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Authors: Leigh Brackett

La estrella escarlata (17 page)

BOOK: La estrella escarlata
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—Irnan ha caído —replicó Gelmar, con crueldad—. Todos vuestros esfuerzos han sido en vano.

—¿Y Ashton? —preguntó Stark.

—Cuando dejé la Ciudadela —continuó Gelmar con una sonrisa de salvajismo total—, los Señores Protectores deliberaban acerca de su suerte. Puede que esté vivo; puede que muerto. No puedo decirlo. Pronto lo sabrás.

Se volvió hacia Hargoth y sus sacerdotes.

Stark se agitó violentamente, pero fue dominado casi en el acto. Gelmar no le concedió la menor atención.

—Tú estabas con los rebeldes, Hargoth. Estabas decidido a atacar la Ciudadela. ¿Por qué cometiste tamaña locura?

—Porque queremos ser libres para poder ir a las estrellas.

Hargoth seguía siendo orgulloso. Su estrecha cabeza estaba tan alta como siempre; sus ojos desafiaban a Gelmar.

—Stark y la Hija del Sol nos dijeron que los Heraldos lo prohibirían y que, en consecuencia, debíamos destruiros. Creímos en un augurio; creímos en ellos. Pero eran falsos profetas. Se negaron a viajar hacia el sur, donde se encuentran los navíos. Por sus deseos carnales, robaron el Viejo Sol. Y porque les creímos, hemos sido castigados.

Gelmar inclinó la cabeza.

—Los navíos ya no están en el sur, Hargoth —dijo Gelmar—. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo.

—Los navíos se han ido. Los extranjeros se han ido. Y también las ideas extranjeras. Las rutas estelares están cerradas. Nuestro destino, inmutable, está ligado a Skaith y al Viejo Sol. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo —contestó Hargoth, con el mortal cansancio de la desesperación.

—Pues ve a decírselo a tu pueblo, Hargoth.

Hargoth inclinó la cabeza.

Gelmar se dirigió al pedestal, al hombre vestido de púrpura que sonreía, satisfecho por la humillación de los Hombres Grises de las Torres.

—Abre las puertas, Señor del Hierro. Déjales partir.

—Preferiría ejecutarles —respondió el Señor del Hierro.

Se encogió de hombros y dio una orden.

Sacerdotes y guerreros se formaron. Los vencidos, asintieron, no con paciencia, sino con cólera.

—Esperad —pidió Hargoth.

Se volvió hacia Gerrith.

—Profetizaste para mí, Hija del Sol. Profetizaré yo para ti. Tu cuerpo alimentará al Viejo Sol, aunque no será nuestra ofrenda de despedida.

La expresión de Gerrith se transformó. Durante la marcha desde el puesto de guardia parecía agotada. En aquel momento era como si oyera atentamente una voz interior. Sin embargo, pudo escuchar lo que le decía Hargoth e incluso responderle.

—Es posible. Pero tu pueblo habrá de encontrar un nuevo Rey de la Cosecha, pues tú ya no eres digno de guiarlo. Lanzas los dados y profetizas, pero no distingues la verdad de la mentira. —Irguió la cabeza y, con voz fuerte, continuó—. Irnan no ha sido vencida. Los navíos no han dejado Skaith. Las rutas estelares están abiertas. El nuevo tiempo está en marcha... y los Heraldos tienen miedo. Finalmente...

Vasth la golpeó, cruelmente. La sangre manó de la boca de Gerrith; cayó en brazos de un soldado thyrano, que la sostuvo a duras penas.

—Estamos ya hartos de Mujeres Sabias —exclamó Vasth.

La sala quedó sumida en un extraño silencio. En aquel silencio, Gelmar se dirigió en voz baja a Hargoth:

—¿Quieres partir?

Hargoth dio media vuelta y salió, seguido por los sacerdotes y los que quedaban de sus guerreros.

Gelmar dio una palmada.

Entraron unos hombres por una puerta lateral oculta por una cortina de cuero. Llevaban túnicas amarillas y ricos collarines de metal brillante. Eran de una raza que Stark no conocía hasta entonces; había tantas que no conocía en Skaith... Eran unos hombres muy hermosos, admirablemente proporcionados, de rostros aquilinos casi demasiado perfectos. Se parecían tanto que costaba trabajo distinguirlos; la única diferencia era el color de sus cabellos. Iba del negro al rubio rojizo; los ojos de todos ellos eran de color cobre. Ojos demasiado separados, demasiado grandes, con una rara peculiaridad. Parecían ojos de estatua. Eran como ojos vivos pero sin vida, brillantes sin matiz. Stark se sorprendió.

Como si no necesitaran órdenes, dos de ellos se ocuparon de la camilla de Halk. Uno sostuvo a Gerrith. Dos más reemplazaron a los soldados thyranos que custodiaban a Stark. Llevaban puñales a la cintura y bajo sus túnicas se adivinaban músculos largos y fuertes. Un sexto hombre se mantenía aparte. A él fue a quien habló Gelmar.

—Ocúpate de ellos y guárdales bien.

Stark vio claramente el rostro de Gelmar, sus marcas, su tensión, su cansancio. Una parte de su seguridad orgullosa seguiría siempre en el mar al que le arrastró Stark.

—Gerrith tenía razón —dijo Stark—. Tienes miedo.

Los hombres de Gelmar les hicieron avanzar en aquel mismo momento y Gelmar no reaccionó. Salvo en el reducido grupo, las palabras de Stark no fueron escuchadas. Pero Stark sabía que eran verdad.

Llegaban nuevos tiempos, tiempos que los Heraldos no podrían controlar ni comprender. Su milenario poder estaba amenazado. Debían defenderlo a cualquier precio, o perderlo para siempre.

Y lo defenderían con todas sus fuerzas. El miedo y la incertidumbre les harían más peligrosos. Los mismos motivos que quizá habían matado a Ashton.

Los cautivos fueron conducidos a una de las alas de la Casa de Hierro, hasta una habitación groseramente amueblada con esteras y algunos taburetes. Los thyranos no tenían el placer por el lujo, pero las esteras, al menos, procuraban cierta comodidad.

Los seis hombres de la túnica amarilla se quedaron para guardar a una mujer y a dos hombres, uno de los cuales estaba gravemente herido. Stark consideró su propia importancia.

Gerrith, todavía atontada, se intentaba limpiar el rostro.

—Gerrith —dijo Halk—, lo que dijiste de Irnan... ¿es verdad?

Respondiendo por ella, Stark intervino abruptamente:

—Naturalmente que es verdad. Si no, ¿por qué mantenernos con vida? Si la rebelión hubiera terminado, habrían bastado nuestros cadáveres.

Con una voz extrañamente suave, uno de los hombres de ojos brillantes les ordenó:

—No habléis.

Halk no le concedió atención. Parecía haber reencontrado algo de fuerza, incluso algo de entusiasmo.

—Sí, ya veo. Si Irnan aún resiste, quizá otras ciudades estado se unan a ella.

Se calló con un gemido de dolor. El hombre más cercano acababa de dar una patada a las parihuelas.

En ese caso, pensó Stark, no les bastaría a los Heraldos con anunciar que la Mujer Sabia, el Hombre Oscuro y los cabecillas de la rebelión habían muerto y que la profecía era mentira. Debían dar pruebas auténticas e irrefutables. Gerrith, viva; el Hombre Oscuro, vivo; uno de los cabecillas, vivo... todos cautivos de los Heraldos, pruebas vivientes de que la profecía era falsa y de que los Señores Protectores eran invencibles. Gelmar y los suyos podrían tenerles presos hasta el fin de sus vidas, arrastrándoles por todos los caminos de Skaith. También podían ejecutarles de un modo ejemplar y público; sería algo que las generaciones sucesivas recordarían.

Si la revuelta dependía de la realización de la profecía, la rebelión no tardaría en ceder. Irnan caería y todo habría terminado. Al menos, por el momento.

Los Heraldos creían, por todas las evidencias, que la esperanza sostenía la rebelión. Stark era de la misma opinión. No porque los irnanianos fueran tontos supersticiosos, sino porque si la Ciudadela y los Señores Protectores no eran destruidos, Irnan no podría resistir sola contra los Errantes y las tropas mercenarias que los Heraldos enviaran al asalto de sus murallas. Sus aliados, actuales o potenciales, en las ciudades estado la abandonarían. El propio Jerann dijo que las demás ciudades estaban esperando a ver lo que pasaba.

La Ciudadela y los Señores Protectores. Todo se relacionaba con aquellas dos cosas. Simbolizaban la permanencia del poder sagrado, sin cambio, invisible y siempre inviolado.

El poder que dictaría la sentencia de Ashton.

Un solo hombre, incluso libre, ¿podía luchar contra un poder como aquel?

Stark se miró los grilletes. Las ataduras de cuero estaban manchadas de sangre. Los seis hombres, al acecho, atestaban la habitación. Tenían órdenes, resultaba evidente, de no matarles. Pero hay cosas peores que la muerte.

Seis hombres entre él y la puerta. Más allá de la puerta, la Casa de Hierro, luego, Thyra. Cada puerta y cada pasillo estarían vigilados. No podría pasar ni la brisa...

Halk reflexionaba.

—¿Por qué iba a mentir Gelmar a Hargoth?

De nuevo, el pie golpeó la camilla.

Stark, rápidamente, le contestó, sin apartar la vista del guardia más próximo:

—Para evitar que el Pueblo de las Torres se dirija hacia el sur...

Evitó el primer impacto: dedos estirados dispuestos a golpearle en la garganta.

—... cantando el Himno de la Entrega.

Ni siquiera intentó evitar el segundo, pero asió entre los dientes los crueles dedos.

Descubrió una cosa. Aquellos seres demasiado perfectos no eran autómatas. Sangraban.

Como él.

Tras un momento, llegó un curandero, un thyrano ataviado con una túnica muy sucia. La cadena de su profesión le colgaba del cuello y dos muchachos le seguían llevando ungüentos y vendajes. El curandero vendó sus heridas, concediendo a Halk largos minutos en los que le recriminó que era una pérdida de su tiempo y su talento dedicarse a un no thyrano que probablemente acabaría muerto. Cuando hubo terminado, llegaron unos sirvientes con algo de comida. A continuación, les pidieron que descansasen para el viaje. Gelmar tenía mucha prisa.

La sala era sofocante. Los fuertes cuerpos de los hombres de las túnicas amarillas resultaban agobiantes en aquel reducido espacio. Su olor repugnaba a Stark: era el mismo olor de las serpientes. Sin embargo, consiguió dormir hasta que llegaron unos hombres con grilletes recién hechos en las forjas de Strayer. El hombre de la mano mordida apretó con el puñal el vientre de Stark mientras le ponían las cadenas; su rostro nunca adquirió expresión, ni traicionaron sus facciones dolor alguno.

Gerrith pareció salir del sueño penosamente. Procuró no mirar a Stark.

Cuando la Antorcha del Norte estuvo por encima de los picos, les llevaron a un recinto situado junto a la Casa de Hierro. Hombres y bestias esperaban. Los animales eran pequeños, con un largo pelaje hirsuto que llegaba casi al suelo y cuernos acerados cuyas puntas llevaban remates de metal para que no se hiriesen. Los hombres que les guiaban vestían espesos trajes de cuero con dobles capas de lana. Sólo se les veían los ojos bajo los pesados cascos y espesas barbas desordenadas. Las barbas estaban tachonadas de blanco, como si hubiera nevado en ellas, pero no denotaban vejez alguna. Stark adivinó que aquellos hombres eran los Harsenyi, servidores de los Heraldos.

Durante un instante, los cautivos estuvieron muy cerca unos de otros, y Gerrith consiguió rozar la mano de Stark e incluso sonreírle. Una extraña sonrisa. Como de despedida.

21

Las bestias se removían y exhalaban vapores blancos en el aire glacial. Stark y Gerrith montaron con un guardia a cada lado. Halk fue tendido en una litera de viaje sujeta entre dos bestias. La mayor parte del tiempo, parecía sin conocimiento, dormido. Sin embargo, le pusieron esposas, como a los demás, y un guarda no se apartaba de la cabecera de la camilla.

Gelmar, con capa y capuchón de viaje, se inclinó sobre Halk, comprobando con el dedo el pulso de la yugular.

—Tapadle bien —le dijo al hombre que había más cerca de la camilla—. Si llega vivo a la Ciudadela, podremos curarle.

El hermoso guardia, impasible, llevaba la espada y el puñal por encima de una suntuosa túnica de viaje. Cuidadosamente, tapó a Halk con mantas.

Gelmar y los Heraldos de rango menor montaron. Sus servidores, doce en total, se alinearon a lo largo de la columna, caminando junto a los Harsenyi pero despreciándoles apreciablemente.

Llegó una escolta militar thyrana, tocando el inevitable tambor. La cabalgata se puso en marcha, dirigiéndose hacia el norte, entre el brillo nocturno de las Llamas Brujas. Los thyranos les escoltaron hasta poco más allá del puesto de guardia, donde saludaron y regresaron a la ciudad en medio de un estrépito de hierro y redobles de tambor.

La senda conducía lentamente hasta la cima de las montañas. En alguna parte de la otra vertiente se hallaba la Ciudadela. En cierto modo, pensó Stark, llegar sería más fácil de lo que supuso en un principio. Al menos, no tendría que preocuparse por los Perros del Norte.

Ningún carro cruzaba aquella ruta desde hacía siglos; era muy estrecha. Los cascos duros de las bestias martilleaban el suelo helado con regularidad. El cielo estaba pintado con admirables colores. El día era lo bastante claro como para ver claramente las formas con las que se llenaba el paso.

Durante las eras geológicas, las fuerzas del viento y el agua, del hielo y el deshielo, habían esculpido la roca. Estuchadas en hielo, en la claridad del cielo nocturno, las esculturas parecían seres vivientes. Inmensos rostros de ojos profundos observaban a los viajeros. Enormes torres se levantaban hacia el firmamento; alas demoníacas se abrían por encima de los minúsculos humanos que pasaban bajo ellas. En los lugares más anchos, las figuras eran más detalladas y multitudes enteras de formas encapuchadas parecían susurrar secretos inconfesables. El viento del Alto Norte barría el paso, silbando, cantando, hablando con las brillantes criaturas que contribuyera a crear.

La razón humana de Stark le decía que aquellos monstruos no eran mas que piedras talladas. Su cerebro lo sabía. Sus entrañas decían lo contrario. Y sus agudizados sentidos de animal le decían que criaturas que no eran de piedra no andaban muy lejos.

¿Los Hijos de Nuestra Madre Skaith?

No veía nada, pero un regimiento podría camuflarse en las sinuosidades de roca. Sin embargo, los Heraldos, sus servidores y las bestias avanzaban con toda seguridad. Si algo se encontraba por allí, estaban habituados a ello y no lo temían.

Las cadenas pesaban en las muñecas de Stark. El cielo se iluminó. Blanco, puro como alas de ángel. Verde pálido, delicado como el agua de un arroyo. Rojo como rosas inflamadas. Por momentos, los centelleantes telones se abrían para revelar las tinieblas de terciopelo que se extendían detrás de ellos, unas tinieblas en las que ardía una estrella de color esmeralda.

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