—Estoy cansado —susurró-. Muy cansado.
Aquellas palabras las murmuró para sí mientras contemplaba cómo se acercaban los cuatro engendros, chapoteando con sus enormes patas palmípedas. Pero Mikhon Tiq oyó aquella confesión de debilidad y volvió a tirar de él.
—¡Vamos! ¡Te llevaré a cuestas si hace falta!
Linar se lo sacudió de encima. Era increíble cómo recobraba las fuerzas cada vez que parecía a punto de desplomarse. Después alzó la vara de nuevo y gritó:
—¡Deteneos ahí mismo si no queréis que os destruya!
Uno de los monstruos abrió los quelíceros, y de su boca brotó un sonido estremecedor, una mezcla de estertor de ahorcado y gorgoteo de barro hirviente, que sin embargo se articuló en palabras. «Linar, Linar, espéranos. Somos tus hermanos.» Una segunda criatura sumó su inhumana voz a la primera. «Linar, hermano nuestro, aguarda.»
—¡Apartaos de mí! ¡Sois una abominación!
«Ven con nosotros. Estrecha nuestras manos.» Las criaturas avanzaban despacio, agitando las pinzas venenosas sobre sus informes cabezas. Linar levantó un muro de fuego, pero eran llamas débiles y frías y se apagaron cuando los monstruos las atravesaron. «Estás débil, hermano. Espéranos y te reconfortaremos.»
—¡Deja que te ayude, Linar!
El mago se volvió hacia Mikhon Tiq y le miró con tal ira que por debajo del parche negro brilló un destello rojizo.
—¡Ni se te ocurra!
Las negras filas que rodeaban la ciénaga se rompieron. Como una inmensa bandada de pájaros que levanta el vuelo, las criaturas que las formaban se lanzaron al pantano, saltando, corriendo, reptando. Había más lobos y licaones, coruecos e Inhumanos, y también jabalíes furiosos, licántropos babeantes, enormes serpientes del cieno, lagartos bípedos de aguzados dientes y otros seres deformes para los que no existía nombre. Pero los cuatro Kalagorinôr seguían detrás, esperando a orillas del gran marjal.
—Hay que atraerlos o todo será inútil —dijo Linar-. ¡Tenemos que hacer que entren en el pantano!
«Linar, Linar, no huyas de nosotros», le llamaban aquellas criaturas, mientras el resto del ejército infernal cerraba un arco alrededor de ellos.
—¡Venid a abrazarme con vuestras propias manos! ¡No me gustan esas pinzas!
«Son más suaves que las mejillas de una doncella. Espera y verás qué caricia de terciopelo...»
Las criaturas estaban tan cerca que ya se veía el temblor gelatinoso de sus ojos y les llegaba su acre olor, una mezcla de azufre y ácidos digestivos. Los dos magos llegaron a un islote de tierra negra, y allí Linar se dejó caer de rodillas y cerró el ojo. Uno de los monstruos se acercó a él y levantó una pinza en el aire. Sus puntas se abrieron goteando veneno sobre el rostro de Linar. Cuando iban a cerrarse, Mikhon Tiq se adelantó y descargó la espada sobre aquel repugnante apéndice. La pinza cayó cercenada, abriéndose y cerrándose a sus pies como si tuviera vida propia.
La criatura retrocedió unos metros y Mikhon Tiq suspiró aliviado. Pero de repente, el monstruo dio un salto increíble y se abalanzó sobre él enarbolando las dos pinzas que aún le quedaban. El muchacho agachó la cabeza por instinto; en ese momento, un chorro de fuego blanco se estrelló contra el tórax cerdoso de la bestia y lo empujó hacia atrás. La criatura se revolcó en el fango y empezó a arder con unas llamas que el agua no podía extinguir. Sus palmas pateaban frenéticas el suelo, sus pinzas y sus quelíceros se consumían y quebraban como ramas en una chimenea. Un brazo hizo retroceder a Mikhon Tiq. Linar se había puesto en pie y brillaba. Pero esta vez no lo envolvía un aura, sino que sus ropas y su propia carne se habían vuelto translúcidas, y a través de ellas se le veían los huesos fosforescentes; y una luz blanca chisporroteaba dibujando arcos a su alrededor. A Mikhon Tiq se le erizó el cabello de todo el cuerpo, y hasta las hierbas y juncos que estaban tronchados se levantaron como serpientes enhiestas. El aire crepitó con olor a tormenta. Linar levantó el caduceo y apuntó con él a las tres criaturas que aún quedaban. Su voz, deformada por mil chasquidos, gritó:
—¡¡Al Infierrrnooooooo!!
Linar tomó la vara con ambas manos y barrió el aire a derecha e izquierda. Haces de plasma brotaron de la boca de la serpiente y azotaron el aire como látigos. Los rayos cayeron sobre los monstruos del pantano, que empezaron a agitar los miembros como marionetas desmadejadas y a relucir descubriendo sus entrañas, hasta que se partieron en pedazos y sus visceras se derramaron en el fango entre chorros de ácido. La energía del caduceo llegó aún más allá y azotó las primeras filas del siniestro ejército convocado por los antiguos Kalagorinôr. Lobos e Inhumanos se volvieron en desbandada, se hundieron en el lodo, chocaron con los enormes pechos de los coruecos. En el pantano retumbó una orden poderosa que Mikhon Tiq sintió resonar en su esternón. «QUEDAOS DONDE ESTÁIS.»
Linar se encorvó y apoyó el bastón en el suelo. Aunque de su piel brotaban chispas sueltas, su energía se había apagado. Mikhon Tiq lo agarró por el codo, y esta vez su mentor no se lo sacudió de encima.
«Eso ha estado muy bien, Linar. Lástima que hayas agotado tu poder.»
Mikhon Tiq miró hacia el este, de donde provenía aquel coro de voces. A media legua de allí estaban los Kalagorinôr. Orgullosos, despreciando toda cautela, se alzaron envueltos en llamaradas rojas y levitaron sobre el barro. Vinieron a por ellos, volando como grandes fuegos fatuos, y sobre sus cabezas proyectaban enormes imágenes de sí mismos en nubes de vapores escarlata, deformadas como retratos demoníacos.
—Ahora —jadeó Linar-. Crea una barrera a nuestro alrededor y resístete a ellos. Yo aún tengo que hacer la última invocación...
El brujo se apoyó en el hombro de Mikhon Tiq, se enderezó y caminó con pasos cortos hacia el centro del islote. Sus mejillas se veían chupadas como si una sanguijuela le hubiera absorbido la carne desde dentro, y cuando Mikhon le tocó el codo no sintió debajo más que hueso. Se preguntó si le quedaría aún algo de poder para esa invocación que pretendía hacer.
Los cuatro Kalagorinôr ya llegaban, levitando sobre las cabezas de su tenebroso ejército. Soberbios, embriagados de poder y victoria, se inflamaron en llamas carmesí para mostrarse más terribles y majestuosos. El más alto y terrible de ellos era Koemyos, cuya barba y cuyos cabellos formaban una corona de fuego alrededor de su rostro. Los cuatro juntos parecían un panteón de dioses enloquecidos y sedientos de sangre. Koemyos alzó su mano derecha, y de su anillo brotó un puño de energía sólida que derribó de espaldas a Mikhon Tiq.
—¡Aprendiz de brujo! ¿Tan acabado está tu maestro que deja a un niño hacer la tarea de un hombre?
Mikhon Tiq se incorporó dolorido, y durante unos segundos su ser se desdobló. La mitad seguía en el pantano de Purk, encarándose con los cuatro magos que flotaban delante de él. La otra mitad corrió por las galerías de su castillo interior, buscando conjuros y poderes. Por un largo pasillo se deslizaba una serpiente de luz azul que trató de huir entre sus dedos, pero la agarró con fuerza y...
Mikhon Tiq levantó en alto su espada, la misma que había comprado en la herrería de la aldea de Banta por un puñado de monedas. La hoja se encendió, se puso al rojo vivo y después se convirtió en una barra azulada. Mientras la alzaba, el muchacho pensó en Uhdanfiún, y en que nunca había pasado de ser un Iniciado en el arte de la espada. Ahora, por primera vez, se sintió poderoso con una hoja en la mano.
—¡Probad mi Espada de Fuego! —chilló.
Los Kalagorinôr se carcajearon de él. Koemyos volvió a levantar la mano anillada; Lwetor, el báculo; Kepha, el cetro de oro, y Fariyas, la bola de cristal. De los cuatro objetos mágicos brotó una lluvia de fuego, una tormenta de proyectiles incandescentes que se precipitaron crepitando contra Mikhon Tiq. Pero él giró las muñecas y agitó la espada, y de la punta brotó una luz que se convirtió en una cortina brillante, como la aurora que aparece al norte de la Tierra del Ámbar. Los bólidos se estrellaron contra aquel baluarte, estallando en ondas rojas que se extendían por la pared protectora y hacían retemblar el suelo del islote bajo los pies de Mikhon Tiq.
—¡No pasaréis de aquí!
Ellos volvieron a reírse, y le dispararon una ráfaga de meteoritos. Cuando los vio la primera vez, alrededor de la Mesa, Mikhon Tiq ya había pensado que estaban locos, pero sólo ahora se daba cuenta del alcance de su demencia. Estaban intentando matarlos, a Linar y a él. Pero si lo conseguían, sus syfrõnes se colapsarían y la explosión los aniquilaría a ellos también.
Que era lo mismo que sucedería en el remoto caso de que Mikhon Tiq consiguiera matar a alguno de los cuatro.
Mikhon Tiq aguantó con la espada en alto. Su cortina de luz había formado un cilindro que envolvía todo el islote. los Kalagorinôr revoloteaban a su alrededor como luznagos hipertrofiados, mientras le lanzaban todo tipo de ataques y conjuros. Mikhon Tiq comprendía ahora cuánto había sufrido Linar. La energía fluía de él en un torrente tan caudaloso que cada uno de los ligamentos de su cuerpo aullaba de dolor como si lo estiraran en un potro infernal. Las venas de sus manos se hincharon y empezaron a palpitar con vida propia, los dientes le rechinaban entre chispas, pero aguantó. Jamás había sufrido tanto, jamás se había sentido tan embriagado de poder. Los ataques rebotaban en su campo azul, caían como pavesas multicolores en el pantano, incendiaban las hierbas y los cañaverales, y el agua hervía y el lodo saltaba en pedazos.
Fue entonces cuando la tierra empezó a temblar bajo sus pies. De las profundidades subía el grave bramido que ya había aprendido a conocer. Toda la ciénaga empezó a borbotear, y Mikhon Tiq comprendió que todos ellos, sus enemigos, él, Linar, iban a morir. Dos por cuatro no era un mal cambio. Era una pena que no estuviese también Ulma Tor; cómo se reiría cuando supiera que los Kalagorinôr se habían aniquilado entre sí.
Los ataques de sus enemigos eran cada vez más débiles. Mikhon Tiq apretó los dientes y sintió un sabor de hierro recalentado goteándole por los labios. Toda su piel rezumaba gotas de sangre, pero él seguía resistiendo. Soy el más fuerte de todos, se dijo, y comprendió por qué, pues era el único Kalagorinor de la tercera generación, y cada una de ellas era más poderosa que la anterior. Qué lástima perecer ahora.
Todo crepitaba bajo los pies. El ejército infernal se batió en desbandada; coruecos, serpientes, hienas y licántropos huyeron despavoridos en todas direcciones. Los Kalagorinôr, fatigados, renunciaron a sus ataques y se posaron sobre la ciénaga, mirando al suelo sin comprender. Mikhon Tiq abatió la espada.
El estrépito del terremoto era ensordecedor. El islote empezó a levantarse sobre sus raíces. Mikhon Tiq, braceando para mantener el equilibrio, se giró para ver qué había pasado con Linar. El mago estaba en pie y levantaba los brazos y la cabeza al cielo. Mikhon Tiq miró hacia arriba. Una sombra enorme tapó la luz de Taniar y bajó sobre ellos. Era un terón, que plantó las patas en el centro del islote. La criatura abatió el cuello y Linar subió a él. Mikhon Tiq comprendió lo que pasaba, corrió hacia allá y se encaramó sobre el lomo del terón. Lwetor también debió darse cuenta, pues trepó corriendo al islote. Pero el terón dio un poderoso aleteo que derribó al brujo. Koemyos les disparó una bola de fuego carmesí, pero Mikhon Tiq la repelió con su espada, que aún despedía chispas. El estómago se le bajó a los pies, pues en dos poderosas batidas el terón se plantó a diez metros del suelo.
—¡Rápido! ¡Vuela rápido! —le urgió Linar.
El terón empezó a ascender en diagonal. Mikhon Tiq miró al suelo, cada vez más lejano. La ciénaga entera hervía como un colosal caldero. El islote sobre el que había luchado contra los magos había desaparecido, engullido por un remolino que crecía con rapidez y empezaba a devorarlo todo. los Kalagorinôr habían comprendido por fin el peligro y trataban de huir, pero habían consumido demasiadas energías y ahora, desde arriba, parecían patéticas hormiguitas intentando escapar por los bordes de un agujero de arena. El remolino se convirtió en un embudo, y en medio de un borboteo ensordecedor los magos, primero Kepha y Fariyas, después Lwetor y por último Koemyos, desaparecieron arrastrados por aquel torbellino de lodo y agua. Se sumieron en la negrura lanzando sus últimos conjuros, pero cuando comprendieron la inutilidad de todo esfuerzo enviaron un grito de desesperación a la noche.
—Aún no han sido destruidos —masculló Linar, y se agachó sobre el cuello de la criatura alada y gritó-: ¡Vuela, más rápido! ¡Vuela, te digo!
Agarrado a la espalda de Linar, Mikhon Tiq no dejaba de mirar hacia atrás. Se hallaban ya a más de doscientos metros de altura, y tal vez a un kilómetro del lugar donde había estado el islote. El remolino no había dejado de crecer. De súbito, un espantoso rugido subió desde las profundidades, millones de fragmentos de lodo y tierra volaron en todas las direcciones y una enorme columna, un inconcebible gusano de barro negro se alzó de las profundidades buscando el cielo. Subió tan rápido que su ascensión hizo silbar el aire. Más de cien metros se levantó, y después giró y se inclinó, como si buscara algo, y su extremo apuntó hacia Mikhon Tiq abriéndose en una boca monstruosa. Aquello, comprendió, no era un gusano, sino tan sólo un tentáculo de la criatura que habitaba en el barro primordial y cuya magnitud escapaba a toda comprensión.
Le buscaba a él. Tenía por enemiga a la misma tierra.
—¡¡Belistar, viento del norte!! —rugió Linar, alzando su vara al cielo-. ¡¡Yo te conjuro!! ¡¡Sopla, Belistar, sopla por nuestras vidas!!
Una ráfaga poderosa empujó al terón. Mikhon Tiq resbaló por su espalda, pero Linar tendió la mano hacia atrás y lo sujetó. El viento silbaba en sus oídos, pero por encima de él se alzaba el rugido de la criatura que no dejaba de surgir del abismo. Mas no era por aquel monstruo telúrico por el que Linar había invocado a los vientos, sino porque temía lo que al fin sucedió. En las entrañas de la bestia, los cuatro Kalagorinôr perecieron uno tras otro, aplastados y ahogados entre toneladas de cieno. Sus Syfrõnes, aquellos reinos propios contenidos dentro de ellos, repliegues del espacio y del tiempo de los que extraían su poder, se colapsaron durante unos segundos, y después estallaron liberando toda la energía que guardaban.
La base del tentáculo de barro, una columna de más de veinte metros de diámetro, se encogió sobre sí misma. Reinó un instante de silencio sobrenatural, y Mikhon Tiq pensó que el tiempo se había parado para el mundo entero, salvo para él. Después estalló un brillo cegador que habría abrasado los ojos de un humano normal; y aun con su vista de Kalagorinor, Mikhon Tiq dejó de ver todo lo demás, salvo una bola de fuego que empezaba a ascender a la vez que se hinchaba y adquiría proporciones monstruosas. Estamos perdidos, susurró, pues comprendió que en aquella llama reinaba el calor de un sol en miniatura, capaz de volatilizar todo aquello que se interpusiera en su camino. Aterrorizado, se dio la vuelta y escondió el rostro tras la espalda de Linar, esperando el fin. Entonces le llegó el sonido de la explosión. Los tímpanos le reventaron, un chorro de sangre brotó de sus oídos y sintió cómo le caía por el cuello, y un pitido llenó su cabeza. Pero con sus huesos aún seguía oyendo aquel fragor, a través del espinazo de la bestia que aleteaba tan empavorecida como él. Después sintió a su espalda el golpe de una mano gigante, una ola de aire sólido que los empujó a una velocidad incalculable. Grande y poderoso como era el terón, aquella onda de choque debería haber destrozado las membranas y aun los huesos de sus alas, pero la vara de Linar seguía en alto y había creado una vela fantasmal tras ellos que absorbió el impacto y los lanzó aún más veloces sobre el cielo. Mikhon Tiq se atrevió a girar el cuello, y lo que vio no lo olvidaría nunca. Pues donde se había levantado el tentáculo de lodo, ya a mucha distancia de ellos, ahora se estaba alzando un monstruoso hongo de humo que subía y subía buscando las estrellas.