provocó el delirio de la multitud. Se apostaron junto a un montón de arena y sin mediar palabra comenzaron a arrojar paletadas sobre el reo. El Marrano intentó revolverse para huir de la fosa, pero los hombres se lo impidieron a fuerza de golpes. Uno de ellos lo inmovilizó con el extremo de su pala y los otros continuaron enterrándole en vida. La muchedumbre, cercana al paroxismo, jaleaba maldiciones y juramentos a cada paletada, mientras el Marrano intentaba zafarse del palo que le aprisionaba. Sin embargo, el peso de la tierra ya vertida le impedía mover las piernas y el hombre sólo alcanzaba a agitarse como un conejo atrapado.

Pronto la tierra le alcanzó la cara. El hombre escupió y comenzó a moverse con auténtica desesperación, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Escupía tierra una y otra vez, pero la arena siguió cayendo deprisa hasta que, poco a poco, le cubrió por completo.

Por un momento el lugar quedó en silencio. Sin embargo, pasados unos instantes, la arena se agitó y de repente surgió la cabeza del reo vomitando un asqueroso puré de tierra. El Marrano respiró hondo, como si aquélla fuera su última bocanada de aire, y la gente gritó estupefacta.

Al punto, el obispo se levantó. Hizo un gesto a Kohl, pero éste no se enteró. Alcuino supo que la droga comenzaba a obrar efecto.

Lotario sintió cómo la vista se le nublaba. Las piernas le flaquearon y un calor seco le invadió la garganta. Intentó agarrarse a Kohl, pero no lo consiguió. Trató de hablar pero tampoco pudo, y apenas se santiguó, cayó cuan largo era llevándose por delante silla y mesa.

La muchedumbre enmudeció. Incluso el verdugo volvió la cabeza, olvidándose por un momento del Marrano. Al advertirlo, Kohl intervino.

—Acaba con él, maldito estúpido.

El verdugo no se movió. Entonces Kohl saltó hacia la fosa y de un empujón le arrebató la pala.

Iba a asestar el golpe final cuando Alcuino se interpuso entre él y el prisionero.

—¿Osáis contravenir una señal del cielo? ¡Dios desea prolongar el sufrimiento de ese criminal! —gritó el fraile tan alto como pudo, mientras hacía como que examinaba al obispo.

La gente aulló enardecida.

—¡Y cuando Lotario se recupere, volveremos a disfrutar con el ajusticiamiento! —añadió.

El gentío volvió a rugir.

—¿Vos? —exclamó Kohl—. ¡Vos sois el fraile del molino!

—El homicida pagará su crimen, pero por ley, la autoridad ejecutora ha de sancionar el ajusticiamiento —arguyó.

Kohl intentó golpear al Marrano, pero Alcuino lo impidió.

—Dios no lo quiere —repitió, sujetando la pala con firmeza.

El populacho bramó entusiasmado. Finalmente, Kohl escupió sobre el prisionero, agarró a su esposa por el brazo y abandonó el lugar escoltado por su séquito. Le siguió la corporación del cabildo, aún desconcertada por el episodio de Lotario, pero algo más serena merced al buen pronóstico emitido por Alcuino. Por último, entre insultos y amenazas, el Marrano y sus vigilantes abandonaron la plaza en dirección a las mazmorras habilitadas en el matadero.

Helga
la Negra
se mostró desolada. No sólo no había contemplado la ejecución, sino que en un pequeño descuido, un mozalbete le había robado la bolsa con los pastelillos. Theresa le propuso comprar una torta caliente en un tenderete próximo, sugerencia que Helga aceptó de inmediato. Mientras Theresa se revisaba los bolsillos, la prostituta se acercó al puesto de dulces y comenzó a regatear por el precio de las tortas. Al final escogió una redonda como un pan, acordando con el pastelero que saldaría la deuda cuando éste pasara por la taberna. Regresó feliz con el dulce y lo engulleron en un santiamén. Lo encontraron tan delicioso que Helga no dudó en adquirir otro más grande, cargado de miel y castañas confitadas.

Cuando terminaron, Theresa se fijó en los restos de harina que exhibía Helga alrededor de la boca. Parte del polvo le había cubierto la cicatriz, ocultando lo que no lograba el maquillaje, mientras otro pegote le colgaba de la nariz como una extraña verruga blanca. Cuando se lo dijo, la mujer rompió a reír. A Theresa le sorprendió que con las risas no le sangrara la herida y se interesó por cómo se la había causado.

—Aún no me había levantado cuando llamaron a la puerta —le contó—. No me dio tiempo ni a preguntar. En cuanto abrí, recibí una patada en el vientre y una lluvia de puñetazos. ¡Maldito animal! Me dijo que, si me atrevía a tener el hijo, en vez de la cara me rajaría la barriga.

—Pero ¿por qué se comporta así? ¿Qué más le da que lo tengas?

—Temerá que lo denuncie.

Le explicó que a los acusados de adulterio los condenaban a siete años de penitencia, un castigo que consistía en un ayuno diario mientras durase la pena, aunque podía canjearse por una composición monetaria.

—Con lo que le gusta comer —se lamentó—. Yo creo que lo que le asusta es que su esposa lo repudie, porque la carpintería pertenece a su suegro. Pero ¿sabes?, lo voy a hacer. Le denunciaré aunque no sirva para nada. Con esta cicatriz ya nadie pagará por mis servicios. ¿Quién va a querer acostarse con una puta marcada?

—No seas exagerada —la animó—. Si apenas se te aprecia. Cuando te vi esta mañana, realmente parecía otra cosa.

—Sólo es profunda aquí —se señaló junto a la oreja—, pero me rechazarán de todas formas. Además ya tengo mis años.

Theresa se detuvo a observarla. Era cierto. Se la veía ajada, con las canas ganando terreno y las carnes blandas y desfondadas. Pensó que a algunos hombres les daría igual que tuviese la cara cosida a puñaladas.

—De todas formas, no pensarás seguir adelante con ese trabajo. Así; estando preñada.

—¡Ah! ¿No? —rio con desgana—. ¿Y cómo haré para comer todos los días? Yo no tengo detrás un cura encaprichado que me pague por garabatear unas letras.

—Podrías buscarte otro oficio —contestó Theresa obviando su comentario—. Cocinas mejor que ese pastelero de tres al cuarto.

Helga le agradeció la intención. Sin embargo, denegó con la cabeza. Sabía que nadie contrataría a una prostituta, y menos estando embarazada.

—Vayamos al cabildo —le propuso.

—Pero ¿estás loca? Nos echarán a patadas.

Por toda respuesta, Theresa la cogió de la mano y le pidió que confiara. De camino al obispado, le contó la conversación que había mantenido con Alcuino referente a un trabajo para ella.

A la entrada de la catedral preguntaron por Alcuino, quien no tardó en presentarse. El fraile se sorprendió al encontrarse con Helga
la Negra
, pero pasado el primer estupor, se interesó por la herida de su cara. Helga respondió haciendo hincapié en los detalles más escabrosos. Cuando terminó de hablar, el fraile dio media vuelta y les pidió que lo acompañaran.

En las cocinas les presentó a Favila, una mujer tan gorda que parecía que en vez de un vestido llevase puestos treinta. Alcuino les explicó que regentaba los fogones, y que todo lo que tenía de gruesa, lo tenía de bondadosa. La mujer sonrió haciéndose la avergonzada, pero cuando supo de las intenciones de Alcuino, cambió el gesto por una tajante negativa.

—Aquí en Fulda todos conocen a la Negra —argumentó—. Puta una vez, puta siempre, de modo que fuera de mi cocina.

Helga se giró, pero Theresa la detuvo.

—Nadie te ha pedido que te acuestes con ella —le espetó la muchacha.

Alcuino sacó un par de monedas y las dejó encima de la mesa. Luego miró a la cocinera a los ojos.

—¿Has olvidado la palabra perdón? ¿Acaso Jesucristo no asistió a los leprosos; no perdonó a sus verdugos; no acogió a María Magdalena?

—Yo no soy santa como Jesús —refunfuñó. Sin embargo, se guardó las dos monedas.

—Mientras el obispo continúe indispuesto, que esta mujer permanezca a tu cargo. ¡Ah! Está embarazada —le aclaró—, de modo que no la fatigues más de la cuenta. Si alguien te reprocha algo, hazles saber que ha sido decisión mía.

—Y encima remilgada. Yo he parido ocho hijos, y el último casi lo suelto aquí encima —dijo golpeando la mesa donde Alcuino había depositado las monedas—. Anda, quítate toda esa pintura de encima y ponte a pelar cebollas. ¿Y la moza? ¿También se queda en la cocina?

—Ella trabaja conmigo —le aclaró Alcuino.

—Pero puedo ayudar si es necesario —apuntó Theresa.

Alcuino se despidió dejando a las mujeres enzarzadas con la cena. Disponía de un par de días antes de que Lotario se recuperara, y quería aprovechar hasta el último instante para avanzar en sus pesquisas.

ENERO
Capítulo 17

Favila resultó ser de la clase de mujeres que arreglaban sus problemas rezongando y deglutiendo. Protestaba por la limpieza de los fogones, por la diligencia en las tareas o por cualquier cuestión por ridícula que pareciera, y aderezaba cada regañina con la ingestión de un bollo, un pincho o una hogaza de pan untada en escabeche, lo que terminaba por devolverle la alegría a la cocina. Le encantaban los niños, y pronto comenzó a hablar del futuro bebé de la Negra con tal entusiasmo, que a Theresa le pareció que la preñada fuera la cocinera.

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