El Pinakle subió la orza para embarrancar el velero en la arena. Derguín se puso en pie y estiró los brazos, doloridos por la humedad y la estrechez de las tablas donde había dormido. Después trepó por encima de la proa y saltó a la playa. Al pronto, le pareció que era la tierra firme la que se balanceaba, y no el mar. Se volvió hacia el Pinakle, con una pregunta en los labios. El monje apuntó al noroeste con un dedo descarnado y Derguín supo que ésa era toda la información que iba a recibir de él.
Togul Barok le llevaba más de diez horas de ventaja. Si la Espada estaba escondida cerca de la costa, el príncipe ya la tendría en su poder. Pero si se encontraba en el interior de la isla, tal vez le quedaba una oportunidad de alcanzarlo.
—¡Riamar!
¡Vamos!
Riamar
se levantó y saltó a tierra, sacudió las crines y canturreó, contento de librarse de la angostura del velero. Derguín se acercó a él y le palmeó el cuello. El Pinakle le miró con severidad, como había hecho por la noche, cuando Derguín se empeñó en embarcarlo.
—No puedes ir a la isla con un caballo —le había dicho.
—¿No puedo ir a la isla con un caballo? —repitió Derguín.
—No. No puedes.
Entonces Derguín se apartó a un lado, para que el Pinakle pudiera ver a
Riamar.
Éste levantó la cabeza hacia el oeste, mirando hacia las tres lunas, que estaban a punto de hundirse en el mar. Bajo los rayos combinados de Taniar, Shirta y Rimom, una luz blanca apareció sobre su frente y empezó a girar en espiral, siguiendo el retorcido perfil de su cuerno.
—Riamar
no es un caballo. Es un unicornio de las tres lunas —respondió Derguín, que por fin entendía el nombre que le había dado Tríane.
No preguntó más; embarcó al unicornio y lo acomodó en el fondo, mientras él se acurrucaba en un rincón con las piernas encogidas. El Pinakle quiso protestar, pero
Riamar
giró la cabeza hacia él y le apuntó con aquel cuerno fantasmal. El monje tal vez pensó que en las futuras normas del certamen se incluiría alguna cláusula relativa a los unicornios, pero no volvió a quejarse.
Ahora ambos, hombre y unicornio, emprendieron camino en la dirección que les había señalado el Pinakle. A su derecha, los restos de un gran barco se pudrían en la playa; su maderamen desnudo se le antojó a Derguín el costillar de un animal gigantesco devorado por los buitres. Se alejaron del mar y cabalgaron entre dunas. No tardaron en encontrar huellas en la arena. Derguín bajó al suelo para examinarlas. Los pies eran mucho más grandes que los suyos y las pisadas estaban muy separadas; o el hombre que las había dejado iba corriendo o se desplazaba a enormes zancadas. Derguín montó de nuevo y animó a
Riamar.
—Vamos. Sólo tenemos que seguirlas.
Media legua después, las dunas dejaron paso a un desierto de arenisca. Al sentir un suelo más duro bajo sus cascos,
Riamar
apretó el paso y corrió con un galope fácil que ningún caballo ordinario habría podido mantener. Cabalgaron por una llanura roja y desolada, donde sólo crecían cactus y matorrales secos. No había árboles, ni pájaros; si bajo las piedras se escondían lagartos o escorpiones, Derguín no llegó a verlos. Aquí y allá, sobre laderas formadas por escombros y derrubios, se levantaban oteros en forma de grandes pilares, testigos de la altura que había alcanzado aquella planicie en el remoto pasado. Había también grandes rocas que se sostenían como por milagro sobre estrechas basas de tierra casi suelta. El paisaje era magnífico, pero poseía una belleza cruel que no quería ni necesitaba admiradores.
Habían perdido el rastro de Togul Barok, pero a cambio encontraron un camino que corría recto como una flecha hacia el borroso horizonte. Era un sendero recubierto por una materia oscura y casi negra, que tenía la dureza de la piedra, pero no estaba cortada en losas ni adoquines, y si no hubiera sido por las grietas y socavones que la rompían, habría parecido de una sola pieza, como una cinta infinita. El llano era tan extenso y monótono que a ratos Derguín caía en la ilusión de que estaban parados, y sin embargo,
Riamar
seguía galopando veloz, y el cloqueteo de sus cascos era el único sonido que rompía el vasto silencio.
Varias veces se preguntó si ése era el camino correcto. «Busca el lugar alto y que tu entendimiento te guíe», le habían dicho en el templo de Tarimán. En aquella inmensidad ocre podría haber elegido cualquier otra dirección, pero la calzada era la única que se diferenciaba de las demás. El lugar alto, fuera lo que fuera, no parecía estar a la vista. Aún no se divisaban montañas en lontananza, tan sólo aquellos cerros que parecían columnas alargadas y que a lo sumo medirían treinta o cuarenta metros.
Antes de que el sol llegara a su cénit, Derguín llegó a unas ruinas. Eran los restos de una ciudad, que debió haber sido al menos tan extensa como Koras; pero allí se acababa todo parecido. A ambos lados del camino se alzaban enormes montoneras de escombros, pero la calzada seguía despejada, como si alguien se hubiera preocupado de mantenerla abierta tras la destrucción de aquella ciudad olvidada. En otro lugar de Tramórea sin duda habría crecido un bosque y lo habría devorado todo, pero allí sólo brotaban jaramagos y malezas secas. Derguín miró a los lados con curiosidad, pero no encontró sillares de granito, ni troncos, sino vigas grises y retorcidas con corazón de hierro, planchas de metal, cristales, y también un material descolorido que no se parecía a nada que él conociera. Entre los cascotes surgían objetos de formas extrañas y torturadas, masas de metal retorcido y herrumbroso que le recordaron las ilustraciones que había visto en la sala de los libros prohibidos, en Koras. Aquellas ruinas debían de ser anteriores incluso a los Arcanos; tal vez fueran reliquias de aquella Edad de Oro de la que les había hablado Linar, la época en que los hombres llegaron a la cúspide de su poder.
La calzada subió por una empinada cuesta, siempre rodeada de ruinas y de otros caminos que la cortaban en ángulo recto. Al acercarse al final de la pendiente, una forma blanca empezó a asomar al otro lado de la cresta. Cuando coronó ésta, vio que las ruinas de la ciudad se prolongaban más allá, en un largo declive que caía hasta la base de la estructura blanca.
—¡El lugar alto,
Riamar
!
Lo que tenía ante sus ojos era una torre elevadísima, tanto que no tenía forma de calcular cuánto medía. Se alzaba entre las ruinas como una inmensa columna blanca, con la base más estrecha que el capitel, y de lejos parecía completamente lisa.
Riamar
se lanzó cuesta abajo por la calzada y a Derguín le empezó a palpitar el corazón más fuerte que nunca. Se preguntó si Togul Barok habría llegado hasta allí, o si se habría extraviado en el desierto de arenisca. Alimentó la esperanza de no verse obligado a cruzar su acero con él, pero una voz interior le decía que mucho antes del crepúsculo se derramaría sangre.
La torre no dejaba de crecer a sus ojos, pero el camino hasta ella parecía eterno. Al acercarse, Derguín vio que estaba rodeada por una espiral. Imaginó que era una escalera, y al pensar en subir por ella le entraron sudores fríos. Después vio un destello de luz, a dos tercios de la altura de la torre. Para entonces, ya tenía que estirar el cuello para ver su final. El destello desapareció, pero al cabo de un rato volvió a mostrarse más arriba. Derguín comprendió que era el reflejo del sol en algo metálico.
—¡Es él! ¡Apresúrate,
Riamar!
¡Llévame hasta el pie de la torre y yo volaré como tú has volado por mí!
Riamar
entonó una nota potente, casi un trompetazo, y aceleró aún más su galope. Por primera vez Derguín sintió las sacudidas de su lomo y se tuvo que agarrar a sus crines con ambas manos, pues el unicornio corría a una velocidad que ningún corcel del mundo habría podido alcanzar, ni siquiera en una breve arrancada. El cabello de Derguín ondeaba al viento, los ojos se le llenaron de lágrimas, los broches de la capa se le soltaron y el aire se la arrebató.
Por fin llegaron al pie de la torre. Estaba construida en una única pieza, un inmenso fuste de mármol veteado de franjas rosáceas en el que no se veían ni junturas ni puertas. La rodearon hasta dar con el arranque de la escalera. No tenía balaustrada y apenas pasaría de un metro de anchura. Derguín desmontó, puso el pie en el primer peldaño y tragó saliva. Levantó la cabeza y miró a las alturas. Debido a que el diámetro de la torre aumentaba a partir de la base, daba la impresión de que se le iba a caer encima. Sabía que tenía que subir lo más rápido posible, pero su instinto le pedía que pegara el pecho y los brazos a la pared y que ascendiera poco a poco, palpando el camino como un ciego y sin asomarse al abismo.
Derguín dejó en el suelo la mochila y los odres de agua, se quitó la casaca y respiró hondo. Entonces sintió un golpe en el hombro. Se volvió y descubrió que había sido
Riamar,
con el hocico; el unicornio había doblado las patas delanteras y tenía el cuello agachado.
—¿Es que quieres que vuelva a montar?
Riamar
asintió.
—Es una locura. No puedes subir por esa escalera.
Riamar
le dio con la frente en el hombro, y Derguín sintió el roce de su cuerno. Se dijo que sólo los locos pueden conseguir locuras y volvió a montar. Apenas se había acomodado sobre su lomo, el unicornio se lanzó por la escalera.
—¡Más despacio,
Riamar
! ¡Vamos a matarnos!
El unicornio galopó como una tromba, devorando los escalones bajo sus cascos. Derguín se aferró con ambas manos a las crines y pegó la cabeza al cuello de
Riamar.
Quería gritar de pavor, pero no le quedaba aliento en el pecho.
Riamar
subía a tal velocidad que temía que resbalara sobre los peldaños, siguiera en línea recta y se precipitara de cabeza al abismo con él. Derguín cerró los ojos, pegó la boca al cuello del unicornio y empezó a recitar series de cifras, como le había enseñado Ahri el numerista.
Después abrió los ojos y despegó la cabeza del cuello de
Riamar.
Fue sólo un segundo. El suelo estaba a su derecha, pero infinitamente abajo. El cuerpo de
Riamar
le tapaba de la vista el borde de la escalera, de modo que parecían subir por el aire, pisando la nada.
—¡Dioses del Bardaliut, ayudadme!
Volvió a cerrar los ojos, que le lloraban de frío y de miedo. Tenía los muslos agarrotados de apretarlos contra los costados de
Riamar,
y los dedos sin sangre de cerrarlos sobre sus crines.
Riamar
fue frenando poco a poco y le avisó con un gorjeo. Derguín abrió los ojos y vio que la escalera desembocaba por fin en una terraza de unos tres metros de anchura. La torre se prolongaba hacia arriba, aunque Derguín no se atrevió a mirar a las alturas, como tampoco se asomó al borde de aquel mirador que no tenía balaustrada. A la derecha había una abertura en la pared, una puerta por la que a duras penas hubiera cabido
Riamar.
Derguín desmontó y se abrazó al cuello del unicornio. Las rodillas le temblaban y apenas sentía las piernas.
—Bendito seas,
Riamar —
susurró, besando el cuello del unicornio-. Ahora me toca a mí.
Entró por un pasadizo abovedado, cada vez más oscuro. Giraba hacia la izquierda, como la escalera, y subía en una pronunciada rampa. El techo estaba casi a la altura de su cabeza; si Togul Barok había pasado por allí, lo había hecho agachado. Poco después se encontró caminando en una oscuridad completa, pero prefería avanzar a ciegas palpando las paredes del túnel que asomarse a las alturas vertiginosas por las que lo había subido
Riamar.
Pensó que Togul Barok no debía andar lejos, con Espada de Fuego o sin ella, pero no se atrevió a desenvainar a
Brauna,
pues necesitaba ambas manos para comprobar que a los lados seguía habiendo piedra y no un abismo.
No caminó en las tinieblas mucho tiempo. Al principio vislumbró una claridad rojiza; después el túnel giró en ángulo recto, y desembocó de repente en un espacio abierto. Derguín se detuvo al final del pasillo y examinó el lugar. Se hallaba en una vasta sala circular, de más de cuarenta metros de pared a pared. La iluminación provenía de un gran agujero en el techo, de unos veinte metros de diámetro. En el suelo había otra abertura igual; Derguín supuso que el centro de la torre debía de ser hueco, pero no se atrevió a asomarse a aquel pozo. A lo largo de la pared se abrían nichos tapados por puertas de cristal; dentro de ellos se veían armaduras y momias de guerreros, algunos de los cuales no parecían humanos. Pero Derguín apenas detuvo la mirada en ellos.
Togul Barok estaba sentado en el suelo, apoyado sobre sus propios talones, y se apretaba las sienes como si le fuera a estallar la cabeza. Debió oírle entrar, pues se volvió al instante y desenvainó la espada en una rápida Yagartéi. Derguín también sacó a
Brauna,
y ambos se miraron de lejos.
—¡El séptimo ángulo! —dijo el príncipe-. Es lo que dijo ella.
En vez de responderle, Derguín siguió recitando fórmulas de control. Había llegado a olvidarse de lo grande que era Togul Barok, aún más alto que El Mazo y que Linar; y a pesar de su envergadura se había levantado con la agilidad de un gato.
—No quiero matarte, hermano.
La voz del príncipe sonaba crispada, y la mano derecha se le fue sola a la sien, pero al momento volvió a cerrarla sobre la empuñadura.
—¿Tú también lo sabes? —preguntó Derguín.
—Ella me lo dijo y tú me lo confirmaste en la biblioteca. Ahora seré el Zemalnit y la profecía se cumplirá.
—«Cuando un medio hermano posea de Tarimán el arma» —recitó Derguín, y comprobó que el sonido de su propia voz lo serenaba-. La profecía no dice quién de los dos ha de ser.
—No serás tú quien me venza, Derguín. Capto tu miedo desde aquí.
—Yo no te temo.
—Tienes las manos frías y te corre un reguero de sudor por la espalda. ¿Acaso me equivoco?
Derguín se estremeció.
—Tú también tienes miedo. Si no, lucharías en vez de hablar.
—No es ésa la razón, sino lo que tengo a mi espalda.
Detrás de Togul Barok había tres puertas cerradas. Por encima de ellas corría un friso con una inscripción grabada a cincel. Pero la luz que llegaba allí era débil y Derguín no alcanzaba a leer las letras.
—Acércate a verlo —le dijo el príncipe-. Yo me apartaré.
Togul Barok empezó a retroceder, alejándose de las puertas mientras Derguín se aproximaba por el lado opuesto del pozo. Estaban tan lejos que tenían que hablar casi a gritos, y entre ambos se abría una sima; sin embargo, ambos se movían como felinos y mantenían las espadas en alto.