Read La estrella escarlata Online
Authors: Leigh Brackett
Mordach se rió. Lo hacía con frecuencia, como si encontrase divertidos a los humanos que tenía apresados.
—No destruirá nada. ¿Te retractas, Mujer Sabia? ¿Reconoces que has mentido?
—No.
—Verdaderamente, no eres más sabia que tu madre y tus poderes de vidente son falsos también. ¿Mentís, irnanianos?
De nuevo sus palabras llegaron muy lejos, pero allí dónde no se escucharon otros las repetían. Se expandían como olas contra las murallas, llegaban a las ventanas y a los tejados.
—¡Vuestra profecía es falsa, la Mujer Sabia es una mentirosa, y el Hombre Oscuro un impostor!
De un tirón le arrancó el velo y la corona a Gerrith.
¡Estupor, sorpresa, ofensa! Más allá de los gritos de alegría del populacho, Stark pudo escuchar otras reacciones. Halk, Yarrod y los otros irnanianos de la plataforma hicieron ademán de querer matar a Mordach.
La única que permaneció tranquila fue Gerrith, como si estuviera esperándolo. Y así debía ser, pensó Stark, a menos que las Mujeres Sabias de Irnan fueran habitualmente desnudas bajo el velo de ceremonias. Gerrith así lo estaba. Su figura era como una estatua alta de color bronce claro brillando bajo el sol. A lo largo de la espalda caía una trenza de color castaño rojizo. Su cuerpo permanecía fuerte, erguido y orgulloso bajo la lubricidad del populacho. La desnudez era normal en Skaith, así es que no era una cosa por la que escandalizarse. Aquello era otra cosa. Mordach no había hecho más que empezar, había desnudado sólo su cuerpo, pero quería desnudar su alma.
Lanzó el velo negro a la muchedumbre, que lo hizo jirones. Dio un pisotón a la diadema aplastándola y, a patadas, retiró los pequeños restos amarillos.
—Ahí tienes tu velo y tu corona. Ya no habrá nunca más Mujeres Sabias en Irnan.
También se esperaba esto. Pero su mirada tenía una frialdad terrible.
—Y tú ya nunca más podrás robar y saquear en Irnan, Mordach.
Su tono era profético y tan determinado que hizo temblar a Stark.
—La Corona estuvo con nosotros desde el Antiguo Irnan, durante la Gran Migración y los siglos sucesivos de reconstrucción. Acabas de destruirla y con ella la historia de Irnan ha acabado.
Mordach alzó los hombros y ordenó:
—Atadla.
Pero antes de que se le acercaran los hombres, se dio la vuelta, levantó los brazos y gritó con su maravillosa y clara voz:
—Irnan ya no existe. Iros y construir una nueva ciudad en un mundo nuevo.
Después se dejó atar y Mordach se burló:
—¡No os vayáis! Esperad un poco para que podáis ver morir al Hombre Oscuro.
El populacho explotó en carcajadas.
—¡Quedaros! ¡No os vayáis tan deprisa! ¡Esperad al menos a que lleguen las naves!
Yarrod, atado al potro, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito ronco y salvaje.
—¡Adelante, perros! ¡Lanzaos a por ellos! ¿Dónde está vuestra valentía, vuestro orgullo, vuestro...?
Se había vuelto loco, esa locura genera muertos y héroes. Mordach levantó la mano. Uno de los izvandianos se adelantó e impasiblemente hundió su daga en el pecho de Yarrod. «Un golpe limpio y misericordioso». Pensó Stark, que estaba totalmente convencido de que Mordach hubiera preferido para Yarrod una muerte más larga. Yarrod enmudeció y cayó contra el potro.
—Desatadle —ordenó Mordach—. Lanzad el cuerpo a la muchedumbre.
Las mujeres de piel curtida entonaron unos salmos estridentes, elevando los brazos al sol.
La cabeza pelirroja de Yarrod, salió disparada como un cometa. Stark prefirió no ver el resto, aunque no le quedó más remedio que escuchar los ruidos. Desvió la mirada hacia los muros de Irnan, hacia las ventanas y tejados, sabía que Gerrith estaba atada en el potro que había dejado Yarrod.
Ocurrió una cosa sorprendente, a su lado estaba llorando Halk.
Mordach y los Heraldos contemplaban con indulgencia a su rebaño. Hablaban entre ellos, preparando el siguiente acto, el gran momento, dramático momento en el que demostrarían la futilidad de la revolución. Por la parte posterior de la plaza se marchaban muchos irnanianos. Cubrían las cabezas con las capas, demostrando así que ya no podían soportarlo más. Se perdieron por las estrechas callejuelas que había alrededor de la plaza.
Gerrith habló:
—Así es que nos abandonan.
Stark se dio la vuelta hacia ella. Le miraba. Tenía los ojos de color bronce dorado y cálidos; eran unos ojos sinceros, tristes pero tranquilos.
—Quizá Mordach tenga razón y la profecía de Gerrith no sea más que fruto de sus propios deseos y no la Verdadera Visión. Morirás en vano. Es una pena.
Le caía la trenza dorada por el hombro, desembocando entre los senos.
—¡Una pena!
Gerrith le miró, midiendo su talla, su fuerza, la estructura del rostro, la forma de la boca y la expresión de los ojos.
—Lo siento. ¿Por qué has venido aquí?
—Para encontrar a Ashton.
Quedó estupefacta.
—Pero...
—Sí, es lo que Gerrith dijo. ¿Cierto? A lo mejor, después de todo...
Gerrith iba a hablar, pero Stark le hizo una seña para que se callara. Los Heraldos seguían hablando. Los hombres habían tomado posiciones de nuevo. Miraban con recelo al populacho ocupado en su destrozo bestial. Stark volvió a mirar hacia las ventanas. ¿Lo estaba imaginando? Ya no estaban llenas de espectadores. Se veían vacías, las contraventanas parecían echadas pero no cerradas, como para que no se pudiera ver lo que estaba ocurriendo en el interior pero sí poder ver lo que sucedía en la plaza del mercado. Había bastante menos gente en los tejados y se detectaban movimientos furtivos tras las torretas de las chimeneas. Stark respiró profundamente y renació en él una pequeña esperanza.
Si lo que estaba pensando ocurría... tenía que estar preparado.
Mordach se plantó delante de él.
—Bien —dijo—, ¿Cómo va a morir el Hombre Oscuro? ¿Debo entregarle a las Hijas del Sol? ¿Dejo que mis Errantes jueguen con él? ¿Hago que te despellejen? —el extremo de su varita trazó varias líneas por la piel de Stark—. Lentamente, por supuesto. Una tira cada vez. Y, ¿quién azotará a nuestro Hombre Oscuro? ¿Los izvandianos? No, esto no les atañe—. Miró hacia los irnanianos Nobles, encorvados por sus cadenas—. ¡Esto les concierne! Son ellos los que han querido desertar, renegar de sus deberes en cuanto al futuro. Son ellos los que han cometido el pecado del egoísmo y de la codicia. El Hombre Oscuro es su símbolo. ¡Serán ellos los que le despellejarán!
La muchedumbre se regocijó.
Mordach sacó un cuchillo del cinturón y se lo entregó al Noble de la barba gris. El anciano miró fijamente con gesto de desagrado a Mordach y dejó caer el puñal.
Mordach sonrió.
—Ignoras la alternativa, anciano. La elección es simple. Una tira de su piel..., o tu vida.
—Entonces —contestó el anciano—, moriré.
—Como quieras —replicó Mordach.
Se dio la vuelta hacia el hombre armado que tenía a su lado, con la mano en alto y la boca abierta para hablar.
Stark pudo oír el impacto de la flecha al clavarse en la carne, y vio cómo salía la punta emplumada del pecho de Mordach, igual que si acabase de florecer. Mordach inspiró aire y gritó ahogadamente, levantó los ojos y vio cómo se abrían todas las ventanas, y de los arcos enarbolados caía una lluvia de flechas silbando. Luego cayó de rodillas y vio cómo se desplomaban los izvandianos y los Heraldos vestidos de verde. Después dirigió su mirada hacia Stark y Gerrith, con una horrible expresión de duda. Stark se alegró de que Mordach se llevara la duda consigo a las tinieblas.
En su tiempo, el anciano había luchado. Salió de entre los pies del cadáver de Mordach y dijo violentamente:
—A pesar de todo quizás tengamos esperanza.
Aparecieron más arqueros por los tejados, por las murallas. En aquel momento estaban disparando sobre la muchedumbre. Se oyó una tormenta de gritos enloquecidos, olas de pánico. El espectáculo había dejado de ser divertido.
Stark vio cómo llegaba una tropa de mercenarios de la puerta y en aquel mismo momento afloraron en la plaza, procedentes de todas las calles de los alrededores, ciudadanos de Irnan armados con todo lo que pudieron encontrar. Entre ellos se hallaba un grupo bien armado y que formaba una fila apretada. Éstos se abrieron paso firmemente a través de la muchedumbre. Su objetivo era llegar a la plataforma; la alcanzaron. Algunos se quedaron guardando las escaleras. Los demás bajaron a los Nobles y soltaron las ligaduras a los cautivos. Stark y los supervivientes de Yarrod cogieron las armas de los izvandianos muertos. Bajaron los escalones, rodearon a Gerrith y a los Nobles y se prepararon para librar la batalla y abrirse paso.
Ignorando las espadas, algunos Errantes trastornados por las drogas y por el odio se lanzaron sobre el grupo. Los irnanianos gritaron:
—¡Yarrod! ¡Yarrod! —Y abrieron un camino sangriento a través de la plaza al ritmo de su salvaje y amargo canto.
Arribaron a una calle estrecha formada por dos filas de casas construidas en el curso de los siglos y transformadas, de forma que en algunas partes las casas estaban unidas por túneles. La calle estaba tranquila. Iban todo lo deprisa que podían y la edad de los ancianos permitía. Pronto franquearon una puerta y entraron en una gran sala decorada con estandartes y amueblada con una mesa enorme rodeada de una larguísima fila de sillas. Ya había sentados allí algunos hombres. Ayudaron a que los Nobles hiciesen lo mismo. Un hombre gritó:
—¡Armero! ¡Saca estas armas!
Alguien había cubierto a Gerrith con una capa. Estaba de pie junto a Stark, se volvió y, con una mirada visionaria, le dijo:
—Verdaderamente, ahora, creo.
Halk habló. Tenía los ojos enrojecidos de rabia y llenos de lágrimas, pero en su boca se dibujaba una sonrisa; una sonrisa ávida de venganza.
—Aquí no nos necesitan, Hombre Oscuro. ¿Vienes?
Gerrith le autorizó.
—Ve si lo deseas, Stark. Tu destino no está ya en Irnan.
Stark se preguntó si Gerrith sabía en qué lugar estaba su destino y volvió a las calles con Halk. Pequeños grupos de ciudadanos cazaban a los Errantes como a conejos por las estrechas callejas. Era evidente que los irnanianos eran los dueños de la situación. En la plaza del mercado, los arqueros tomaban posiciones alrededor de la puerta. Docenas de Errantes gritaban y se amontonaban, luchando para huir de la ciudad. Stark no vio izvandianos. Pensó que una vez muerto su contratante, se habían refugiado en su barracón despreocupándose de una lucha que no les atañía. Las Mujeres Árbol se habían refugiado bajo el estrado, más por evitar los empellones de la muchedumbre que por miedo. Cantaban en éxtasis y alimentaban al Viejo Sol. La estrella roja se iba a dar un banquete.
No quedaba mucho por hacer. Algún foco de resistencia, algún rezagado por neutralizar; pero la batalla estaba ganada desde la primera ráfaga de flechas. El cuerpo de Mordach yacía en la plataforma. El hombrecillo se había equivocado. La gente, de la que Yarrod pensó que no levantarían un dedo por ayudarles, había reaccionado para salvar a sus Nobles, a la Mujer Sabia y para lavar la deshonra y vergüenza que les había infligido Mordach.
Stark dejó que Halk continuase solo la venganza de Yarrod. Ya no le necesitaban; envainó su espada y subió los peldaños de la plataforma. Entre los cadáveres se encontraban los fragmentos de la diadema, en el mismo lugar que Mordach la había pisoteado. Sólo un pequeño cráneo estaba intacto, sonriente como si saboreara la sangre que le manchaba. Stark lo recogió y bajó. Las voces de las Mujeres Árbol perforaban los tímpanos. Deseando no encontrar jamás semejante horda asomando por las montañas, regresó al ayuntamiento de la ciudad.
Los mensajeros estaban atareados, iban y venían gentes de allá para acá, reinaba un sentimiento de urgencia. No encontró allí a Gerrith, se guardó el pequeño cráneo bajo la túnica, hecha jirones. Se preguntaba lo que iba a hacer cuando un hombre se le acercó y le dijo:
—Jerann pide que vengas conmigo.
—¿Jerann?
El hombre señaló al anciano de la barba gris.
—El jefe de nuestro Consejo. Debo velar por tu bienestar.
Stark le dio las gracias y le siguió. Pasaron por un corredor, subieron una escalera de caracol que les condujo a otro corredor que desembocaba en una habitación con estrechas ventanas en el muro de piedra. El fuego ardía en la chimenea. Había una cama, un arcón y un banco por mobiliario, de aspecto pesado pero hechos con esmero. El suelo estaba cubierto por un tapiz grueso de lana. Contiguo a la habitación había un baño con una bañera de piedra en lo alto de tres escalones. Estaban esperando unos sirvientes armados de cubos de agua caliente y burdas toallas. Stark se abandono a sus cuidados con agradecimiento.
Una hora más tarde, ya lavado, afeitado y vestido con una túnica limpia terminó una buena comida y le avisaron de que Jerann le estaba esperando en la Sala del Consejo.
Liberado de las cadenas, Jerann era alto y esbelto, con aspecto de guerrero. Mantenía en su rostro la expresión de valentía; pero no albergaba ilusiones.
—La suerte está echada —dijo—. No nos queda más que ir allí dónde nuestro destino nos lleve y quizá se trate de un lugar que no deseemos ver. Lo hecho, hecho está. Nos pondremos en camino.
Mantuvo una larga mirada inquisitiva a Stark. El resto de los miembros del Consejo hacía otro tanto. Stark adivinó su pensamiento. ¿Por qué una persona de otro mundo? ¿Por qué ha provocado una ruptura tan brusca con nuestra historia, costumbres y leyes? ¿Qué nos trae realmente... la libertad y una vida nueva o la muerte y el hundimiento total?
Stark no podía contestarles. La profecía decía únicamente que destruiría a los Señores Protectores. No revelaba el resultado de esta acción.
—Eric John Stark, terráqueo, dinos por qué has venido a Skaith y a Irnan.
Stark sabía perfectamente que Jerann ya había escuchado su historia pero la repitió; con cuidado y detalle. Le habló de Ashton, de Pax y de la postura del Ministerio de Asuntos Planetarios en relación con el asunto de la emigración.
—Ya veo —dijo Jerann—. Al parecer debemos creer en Hombres Oscuros y profecías y continuar nuestro camino con una esperanza ciega.
—¿Y las otras ciudades estado? —preguntó Stark—. Deben estar en las mismas circunstancias que Irnan. ¿No se levantarán en armas para venir en vuestra ayuda?