La esfinge de los hielos (32 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: La esfinge de los hielos
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Esto era atacar a aquel ente original por su lado flaco, y yo estaba seguro de su apoyo. ¡Sí ! El lo intentaría todo para deshacer las maquinaciones de unos, despertar el valor de otros, vigilar sobre Dirk Peters. ¿Conseguiría que la rebelión no estallase a bordo?

Durante los días 13 y 14 no aconteció nada notable. La temperatura descendió de nuevo, lo que me hizo observar el capitán Len Guy mostrándome las numerosas bandadas de pájaros que no cesaban de remontar en la dirección Norte.

Mientras me hablaba comprendía yo que sus últimas esperanzas no tardarían en desaparecer. Y ¿por qué asombrarme de ello?

Del yacimiento indicado por el mestizo no se veía nada, y estábamos ya a más de ciento ochenta millas de la isla Tsalal. A todos los vientos del compás, el mar… nada más que el mar, inmenso, con su horizonte desierto, al que el disco solar se aproximaba desde el 21 de Diciembre, y que desfloraba el 21 de Marzo para desaparecer durante los seis meses de la noche austral. De buena fe, ¿podía admitirse que William Guy y sus cinco compañeros hubiesen podido franquear tal distancia sobre una frágil barca, y tuviéramos aun la probabilidad de recogerlos?

El 15 de Enero, una observación exactamente practicada dio 43° 13' de longitud y 88° 17' de latitud. La
Halbrane
estaba a dos grados del polo, menos de ciento veinte millas marinas.

El capitán no procuró ocultar el resultado de esta observación, y los marineros estaban bastante familiarizados con los cálculos de la navegación para comprenderla. Además, si se trataba de explicarles las consecuencias de ella, ¿no estaban allí Martín Holt y Hardie?

Además, ¿no estaba allí Hearne para exagerarlas hasta el absurdo?

Así, durante la tarde, no pude poner en duda que el
sealing–master
hubiera maniobrado de forma de sobrexcitar los espíritus. Los hombres, agrupados al pie del mástil de mesana, hablaban en voz baja, lanzándonos aviesas miradas.

Se celebraban conciliábulos. Dos o tres marineros vueltos a avante hacían gestos de amenaza. En fin, la escena acabó con murmullos tan violentos, que Jem West exclamó:

—¡Silencio!

Y avanzando, dijo con voz breve:

—¡El primero que abra la boca, se las entenderá conmigo!

El capitán Len Guy se había encerrado en su camarote. Pero a cada instante yo esperaba verlo salir, y después de lanzar una última mirada al largo, no dudaba yo que daría orden de virar.

Sin embargo, al siguiente día la goleta siguió la misma dirección. El timonel tenía siempre el cabo al Sur. Por desgracia (circunstancia muy grave), algunas brumas comenzaban a aparecer.

Confieso que yo estaba muy inquieto. Mis dudas aumentaban. ¡Era evidente que el lugarteniente no esperaba más que la orden de cambiar la barra! Por grande que fuera el disgusto del capitán Len Guy, éste no tardaría en dar la orden.

Hacía varios días que yo no había visto al mestizo, o por lo menos, que no había cambiado palabra con él. Evidentemente le habían puesto en cuarentena, y así que aparecía en el puente, todos se apartaban de él. Iba a ponerse de codos en la baranda, y los demás se dirigían a estribor. Sólo el contramaestre, afectando no alejarse, le dirigía la palabra. Verdad que sus preguntas quedaban sin respuesta.

Debo advertir, además, que a Dirk Peters no parecía preocuparle tal situación. Absorto en sus obsesionantes pensamientos, tal vez no advertía nada. Lo repito: si hubiera oído a Jem West gritar: «¡Cabo al Norte!», no sé a qué actos de violencia se hubiera entregado.

Como parecía evitar mi presencia, yo me preguntaba si no provenía esto de cierto sentimiento de reserva y «para no comprometerme más».

Sin embargo, en la tarde del 17 el mestizo manifestó intención de hablarme, y… ¡jamás! ¡No! ¡Jamás hubiera yo podido imaginar lo que iba a saber por aquella conversación!

Un poco fatigado, y no sintiéndome bien, acababa yo de entrar en mi camarote, cuyo tragaluz lateral estaba abierto, mientras el de atrás estaba cerrado.

Dieron un ligero golpe a la puerta.

—¿Quién es? —pregunté.

—Dirk Peters.

—¿Quiere usted hablarme?

—Sí.

—Voy a salir.

—Si usted quiere… Yo preferiría… ¿Puedo entrar en su camarote?…

—Entre usted.

El mestizo empujó la puerta y entró.

Sin levantarme del catre, sobre el que estaba extendido, le hice señal de que se sentara en el sillón. Dirk Peters permaneció en pie.

—¿Qué me quiere usted, Dirk Peters? —pregunté.

—Decirle a usted…, una cosa… Compréndame usted, señor, porque me parece bien que usted sepa…, que usted solamente sepa… En la tripulación no se puede nunca sospechar…

—Si es grave y si teme usted alguna indiscreción… ¿por qué decírmelo?

—¡Sí!… ¡Es preciso!… ¡Sí!… ¡Es preciso! ¡Imposible guardar esto!… ¡Pesa mucho!… ¡Cómo una roca!

Y Dirk Peters se golpeaba violentamente el pecho. Después, reprimiéndose, añadió:

—Si… Siempre tengo miedo de que se me escape durante el sueño…, que alguno lo oiga…, pues yo sueño con ello…

—¿Usted sueña? —respondí—. ¿Y con qué?

—¡Con él!… ¡Con él! Por esto duermo en los rincones… Solo…, por miedo de que se sepa su verdadero nombre.

Tuve entonces el presentimiento, que el mestizo iba tal vez a responder a una pregunta que yo no le había hecho aun; pregunta relativa a este punto obscuro: ¿por qué, después de haber abandonado Illinois, había ido a vivir en las Falklands bajo el nombre de Hunt?

Cuando le hice la pregunta, él respondió:

—No es eso… no…; no es eso lo que yo quiero…

—Insisto, Dirk Peters, y deseo saber, primeramente, por qué razón no ha permanecido usted en América, y por qué razón ha elegido usted las Falklands…

—¿Por qué razón, señor? Porque quería aproximarme a Pym, a mi pobre Pym; porque, esperaba encontrar en las Falklands una ocasión para embarcarme en un ballenero con destino a la mar austral.

—Pero ese nombre de Hunt…

—¡Yo no quería el mío!… ¡No!… ¡No quería el mío a causa del asunto del
Grampus
!

El mestizo acababa de hacer alusión a la escena efectuada a bordo del brick americano, cuando se decidió entre Augusto Bamard, Arthur Pym, Dirk Peters y el marinero Parker que uno de los cuatro sería sacrificado, a la suerte, para servir de alimento a los otros tres. Yo recordaba la resistencia de Arthur Pym, y cómo se vio obligado a no rehusar su papel en la tragedia que iba a representarse …tal es su propia frase—, y el horrible acto, cuyo cruel recuerdo debía de envenenar la existencia de todos los que habían sobrevivido.

Sí… Arthur Pym tenía en sus manos las pajas para la suerte… La más corta designaría a la víctima…; y habla de aquella especie de involuntaria ferocidad que él sintió de engañar a sus compañeros, de… hacer trampa… — ésta es la palabra que emplea— Pero no la hizo, y pide perdón por haber tenido tal idea… Póngase uno en su caso…

Después se decide y presenta su mano, que guarda las cuatro astillitas.

Dirk Peters saca el primero. La suerte le ha favorecido… Nada tiene que temer.

Arthur Pym piensa que existe una probabilidad más en contra suya.

Augusto Bamard saca a su vez… Salvo también.

Ahora Arthur Pym piensa que las probabilidades son las mismas para Parker y él.

En este momento toda la ferocidad del tigre se apodera de su alma… Siente contra su pobre compañero, su semejante, el odio más intenso y más diabólico…

Cinco minutos transcurren antes que Parker ose sacar.

Al fin Arthur Pym, con los ojos cerrados, ignorando si la suerte le ha favorecido o le ha sido contraria, siente que una mano coge la suya…

Era la mano de Dirk Peters… Arthur Pym acababa de escapar a la muerte.

Y entonces el mestizo se precipita sobre Parker, que es derribado de un golpe en la espalda… Sigue la espantosa contienda…, ¡y las palabras no tienen virtud bastante para conmover al espíritu con el completo horror de la realidad!…

¡Sí! Yo conocía esta horrible historia, no imaginaria, como largo tiempo había creído. He aquí lo que había pasado a bordo del
Grampus
el 16 de Julio de 1827, y era inútil que yo buscase la razón por la que Dirk Peters acababa de recordármela.

No iba a tardar en saberlo.

—Y bien, Dirk Peters —le dije—. Le pregunto a usted, puesto que había ocultado usted su nombre, ¿por qué le ha revelado cuando la
Halbrane
estaba anclada en la isla Tsalal?… ¿Por qué no ha conservado usted el de Hunt?

—Señor… Compréndame… Se dudaba de ir más lejos… Se quería retroceder… Estaba decidido…, y entonces pensé… ¡sí!… que diciendo que yo era Dirk Peter…, el compañero del pobre Pym…, se me escucharía…, se creería que aun estaba vivo…, se iría en su busca… Y, sin embargo…, era muy grave, pues era confesar que yo había matado a Parker… Pero el hambre… el hambre devoradora…

Vamos, Dirk Peters —respondí—. Usted exagera… ¡Si la suerte le hubiera sido adversa, usted hubiera sufrido la de Parker!… Realmente no se le puede acusar de un crimen…

—Señor… Compréndame usted. ¿Acaso la familia de Parker hablaría como usted lo hace?

—¿Su familia?… ¿Tenía parientes?

—Sí…; y por eso, en la relación, Pym le cambió el nombre… Parker no se llamaba Parker… Se llamaba…

—Arthur Pym ha obrado muy cuerdamente —respondí—, y en cuanto a mí, no quiero saber el verdadero nombre de Parker… Guarde usted ese secreto.

—¡No!… ¡Yo se lo diré a usted! ¡Esto me pesa demasiado! Y tal vez me aliviaré cuando le diga a usted…, señor Jeorling…

—¡No, Dirk Peters, no!…

—Se llamaba Holt… Ned Holt.

—¡Holt!… exclamé—. Lo mismo que nuestro maestro velero…

—Que es su propio hermano, señor…

—¡Martín Holt… hermano de Ned!

—¡Sí!… ¡Compréndame usted!… ¡Su hermano!

—Pero él cree que Ned Holt ha perecido, como los demás, en el naufragio del
Grampus…

—No fue así…; y si él supiera que yo… En aquel momento, una violenta conmoción me arrojó del catre.

La goleta acababa de dar tal sacudida sobre estribor, que faltó poco para que naufragase. Y oí una voz irritada que decía:

—¿Quién es el perro que está al timón? Era la voz de Jem West, y aquel a quien interpelaba de tal modo, Heame.

Me lancé fuera de mi camarote.

—¿Has abandonado la rueda? —repetía Jem West, que había cogido a Hearne por el cuello de la blusa.

—Lugarteniente… Yo ignoraba…

—¡Sí!… ¡Es preciso que la hayas dejado…, y por poco zozobra la goleta!…

Era evidente que Hearne, por uno u otro motivo, había abandonado un momento el timón.

—Gratián —gritó Jem West, llamando a uno de los marineros—, coge la barra… y tú, Heame, al fondo de la cala…

De repente se oyó el grito de «¡Tierra!», y todas las miradas se dirigieron al Sur.

XXII
¿TIERRA? …

Con esta palabra
encabeza
Edgard Poe el capítulo XVII de su libro, y me ha parecido oportuno colocarla al frente del capítulo XXII de mi relato entre una interrogación.

Esta palabra, caída de lo alto del palo de mesana, ¿designaba una isla o un continente? Y continente o isla, ¿no nos esperaba allí un desengaño? ¿Estarían allí los que íbamos a buscar? Y Arthur Pym… muerto indudablemente, a pesar de la afirmación de Dirk Peters, ¿había puesto la planta en aquella tierra?

Cuando este grito resonó a bordo de la
Jane
el 17 de Enero de 1828, día lleno de incidentes, el diario de Arthur Pym dice que fue en la forma siguiente:

—¡Tierra por la serviola de estribor! Tal hubiera podido ser a bordo de la
Halbrane.
En efecto: por el mismo lado se dibujaban ligeramente algunos contornos, por encima de la línea del cielo y del mar.

Verdad que la tierra que había sido anunciada en esta forma a los marineros de la
Jane
era el islote Bennet, árido, desierto, al que siguió, a menos de un grado al Sur, la isla Tsalal, fértil entonces, habitable, habitada, y en la que el capitán Len Guy esperaba encontrar a sus compatriotas. Pero, ¿qué sería para nuestra goleta, aquella tierra desconocida, cinco grados más al Sur en las profundidades de la mar austral? ¿Estaría allí el objeto tan ardientemente deseado, con tanta obstinación buscado? Allí los dos hermanos, William y Len Guy, ¿caerían uno en brazos del otro?

¿Se encontraba la
Halbrane
al término de un viaje, cuyo feliz éxito estaba asegurado por el repatriamiento de los sobrevivientes de la
Jane
? Repito que me sucedía lo que al mestizo. Nuestro objeto no era éste únicamente… Sin embargo, puesto que ante nosotros se presentaba tierra, preciso era inspeccionarla… Después veríamos.

El grito de tierra nos distrajo de nuestras cavilaciones. No pensé en la confidencia que Dirk Peters acababa de hacerme, y tal
vez
el mestizo la olvidó, pues se lanzó a proa, y sus miradas no se apartaban ya del horizonte.

En cuanto a Jem West, al que nada distraía de su servicio, reiteró sus órdenes. Gratián se puso al timón y Hearne fue encerrado en la cala.

Justo castigo, contra el que nadie debía protestar, pues la distracción o descuido de Hearne había comprometido por un instante a la goleta. Sin embargo, cinco o seis marinos de las Falklands dejaron escapar algunos murmullos. Un gesto del lugarteniente los hizo callar, y ellos volvieron a su puesto.

No hay que decir, que, al grito del vigía, el capitán Len Guy se había lanzado fuera de su camarote, y con mirada febril observaba aquella tierra, distante entonces unas diez o doce millas.

Repito que yo no pensaba ya en el secreto que Dirk Peters acababa de confiarme. Mientras tal secreto permanecía entre los dos —y ni él ni yo lo revelaríamos— nada había que temer. Pero si una desdichada casualidad hacía que Martín Holt supiese que el nombre de su hermano había sido sustituido por el de Parker…; que el infortunado no había perecido en el naufragio del
Grampus;
que, designado por la suerte, había sido sacrificado para impedir que sus compañeros murieran de hambre…; que Dirk Peters, a quien él, Martín Holt, debía la vida, le había muerto…

He aquí pues, la razón por la que el mestizo rehusaba obstinadamente la gratitud de Martín Holt; por qué huía de él…

La goleta marchaba con la prudencia que exigía una navegación sobre aquellos parajes desconocidos. Tal, vez allí había altos fondos, arrecifes a flor de agua, y se corría el riesgo de chocar con ellos. Un choque en las condiciones en que la
Halbrane
se encontraba, aun en el supuesto de que pudiera ser puesta a flote de nuevo, hubiera hecho imposible su regreso antes del invierno.

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