—Y ¿de qué se trata? —añadí tras breve pausa—. De franquear algunos grados en latitud cuando la mar es navegable, cuando la estación nos asegura dos meses de buen tiempo, y cuando nada tenemos que temer del invierno austral, cuyos rigores yo no os pido que desafiéis. ¿Dudaremos, cuando la
Halbrane
está bien aprovisionada, su tripulación completa y sin ningún enfermo a bordo? ¿Nos atemorizarán imaginarios peligros? ¿No tendremos valor para ir más allá?…
Y mostré el horizonte del Sur, mientras que Dirk Peters le mosteaba también, sin pronunciar una palabra, con ademán imperativo que hablaba por él.
¡Siempre los ojos fijos en nosotros, y tampoco respuesta esta vez!
Seguramente, la goleta podría, sin gran imprudencia, aventurarse por aquellos parajes, durante ocho o nueve semanas. Estábamos a 26 de Diciembre, y en Enero, Febrero, y aun Marzo, se habían efectuado las expediciones anteriores, las de Bellingshausen, Biscoe, Kendal, Weddell, los que habían podido volver hacia el Norte antes que el frío les cerrase toda salida.
Además, si sus navíos no se habían aventurado tanto en las regiones australes como yo había pretendido de la
Halbrane,
no habían sido favorecidos, como nosotros podíamos esperar serlo, en tales circunstancias.
Hice valer estos diversos argumentos, espiando una señal de aprobación…, que nadie hacía.
Silencio absoluto… Bajos todos los ojos.
Y, sin embargo, yo no había pronunciado una sola vez el nombre de Arthur Pym, ni apoyado la proposición de Dirk Peters. De hacerlo, ¡qué encogimientos de hombros no hubieran respondido, y, tal
vez,
qué amenazas contra mi persona!
Preguntábame yo si había o no conseguido llevar mis sentimientos al alma de mis compañeros, cuando el capitán Len Guy tomó la palabra.
—Dirk Peters —dijo—, ¿afirmas que Arthur Pym y tú, después de vuestra partida de la isla Tsalal, habéis entrevisto tierras en dirección Sur?
—Sí… Tierras…— respondió el mestizo—, islas o continente… Compréndame…; y allí… yo creo, estoy seguro que Pym, el pobre Pym, espera que se vaya en su socorro…
—Allí esperan también, quizás, William Guy y sus compañeros —exclamé, a fin de llevar la discusión a mejor terreno.
Y realmente, ¡aquellas tierras eran un punto tan fácil de tocar!…
La
Halbrane
no navegaría a la ventura… Iría adonde era posible que se hubiesen refugiado los sobrevivientes de la
Jane…
El capitán Len Guy no volvió a hacer uso de la palabra sino después de haber reflexionado algunos, instantes.
—Y más allá del 84 grado, Dirk Peters —dijo—, ¿es cierto que el horizonte está cerrado por esa cortina de vapores, de la que en el libro de Edgard Poe se habla? ¿La has visto tú con tus propios ojos, y también esas cataratas aéreas y ese abismo en el que se perdió la canoa de Arthur Pym?
Después de mirarnos a unos y a otros, el mestizo meneó su enorme cabeza.
—No sé… —dijo—. ¿Qué me pregunta usted, capitán? ¿Una cortina de vapores? Sí… Tal vez… y también apariencias de tierra hacia el Sur…
Evidentemente, Dirk Peters no había leído el libro de Edgard Poe, y hasta era probable que no supiera leer. Después de haber entregado el diario de Arthur Pym, él no se había preocupado de su publicación. Retirado a Illinois primero, y a las Falklands después, nada sospechaba del ruido que la obra había hecho, ni del fantástico e inverosímil desenlace dado por nuestro gran poeta a aquellas aventuras.
Y, además, ¿no era posible que Arthur Pym, con su propensión a lo sobrenatural, hubiera creído ver cosas prodigiosas, únicamente debidas al exceso de su imaginación?
Entonces, y por primera vez, desde el principio de esta discusión, se oyó la voz de Jem West. Yo no hubiera podido decir si el lugarteniente era de mi opinión y si mis argumentos le habían convencido. El se limitó a preguntar.
—Capitán… Espero sus órdenes.
El capitán Len Guy se volvió a la tripulación. Antiguos y nuevos le rodeaban, mientras Heame permanecía un poco apartado, dispuesto a intervenir si consideraba oportuna su intervención.
El capitán Len Guy interrogó con la mirada al contramaestre y a sus compañeros, con los que podía contar. Ignoro si en su actitud notó aquiescencia a la continuación del viaje; pero lo oí murmurar:
—¡Si no dependiese más que de mí!… ¡S todos me asegurasen su concurso!
En efecto: sin una conformidad común no era posible lanzarse a nuevas aventuras.
Heame tomó entonces la palabra, y, con rudeza, dijo:
—Capitán. Hace dos meses que abandonamos las Falklands… ¡Mis compañeros fueron reclutados para una navegación, que no debía conducirles más allá del banco de hielo, más lejos de la isla Tsalal!
—¡No es así! —exclamó el capitán Len Guy, excitado por la declaración de Hearne—. ¡No es así! ¡Yo os he reclutado para una campaña que tengo derecho a seguir hasta donde me plazca!
—Perdón, capitán —respondió Heame secamente—; pero hemos llegado donde ningún navegante ha llegado nunca; donde jamás se ha arriesgado ningún navío, salvo la
Jane.
Así, mis compañeros y yo pensamos que conviene volver a las Falklands antes de la mala estación. De allí, usted puede volver a la isla Tsalal y hasta llegar al polo, si eso le agrada.
Un murmullo de aprobación se dejó oír. No había duda que Hearne traducía los sentimientos de la mayoría, que precisamente estaba formada por los nuevos reclutados. Ir contra su opinión, exigir obediencia de aquellos hombres mal dispuestos a obedecer, y en estas condiciones aventurarse al través de los lejanos parajes de la Antártida, hubiera sido acto de temeridad, y hasta acto de locura, que hubiera traído alguna catástrofe.
Jem West intervino, y adelantando hacia Hearne le dijo con voz amenazadora:
—¿Quién te ha dado permiso para hablar?
—El capitán nos preguntaba —replicó Heame—. Yo tenía el derecho de responder.
Y estas palabras fueron pronunciadas con tal insolencia, que el lugarteniente, tan dueño de sí por costumbre, se disponía a dar libre curso a su cólera, cuando el capitán le detuvo con un gesto y dijo:
—¡Cálmate, Jem! Nada haremos a no estar todos de acuerdo.
Después, dirigiéndose al contramaestre, añadió:
—¿Qué opinas tú, Hurliguerly?
—Es muy sencillo —respondió el contramaestre—. Yo obedeceré las órdenes de usted, sean las que sean. Nuestro deber es no abandonar a Williarn Guy y a sus compañeros mientras probabilidad de salvarles.
El contramaestre se detuvo un instante, mientras varios marineros, Drap, Rogers, Gratián, Stem y Burry, daban inequívocas muestras de aprobación.
—En lo que concierne a Arthur Pym —añadió.
—No se trata de Arthur Pym —interrumpió vivamente el capitán—, sino de mi hermano William Guy, y de sus compañeros.
Y como yo viera que Dirk Peters iba a protestar, le cogí por un brazo, y aunque temblase de cólera, se calló.
¡No!… No era oportuno momento para volver al caso de Arthur Pym. Creí que no había más recurso que fiar en el porvenir, aprovecharse de las circunstancias de aquella navegación y arrastrar a los marineros inconscientemente. Sin embargo, creí deber ayudar a Dirk Peters de una manera directa.
El capitán Len Guy continuó su interrogatorio. Quería conocer los nombres de aquellos con quienes podía contar. Todos los antiguos aceptaron sus proposiciones, y se comprometieron a no discutir jamás sus órdenes y a seguirle tan lejos como a él le conviniera. Estos valientes fueron imitados por algunos de los reclutados, tres solamente, de nacionalidad inglesa. No obstante, parecióme que la mayoría, participaba de la opinión de Heame. Para ellos la campaña de la
Halbrane
había terminado en la isla Tsalal. De aquí el que se negasen a ir más lejos o hiciesen demanda formal de poner el cabo al Norte, a fin de franquear el banco de hielo en la época más favorable de la estación.
Eran unos veinte los que tal pretendían, y Heame había interpretado sus sentimientos. Obligarlos hasta a que ayudasen a las maniobras de la goleta cuando ésta se dirigiera al Sur, hubiera sido provocarles a la rebelión.
No quedaba más recurso que despertar su codicia. Entonces yo tome la palabra, y con voz firme, que a nadie hubiera autorizado para dudar de lo serio de mi proposición, les dije:
—¡Marineros de la
Halbrane,
escuchadme! Como diversos Estados han hecho en sus viajes de descubrimientos a las regiones polares, yo ofrezco una prima a la tripulación de la goleta. Os daré 2000 dollars por cada grado que alcancemos más allá del paralelo 84.
El ofrecimiento de 70 dollars por persona no dejaba de ser tentador, y comprendí que había tocado en lo vivo.
—Voy —añadí— a firmar ahora mismo este compromiso. El capitán Len Guy será vuestro mandatario, y las cantidades ganadas os serán entregadas a vuestro regreso, cualesquiera que sean las condiciones en que se efectúa.
Esperé el efecto de esta promesa, que no se hizo esperar.
—¡Hurra! —gritó el contramaestre a fin de despertar el entusiasmo de sus camaradas, que casi unánimemente unieron sus hurras a los de aquel.
Hearne no hizo oposición alguna. Siempre le quedaba el recurso de aconsejar a los demás en mejores circunstancias.
El pacto estaba hecho, y para conseguir mis fines hubiera sacrificado mayor suma.
Verdad que no estábamos más que siete grados del polo, austral, y si la
Halbrane
llegaba a él, no me costaría más que 14.000 dollars.
A primera hora del viernes 27 de Diciembre, la
Halbrane
puso el cabo al Suroeste.
El servicio de a bordo, marchó como de costumbre, con la misma obediencia y la misma regularidad. Entonces no era ni peligroso ni cansado. El tiempo era siempre bueno y la mar también. Si estas condiciones no transformaban los gérmenes de la insurrección, y yo lo esperaba, no encontrarían motivo para desarrollarse, y no habría dificultades. Además, el cerebro trabaja poco en las naturalezas groseras.
Los ignorantes no se abandonan nunca al fuego de la imaginación; encerrados en el presente, el porvenir no les preocupa.
Sólo el hecho brutal que les pone frente a la realidad les saca de su indiferencia.
¿Se produciría este hecho?
En lo que concierne a Dirk Peters, reconocida su identidad, ¿no debía de cambiar nada en su manera de ser, y continuaría tan poco comunicativo como de costumbre? Debo hacer presente que, después de la revelación, los marineros no parecía que sentían repugnancia por motivo de las escenas del
Grampus,
excusables, después de todo, dadas las circunstancias. Además, ¿podía olvidarse que el mestizo había arriesgado su vida por salvar la de Martín Holt? No obstante, él continuó separado del resto, comiendo en un rincón, durmiendo en otro… navegando «al largo de la tripulación». ¿Tenía, pues, para conducirse de tal modo, algún otro motivo que ignorábamos, y que tal vez el porvenir nos haría conocer?
Los persistentes vientos de la parte Norte, que habían arrastrado a la
Jane
hasta la isla Tsalal, y a la canoa de Arthur Pym a algunos grados más allá, favorecían la marcha de nuestra goleta. Amuras a babor, Jem West podía cubrirla de tela, utilizando la brisa fresca y regular. Nuestra roda hundía rápidamente aquellas aguas transparentes, y no lechosas, que dejaban blanca estela en la popa.
Después de la escena de la víspera, el capitán Len Guy había descansado algunas horas. ¡Por qué obsesionantes pensamientos había sido turbado este descanso! De una parte, la esperanza del resultado de las nuevas pesquisas; de otra, la responsabilidad de tal expedición al través de la Antártida. Cuando le vi, al siguiente día, sobre el puente, en el momento en que el lugarteniente se paseaba por la popa, nos llamó a los dos.
—Señor Jeorling —me dijo—, con la muerte en el alma me había decidido a elevar la goleta hacia el Norte. ¡Sentía que no había hecho cuanto tenía que hacer en favor de nuestros desgraciados compatriotas! ¡Pero comprendía que la mayor parte de los tripulantes se pondría en contra mía si yo intentaba arrastrarla más allá de la isla Tsalal!
—En efecto, capitán —respondí—. Tal
vez
hubiera estallado una rebelión a bordo.
—Rebelión que hubiéramos dominado —respondió fríamente Jem West— aunque fuese rompiendo la cabeza a ese Hearne, que no cesa de excitar a sus compañeros.
—Hubieras hecho bien —respondió el capitán Len Guy—. Pero, hecha tal justicia, ¿qué hubiera sido del acuerdo, del que tanta necesidad tenemos?
—Bien —dijo Jem—. Vale más que no haya habido necesidad de emplear la violencia… Pero, en lo sucesivo, que Hearne tenga cuidado conmigo.
—Sus compañeros —dijo el capitán— se han apaciguado con las primas que se les ha ofrecido. La generosidad del señor Jeorling ha producido buen efecto… Yo se lo agradezco.
—Capitán —dije—, en las Falklands le manifesté a usted mi deseo de asociarme pecuniariamente a su empresa. Se ha presentado la ocasión, que yo he aprovechado y nada tiene usted que agradecerme.
Consigamos nuestro objeto; salvemos a William Guy y a los cinco marineros de
la Jane…
Es todo lo que pido.
El capitán me tendió la diestra, que yo estreché cordialmente.
—Señor Jeorling —añadió—, habrá usted notado que la
Halbrane
no lleva el cabo al Sur, aunque las tierras entrevistas por Dirk Peters— o las apariencias de tierra por lo menos — estén en esa dirección.
—Lo he notado, capitán.
—Y a propósito de ello —dijo Jem West—, no olvidemos que la relación de Arthur Pym no contiene nada que se refiera a esas tierras del Sur, y que, en suma, no tenernos más datos que las declaraciones del mestizo.
—Es verdad, lugarteniente —respondí.
—Pero ¿hay motivo para dudar de lo que dice Dirk Peters? Su conducta desde que se embarcó, ¿no es para inspirar toda confianza?
—Nada tengo que reprocharle desde el punto de vista del servicio —replicó Jem West.
—Y no ponemos en duda ni su valor, ni su honradez —declaró el capitán Len Guy— y esta buena opinión la justifica, no ya su comportamiento a bordo de la
Halbrane
sino cuanto ha hecho cuando navegaba en el
Grampus
primero, y en
Jane
después.
—¡Buena opinión que merece! —añadí. No sé por qué, me sentía inclinado a tomar la defensa del mestizo.