Pero lo que más le sorprendió fue encontrarse a sí mismo. Dos veces lo había dibujado Linar. En una de ellas se le veía con los ojos muy abiertos, perdidos en la lejanía o tal vez en algún ensueño. En la otra dormía, con las manos juntas bajo la mejilla. La sensación de paz que emanaba del retrato, de él mismo, le conmovió, y cuando pasó la página para ver el siguiente dibujo se dio cuenta de que lo veía borroso a través de las lágrimas.
De modo que velabas mi sueño, maese Linar, se dijo. Ahora el aprendiz sería quien velara el sueño del maestro. No lo dejaría allí abandonado. Si su syfrõn se colapsaba... Correría ese riesgo.
Cuando rodeaban la laguna para emprender la subida hacia el desfiladero, aparecieron los Kurhones; mas, lejos de ofrecerles hospitalidad, los amenazaron con piedras y azagayas. Eran unos veinte los que se mostraban a la vista, pero entre aquellas rocas quebradas por las heladas se escondían sin duda muchos más. Kratos contuvo a Tylse para que no disparara el arco.
—No les demos excusas para atacarnos.
Se adelantaron tres Kurhones. Uno de ellos vestía una piel de oso cuya mandíbula abierta caía sobre su frente a modo de cimera. Otro lo escoltaba con una especie de tosco estandarte formado por un palo largo y otro en cruz del que colgaban dos garras. El tercero era un chamán, un viejo pellejudo que a pesar del frío llevaba desnudo el torso. El primero, el jefe al parecer, les habló en un bárbaro dialecto del Ainari. Aunque no declinaba la mitad de las palabras y el orden de las frases era un galimatías, entendieron que se habían adentrado en territorio prohibido y debían dar la vuelta. Pero antes debían dejar como tributo a dos de ellos para sacrificarlos en desagravio a los dioses de la nieve y la tormenta. A una víctima ya la habían elegido, añadió señalando a Tylse. La otra les daba igual.
Mikhon Tiq le pidió a Kratos que cuidara de Linar, pues hasta entonces él no se había apartado en ningún momento de la yegua que lo llevaba a lomos. Se adelantó unos pasos para hablar con los bárbaros. Los demás no pudieron oír sus palabras, pero vieron que el chamán hacía unos gestos extraños con las manos, como si quisiera atraer sobre él algún conjuro pernicioso. Después empezó a canturrear en una extraña jerigonza. Derguín se acercó a Mikhon Tiq.
—Se parece a la lengua de los Arcanos, pero con dos vocales menos.
Mikhon se volvió hacia su amigo.
—¿Es que la conoces?
—Desde antes que tú, maese Mikhon.
Mikhon Tiq escuchó un rato al chamán, y después le contestó en Arcano, intentando adaptar su pronunciación para que le entendiera. Le explicó que ellos, y la mujer la primera, eran protegidos del gran señor Manígulat, el dios de la tormenta y la nieve. Que eran enemigos de los soldados, los que ocupaban el fuerte al otro lado de los picos, mirando al sol naciente. Y que estaban persiguiendo a un hombre de ojos dobles, un individuo perverso que pretendía quemar las aldeas de los Kurhones, violar a sus mujeres y robarles sus rebaños.
Todo esto lo dijo con una voz cadenciosa y sin dejar de mirar a los ojos del chamán. Éste repetía las palabras de Mikhon Tiq en voz baja, cabeceando a los lados y columpiándose sobre los pies. Después se acercó al jefe y cuchicheó junto a él, tapándole la oreja con la mano para que las palabras no se escaparan. El jefe contestó con un par de monosílabos; no parecía demasiado convencido.
—Añade que necesitamos comprar cosas y les pagaremos con oro —sugirió Derguín.
—¿Tú crees?
—Prueba.
La palabra «oro» terminó de completar la magia. El jefe se adelantó un par de pasos y preguntó quién de ellos mandaba el grupo. Derguín señaló con el pulgar a Mikhon Tiq y para reforzar su afirmación se inclinó ante él. El Kurhón puso sus manos sobre los hombros del Kalagorinor y le besó en ambas mejillas. Así sellaron el vínculo de hospitalidad.
Los Kurhones los condujeron entre los pináculos de roca, y luego empezaron a bajar a otro valle. La niebla les cayó encima a media ladera. De no haber tenido a los Kurhones como guías, más de uno se habría despeñado. Pero al fin llegaron al fondo del valle, donde la bruma se despejó. Allí crecía un bosque de abetos, y también alerces desnudos que esperaban a la primavera para renovar sus hojas. La aldea era un grupo de cabañas de madera; los únicos edificios de piedra eran la vivienda del jefe y una casa comunal donde esa misma noche les ofrecieron un banquete. La comida fue sencilla, pero abundante: pan de cebada, queso de cabra, carnes de ciervo y de oso. Los Kurhones bebían leche de una especie de vaca de patas cortas y recio pelaje que se criaba en aquellas montañas; la dejaban fermentar y la consumían en grandes cantidades hasta embriagarse. De los visitantes, todos la probaron por cortesía y trataron de no arrugar demasiado el ceño, aunque sabía tan agria como agrios olían los alientos de los lugareños, lo cual no era de extrañar. El único que la bebió con gusto fue El Mazo, que entre aquellos montañeses velludos y ruidosos parecía uno más, salvo por el tamaño.
Los únicos que no participaron del festín fueron Aperión y Tylse, que estuvieron toda la noche apartados y rumiando sus propios pensamientos. Derguín advirtió que el jefe de la Horda, cuando creía que nadie lo observaba, lanzaba a Kratos miradas que, de haber poseído la fuerza mágica de un basilisco, lo habrían convertido en cenizas humeantes. En cuanto a la Atagaira, se quedó sentada en un rincón, con la cabeza cubierta y abrazándose las piernas, y apenas probó bocado en toda la noche.
Cuando la leche fermentada caldeó los ánimos, varios guerreros hicieron una exhibición de lucha local. Se ataban las manos a la espalda y se embestían con pechos y hombros, hasta sacar al rival de un cuadrado delimitado con rayas de tizón. El Mazo se animó a competir y hubo grandes carcajadas al ver cómo derribaba a todos los demás competidores abusando de su mole.
Mientras tanto, Kratos y Krust conversaban con el jefe para informarse de cómo podrían pasar las montañas. Mikhon Tiq y Derguín aportaron monedas de oro para adquirir pieles y víveres. También compraron unos pellejos de vino; los Kurhones no lo elaboraban, sino que se lo compraban o robaban a los pueblos del llano. El que les trajeron ya estaba casi avinagrado. Al ver que Krust arrugaba la nariz, Kratos insistió en llevárselo.
—No es para emborracharse ni para acompañar un asado de cochinillo, viejo tripón. Es para mezclarlo con agua.
—¡No lo permitan los dioses! ¡Antes mezclaré mi sangre con orín de burra!
—¡No seas botarate! No sabemos qué hay más allá de las montañas. Los Pinakles nos dijeron que deberíamos bajar por un río, pero ¿quién nos dice que sus aguas no están corruptas? El agua mezclada con vino evita la disentería.
En ese momento se oyó un estrépito de maderas astilladas, platos rotos y jarras que se estrellaban contra el suelo. Kratos y Krust se volvieron, a tiempo de ver cómo El Mazo terminaba de dar una voltereta sobre una de las mesas comunales. Había tenido la ocurrencia de embestir contra el campeón del poblado, y éste lo había esquivado en el último instante. Tronchados de risa, los Kurhones ayudaron al aturdido El Mazo a levantarse. Después empezaron a retirarse, porque sus invitados debían dormir aquella noche en la casa comunal y si seguían con la fiesta no iba a quedar ni un mueble entero.
Cuando apenas quedaban el jefe y tres o cuatro guerreros más, Krust sacó de algún lugar entre sus ropas y su enorme corpachón una botella de vino.
—¡Esto es un tinto como mandan los Yúgaroi, y no ese vinagre que habéis comprado!
Los demás le preguntaron de dónde lo había sacado. Krust sonrió taimado, mientras se afanaba por descorchar la botella con un cuchillo. Después olió la botella.
—¡Hmmmm! Mejor sería escanciarlo en copas de cristal de Pashkri o al menos de Narak, pero a falta de copas lo beberemos a gollete. ¡Aquí tenéis el famoso vino de Âttim del 78 con el que nos iba a agasajar el alcaide de Grios cuando nuestro amigo
tah
Derguín tuvo la ocurrencia de interrumpir el banquete!
—No es necesario que me lo agradezcas con tanta efusividad,
tah
Krust —contestó Derguín.
—¡Oh, no pienses que soy un ingrato, muchacho! Es sólo que podrías haber esperado a que nos bebiésemos esta ambrosía divina antes de hacer esa irrupción tan dramática.
—¿Y mientras nosotros nos matábamos contra toda aquella gente, a ti no se te ocurrió otra cosa que robar el vino? —preguntó Kratos.
Krust soltó una risotada y empinó la botella para dar un trago. Casi tan rápido como un Tahedorán, Mikhon Tiq se la arrebató, y hubo otra carcajada, esta vez general, cuando Krust se quedó con la enorme bocaza abierta hacia la nada.
—Pero ¿se puede saber qué mosca te ha picado? —le preguntó a Mikhon, esta vez sin el menor asomo de humor.
—¡Ten cuidado, Mikha! —advirtió Kratos-. Krust es como los chuchos: cuando le quitan un hueso de la boca, muerde.
Mikhon Tiq no los estaba mirando, así que no entendió qué le estaban diciendo. Cuando Krust descorchó el vino le había llegado un aroma sospechoso. Ahora olisqueó el gollete un par de veces, frunció el ceño y estampó la botella contra una pared. El líquido dejó regueros oscuros en el granito. Krust se mesó las barbas y empezó a soltar improperios contra Mikhon Tiq. Al ver que el muchacho no le hacía ni caso, lo agarró por los hombros y le hizo girar para encararlo.
—¿Se puede saber qué has hecho, insensato?
Mikhon Tiq tardó unos segundos en leerle los labios, y por fin le contestó:
—Salvarte la vida otra vez. Ese vino estaba envenenado.
—¿Que estaba qué? ¡Tú te has vuelto loco, hechicero de tres al cuarto!
Kratos y Derguín tomaron a Krust por los codos y lo apartaron, temiendo más por él que por Mikhon Tiq.
—Déjalo —dijo Kratos-. Si él asegura que estaba envenenado, sus razones tendrá.
Krust se dejó caer de rodillas ante la pared por la que aún goteaba el vino.
—¡Veintiún años! ¡Veintiuno! ¡Veintiún años encerrado, esperando este momento, y ahora te tienen que sacrificar de esta manera, todo derramado, desperdiciado como si fueras una ofrenda para los dioses infernales!
Por sus mejillas rodaban lagrimones como cuentas de vidrio, y su planto era tan sentido como si lo pronunciara por un hijo muerto y no por una botella de vino. El granito absorbió los restos del líquido, y la ponzoña de la serpiente negra se perdió entre sus partículas cristalinas. Durante muchos días, Krust seguiría insistiendo en que Mikhon Tiq había perdido el seso al echar a perder un tesoro como aquél. Los demás nunca llegaron a saber con certeza si el vino estaba en verdad envenenado, pero aquel caldo del año 978 fue en verdad motivo de discusión durante mucho tiempo.
A
l día siguiente partieron con la primera luz del día. El valle estaba aún sumido en una honda penumbra, pues, encerrado entre las montañas del este y las del oeste, aquél era un país sin horizontes, alumbrado por una estrecha franja de cielo. Llevaban guías, dos bárbaros de pelo hirsuto vestidos con pieles de oso gris que se habían comprometido a conducirlos hasta el otro lado de las montañas. Más allá no, porque era «mala tierra»; aunque no supieron dar cuenta de en qué consistía su malignidad.
Caminaron toda la jornada entre las dos murallas de roca, alejándose cada vez más del Diente Pelado, que aún dominaba el paisaje desde su altura nevada. Cada paso que se desviaban al sur ponía más inquieto a Kratos, pero los guías le explicaron en su montaraz dialecto que era la única forma de encontrar un paso practicable al otro lado. Salieron de los abetales y atravesaron una zona de terrazas de granito horadadas por pozas oscuras. Allí rellenaron los odres que habían comprado en el poblado; llevaban tanto líquido que el caballo de El Mazo parecía más bien burro de aguador. El resto de la impedimenta la transportaban ellos mismos a los hombros, pues la yegua seguía cargando con Linar y Derguín había dejado bien sentado que
Riamar
no llevaría nada a cuestas.
—Quien tenga alguna objeción, puede volver a Grios a pedir que le presten un caballo —añadió, mirando a los ojos a Aperión, que rezongaba por andar cargado como una acémila, él, que era un caudillo de hombres.
Después de mediodía emprendieron la subida por un sendero plagado de crestas y espolones. Las piedras se veían surcadas de profundas grietas verticales. El hielo, con su cuña paciente e implacable, había creado relieves estrambóticos, como pagodas de Malabashi. El camino giró hacia el norte rodeando una gran giba granítica; allí, en aquellos rincones que la mole rocosa ocultaba del sol durante todo el día, quedaban restos de nieve del año anterior. Mikhon Tiq se apartó por un momento de la yegua que cargaba con Linar, se acercó a un nevero y estrujó entre los dedos aquella materia tan blanca como las arenas de su isla, Malirie, y sin embargo tan fría. Siempre le había gustado la nieve, le confesó ruborizado a Tylse cuando ésta le miró. La Atagaira sonrió; una de las pocas sonrisas que se le había escapado en aquellos días.
El día fue agotador. Tanto los guías Kurhones como Tylse saltaban entre las piedras como cabras montesas, pero los demás tropezaban y se torcían los tobillos a cada paso. Por fin, al atardecer llegaron a dos altas crestas que según sus guías se llamaban los Cuernos del Demonio, y entre ellas se asomaron al oeste y tuvieron su primer atisbo de las tierras que se extendían más allá de la Sierra Virgen.
El sol rozaba ya un horizonte que había regresado a una posición más familiar para los hombres del llano, que no acostumbran a levantar los ojos. A sus pies arrancaba una bajada vertiginosa entre ásperos peñascales, y luego se extendía una ladera grisácea. Más allá, una gran llanura con ondulaciones que quedaban difuminadas por la distancia, la neblina y la luz oblicua. De lejos asemejaba un océano verde, y Derguín recordó que en el mapa de Tarondas casi toda aquella región hasta el mar la ocupaba un inmenso bosque.
Al día siguiente, sus guías los llevaron hasta un torrente que bajaba entre las quebradas y que, era de suponer, se convertía en el río que los Pinakles habían llamado Haner. Allí los dejaron y se volvieron a sus montañas.
Durante día y medio descendieron hacia la llanura. Llegaron después a la zona de bosques que habían oteado desde las crestas de la sierra. El río había ido creciendo y ya tenía cinco o seis metros de anchura. Caminaron a la derecha de su curso, aunque en ocasiones tenían que desviarse, pues la vegetación se hacía cada vez más espesa. Al principio los árboles eran de especies a las que estaban acostumbrados, robles, castaños, sauces, fresnos, y el color rojo y el amarillo dominaban al verde. Pero aunque seguían una ruta que los conducía poco a poco hacia el norte, el terreno era cada vez más bajo y la temperatura aumentaba. El aire era más húmedo y empezaron a aparecer otros árboles exóticos cuyos nombres desconocían. A los dos días, se encontraron avanzando por una auténtica selva cuyo follaje era tan espeso como el de las junglas del sur de Pashkri. No parecía haber dos árboles iguales: crecían juntos, abrazados en sofocante promiscuidad, gigantes de esbeltos troncos, enanos de anchas copas, enormes arbustos de tallos tupidos y leñosos, helechos gigantes y espesos matorrales que apenas dejaban ver el suelo negro y blando. Era, por lo general, vegetación de hojas anchas, húmedas y carnosas. Encontraron multitud de pequeñas plantas carnívoras que exhibían formas llamativas y colores chillones para atraer a sus presas. Había lianas, madreselvas, líquenes, hongos de mil especies que crecían sobre los troncos y los tapaban a la vista.