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Authors: Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La espada oscura (20 page)

BOOK: La espada oscura
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—Lo hemos mantenido todo exactamente tal como estaba cuando tú te fuiste —dijo Dorsk 82, alzando la mirada para dirigir una sonrisa radiante a su «padre».

En el interior el aire estaba impregnado de humedad y saturado por toda una mezcla de olores químicos y orgánicos que no eran tanto desagradables como exóticos e inusuales. Dorsk 80 les fue acompañando como un adusto maestro de escuela, dirigiendo asentimientos de cabeza llenos de orgullo a Dorsk 82, su protegido, y volviendo la cabeza de un lado a otro, rozando controles e inspeccionándolos cuando pasaban junto a ellos.

—No sabía que hicieras esta clase de trabajo antes de irte —dijo Kyp.

Su amigo asintió.

—Pues sí. La base de datos del ordenador contiene los planos genéticos de las principales líneas familiares. Cuando llega el momento de producir un nuevo descendiente, sacamos las secuencias de ADN de los bancos de datos y producimos otra copia del código que se haya elegido y luego...

—Normalmente cada clon es idéntico —dijo Dorsk 80, interrumpiéndole.

Kyp sabía que Dorsk 81 era una anomalía que, en contra de todas las probabilidades, había resultado poseer una elevada sensibilidad a la Fuerza cuando debería haber sido idéntica a todas las encarnaciones anteriores de su modelo clónico. Pero algo inexplicable había cambiado en su caso.

Filas y más filas de incubadoras metálicas se extendían formando hileras minuciosamente numeradas y controladas en las que los embriones iban creciendo hasta dejar atrás la edad infantil para ser acelerados hasta aproximarse a la adolescencia, momento en el que eran sacados de las máquinas y educados por sus unidades familiares, que irían enseñándoles los deberes y obligaciones de su secuencia genética.

El siseo de los fluidos en continuo movimiento, el susurro de los generadores de niebla y el incesante chasquear de los operadores que trabajaban en los teclados de los ordenadores hacía que la instalación de clonaje fuese una constante colmena de actividad, pero la tensión fue creciendo alrededor de Dorsk 81 como una manta de silencio.

Dorsk 82, que resplandecía de orgullo, los llevó a su puesto de trabajo. Las pantallas de las terminales mostraban la situación actual de millares de tanques de embriones.

—Aquí es donde solías sentarte —dijo Dorsk H2—. Todo sigue estando en condiciones de operar, y yo he seguido los pasos de nuestra familia... Pero ahora que has vuelto, te cedo mi lugar con suma alegría para que pueda continuar mi adiestramiento y así, algún día, llegar a convertirme en tu verdadero sucesor.

Dorsk 81 palideció.

—Pero yo no he vuelto por eso. No lo entendéis... —Miró a Kyp, como pidiéndole ayuda—. Sigue cumpliendo con tus deberes en la instalación de clonaje, Dorsk 82. No tengo intención de volver a asumirlos.

El clon más joven parpadeó.

—¡Pero debes hacerlo!

El rostro de Dorsk 80 se ensombreció.

—Eres mi sucesor, Dorsk 81 —dijo . Siempre has sabido cuál era tu lugar.

Dorsk 81 giró sobre sus talones para mirar fijamente a su predecesor. ——No. Soy un Caballero Jedi y debo encontrar mi lugar..., mi nuevo lugar. Kyp deseaba ayudar a su amigo y apoyar a Dorsk 81 de alguna manera.

Pero aquello era una discusión personal, y si interfería sólo conseguiría empeorar la situación.

Dorsk 80, que estaba muy serio, clavó la mirada en Dorsk 81. —No tienes elección.

—Sí —dijo Dorsk 81, con el rostro lleno de angustia—. Sí, tengo una elección... Eso es lo que no entendéis.

Los ojos llenos de lágrimas de Dorsk 81 fueron de su versión más joven a la más anciana. Kyp siguió contemplando en silencio a los clones, y las expresiones de aquellos tres rostros llenaron de dolor su corazón apenado.

La familia de Dorsk 81 estuvo muy distante y silenciosa durante el resto del día, rehuyendo visiblemente su compañía. El clon alienígena, que estaba muy afectado, acabó yendo a ver a Kyp, que se había retirado al cuarto de invitados. Kyp se compadeció de su amigo. Aquel breve contacto con la forma de vida estancada e inmutable que se había impuesto en Khomm le había hecho ver con toda claridad que los otros clones no podían comprender quién era Dorsk 81 o lo que había hecho.

Dorsk 81 se sentó junto a él. Sus ojos amarillos eran muy expresivos, pero Dorsk 81 tuvo que dejar transcurrir algunos momentos antes de poder reunir el valor necesario para hablar.

—No me atrevo a quedarme aquí —dijo por fin—. Aunque intente ser fuerte, sé que si vivo en este mundo, en esta ciudad, con los miembros de mi familia... Sé que acabaré cediendo. Olvidaré lo que era ser un Jedi. Faltaré al juramento que le hice al Maestro Skywalker. Todo se irá perdiendo poco a poco, y mi vida se desvanecerá y al final no seré más que una pequeña e insignificante desviación dentro de la historia de Khomm.

»¿Qué voy a hacer ahora? Cuando me convertí en un Jedi todo parecía estar tan claro... Volvería a Khomm y sería el guardián de este sistema. Pero este sistema ni necesita ni quiere tener a un Caballero Jedi para que lo proteja. ¿Qué misión tengo ahora?

Kyp le cogió del brazo, sintiendo que su corazón latía a toda velocidad. —Puedes venir conmigo —dijo—. Quiero que lo hagas. El rostro de Dorsk 81 se convirtió en una ventana a través de la que brilló una esperanza tan radiantemente luminosa como los rayos del sol. Kyp entrecerró los ojos, y sintió agitarse en su interior las llamas abrasadoras de su viejo deseo de vengarse del Imperio.

—Subiremos a nuestra nave y entraremos en los Sistemas del Núcleo que todavía no han sido cartografiados —dijo—. Juntos, tú y yo descubriremos qué ha sido del Imperio.

SISTEMAS DEL NÚCLEO
Capítulo 18

Daala disminuyó la potencia de los escudos del
Tormenta de Fuego
justo lo suficiente para permitir que la lanzadera del vicealmirante Pellaeon se aproximara a su Destructor Estelar. El conteo de autodestrucción seguía avanzando hacia el cero como una avalancha de números en continua disminución.

Daala contempló con expresión sombría a la dotación de su puente. Les compadecía, pero admiraba su estoicismo. También respetaba la gélida e inconmovible bravura de que daba muestra Pellaeon —o tal vez su temeridad— al aproximarse a una nave que probablemente le estallaría en la cara.

Se volvió hacia el oficial de comunicaciones.

—¿Ha ido informando al Supremo Señor de la Guerra Harrsk sobre la situación del conteo de autodestrucción?

El oficial de comunicaciones, que se había puesto muy blanco, tragó saliva.

—Sí, almirante, pero no he recibido ninguna respuesta.

—Lástima —dijo Daala sin inmutarse—. Espero que Harrsk no piense que me limito a amenazar con algo que no tendré el valor de llevar a cabo.

—Le he asegurado que no es así, almirante —dijo el oficial de comunicaciones, y después desvió la mirada mientras sus tensos labios formaban una pálida línea exangüe.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Daala. —Siete minutos.

—El vicealmirante Pellaeon acaba de entrar en el hangar de lanzaderas —dijo el oficial táctico.

Daala permaneció inmóvil en el puesto de control con las manos juntas detrás de la espalda. Los navíos de combate carmesíes de la clase Victoria rodeaban a la flota de Harrsk como una manada de depredadores hambrientos. Daala no entendía del todo lo que pretendía Pellaeon, pero el hecho de que muchos de sus cruceros de combate siguieran las órdenes aparentemente suicidas que había dado hacía que sintiera una gran confianza en la capacidad de liderazgo del vicealmirante.

—Escóltenle inmediatamente hasta aquí —dijo—. Quiero una guardia de honor de soldados de las tropas de asalto, y asegúrense de que Pellaeon entiende que no está prisionero. Trátenle como un negociador hacia el que sentimos el máximo respeto.

—¿Hay tiempo, almirante? —preguntó el jefe de cubierta—. Sólo nos quedan seis minutos.

—Entonces tendrán que correr, ¿no le parece? Debemos ser optimistas —dijo Daala, y sus labios se curvaron en una sonrisa llena de amargura—. Aunque el optimismo es una emoción difícil de experimentar cuando estás tratando con un par de niños estúpidos como Teradoc y Harrsk.

Cuando la guardia de honor llegó al puente del Destructor Estelar, sólo faltaba un minuto y cuarenta y cinco segundos para que el reloj llegara al final de la cuenta atrás.

Seis soldados de las tropas de asalto entraron con paso rápido y decidido en el puente, acompañando a un hombre de edad madura, esbelto y con un abundante bigote y una cabellera canosa impecablemente recortada. Sus ojos brillaban con el vivo fulgor de la inteligencia y su cuerpo era nervudo y flexible.

—El vicealmirante Pellaeon, supongo —dijo Daala con voz firme y tranquila—. Me complace que haya podido venir aquí para estar conmigo en el momento de nuestra muerte.

Pellaeon tragó saliva.

—He oído hablar mucho de usted, almirante Daala, y soy consciente de que ya ha dado amplias muestras de su decisión y su devoción al Imperio. Estoy convencido de que tiene intención de hacer exactamente lo que ha dicho que haría. Pero... Bien, desearía que Harrsk también estuviera convencido de ello.

—¡Un minuto, almirante!

La voz del oficial apenas era un graznido ahogado.

—¿Han hecho los preparativos necesarios para lanzar el módulo de datos? —preguntó Daala—. Aunque no sirva para nada más, puede que nuestro acto de desesperación haga que los otros señores de la guerra comprendan que se han estado comportando como una pandilla de idiotas.

La imagen granulosa de Harrsk apareció en la pantalla antes de que el oficial de comunicaciones pudiera responder.

—¡Muy bien! ¡Basta, basta! Detenga la cuenta atrás. Ordeno el cese inmediato de todas las hostilidades. Daala, maldita seas... ¡Detén la secuencia de autodestrucción!

El jefe de cubierta parecía haber quedado paralizado. La dotación del puente dejó escapar un ruidoso suspiro colectivo de alivio. Pellaeon estaba contemplando a Daala con las cejas enarcadas.

Daala permaneció inmóvil donde estaba, sin hacer nada para negar sus órdenes aunque su corazón palpitaba a toda velocidad con la emoción del triunfo. Siguió inmóvil durante unos momentos más mientras la cuenta atrás llegaba a los treinta segundos. Después hizo que sus facciones se convirtieran en una máscara de desilusión cuidadosamente reprimida para convencer a quienes la estaban observando de que realmente había tenido intención de volar el
Tormenta de Fuego
—y el
Torbellino
con él— si sus exigencias no hubieran sido aceptadas.

—Preferiría negociar con usted, almirante..., si dispone de tiempo para ello —dijo Pellaeon en un tono cauteloso pero persuasivo.

Su voz era suave, y sus meticulosas inflexiones demostraban la gran inteligencia que se ocultaba detrás de ella.

Daala alargó la mano en un gesto casi casual y conectó el dispositivo de PAUSA de la cuenta atrás de autodestrucción.

—Muy bien, vicealmirante. Yo también prefiero recurrir a las soluciones alternativas.

Después se volvió hacia el navegante y recitó de memoria una lista de coordenadas.

—Llevaremos el
Tormenta de Fuego
a una zona aislada para celebrar una conferencia privada —añadió—. De todas maneras, vicealmirante Pellaeon, y para disipar cualquier impresión de que pudiéramos estar secuestrándole, invito a dos de sus navíos de la clase Victoria a que nos acompañen.

Daala le miró con las cejas levantadas en un enarcamiento de interrogación.

—Pienso que es preferible estar lejos de cualquier posible traición de Teradoc o Harrsk —siguió diciendo—. No confío en ninguno de los dos y temo que puedan tratar de explotar en su beneficio la situación actual.

—Estoy de acuerdo, almirante —dijo Pellaeon con una seca inclinación de cabeza. Las patas de gallo que había alrededor de sus ojos se fruncieron levemente, y de repente Daala tuvo la impresión de que la meta final que aquel hombre había pensado para el Imperio quizá fuera la misma que ella intentaba alcanzar—. Si me permite utilizar su sistema de comunicaciones, codificaré las órdenes necesarias para mi navío insignia y una nave de acompañamiento.

Daala se volvió hacia su timonel.

—Cuando el ordenador de navegación haya calculado el mejor rumbo hiperespacial, baje los escudos y proceda hacia nuestro destino. Dos Destructores Estelares de la clase Victoria nos seguirán.

—Pero almirante... —protestó el segundo de a bordo—. Eso dejaría al
Torbellino
indefenso y rodeado por las naves de combate del Supremo Almirante Teradoc. Después de la andanada que les lanzó con el cañón iónico...

—Creo que Teradoc no querrá abrir fuego contra ellos. Pero si me equivoco... —Bajó la mirada hacia el cronómetro—. Según mis cálculos, el
Torbellino
ha dispuesto de tiempo suficiente para terminar las reparaciones. De hecho, Harrsk ya ha dispuesto de seis minutos adicionales. Si he interpretado de manera incorrecta el significado de las acciones de Teradoc, y si he sobrestimado a la tripulación del
Torbellino
... Bien, en ese caso ya presentaré mis disculpas luego —añadió con una sonrisa sarcástica.

—Entonces estamos de acuerdo, almirante —dijo Pellaeon desde el puesto de comunicaciones—. Dos de mis naves están preparadas para seguirnos. —Pellaeon inclinó la cabeza—. Confiamos en que no nos llevará a una emboscada.

Daala asintió, intentando permanecer todavía más rígidamente erguida que Pellaeon.

—Comprendo el riesgo que está corriendo, vicealmirante, pero debe creerme: le aseguro que nunca me habría tomado tantas molestias sólo para eliminar a dos Destructores Estelares de pequeño tonelaje. La flota del Señor de la Guerra Harrsk podría haberlos destruido sin ninguna dificultad.

Los escudos del
Tormenta de Fuego
desaparecieron, dejando al Destructor Estelar inutilizado de Harrsk suspendido en la oscuridad del espacio.

Flanqueado por dos navíos carmesíes de la clase Victoria, el
Tormenta de Fuego
se elevó hasta salir del plano anular y avanzó a través de los restos espaciales que flotaban alrededor de la esfera amarilla del planeta gaseoso como un collar centelleante. Las tres naves entraron en el hiperespacio.

Tres Destructores Estelares, uno grande y dos pequeños, flotaban en un erial del espacio. La estrella más cercana brillaba con un tenue resplandor a doce parsecs de distancia. Una difusa nube molecular desplegaba su frío velo a través del vacío. Daala había descubierto aquel desierto estelar cuando ella y el
Gorgona
, la nave seriamente averiada que mandaba, intentaban volver al Imperio después de haber librado una devastadora batalla por el control de la Instalación de las Fauces.

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