—Tranquilo —le susurró Kratos-. Si hay alguien que jamás pondrá la mano en la Espada de Fuego, ése es Aperión.
El sol bajaba ya cuando Linar les dijo que arrimaran la balsa a tierra. Remaron hacia la orilla izquierda y embarrancaron la almadía sobre un ribazo sembrado de piedras. Después se echaron los fardos a hombros y tomaron un sendero que se retorcía por una empinada pendiente. Derguín acarició el cuello de
Riamar
y le susurró palabras de aliento. El animal había enflaquecido tanto que se le notaban todas las costillas, pero respondió meneando las crines y empezó a trepar con brío.
Siguieron subiendo, siempre con el río a su derecha. Después, el sendero se desvió hacia el sur y perdieron de vista las aguas del Haner, que durante tantos días los habían acompañado. El Mazo hizo un gesto apotropaico y escupió a la izquierda.
—Río maldito —susurró-. Espero que volvamos por otro sitio.
Derguín pensó que él tendría que remontar el Haner tarde o temprano. No dejaba de reprocharse por haber abandonado a Mikhon Tiq; aunque se hubiera convertido en estatua de piedra, aunque corrieran el riesgo de ser aniquilados si moría, debería haberlo cargado, aunque fuera a hombros, como el propio Mikha había hecho con Linar.
—Volveré por ti —susurró, echando una última mirada al río.
Atravesaron un par de hondonadas y, poco después, el camino los llevó a descrestar una elevación. Allí se detuvieron y respiraron hondo, pues bajo sus pies se extendía un prolongado declive, y éste conducía hasta su penúltima meta.
El mar, se dijo Derguín, y paladeó aquel nombre. El reflejo del sol pintaba un sendero blanco y deslumbrante en unas aguas que parecían extenderse hasta el infinito. Por primera vez, Derguín escuchó el estrépito de las olas al romper contra la costa, y aquel fragor se mezcló con los chillidos de las gaviotas y el olor a sal, y se embriagó de aquellas sensaciones desconocidas. Durante unos segundos olvidó por qué estaba allí, y sólo existió aquella inmensidad que le hacía guiñar los ojos por el reverbero del sol, pero a la que no podía dejar de mirar. Cuando logró apartar la vista, observó a sus compañeros. Todos estaban embelesados, incluso los que ya conocían el mar. Pero El Mazo, sobre todo, tenía la boca abierta y parecía que se quisiera beber toda aquella agua con los ojos. Derguín le apretó el codo.
—Ahí lo tienes.
—Es... es... —El Gaudaba buscó palabras, pero no las encontró.
—Yo tampoco lo había visto nunca.
El Mazo lo miró, sorprendido.
—Pues es tal como me lo describiste.
—Y sin embargo no es tal como lo imaginé.
Sus miradas siguieron la línea del horizonte, un trazo que separaba el azul cerúleo del mar de la palidez rojiza del cielo, allí donde el sabio Ura, padre de los dioses, los había dividido con la segur primigenia. Hacia el norte, el horizonte se difuminaba hasta perderse en una zona neblinosa en la que aguas y aire se confundían en un enorme banco de vapor ambarino que se cernía sobre el mar.
—Allí debe de estar la isla de Arak —dijo Kratos.
Bajaron hacia el mar por el declive. El suelo estaba sembrado de grandes rocas oscuras que se levantaban verticales rompiendo el suelo. Buscaron senderos entre ellas, con la mirada puesta en los pies para no tropezar. Durante un rato perdieron de vista el mar. El Mazo empezó a gruñir y Krust tuvo que tranquilizarlo. No se lo habían llevado a ninguna parte, le dijo: pronto volvería a verlo, y mucho más cerca.
Camuflados entre las crestas rocosas, descubrieron restos de edificios. Sus paredes estaban construidas con hileras de piedras pequeñas y apiladas sin argamasa. Las casas eran circulares y en algunas quedaban restos de las vigas de madera que debieron sustentar los techos. Después pasaron junto a reliquias de lo que debió ser un gran recinto amurallado. En el centro se levantaba una gran torre, de más de quince metros de altura; era el edificio mejor conservado de aquella ciudad muerta.
—¿Qué lugar era éste? —le preguntó Derguín a Linar.
—No tiene nombre para mí —le respondió el mago, con aire ausente.
Entre las rocas bajaba un hilo de agua. Linar la probó y les dijo que era potable. Perdieron un tiempo precioso bebiendo y llenando los odres, pero cuando volvieron a mirarse unos a otros los ojos les brillaban de nuevo. Después siguieron caminando, mientras
Riamar
se rezagaba para calmar su sed.
Tras las últimas ruinas de la muralla, llegaron a una explanada arenosa. Más allá, antes de llegar al mar, se interponía un malecón natural formado por bloques de basalto, negros y hexagonales, apretados como las celdas de un inmenso panal. Al borde de aquellos pilares naturales había cinco hombres, sentados alrededor de una hoguera. Las armaduras estaban tiradas por el suelo y las lanzas terciadas unas en otras; los uniformes se veían tan raídos y sucios que era imposible reconocer su color original.
—¡Eh, vosotros! —gritó Krust, levantando la mano.
Cuando los vieron, los cinco soldados huyeron despavoridos. Sin tan siquiera recoger sus armas, los últimos restos del destacamento de Togul Barok se perdieron hacia el sur, brincando entre las rocas. Ninguna crónica vuelve a mencionarlos.
Había alguien más allí, aunque al principio no lo habían visto, pues su negro pelaje se confundía con las columnas de basalto. El caballo dio un débil relincho, se incorporó con trabajo después de intentarlo tres veces y vino a ellos renqueando. Kratos corrió hacia él y se abrazó a su cuello. El pobre
Amauro
había quedado reducido a poco más que un pellejo extendido sobre el costillar. Kratos lloró al verlo en ese estado, y no dejó de decirle ternezas y de palmearle el cuello. Después desenvainó su espada y se dispuso a acabar con los sufrimientos del que durante años había sido su fiel compañero. Pero Linar lo retuvo agarrándole del codo.
—Espera.
—Tengo que ser yo quien lo haga, Linar.
—Tal vez aún pueda hacer algo por él. Ahora, debemos buscar la forma de llegar a la isla.
Amauro
volvió a tenderse en la arena, resignado a su suerte.
Riamar
se aproximó a él y le acercó el morro. Los dos animales debieron de decirse algo, porque al final
Amauro
se levantó y siguió a
Riamar
hacia las ruinas, donde habían encontrado agua.
Siguieron el malecón hacia la derecha. A unos cien metros de allí formaba un recodo, y dentro de él se abría un pequeño puerto de aguas tranquilas. Se acercaron a él, saltando de bloque en bloque. Un balandro se balanceaba mansamente, fondeado en un embarcadero natural, con las velas recogidas. A popa, junto al timón, se sentaba su único tripulante, un hombre flaco, vestido con un manto negro, de nariz estrecha y cráneo afeitado y venoso.
—Un Pinakle —susurró Derguín.
—¿Cómo demonios ha llegado aquí antes que nosotros? —preguntó Krust.
Aperión se acercó al borde del embarcadero y balanceó los brazos para saltar al balandro. Pero el Pinakle se puso en pie y se lo prohibió con la mano.
—Sólo dos hombres pueden pisar la isla de Arak —advirtió con voz áspera.
Los cuatro aspirantes a la Espada se miraron. Las mentes de todos cavilaban el mejor modo de elegir a los dos tripulantes del pequeño velero cuando el Pinakle añadió:
—Esta mañana ya partió el primero. Sólo uno de vosotros puede embarcar.
Volvieron a cruzar miradas. Toda camaradería había desaparecido; los ceños estaban fruncidos y los labios arrugados sobre los dientes, como si olisquearan en el aire la sangre que aún no se había derramado. Kratos señaló hacia la arena de la explanada.
—Vamos allá. Tenemos que decidir.
Mientras se alejaban del velero, Aperión trastabilló con el borde de un pilar de basalto y cayó sobre Linar. El mago estiró los brazos para sujetarlo, más por reflejo que de intento. Después profirió un gemido apagado, cayó sobre la rodilla derecha, manoteó un momento en el aire y, por fin, cayó boca arriba. Aperión había recobrado el equilibrio como por ensalmo, y ahora en su mano se veía un diente de sable ensangrentado. Buscaba el corazón de Linar y al parecer lo había encontrado; en el pecho del Kalagorinor había aparecido una mancha oscura que se extendía lentamente.
Aperión retrocedió unos pasos, desenvainó su espada y los miró a todos. Derguín acudió junto a Linar y se arrodilló a su lado. Tenía el ojo abierto, pero la vista se le había quedado fija. Le tocó el cuello para buscarle los latidos y no los encontró. Kratos dejó caer la mochila y el capote, desenvainó a
Krima
y avanzó decidido hacia Aperión. Los músculos que le tensaban las mandíbulas se marcaban como sogas en sus sienes.
—Ahora pagarás por un crimen más.
—¿Crimen? —repuso Aperión-. Ese hechicero era amigo tuyo y de tu cachorro. Yo nada le debía. Si no me hubiera adelantado a él, nos habría quitado de en medio a Krust y a mí.
—No me incluyas en tus manejos —dijo Krust.
—¿Por qué no? Tú también sales beneficiado. Ahora los cuatro podemos luchar limpiamente. El que quede vivo, montará en esa barca.
Kratos dio otro paso hacia Aperión. Ya estaba a menos de cuatro metros.
—No serás quien quede vivo, tenlo por seguro. Vamos a arreglar cuentas, tú y yo.
—Pero sin aceleraciones —respondió Aperión, enseñando los dientes-. Hoy no harás como la última vez. Limpiamente, como te he dicho.
—Limpiamente no —dijo otra voz.
Era la de Linar.
Derguín se había puesto en pie y buscaba la empuñadura de
Brauna,
pero ahora volvió la mirada al Kalagorinor. Éste, que se había incorporado a duras penas, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y la mano izquierda apretada contra el pecho, como si pretendiera taparse la hemorragia con los dedos. Derguín se acercó para levantarlo, pero el mago rechazó su ayuda y se quedó sentado.
—Te sorprende que los demás sigan vivos,
tah
Aperión —dijo Linar.
Su voz sonaba apagada y cada palabra brotaba de su pecho con un gran esfuerzo, pero miraba a Aperión con una intensidad que daba miedo.
—¿De qué hablas, viejo cuervo?
—Hace varias noches llenaste el odre del que beben Kratos y Derguín con agua del río.
—¡No digas majaderías!
Derguín se llevó la mano al vientre. Había visto caballos agonizando por beber las aguas del Haner, y más tarde los cadáveres de los hombres que el príncipe había ido abandonando. De pronto sintió bascas y los intestinos se le retorcieron.
—Dormíamos, creías tú —siguió Linar-. Pero yo veo todo. Cambié los odres.
Levantó el caduceo como si pesara una tonelada y con la boca de la serpiente apuntó a Aperión.
—Tu traición ha podrido tus entrañas. Te he mantenido en pie hasta ahora. No más.
Aperión tosió, y un chorro de sangre brotó de su boca. Soltó la espada y cayó de rodillas, apretándose el estómago con ambas manos. Dio dos arcadas y vomitó otra bocanada de sangre, más negra y abundante que la primera. Después se apoyó en el suelo y trató de incorporarse, pero empezó a toser y con cada tos arrojaba otro chorro de sangre más fétida y oscura que la anterior.
Kratos se plantó delante de él.
—Mírame.
Aperión levantó la cabeza, y sus ojos miraron por última vez con todo el odio que había acumulado a lo largo de los años. Kratos le agarró del pelo con la mano izquierda, tiró hacia arriba para levantarle la barbilla y, con la parte central del filo, lo decapitó de un solo tajo. El cuerpo de Aperión cayó de lado. Kratos alzó la cabeza, la miró de cerca y escupió entre los ojos. Después giró la cintura, estiró el brazo para tomar impulso y la arrojó al mar.
Los demás lo observaban horrorizados por aquella acción impía. Kratos limpió su espada en la ropa de Aperión, la envainó y por fin les devolvió la mirada.
—Le cortó las manos y la lengua a mi amigo Siharmas. A mi amante le arrancó los párpados antes de decapitarla. Que su espíritu me persiga para vengarse de mí, si se atreve. Aún pagará más.
La sombra de Kratos se alargaba sobre los pilares de basalto y sus ojos relucían con una fiera determinación. Derguín buscó la mirada de Linar, pero el mago se había quedado sentado con las piernas cruzadas, y había cerrado los párpados. Era imposible saber si estaba vivo o muerto, aunque la mancha oscura sobre su pecho había dejado de extenderse. Ahora que había llegado el momento de que decidiera entre Kratos y Derguín, no daba señales de verlos.
Tal vez finge, pensó Derguín. Tal vez no sabe qué hacer y prefiere que sean las espadas las que elijan.
—Quedamos tres —resumió Kratos-. La arena del reloj corre en contra nuestra. Hemos de decidir quién va a montar en esa barca.
El Mazo se inclinó sobre el hombro de Derguín.
—Puedo acercarme a él como quien no quiere la cosa y espachurrarle el cráneo con la maza.
—No te preocupes —contestó Derguín, sin dejar de mirar a Kratos-. Todo sucederá como tenga que suceder.
Una extraña sensación de adormecimiento se había apoderado de él. Se sentía pesado y a la vez ajeno a su cuerpo, como si se hallara encerrado en un sueño. Era un espectador de lo que estaba pasando, tan sólo un lector del libro del destino.
—Las espadas deben decidir —dijo Kratos-. Echémoslo a suertes. Dos de nosotros lucharán y el otro esperará el resultado para enfrentarse con el vencedor.
Krust levantó las manos, mostrando sus palmas.
—¡Oh, no, no! Conmigo no contéis para pelear.
Kratos lo miró, perplejo.
—No, no, señores Tahedoranes. —Krust se desciñó el talabarte y, con todo cuidado, lo depositó en el suelo-. Mi única esperanza era llegar aquí el primero. No se me ocurre cómo puedo venceros, a no ser en un duelo de comer chuletas. —Sus ojos se volvieron al noroeste. El sol, cerca ya del horizonte, parecía incendiar las brumas que ocultaban de la vista la isla-. Y no tengo el menor deseo de correr tras ese diablo de ojos dobles. Llamadme cobarde si queréis, pero no lo haré.
Kratos inclinó la cabeza.
—No seré yo quien te llame cobarde, pues llegando hasta aquí has demostrado tu valor.
Después miró a Derguín. El muchacho se estremeció. En la mirada de su maestro no quedaba ningún rastro de calor.
—Hicimos un juramento,
tah
Derguín. Seguiríamos juntos hasta este momento. Hemos llegado al mar, y sólo quedamos tú y yo. Me temo que Linar no puede decidir entre nosotros.
Derguín tragó saliva.