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Authors: Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La espada oscura (23 page)

BOOK: La espada oscura
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Daala estaba tan harta y tan asqueada que las palabras fueron surgiendo de sus labios con una espantosa y terrible lentitud para caer sobre el grupo de señores de la guerra, aplastándolo bajo la fuerza incontenible de un inmenso garrote invisible.

—No quería gobernar —dijo—. No tenía ninguna intención de convertirme en una líder política. Lo único que quería era aplastar a los rebeldes..., pero no me dejan otra elección. No puedo permitir que el destino del Imperio esté en las manos de semejante pandilla de imbéciles.

Metió la mano en el bolsillo lateral de su uniforme gris oliva y sacó de él una membrana respiratoria traslúcida que colocó sobre su boca y su nariz. Daala activó la mascarilla con la yema de un dedo y la delgada membrana se selló sobre su rostro, adhiriendo sus bordes a las células de la piel. Pellaeon alzó súbitamente la mirada junto a ella, y los primeros destellos de comprensión iluminaron sus ojos. El vicealmirante cogió su mascarilla mientras Daala volvía a deslizar la mano por debajo de la mesa y pulsaba un botón, activando los sistemas emisores de gas nervioso que los androides constructores habían instalado obedeciendo las directrices de su programación. Los conductos del aire dejaron escapar un sonido sibilante, como serpientes que expulsaran su aliento venenoso en el interior de la sala.

Los señores de la guerra reaccionaron al unísono y la acusaron de traición con un estridente coro de gritos. Daala, divertida por aquella ironía, vio que por fin habían encontrado una manera de hacer algo juntos.

Teradoc intentó levantar su cuerpo hinchado de la silla. Daala supuso que moriría de un ataque cardíaco si el gas nervioso no acababa con él antes.

Harrsk y otros tres señores de la guerra no malgastaron el tiempo pregonando su rabia, y corrieron hacia la puerta para golpear la cerradura cibernética con los puños en un frenético intento de desactivarla y provocar su apertura. Pero el cronómetro aún tenía cuatro minutos por contar, y Daala sabía que el gas sólo necesitaba segundos para completar su acción letal.

El alto y esquelético Delvardus se llevó la mano a la insignia que adornaba su pecho mientras fruncía el rostro en una mueca de intensa concentración. Delvardus consiguió unir varias medallas y galones metálicos. Después extrajo una delgada varilla de uno de sus entorchados, y cuando hubo terminado de unir los componentes con una rápida sucesión de chasquidos Daala vio que había obtenido un cuchillo primitivo, pero de un aspecto bastante temible.

Delvardus fue hacia ella, alzando la hoja y tambaleándose sobre sus largas piernas huesudas. Su rostro fue quedando cubierto por un espolvoreo de erupciones rosadas a medida que iban estallando los vasos sanguíneos de sus mejillas y sus ojos. Su respiración se estaba volviendo cada vez más rápida y entrecortada.

Daala permaneció inmóvil, ofreciendo un blanco muy fácil, y contempló a Delvardus con educado interés. Delvardus había aceptado el hecho de que iba a morir, y sólo quería hundir su cuchillo en el cuerpo de Daala antes de sucumbir a los efectos del gas nervioso.

Los señores de la guerra ya estaban cayendo a diestra y siniestra, derrumbándose unos sobre otros. Algunos tosían y jadeaban mientras se rodeaban la garganta con las manos, y otros vomitaban. Dos de ellos se desplomaron encima de la mesa. Casi todos habían conseguido llegar al suelo.

Delvardus seguía acercándose, dando un paso vacilante tras otro y moviéndose con tanta lentitud como si sus miembros estuvieran recubiertos por una capa de duracreto que se iba endureciendo rápidamente. Sus ojos se habían vuelto de un espantoso color rojo oscuro al ir llenándose de sangre desde dentro mientras se esforzaba por alzar el cuchillo.

Daala vio cómo Delvardus caía a sus pies. El cuchillo repiqueteó ruidosamente sobre las planchas del suelo.

Pellaeon parecía horrorizado, pero también resignado a contemplar aquella masacre tan inesperada. El gordo Teradoc seguía jadeando y tosiendo. A Daala le sorprendió bastante que el obeso señor de la guerra fuese el último en morir.

Capítulo 20

La flota consolidada de la almirante Daala llegó a la avanzadilla militar del General Superior Delvardus en una amenazadora formación pocas horas después de la muerte de éste. Daala se llevó consigo una gran fuerza de desembarco como demostración de fuerza cuando fue a parlamentar con Cronus, el lugarteniente de Delvardus.

El esquelético General Superior había elegido un mundo de pequeñas dimensiones situado en los confines de la banda habitable de su sol, un lugar muy árido de arenas color óxido, rocas desnudas y cañones laberínticos que habían sido creados por viejas inundaciones evaporadas hacía ya mucho tiempo.

Daala examinó los contingentes disponibles a bordo de los Destructores Estelares que acababa de poner bajo sus órdenes y reunió a un escuadrón de lanzaderas de asalto, naves muy veloces con un curioso aspecto de escarabajos mortíferos que descendieron a través de la atmósfera color verde claro y se dirigieron hacia la fortaleza secreta de Delvardus. Daala había sacado las coordenadas de unos ficheros de espionaje altamente útiles que Pellaeon había obtenido de los bancos de datos centrales del navío insignia del Supremo Almirante Teradoc.

El escuadrón voló a baja altura sobre el escarpado paisaje surcado por grandes vetas rocosas, siguiendo las heridas que formaban las grietas y fisuras. Los enormes muros de los desfiladeros proyectaban espesas sombras. Cuando las naves entraron en el complejo de cañones, Daala pudo ver que la cañada quedaba bruscamente cortada por una imponente fachada: se hallaban ante la fortaleza personal del General Superior Delvardus.

Las lanzaderas de asalto descendieron delante de las enormes puertas de piedra y se posaron en una llanura rocosa tan sólida como el duracreto. Daala y Pellaeon salieron de su nave, acompañados por la mitad del contingente de soldados de las tropas de asalto fuertemente armados. El resto de sus tropas permaneció dentro de las lanzaderas de asalto con las armas listas para hacer fuego. Los cascos de las lanzaderas de asalto de la clase Gamma empezaron a crujir y sisear a medida que sus motores se iban enfriando y la flotilla se preparaba para el asedio.

Daala no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar el lugarteniente de Delvardus.

Dos soldados de las tropas de asalto abrieron las puertas del compartimiento de carga trasero y extrajeron de él la demostración de fuerza más importante de Daala.

—El vicealmirante Pellaeon y yo abriremos la marcha —dijo—. Dos soldados transportarán el trofeo, y los demás nos seguirán a cada lado en calidad de guardia de honor personal.

Empezaron a avanzar por la llanura rocosa y fueron hacia el gigantesco e imponente edificio de la fortaleza, con sus botas golpeando el duro suelo en un ruidoso y veloz avance que recordaba un estallido de salvas de artillería. El árido viento del pequeño planeta sopló sobre ellos como un gemido ahogado. Daala no vio ningún otro movimiento.

Los soldados de las tropas de asalto luchaban con la carga cuadrada instalada encima de unas monturas antigravitatorias que se les había ordenado transportar, intentando impedir que se bamboleara bajo aquellas brisas impredecibles. Suspendido en el centro de la estructura, preservado entre chisporroteos en un campo de energía de alta potencia como un insecto muerto atrapado en un bloque de ámbar, colgaba el flaco cuerpo de mentón hendido del General Superior Delvardus. Su rostro estaba hinchado y contorsionado en una horrible mueca, y sus ojos se habían cerrado debido a los efectos del gas nervioso.

Daala volvió la mirada hacia atrás y su cabellera rojo fuego onduló alrededor de su cabeza, agitada por las ráfagas de viento helado. Ya estaba sintiendo cómo aquella atmósfera tan tenue le abrasaba los pulmones, pero no quería llevar una mascarilla respiratoria para evitar producir una impresión de debilidad.

Pellaeon alisó su uniforme y se irguió, adoptando una postura majestuosamente imperial. Daala alzó la cabeza y fue hacia las enormes puertas, que tenían cinco veces su altura: la almirante sospechaba que aquella magnificencia tenía como propósito básico el de impresionar. A pesar de los enormes gastos militares proclamados por Delvardus, no había visto prácticamente ninguna presencia armada alrededor del planeta, y se preguntó si el lugarteniente de Delvardus podría estar planeando alguna clase de emboscada.

Daala y Pellaeon se hicieron a un lado para que todos los observadores pudieran ver el cuerpo suspendido del General Superior Delvardus, y después se detuvieron delante de la colosal entrada de piedra y esperaron. Daala vio unos cuantos receptores vocales hábilmente disimulados en grietas de las rocas.

—Tengo un mensaje y un regalo para el coronel Cronus —dijo, empleando un tono de conversación normal y volviendo la boca hacia los receptores vocales.

Las grandes puertas de piedra se abrieron un par de metros con un sonido curiosamente parecido a un suspiro de disgusto, revelando al contingente de soldados imperiales armados oculto en la fortaleza. Daala controló férreamente su expresión y se mantuvo inmóvil e impasible.

—Vuestro General Superior ha actuado de una manera tan repugnante como traicionera, y ha puesto sus deseos por delante del futuro del Imperio.

Los rostros de los guardias indicaban con toda claridad lo mucho que deseaban desintegrar a Daala para hacerle pagar los terribles insultos que acababa de lanzar contra su antiguo dueño y señor, pero no se atrevieron a actuar delante de su escolta y de las lanzaderas de asalto Gamma fuertemente armadas.

—Delvardus no actuó en solitario, pero prosiguió una guerra de desgaste y luchó con otros señores de la guerra en detrimento de todos nosotros. Os presento... —sacó un cubo holográfico de su bolsillo y lo dejó delante de la estructura centelleante que sostenía el cuerpo suspendido— una grabación de todo nuestro consejo de pacificación para que podáis ver las acciones de vuestro general, así como aquellas de los otros señores de la guerra. Cuando la hayáis visto, comprenderéis por qué fue necesario adoptar una medida tan drástica.

»Esas lanzaderas de asalto no son más que una fracción de nuestras fuerzas, pero bastarán para causar daños altamente significativos a vuestra fortaleza. El resto de nuestra flota está esperando en órbita. Pensad en lo que estáis viendo y decidid si queréis uniros a nosotros como parte de una fuerza imperial reunida..., o si queréis ser considerados unos renegados al igual que vuestro antiguo comandante. Disponéis de una hora para deliberar. Si no hemos tenido noticias vuestras cuando termine ese plazo, volveremos y os destruiremos como cómplices.

Daala giró sobre sus talones. Los soldados de las tropas de asalto dejaron la pesada estructura en el suelo y desconectaron el generador de la plataforma antigravitatoria antes de seguir a Daala y Pellaeon.

Daala no se volvió a mirar, pero oyó cómo los guardias iban saliendo de la fortaleza y contemplaban a su líder caído y el peculiar cubo de mensajes durante unos momentos. Después volvieron corriendo al interior de la fortaleza, y el retumbar metálico de las pesadas puertas que se cerraron detrás de ellos creó ecos que resonaron por el angosto desfiladero.

Cuando la hora de plazo llegó a su fin, el coronel Cronus decidió unirse a las fuerzas de Daala..., sin ninguna clase de reservas.

Un transporte blindado llegado de los hangares de la fortaleza llevó a Daala y Pellaeon, junto con un contingente de sus recelosos soldados de las tropas de asalto, en un rápido viaje fuera del planeta. El coronel Cronus pilotaba personalmente el transporte blindado mientras iba transmitiendo señales de identificación dirigidas al espacio profundo. Cronus fue dejando atrás los navíos de combate de Daala y fue siguiendo un rumbo directo de salida del sistema, moviéndose en una trayectoria perpendicular a la eclíptica que avanzaba hacia la dispersa nube cometaria.

El coronel Cronus no era muy alto, pero todo su cuerpo desprendía una impresionante aureola de poder. Sus hombros eran muy anchos y su pecho estaba recubierto de grandes músculos ondulados, y sus gruesos bíceps indicaban que se ejercitaba incansablemente para mantenerse en la mejor forma física posible incluso bajo la reducida gravedad de aquel pequeño y lúgubre planeta. Su rizada cabellera negra estaba surcada por hebras plateadas que le proporcionaban una apariencia bastante distinguida. Estaba muy bronceado y tenía la piel llena de arruguitas que le daban un aspecto general de haberse curtido a la intemperie, y sus grandes ojos castaños se movían continuamente de un lado a otro, absorbiendo todos los detalles. No era muy hablador, y contestaba a las preguntas que se le formulaban con la información estrictamente necesaria sin añadir ni un solo dato más.

—He de ejecutar un pequeño salto hiperespacial —dijo Cronus— para llevarnos lo suficientemente cerca del límite del sistema..., a menos que prefieran viajar durante semanas con nuestros motores sublumínicos a máxima potencia, naturalmente.

Daala se envaró. Pellaeon y los guardias de las tropas de asalto se pusieron firmes, pero la almirante acabó decidiendo que Cronus tenía muy poco que ganar mediante un acto de traición repentina..., y que confiarle una responsabilidad tan grande indudablemente serviría para plantar las semillas de una lealtad más profunda.

—Muy bien, coronel —dijo—. Tengo muchas ganas de ver qué consiguió crear Delvardus con todos los créditos que gastó.

Pellaeon la miró como si le estuviera lanzando una advertencia silenciosa y las puntas de su frondoso bigote parecieron inclinarse hacia abajo, pero Daala respondió con una sacudida de cabeza casi imperceptible. La vicealmirante se recostó en su asiento y se obligó a relajarse. Cronus aceptó sus órdenes sin rechistar y empezó a programar el ordenador de navegación.

Los nervios de Daala estaban tan tensos que le parecía como si su cuerpo estuviera atravesado por una red de cuerdas de piano. Mantuvo el rostro impasible, pero la adrenalina siguió corriendo a toda velocidad por su organismo mientras se ponía el arnés de seguridad. Todo había ido notablemente bien. La conquista había sido devastadora y sangrienta, pero Daala se había limitado a acabar con unos objetivos meticulosamente seleccionados —las víctimas adecuadas—, y la cosecha del Imperio se iba volviendo más potente y rica con cada semilla que recolectaba. Daala pensó en las importantísimas consecuencias de su triunfo y se sintió llena de júbilo.

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