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Authors: Antonio Garrido

La escriba (24 page)

BOOK: La escriba
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—Pero ¿qué os hace suponer que residía en Würzburg? —La procesión terminó y reanudaron el paso.

—El que no vivías en Fulda era obvio, pues ni siquiera conocías el aspecto del boticario. Así pues, sólo cabía considerar una villa de los alrededores, ya que con este temporal sería impensable que procedieses de un lugar más lejano. Las tres ciudades más próximas son Aquis-Granum, Erfurt y Würzburg. Si hubieses vivido en Aquis-Granum, sin duda yo lo habría sabido, puesto que resido allí. En Erfurt no existe taller
de percamenarius
, luego por simple eliminación, fue fácil elegir Würzburg.

—¿Y lo del incendio?

—He de admitir que en eso fui más atrevido. Al menos, al señalarlo como la causa de tu huida. —Se dio la vuelta y continuó caminando sin concederse importancia—. Tus ropajes y tus brazos aparecen salpicados de pequeñas quemaduras, que pese a lo dispersas, se aprecian de igual aspecto: exiguas y puntuales, señal de que se produjeron en un único suceso. De su naturaleza y extensión se desprende que se originaron durante un incendio, o al menos durante un gran fuego, ya que las marcas se encuentran diseminadas tanto por delante como por detrás del vestido. Además, las quemaduras de los brazos aún no han cicatrizado, de modo que el suceso hubo de tener lugar hará poco más de cuatro semanas.

Theresa lo miró sin dar crédito. Aunque sus explicaciones sonaran razonables, seguía sin creer que alguien pudiera inducir tanta información con un simple vistazo. Apresuró el paso rodeando un jardincillo que conducía a un edificio achaparrado.

—Pero ¿y lo de las chuletas cómo pudisteis averiguarlo? Cuando se las di, me encontraba a solas con el cirellero.

—Eso fue lo más fácil —dijo entre risas—. Cuando ese glotón te acompañó hasta la residencia de los optimates, no esperó a que entrases para sacar la segunda chuleta y comérsela de tres bocados. Lo vi desde la ventana en que aguardaba tu llegada.

—Sin embargo, eso no significa que fuera yo quien se las entregara. Y menos aún, a cambio de que me franqueara la entrada…

—También eso tiene una explicación: los benedictinos no podemos comer carne porque así lo prohíbe la regla de san Benito. Sólo en determinados casos se autoriza a los enfermos, y desde luego, ése no es el caso del cirellero. Así pues, alguien ajeno a la abadía tuvo que proporcionarle las chuletas. Cuando él llegó al edificio ya venía masticando, cosa extraña porque era la hora
tercia
y en el monasterio sólo se realizan dos comidas al día, la primera antes de maitines, y la segunda, la cena, antes de
tercia
. De ahí lo de la primera chuleta, que supe que era tal, al ver cómo escupía un trozo de hueso. Por lo demás, ayer me trajiste un pastel de carne como regalo, luego era lógico especular que hoy repetirías el mismo acto. —Se agachó para enderezar una lechuga que nacía torcida—. Por si ello no fuera suficiente, antes de comenzar a escribir el texto te limpiaste las manos en un paño y dejaste un rastro de grasa al que pronto acudieron un par de moscas. Y no creo que una muchacha con tan buena educación se presentase así de sucia ante un presunto boticario.

Theresa guardó silencio aturdida. Seguía costándole aceptar que Alcuino no se sirviera de las artes de la brujería para aquellas adivinaciones, pero no tuvo ocasión de replicar porque un olor azufrado le avisó que estaban llegando al hospital de la abadía.

Antes de entrar, Alcuino le solicitó brevedad en la visita.

El hospital constaba de una sala amplia y oscura, con dos hileras de camas, en su mayoría ocupadas por frailes demasiado decrépitos para servirse por sí mismos. También disponía de una habitación pequeña donde descansaban los cuidadores y una estancia anexa destinada a los enfermos externos al monasterio. Alcuino le explicó que, pese a lo que hubiera oído, seguían atendiendo a los lugareños. Al instante se personó un fraile grueso que les informó que Hóos se había levantado para evacuar y caminar un poco, pero que se había cansado y acostado de nuevo. También les dijo que había desayunado pan de trigo con un poco de vino. Alcuino respondió con mala cara, indicándole que en adelante cuidaran de suministrar tan sólo pan de centeno. No obstante, se alegró al conocer que no había escupido sangre desde su última visita. Mientras Alcuino se interesaba por los otros pacientes, Theresa se acercó al camastro de Hóos, donde permanecía cubierto por una gruesa piel y un velo de sudor en el rostro. Le rozó el cabello con la mano y el joven abrió los ojos. La muchacha le sonrió, aunque él tardó en reconocerla.

—Dicen que pronto te recuperarás —lo animó.

—También dicen que este vino es bueno —respondió Hóos con otra sonrisa—. ¿Qué haces vestida con una toga de novicio?

—Tuve que ponérmela. ¿Necesitas alguna cosa? No puedo quedarme mucho tiempo.

—Curarme es lo que necesito. ¿Sabes cuántos días me tendrán aquí? Odio a los curas casi más que a los matasanos.

—Supongo que hasta que te recuperes. Por lo que he oído, al menos una semana, pero vendré a verte a menudo. A partir de hoy trabajo aquí.

—¿Aquí, en el monasterio?

—Así es —sonrió—. No sé bien de qué, pero creo que como escriba.

Hóos asintió con la cabeza. Parecía muy cansado. En ese momento Alcuino se acercó para interesarse por su estado.

—Me alegro de tu mejoría. Si sigues así, en una semana estarás cazando gatos, que es lo único que encontrarás por los alrededores de esta abadía —le informó.

Hóos volvió a sonreír.

—Ahora hemos de marcharnos —agregó Alcuino.

A Theresa le habría gustado besarle, pero se despidió con una mirada rebosante de ternura. Antes de partir, Alcuino instruyó al enfermero sobre el tratamiento que debía aplicar al joven durante el resto del día. Luego le indicó a Theresa el camino hasta la salida de la abadía. Mientras la acompañaba le informó de que los fundamentos de una ciencia, o
theorica
, suministraban los elementos necesarios para llevar a cabo
su practica
, y que el conocimiento de ambos componentes —
theorica y practica—
mejoraba la
operado
, o práctica cotidiana.

—Al menos, así debería suceder en el arte de la medicina. Y del mismo modo —añadió—, también en la escritura.

A ella le extrañó que un mismo fraile conociese de dos artes tan dispares, escritura y medicina, pero después de lo visto con su capacidad adivinatoria, no quiso hacerse demasiadas preguntas.

Una vez en la puerta, Alcuino se despidió de ella y la emplazó para el día siguiente, a primera hora de la mañana.

Cuando llegó a casa de Helga, la encontró llorando tendida sobre la cama. La estancia aparecía revuelta, las sillas volcadas y restos de vasos y jarras de loza esparcidos por todas partes. Trató de consolarla, pero Helga ocultó la cabeza entre los brazos como si su mayor interés fuese que Theresa no le viera la cara. La joven la abrazó sin saber cómo reconfortarla.

—Debería haber matado a ese cabrón cuando me dio la primera paliza —dijo por fin entre sollozos la Negra.

Theresa humedeció un trapo en agua para limpiarle la sangre reseca. Tenía un párpado abierto y los labios reventados, pero más que por el dolor parecía llorar de rabia.

—Deja al menos que te lave —le pidió.

—¡Maldito sea mil veces! ¡Maldito sea!

—Pero ¿qué ha ocurrido? ¿Quién te ha pegado?

La Negra rompió a llorar desconsoladamente.

—Estoy encinta —sollozó—. De un cabronazo que casi me mata.

Le contó que, pese a tomar precauciones, no era la primera vez que la dejaban preñada. Al principio había seguido los consejos de las parteras: desnudarse, embadurnarse en miel y revolcarse sobre un montón de trigo; luego recoger con cuidado los granos adheridos al cuerpo y molerlos manualmente al contrario que de la forma habitual, de izquierda a derecha. Con el pan resultante se alimentaba al varón con el que se iba a copular, a quien de esa forma se le castraban los fluidos germinales, pero ella era más fértil que una familia de conejas, y a pesar de los remedios, a poco que se descuidara volvía a quedarse preñada.

A sus dos primeros hijos los había dejado morir nada más nacer, porque eso era lo que solían hacer las madres solteras. Los otros embarazos terminaron antes de parto, merced a una vieja que consiguió hacerla abortar introduciéndole una pluma de pato entre las piernas. Sin embargo, el último año había conocido a Widukindo, un leñador casado a quien no pareció importarle su oficio de prostituta. Él le decía que la quería, y disfrutaban como muchachos cuando se metían en la cama. En cierta ocasión, él le había dicho que repudiaría a su mujer para casarse con ella.

—Por eso, al faltarme el segundo menstruo, pensé que se animaría. Y, sin embargo, ya ves: cuando se lo conté, se enfureció como si le hubiese robado el alma y la emprendió a golpes llamándome puta y artera. El muy embustero… ¡Ojalá se le pudra cuanto le cuelga, y si un día quiere tener hijos, que sea luciendo una cornamenta!

Theresa siguió a su lado hasta que dejó de llorar. Más tarde se enteró de que Widukindo le había pegado otras veces, pero nunca tan brutalmente como aquel día. También supo que muchas madres sin recursos mataban a sus recién nacidos antes de tener que ofrecerlos como esclavos.

—Pero a éste me gustaría tenerlo —le confió la Negra mientras se acariciaba el vientre—. Desde que perdí a mi marido, lo único que he parido han sido problemas.

Entre las dos arreglaron la taberna. Theresa le contó que Hóos había mejorado de sus heridas aunque todavía debería permanecer en el monasterio. Añadió que Alcuino de York le había referido su extrañeza por la plaga que azotaba la villa.

—Tiene razón. Pero es una enfermedad extraña que al parecer sólo afecta a los acaudalados —apuntó Helga.

A mediodía comieron puré de legumbres hervidas con agua y harina de centeno. El resto de la tarde lo pasaron hablando de partos, niños y embarazos. Ya a última hora, Helga le confesó que se había prostituido para ganarse la vida. En realidad, una noche, al poco de enviudar, un desconocido entró en su casa y la violó hasta dejarla hecha un despojo. Cuando los vecinos se enteraron, le volvieron la espalda negándole el pan y la palabra. Nadie le ofreció trabajo, así que hubo de ganarse la vida de aquel modo tan humillante.

Se acostaron pronto porque a la Negra le dolía la cabeza.

Aún no había amanecido cuando Theresa abandonó la taberna, provista de sus tablillas colmadas con cera nueva. Escarchaba. En la primera esquina se arrebujó la toga que Alcuino le había proporcionado porque el viento arreciaba. Luego corrió por las callejas temiendo extraviarse y llegar tarde a su primer día de trabajo. Cuando alcanzó el monasterio, el cirellero le abrió nada más reconocerla. Luego la acompañó hasta el edificio de los optimates, donde Alcuino la esperaba junto a la entrada.

—¿Hoy no traes chuletas? —sonrió.

La acompañó a la misma sala del día anterior, que Theresa encontró más iluminada merced a unos velones dispuestos alrededor de la mesa. Enseguida advirtió que habían añadido al mobiliario un
scriptorium
recién aceitado, sobre el cual descansaban un códice, un tintero, un cuchillo y varias plumas afiladas.

—Tu lugar de trabajo —anunció Alcuino señalando el pupitre con la palma de la mano—. De momento permanecerás aquí practicando la copia de textos. No podrás abandonar la sala a menos que yo lo autorice, y desde luego, cuando lo hagas, será siempre acompañada. Más adelante, cuando le comunique al obispo Lotario que te he acogido como ayudante, nos trasladaremos al cabildo. —Se retiró un momento y regresó con dos vasos de leche—. A mediodía visitaremos brevemente a Hóos. Podrás comer en las cocinas siempre y cuando me avises con tiempo. Si en mi ausencia necesitases cualquier cosa, comunícaselo a alguno de mis auxiliares. Bien. Ahora he de atender otros asuntos, de modo que antes de empezar con las notas, quisiera que copiaras unas páginas de este códice.

Theresa hojeó el ejemplar con curiosidad. Se trataba de un volumen grueso de reciente manufactura, con cubierta de cuero repujada en oro y miniaturas bellamente iluminadas. En palabras de Alcuino, un valioso ejemplar del
Hypotyposeis
de Clemente de Alejandría, una copia de un códice italiano traducido del griego por Theodoro de Pisa, que como tantos otros códices circulaba de abadía en abadía para su reproducción por los diferentes copistas. Observó que la letra era diferente de la habitual, más pequeña y fácil de leer. Alcuino la catalogó como un nuevo tipo de caligrafía sobre la que llevaba tiempo trabajando.

Mientras examinaba el texto, cayó en la cuenta de que Alcuino no había acordado ninguna clase de compensación por el desempeño de su nuevo empleo. Sabía que él se estaba ocupando de Hóos, y no pretendía resultar desagradecida, pero en cuanto se le acabase el dinero obtenido con la cabeza del oso, precisaría lo necesario para pagarse el alojamiento y la comida. No sabía cómo plantearlo, pero Alcuino pareció leerle el pensamiento.

—En cuanto a tu remuneración —le informó—, me comprometo a suministrarte dos libras de pan diarias más las hortalizas que necesites. Además, también puedes quedarte con la toga que llevas, y te proporcionaré un par de zapatos nuevos para que no te resfríes.

A Theresa le pareció suficiente, pues según sus cuentas, sólo estaría ocupada hasta la hora de la cena. En el caso del monasterio, ésta tenía lugar después del oficio de
nona
, unas seis horas después del mediodía, lo cual significaba que aún dispondría de varias horas para ayudar a Helga en la taberna.

Se sentó en el pupitre y comenzó a escribir. Alcuino la observó mientras se arropaba con un abrigo de lana.

—Si en mi ausencia necesitaras visitar a Hóos, pregunta por mi acólito y enséñale este anillo. —Le entregó un arete de bronce de aspecto deslucido—. Él te escoltará. Yo regresaré en un par de horas para comprobar tus adelantos. ¿Te gusta la sopa?

—Sí, claro.

—Diré que te preparen un plato en la cocina. —Y se marchó, dejándola a solas con el texto.

Le había explicado que su horario se ajustaría a las cadencias de los sagrados oficios, los cuales tenían lugar cada tres horas. La actividad en el monasterio comenzaba al amanecer, tras el oficio
deprima
. Entonces se desayunaba, y después cada monje se dedicaba a sus tareas. Sobre las nueve venía el oficio de
tercia
, coincidiendo con la misa capitular, momento en que ella empezaría su tarea. Tres horas más tarde, a las doce, tenía lugar el oficio de
sexta
, justo después de la comida de mediodía. A las tres de la tarde se celebraba el de
nona, y
luego a las seis, el de
vísperas
. Se cenaba y a las nueve se volvía a la iglesia para
completas
. Le dijo que terminaría la jornada según las hojas que avanzara cada día.

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