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Authors: Leigh Brackett

La estrella escarlata (2 page)

BOOK: La estrella escarlata
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Stark pagó al conductor y encontró una habitación en un albergue en el que podían hospedarse extranjeros. La habitación era pequeña pero limpia. La comida, cuando la degustó, le pareció muy aceptable.

De todas formas no le importaba la comodidad. Sólo pensaba en Ashton.

Después de la comida, Stark se acercó al propietario del albergue en la sala de estar, construida y decorada con el estilo tropical de Skeg, consistente en grandes ventanales provistos de placas de paja para impedir que entrase la lluvia. No llovía, pero la atmósfera ambiental era pesada y húmeda.

—¿Dónde está el consulado de la Unión Galáctica?

El propietario le miró con insistencia. Su tez era púrpura oscuro y su mirada helada de un gris sorprendentemente claro. Su rostro era como de mármol.

—¿El consulado? ¿No estás al día?

—¿De qué? —contestó Stark, sorprendido.

—Ya no existe el consulado.

—Pero me habían informado...

—Los Errantes lo han demolido hace poco menos de cuatro meses. Echaron a la calle al cónsul y a sus empleados. Ellos...

—¿Los Errantes?

—Le han debido hablar de ello en el puerto espacial. Todas esas basuras humanas que atestan nuestras calles.

—Ah, si —dijo Stark—, me sorprendió. Parecen... muy descuidados.

—Sólo hay que darles la orden —comentó agriamente el propietario del albergue—. Cuando los Heraldos dan órdenes, ellos obedecen.

Stark quiso puntualizar.

—Me han advertido sobre los Heraldos. La pena de muerte si se les desobedece. Parece que tienen mucha influencia en Skaith.

—Hacen el trabajo sucio a los Señores Protectores. El Primer Heraldo de Skeg, el todopoderoso Gelmar, estaba a la cabeza de los Errantes. Fue él quien le dijo al cónsul que se largara y que no volviera nunca más, que no querían más injerencias extranjeras. Durante algún tiempo, creímos que nos echarían a todos y que cerrarían el puerto espacial. No lo han hecho porque, la verdad, necesitan muchísimo la importación. Pero nos tratan como a criminales.

—Me ha dado la impresión de que los extranjeros no están muy bien vistos. Pero, ¿qué pasa en realidad?

—Todo empezó con un oficial que llegó de Pax y resultó demasiado curioso. Aunque se considera alto secreto, se sabe que había venido para facilitar la emigración y que se dirigía a una de las ciudades estado. ¡El muy imbécil!

—Y, ¿qué le pasó?

—Cualquiera sabe. A excepción de los Heraldos.

Los ojos fríos y desconfiados del posadero se fijaron en Stark.

—¿Tienes un interés especial?

—En absoluto.

—Entonces, no hablemos más. Ya hemos tenido bastantes problemas por cosas similares. ¿Qué querías hacer en el consulado?

—Puro trámite; algo relacionado con mi pasaporte. Me parece que tendré que arreglarlo en la siguiente etapa. Eso es todo.

Stark dio las buenas noches al posadero y salió.

Un oficial que llegó de Pax y resultó demasiado curioso.

Ashton.

Y sólo los Heraldos sabían lo que había sido de él.

Aunque ya llegó a aquella conclusión hacía tiempo, no se desanimó. Sabía de sobra que no iba a encontrar carteles indicadores en Skeg que le llevaran hasta Ashton.

Stark caminó por las calles abarrotadas de gente; un hombre marrón que vestía un jubón oscuro. Un hombre alto con musculatura poderosa que se movía con la gracia de un bailarín. No tenía prisa. Dejó que la ciudad desfilara ante él, absorbiéndola con todos sus sentidos, incluyendo el sentido que todos los hombres civilizados han perdido por completo. Pero Stark no era un hombre civilizado. Tenía conciencia de las luces, de los colores, de las mezclas de olores, de las músicas que salían de instrumentos totalmente desconocidos para él, de los lenguajes extranjeros, de los banderines chillones que colgaban de los prostíbulos, de todos los movimientos de la gente que pasaba. Bajo todo aquello, Stark percibía el olor grasiento y poderoso de la descomposición. Skaith se moría, estaba claro. Pero su muerte le parecía horrorosa.

No había razón alguna por la que tuviera que retrasar su tarea. Entró en una taberna y puso manos a la obra.

Se mostró muy prudente. Había estado varias semanas en Pax, que se le hicieron interminables, estudiando con detalle todos los datos disponibles acerca de Skaith. Aprendió el idioma, se enteró de todo lo que se sabía sobre los habitantes y sus costumbres, interrogó profundamente al cónsul expulsado. Casi con toda seguridad, ya era demasiado tarde para poder salvar a Ashton; incluso demasiado tarde desde el mismo momento de su desaparición, si es que los Heraldos tenían decidido darle muerte. Pero aún existían dos posibilidades: Sabotaje o venganza. Para cualquiera de aquellas posibilidades, Stark necesitaba obtener toda la información que pudiera conseguir.

Y realmente había muy poca información. El contacto con Skaith no databa de hacía más de doce años. El consulado se había establecido cinco años después.

Se conocía bastante bien Skeg y sus alrededores. De las ciudades estado se tenía bastante menos información. Y casi no se sabía nada de lo que pudiera encontrar más allá del Cinturón Fértil, donde se concentraban la mayor parte de los habitantes de Skaith. Stark había oído hablar de cosas extrañas en relación con las Tierras Estériles y sobre su población; pero aquellas cosas podían ser ciertas o no.

No se sabía nada en absoluto sobre los Señores Protectores, en relación a cómo eran y dónde vivían, salvo claro está los Heraldos, quienes trataban estos asuntos como secretos sagrados. Las creencias de diversas Sectas no hacían otra cosa que añadir más confusión. El informe del cónsul decía:

«Los Señores Protectores, de los que se asegura que son inmortales e incambiables, fueron instituidos, al parecer hace mucho tiempo por las autoridades de la época como una especie de superbeneficencia. Era la época en la que empezaron las Grandes Migraciones: las civilizaciones del norte perecían y durante la huida el frío aumentaba sin cesar. Era evidente que habría un período de caos durante las luchas por las nuevas tierras. Fue entonces, y en el período subsiguiente, cuando los Señores Protectores impidieron que los fuertes hicieran sucumbir a los débiles, que los hambrientos murieran de hambre, y consiguieron techo y abrigo a los desamparados, en una palabra, hicieron el bien al mayor número de personas.

«Al parecer, con el paso de los siglos, aquella ley perdió su sentido original. En la actualidad, esa mayoría está constituida por Errantes y un gran número de seres improductivos de una sociedad fragmentada. Como resultado, los Heraldos, en nombre de los Señores Protectores, mantienen prácticamente en la esclavitud un tercio de la población para mantener a los otros dos tercios.

«Estoy convencido de que cuando los Heraldos supieron que los irnanianos tenían intención de emigrar, tomaron inmediatamente medidas violentas para impedírselo. Si Irnan conseguía emigrar, con seguridad otras comunidades seguirían su ejemplo, dejando a los Heraldos y a sus protegidos en muy mala situación. La desaparición de Ashton y el cierre del consulado han sido para nosotros un duro golpe, pero, por supuesto, no nos ha sorprendido.

Sobre los Heraldos se sabían muchas cosas.

Stark quería encontrar a Gelmar y torturarle hasta que confesara qué le había hecho a Ashton. Pero era imposible a causa de los Errantes: un populacho devoto y dispuesto a cualquier cosa en todo momento. La apatía invadió a Stark.

Durante dos días estuvo vagabundeando por las calles y tabernas, sentándose a charlar tranquilamente con cualquiera que estuviera dispuesto a escucharle, haciendo preguntas y dejando caer en varias ocasiones el nombre de Irnan.

Al segundo día, por la noche, mordieron el anzuelo.

2

Stark se hallaba en la calle principal de Skeg, en la plaza del mercado. Observaba a un grupo de acróbatas que no tenían talento alguno cuando alguien se le acercó.

Bajó los ojos y vio que se trataba de una mujer, de lo que se dio cuenta por el mero contacto. Una Errante, totalmente desnuda a excepción de los círculos y espirales que llevaba pintados sobre la piel; los cabellos le cubrían la espalda como si fueran una capa.

Levantó los ojos y le sonrió.

—Me llamo Baya— le dijo.

Que significaba graciosa. Y sí que lo era.

—Ven conmigo.

—Lo siento, no quiero contratar.

Ella siguió sonriéndole.

—El amor llegará más adelante, o no, como desees. Pero puedo hablarte de ese hombre, Ashton, que tomó el camino de Irnan.

—¿Qué sabes de eso? —preguntó secamente Stark.

—Soy una Errante. Sabemos muchas cosas.

—Muy bien, háblame de Ashton.

—Aquí no. Hay demasiados oídos y demasiados ojos. Es un tema prohibido.

—¿Por qué quieres hablarme de ello entonces?

Se limitó a mirarle y sonreírle. Luego añadió:

—Porque me río de todas las prohibiciones. ¿Conoces la vieja fortaleza? Acude allí ahora. Yo me reuniré contigo.

Stark dudaba; seguía con el ceño fruncido.

Baya bostezó y añadió:

—Como quieras.

Se alejó, perdiéndose entre la muchedumbre. Stark permaneció quieto un momento y, a continuación, se dirigió indolentemente hacia la parte baja de la calle, que desembocaba en una avenida tranquila. Llego hasta el río.

Antaño, existió un puente del que ya sólo quedaba un vado pavimentado con piedras. Un hombre vestido con una túnica amarilla lo atravesaba; le brillaban los muslos mojados bajo la túnica recogida. Media docena de hombres y mujeres le seguían, tomados de la mano. Stark siguió su camino por el resquebrajado empedrado de la orilla.

El mar batía los acantilados que había bajo la fortaleza que se levantaba frente a él. La estrella escarlata se ponía, resplandeciente; parecían normales los más espectaculares ocasos. El agua del mar sin mareas adquiría poco a poco un brillo nacarado. El chapoteo de cosas invisibles y el sonido extraño y lejano de voces ululantes, hicieron temblar a Stark. El cónsul le describió fielmente lo que sabía sobre los Hijos de Nuestra Madre el Mar, pero, desde luego, él no se lo creía. Stark se reservaba la opinión.

Cualquier animal estúpido hubiera olido la trampa y, por supuesto, Stark no era ningún estúpido. A su lado se levantaban los muros de la antigua fortaleza con el profundo silencio de los siglos, puertas abiertas y almenas vacías. Aunque ni veía ni oía nada que pudiera parecerle amenazador, tenía los nervios en tensión. Se apoyó contra las rocas y esperó, disfrutando el fuerte olor del aire húmedo.

La joven llegó andando con rapidez, descalza. No venía sola. La acompañaba un hombre. Un hombre alto, vestido suntuosamente con un jubón de color rojo oscuro. Mantenía en sus manos el bastón de mando de los Heraldos. Era un hombre con rostro altivo y orgulloso, tranquilo; un hombre poderoso que nunca había conocido el miedo.

—Soy Gelmar —dijo—. El Primer Helado de Skeg.

Stark inclinó levemente la cabeza, mientras se cercioraba de que los dos habían acudido solos a la cita.

—Te haces llamar Eric John Stark —agregó Gelmar—, ¿eres terráqueo, como Ashton?

—Sí.

—¿Qué eres para Ashton?

—Un amigo. Su hijo adoptivo. Le debo la vida. Quiero saber lo que le ha ocurrido.

—Puede que te lo diga. Pero en primer lugar me tienes que decir quién te ha enviado aquí.

—Nadie. Cuando me enteré de que Ashton había desaparecido, vine.

—Hablas nuestra lengua. Conoces la existencia de Irnan. Para saber todo eso has tenido que ir a estudiar al Centro Galáctico.

—Sí, estuve allí para informarme.

—Y luego has venido a Skaith sólo por el afecto que tienes a Ashton.

—Sí.

—No te creo, terráqueo. Creo que has sido enviado para crear aún más problemas.

Stark se dio cuenta de que en el crepúsculo rojizo le estaban observando de forma extraña. Luego, cuando Gelmar volvió a tomar la palabra, percibió que el tono cambiaba bruscamente, como si las preguntas, aparentemente inocentes, tuvieran una importancia secreta.

—¿Quién es tu jefe? ¿Ashton? ¿El Ministerio?

—Yo no tengo jefe —contestó Stark. Casi ni respiraba, estaba pendiente de cualquier sonido o movimiento.

—Un lobo solitario —dijo suavemente Gelmar—. ¿Cuál es tu hogar?

—No tengo hogar.

—Un hombre sin tierra.

Todo aquello empezaba a adquirir un tono ritual.

—¿A qué familia perteneces?

—No tengo familia. No nací en la Tierra. Mi segundo nombre es N´Chaka, el Hombre sin Tribu.

Baya suspiró. Sus ojos brillaban como gemas al reflejarse en ellos la luz rojiza de la puesta de sol.

—Deja que yo le pregunte. Un Lobo Solitario, un Hombre Sin Tierra, un Hombre sin Tribu.

Baya extendió la mano: era pequeña y tenía los dedos helados.

—¿Quieres unirte a mí y convertirte en un Errante? Sólo tendrás un amo, el amor; un hogar, Skaith; un pueblo, nosotros.

—No —contestó Stark.

Baya retrocedió; sus ojos brillaron de forma extraña cuando le dijo a Gelmar:

—Es él, el Hombre Oscuro de la profecía.

Sorprendido, Stark preguntó:

—¿Qué profecía?

—No han podido hablarte de ello en Pax —dijo Gelmar—, porque la profecía se hizo después de la marcha del cónsul. Pero nosotros lo esperábamos.

La chica lanzó un grito y entonces Stark escuchó claramente los sonidos que antes intuyera.

Llegaron por ambos lados, desde detrás de la fortaleza. Una veintena de formas grotescas, machos y hembras, de todos los aspectos y tamaños, vestidos de cualquier manera, blandiendo en las manos palos y piedras.

—¡A muerte! ¡A muerte!

—Pensé que estaba prohibido matar en Skeg —comentó Stark.

Gelmar sonrió.

—Salvo cuando yo lo ordeno.

Baya sacó de entre el cabello negro un alfiler largo como un estilete.

Stark miró a su alrededor durante unos segundos para ver por dónde podría huir a la desesperada.

Gelmar se alejó hacia el borde del acantilado, dejando campo libre a los Errantes, quienes empezaron en ese momento a lanzar piedras.

A lo lejos, se oían voces ululantes y risas ahogadas.

Stark, como una fiera salvaje, se lanzó sobre Gelmar y cayó con él al agua.

Tocaron un fondo fangoso. Al momento se dio cuenta de que Gelmar no sabía nadar. No le resultó raro a Stark, y le mantuvo bajo el agua hasta que Gelmar quedó extenuado. Después le sacó a la superficie para que pudiera respirar. Gelmar le miró con tal sorpresa que Stark no pudo por menos que reírse. En el acantilado, los Errantes formaban en una fila disparatada.

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