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Authors: Antonio Garrido

La escriba (31 page)

BOOK: La escriba
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Cuando Theresa llegó a la taberna de Helga, se dio de bruces con la puerta atrancada. Sorprendida, comprobó la entrada trasera así como los postigos de las ventanas que encontró también cerrados. El lugar se encontraba desierto, así que permaneció unos instantes frente a la vivienda mirando por las rendijas, hasta que de repente un chiquillo desdentado le tironeó de los bajos de su toga.

—Mi abuela te llama —le espetó.

Theresa miró en la dirección que el mozuelo le indicaba y tras una portezuela atisbó unas manos que le hacían señas para que se acercara. Cogió al mozalbete en brazos y corrió hacia la casa. La puerta se abrió dejando a la vista el rostro asustado de una anciana que gesticulaba para que se apresurara. Nada más entrar, la vieja aseguró la puerta con un madero.

—Está ahí —le indicó.

Pese a la oscuridad, Theresa advirtió tirada en el suelo la figura de la Negra. Tenía los ojos cerrados y la cara ensangrentada.

—Ahora duerme —explicó la anciana—. Fui a pedirle un poco de sal y la encontré así. Ha sido el cabrón de siempre. Acabará por matarla.

Theresa se acercó consternada a su amiga. Un tremendo tajo le recorría el rostro desde la sien hasta la barbilla. Después de acariciarle el cabello se dijo que aquello debía terminar. Le pidió a la anciana que la cuidase y le entregó un denario que la mujer aceptó. Cuando comprendió que no podría hacer más por ella, regresó a la taberna, forzó la ventana más endeble y entró a por sus pertenencias.

A la hora
nona
se presentó a la puerta del cabildo cargada como una muía. A cuestas portaba su ropa, algo de comida, las tablillas de cera y el jergón que le había regalado Althar antes de regresar a las montañas. Cuando le contó a Alcuino que no tenía adonde ir, éste intentó consolarla.

—Pero aquí no puedes quedarte —le aclaró.

Establecieron que dormiría en las cuadras del cabildo hasta que encontrara un lugar donde acomodarla. Luego Theresa le pidió que se ocupase de Helga
la Negra
.

—Es una meretriz. A ella no puedo ayudarla.

Intentó convencerle de que era una buena mujer; que estaba herida y embarazada, y que necesitaba ayuda urgente, pero Alcuino se mantuvo firme. Entonces Theresa se reveló.

—Si vos no la auxiliáis, entonces lo haré yo —dijo, y cogió de nuevo sus cosas.

Alcuino apretó la mandíbula. No podía disponer de otro ayudante sin arriesgarse a que sus hallazgos se esparcieran por el cabildo. Renegó y sujetó por el brazo a Theresa.

—Hablaré con la encargada del servicio, pero no te prometo nada. Y ahora, anda, cúbrete con la capucha.

Tras dejar sus pertenencias en las cuadras, Theresa se dirigió al
scriptorium
episcopal, una estancia de inferior tamaño a la del monasterio y amueblada con pupitres acolchados. Allí Alcuino liberó cuatro volúmenes que permanecían encadenados por su lomo a los laterales de la biblioteca, los depositó sobre la mesa central y examinó los respectivos índices. Luego le entregó uno a Theresa, indicándole que vigilara cualquier asiento en que se detallasen transacciones de grano.

—En realidad no sé lo que busco: un detalle que revele si en algún momento la abadía, el cabildo, o Kohl, adquirieron alguna partida emponzoñada.

—¿Y eso se reflejaría aquí?

—Al menos aparecería la compra. Por lo que he averiguado, las cosechas habidas en Fulda nunca han ocasionado epidemias, de modo que la enfermedad hubo de originarse a partir de algún lote importado de otras haciendas.

Theresa observó que el políptico no sólo señalaba transacciones alimentarias, sino que igualmente se ocupaba del control de las rentas, las compraventas de terreno, los impuestos, los nombramientos de los cargos en el cabildo…

—Esta letra no hay quien la entienda —se quejó.

Cenaron sopa de cebolla mientras repasaban hoja a hoja los volúmenes. Theresa localizó varios asientos referentes a compras de cebada y espelta, pero ninguno de trigo.

—No lo entiendo —repuso Alcuino—. Deberíamos encontrar algo.

—Aún faltan por comprobar los polípticos de Kohl.

—Eso es lo malo. Sus transacciones no figuran en ningún políptico.

—¿Entonces?

—Tiene que haber algo. Ha de haberlo —repitió, abriendo otra vez los códices.

Volvieron a repasarlos con el mismo resultado. Finalmente, Alcuino se dio por vencido.

—¿Puedo quedarme un poco más? —solicitó ella. En la cuadra sólo le esperaba el olor a estiércol.

Alcuino la miró extrañado.

—¿Seguro que deseas proseguir? —Ella se lo confirmó—. En tal caso dormiré aquí al lado —dijo señalando un banco.

El hombre se amoldó a la rigidez del mueble, que crujió bajo su peso. Luego entornó los ojos lacrimosos y comenzó unos rezos que poco a poco se fueron transformando en ronquidos. A Theresa le complació contemplarle, pero enseguida se volvió hacia el primer volumen que empezó a leer con los cinco sentidos. Apuntó los nombramientos y ceses de los almaceneros, las reparaciones de los molinos y los beneficios que en cada estación reportaba la venta de trigo. Sin embargo, transcurrida la primera hora, comenzó a ver las letras como un desordenado reguero de insectos.

Dejó el volumen y se puso a pensar en Hóos. Seguramente él estaría durmiendo, o tal vez permaneciese en vela, como ella, acordándose de la noche anterior y deseando regresar a su lado para viajar juntos hasta Aquis-Granum. ¿Tendría frío? Ojalá estuviese a su lado para abrazarle. Después recordó a su padre y el corazón se le encogió. Cada día que pasaba, más lo echaba de menos.

Un crujido la alertó de sus divagaciones. Se giró y vio a Alcuino intentando acomodar su cuerpo espigado a la dureza del banco. El religioso siguió roncando.

Continuó la tarea, intercalando la lectura con algún intento vano de rebañar la sopa que había quedado en el plato. Avanzó con lentitud repitiendo cada una de sus anotaciones, hasta que de repente algo extraño le llamó la atención. No era el texto. Acercó la luz a uno de los pliegos y pasó la yema de los dedos por una superficie de un color diferente de las demás. De nuevo lo acarició, comprobando la distinta rugosidad de los pliegos restantes. Acercó otra vela para observarlo con detalle. Su aspecto era más claro, más limpio y suave.

Reconocía aquel tacto. Rápidamente buscó la hoja que complementaba el pliego. No estaba rasgada, lo cual significaba que no había sido añadida ni cortada. Los pliegos estaban cosidos en cuadernillos de hojas dobles que permanecían unidas por el plisado donde se pespunteaban. Encontró la segunda hoja del pliego. Era igual a las demás, rugosa y oscura. Igual de avejentada.

Sólo cabía una explicación, y ella la conocía porque la había practicado decenas de veces. Cuando un pergamino se emborronaba, podía recuperarse raspándolo hasta eliminar la piel manchada. Si se trabajaba no sólo la mancha, sino todo el pliego, volvía a lucir como nuevo, quedando en disposición de ser reutilizado. Sin embargo, su grosor disminuía y su color se alteraba. Los escribas lo denominaban palimpsesto.

Miró de nuevo el pliego suave. La letra también lucía distinta a la de las hojas contiguas. Sin duda había sido escrita con bastante posterioridad.

Se preguntó por qué razón habrían raspado toda una página.

Por un momento pensó en despertar a Alcuino, pero decidió esperar. Recordó entonces que en el taller de Korne, jugando a adivinar cuál había sido el texto borrado, empleaban ceniza húmeda para revelar las marcas dejadas por la pluma sobre la hoja posterior. A veces no lo conseguían porque las marcas del nuevo texto se entremezclaban con las anteriores. Sin embargo, todos los amanuenses sabían que antes de escribir sobre una hoja ya enmendada, debían colocar una tablilla para evitar que quedaran marcas en el pliego de abajo.

Extrajo un puñado de ceniza del hogar y se santiguó. Luego aplicó la ceniza en círculos sobre la hoja de abajo y la friccionó suavemente, hasta convertirla en un polvo gris que desapareció al primer soplo. Levantó el códice, lo puso al trasluz y ante sus ojos apareció un pequeño texto en blanco.

Anotó en su tablilla de cera:

En las calendas de febrero del año 796 de Nuestro Señor Jesucristo.

Bajo el auspicio de Beocio de Nantes, abad de Fulda, siendo garante Carlos el llamado Magno, rey de los francos y patricio de los romanos.

Hecha transacción y venta depreciada se refleja la misma de seiscientos modios de centeno, doscientos de cebada y cincuenta de espelta enviados al condado de Magdeburg.

Pagados en dinero a esta abadía con cuarenta sueldos de oro, por ley de Dios.

Que el Todopoderoso proteja a Magdeburg de la plaga.

El resto del párrafo hacía referencia a la apertura de un camino vecinal, que coincidía con lo reescrito sobre el pliego raspado.

Un sentimiento de alegría la sacudió desde el estómago hasta las orejas. De inmediato avisó a Alcuino y le puso al corriente del descubrimiento.

—Por Dios, despertarás al cabildo entero —dijo éste aún medio dormido.

Mientras ella le ampliaba los detalles, Alcuino examinó el códice con avidez. Después miró asombrado a Theresa.

—No es una compra, sino una venta. Además este precio… Cuarenta sueldos es demasiado barato.

—Pero hace referencia a una plaga, y si no fuera importante, no lo habrían ocultado —argumentó ella.

—También podría ocurrir que, aun siendo trascendente, no guarde relación con la epidemia. Sin embargo, déjame pensar: Magdeburg… Magdeburg… Hace dos años… ¡Por todos los santos! ¡Eso es!

Corrió a la biblioteca y sacó el archivo que recopilaba los últimos capitulares publicados por Carlomagno. Luego examinó las páginas como si supiera exactamente lo que buscaba.

—Aquí está: decreto de ayuda fechado en enero del mismo año. —Lo leyó entre dientes rápidamente—. Regula el envío y el precio de alimentos al condado de Magdeburg. No especifica los motivos, pero recuerdo que en esa fecha una plaga asoló la frontera de Ostfalia, a orillas del Elba.

—¿Y eso qué significa?

—Magdeburg fue sitiado por los sajones durante uno de los inviernos más duros que se recuerdan. Los insurrectos quemaron las reservas de grano, provocando una hambruna que continuó tras la llegada de las tropas de Carlomagno. Para paliarlo, el propio rey ordenó el envío de cereal desde los condados cercanos a un precio inferior al estipulado. Nunca se supo el origen de la epidemia.

—Pero ¿por qué alguien eliminaría ese dato del políptico y, sin embargo, dejaría el capitular intacto?

—Porque son cosas diferentes. Al fin y al cabo, el capitular sólo recoge un decreto de ayuda sin especificar el motivo que la originó. Sin embargo, la página del políptico establecía una relación entre la plaga y la abadía.

—Una relación limitada a la venta de cereal —observó ella.

—A algún cabo hemos de agarrarnos.

—Pues estiremos del cabo, y agarremos al diablo.

Capítulo 16

En un rincón de la cuadra, Theresa soñó con Hóos, confortada por el olor dulzón del estiércol. Por la mañana despertó con el trasiego de los animales que relinchaban y ventoseaban como si se encontraran solos. Se desperezó con el pelo enmarañado por la paja, separó las mantas que Alcuino había preparado a modo de cortinas y se encaminó hacia los abrevaderos. El agua estaba helada, pero su cara se lo agradeció. Cuando terminó de asearse advirtió que Alcuino la miraba desesperado.

—No entiendo a qué tanta limpieza. ¡Vamos, mujer! Tenemos trabajo.

Le contó que después de que ella se retirara, él había acudido a la abadía para interrogar a un par de frailes que podían saber algo. Según le contaron recién despertados, Boecio, el anterior abad, había sufrido un ataque de locura que le condujo a una muerte prematura.

—Eso ocurrió poco después de la transacción del cereal. Por lo visto, se desató una disputa por la sucesión de la abadía en la que se vieron involucrados Racionero, por entonces tesorero y responsable de los suministros, y Juan Cristosomo, prior de la abadía, que a la postre fue el elegido. No me contaron mucho más, pero logré averiguar quién fue el boyero que realizó el transporte del grano. Te parecerá extraño, pero resulta que el Marrano no es tan tonto como pensábamos.

De regreso a la biblioteca se detuvieron en las cocinas para proveerse de gachas y leche. Theresa depositó los alimentos en una bandeja que encontró entre las decenas de cacharros. Le extrañó que las dependencias se viesen tan descuidadas.

—También me lo parece a mí —concedió Alcuino—. Es obvio que sobra faena, o faltan manos.

Theresa aprovechó para insistir sobre Helga
la Negra
.

—Tal vez pudierais emplearla aquí. Maneja bien los fogones, y es limpia como pocas.

—¿Limpia, una
prostibulae?
¿Una perdida que se amanceba por dinero?

—Es limpia con la comida. Si hicierais por admitirla, la ayudaríais a que abandonara ese comportamiento tan obsceno. Además, está lo de su preñez. ¿Acaso un niño debe arrastrar la culpa de sus progenitores?

Alcuino guardó silencio. Era opinión común que los retoños de las prostitutas nacían ya marcados por el diablo, pero él no compartía tamaño despropósito. Tosió un par de veces antes de anunciar que se lo plantearía al obispo.

—Aunque no te prometo nada —añadió—. Y ahora, volvamos al trabajo.

Una vez en el
scriptorium
, Alcuino descubrió un enorme pliego inmaculado que extendió sobre la mesa. Luego comenzó a escribir sobre él sin cuidado, como si se lo hubieran regalado.

—Repasemos detenidamente la situación: por una parte nos encontramos ante unas muertes que, según sabemos, obedecen a la ingesta de cereal contaminado. Un grano que, al parecer, se muele, o al menos transita por el molino de Kohl. —Theresa asintió—. Y por otra, asistimos a la venta, hace dos años, de una abundante partida de cereal a un condado en el que, con anterioridad o posterioridad a la transacción, se desató una extraña plaga. Por desgracia, las únicas personas que podrían habernos aclarado algo, o bien han muerto, cual es el caso de Boecio, el antiguo abad, o bien están detenidas y acusadas de asesinato, cual sería el caso del Marrano.

—Una venta que, no olvidemos, alguien trató de ocultar no hará demasiado tiempo.

—Así es. Bien observado. —Se detuvo un instante para reflexionar—. Mi teoría es que la plaga de Magdeburg, sin duda atribuida por sus habitantes al asedio, en realidad obedeció al consumo de trigo contaminado por las duras condiciones invernales. Tal corrupción sería notoria para los molineros del condado, quienes obviamente prefirieron consumir el grano a morir de inanición. Con la llegada de las tropas de Carlomagno y el restablecimiento de los suministros, es de suponer que el grano contaminado fue destruido.

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