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Authors: Leigh Brackett

La estrella escarlata (9 page)

BOOK: La estrella escarlata
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—No les necesitamos. Qué más da que creamos o no creamos.

—Pero vendéis vuestras espadas a los Heraldos.

—El oro es el oro. Los Heraldos tienen oro en abundancia, más que otros. No tenemos que quererles, ni que adoptar su religión. Somos hombres libres. Todos los hombres de las Tierras Estériles son libres. No somos todos buenos. Unos comercian con los Heraldos, otros no. Unos lo hacen con las ciudades estado, otros no. Algunos negocian entre ellos. Otros no comercian en absoluto, viven de la rapiña. Algunos están locos, verdaderamente locos. Pero todos ellos son libres. Aquí no hay Errantes y podemos defendernos. Los Heraldos no encontrarían nada que robar aquí. Nos han dejado tranquilos.

—Ya veo —dijo Stark. Guardó silencio pero luego añadió—: Hay algo que vive muy cerca del Corazón del Mundo. Algo que ni es humano ni totalmente animal.

Los ojos oblicuos y amarillos de Kazimni, le miraron con el rabillo del ojo.

—¿Cómo lo sabes?

—Quizá me lo haya murmurado el viento.

—O quizá la Mujer que Ve.

—¿Qué son, Kazimni?

—Nosotros hablamos mucho en las Tierras Estériles. Contamos historias en las largas noches de invierno. Cuando tenemos la garganta seca y la remojamos con Khamm, empezamos a hablar.

—¿Qué son?

—Los nómadas Harsenyi, nos traen cuentos; también los comerciantes de las Tierras Oscuras. A veces pasan con nosotros el invierno en Izvand y ésos son buenos inviernos. —Hizo una pausa—. He oído hablar de los Perros del Norte.

Stark repitió:

—Los Perros del Norte.

El nombre le pareció grave y pesado.

—No sabría decirte si las historias son ciertas o no. Los hombres mienten sin querer. Hablan como si hubieran sido testigos de algo que le ocurrió a un desconocido que alguien les contó de quinta o sexta mano. Para los Harsenyi y para otros comerciantes, los Perros del Norte son una especie de demonios. Monstruos que salen de la bruma de la nieve para hacer cosas terribles. Se cuenta que los Señores Protectores les crearon, hace ya mucho tiempo, para guardar su Ciudadela. Dicen que siguen guardándola y que pobre del viajero que se adentre en sus dominios.

A Stark se le pusieron de punta los pelos de la nuca al recordar las formas que viera en el Agua de la Visión.

—Estoy convencido de que tenemos que creer en la existencia de los Perros del Norte, Kazimni.

Cambió de tema.

—¿Tu pueblo se contenta con vivir en las Tierras Estériles porque es libre en ellas?

—¿No lo encuentras razón suficiente?

Indicando con la barbilla, de forma desdeñosa, señaló a los irnanianos y dijo:

—Si nosotros viviésemos cómodamente, seríamos esclavos como ellos.

Stark lo comprendía muy bien.

—Debes conocer cuál ha sido el motivo por el que se han producido problemas en Irnan.

—Sí. Problemas muy rentables. Cuando descansemos y hayamos visto a nuestras mujeres, volveremos a la frontera. Se necesitarán guerreros.

—Sin lugar a dudas. Pero, ¿qué piensa tu pueblo sobre la idea de emigrar?

—¿A otro mundo? —Kazimni sacudió la cabeza—. La tierra nos modela, hace de nosotros lo que somos. En otro lugar, seríamos otro pueblo. No. El Viejo Sol aún nos iluminará algún tiempo. Y la vida en las Tierras Estériles no es tan penosa. Lo podrás comprobar cuando lleguemos a Izvand.

El camino corría sinuoso alrededor de los estanques helados. Había algunos viajeros, aunque bastante menos que en el Cinturón Fértil. Eran de otra raza, más morenos, más duros que los desechos humanos de las rutas del sur. Se comerciaba mucho en la frontera; había rebaños enteros destinados a los mercados de Izvand y Komrey, mercaderes con carros llenos de grano y lana, caravanas de animales de carga transportando productos manufacturados procedentes de los talleres del sur, largas filas de carretas chirriantes que transportaban madera cortada en las lejanas montañas. En sentido inverso, se veían caravanas cargadas de pieles, sal, pescado seco. Todos viajaban en grupo, bien armados. No se rozaban los unos con los otros. A lo largo de la ruta, se alzaban albergues y casas de descanso. Kazimni prefería acampar. Tildaba a los posaderos de ladrones y decía que las casas de descanso apestaban.

Los izvandianos avanzaban rápidamente, adelantaban a todos los viajeros. No obstante, a Stark le parecía que a veces el movimiento era ilusorio y que quedarían para siempre prisioneros del paisaje, que nunca cambiaba.

Gerrith comprendía su impaciencia.

—La comparto —dijo Gerrith—. Para ti es un hombre, pero para mí se trata de un pueblo. No obstante, las cosas deben ir a la velocidad apropiada.

—¿Te lo ha dicho tu don?

Ella le sonrió. Se hacía de noche; las Tres Reinas lucían entre los bancos de nubes. Ocupaban otro lugar del cielo, pero seguían igual de bellas. Eran viejas amigas. Stark las apreciaba. Muy cerca, el resplandor de una pequeña fogata jugueteó con el rostro de Gerrith.

—Algo me lo dice. Tú eres el medio, y el fin ya está escrito. Vamos a enfrentarnos a él.

Stark gruñó escépticamente. Los animales estaban uno al lado del otro, a sus espaldas, con las caras hacia el viento, pacían el forraje que les habían preparado. Alrededor de los fuegos, los izvandianos reían y charlaban. Los irnanianos, abrigados, sufrían en silencio.

—¿Por qué amas tanto a ese Ashton?

—Ya lo sabes. Me salvó la vida.

—¿Y tú atraviesas las estrellas para poner la tuya en peligro en un mundo desconocido? ¿Afrontas todo esto aun a sabiendas de que puede estar muerto? No lo creo Stark. ¿Me contarás por qué?

—¿Qué quieres saber?

—Quién eres. Qué eres. Incluso una persona con un don inferior al mío sabría que tú eres... otro. Hay en ti algo extraño, intangible. Háblame de ti y de Ashton.

Stark le habló. Le habló de su infancia en un planeta cruel que estaba demasiado cerca del sol. De que el calor mataba por el día y por la noche hacia un frío helador; de que el cielo tronaba, de que las rocas explotaban, de que la tierra temblaba y las montañas se hundían.

—Nací en una colonia minera. Un seísmo y un derrumbamiento de rocas mató a todo el mundo, excepto a mí. Yo también hubiera muerto, pero las tribus primitivas me acogieron. Eran aborígenes. No eran totalmente humanos. Estaban aún recubiertos de pelo y no hablaban mucho. Algunos gruñidos, algunos gritos de caza, de puesta en guardia y de reunión. Compartieron conmigo lo poco que tenían.

El calor tórrido, el frío, el hambre. Pero sus cuerpos hirsutos cubrieron su desnudez frágil y le calentaron durante las noches crueles; y sus manos callosas le alimentaron. Le enseñaron lo que era el amor y la paciencia; le enseñaron cómo cazar a los enormes clamidosaurios, a sufrir y a sobrevivir. Recordaba sus rostros, llenos de surcos, prognatos, con dentadura prominente; sus ojos, bellos rostros, bellos y sabios, impregnados de una sabiduría primitiva. Su pueblo. Su único pueblo. Pero ellos le habían llamado el Hombre sin Tribu.

—Luego llegaron otros terráqueos —dijo Stark—. Necesitaron la comida y el agua de la tribu primitiva y les mataron... a todos. Para los terráqueos, sólo se trataba de animales... me metieron en una jaula; era una curiosidad a la que irritaban dándole golpes con un bastón entre los barrotes. Me hubieran matado también una vez se les hubiera pasado la curiosidad de lo nuevo.

Pero llegó Ashton.

Ashton el administrador, investido con todos los poderes de la autoridad. Stark sonrió amargamente.

—Para mí, sólo se trataba de otro enemigo con la cara plana, un ser al que odiar y al que había que matar. Tenía olvidado totalmente mi origen humano y los hombres que conocía eran innobles. Ashton se encargó de mí, a pesar de todo. Yo no era nada amable, pero su paciencia no tenía límites. Me domó. Me enseñó a comportarme en una casa, a hablar con palabras. Ante todo me enseñó que si había hombres crueles, también los había buenos. Sí, me dio mucho más que la vida.

—Ahora comprendo —dijo Gerrith, y Stark pensó que era verdad, en cuanto a lo que otra persona pudiera comprender. Gerrith atizó el fuego y suspiró—. Siento no poder decirte si tu amigo sigue aún con vida.

—Lo sabremos muy pronto —respondió Stark, tendiéndose sobre el suelo helado; se durmió.

Y soñó.

Seguía al de más edad por un acantilado; estaba furioso porque sus pies no tenían los dedos largos y prensiles y salvajemente decidido a paliar su deformidad trepando dos veces más deprisa y más alto. El sol quemaba sin piedad su espalda desnuda. La roca estaba incandescente. Los picos negros agujereaban el cielo por todas partes.

El aborigen más anciano se deslizó en una grieta haciéndole un signo imperativo. El joven N´Chaka se puso a su lado. El anciano le indicó con su lanza algo. En una cresta, lejos de ellos y más abajo, se encontraba durmiendo al sol un clamidosaurio, con sus enormes mandíbulas entreabiertas lánguidamente.

Con una infinita prudencia, controlando cada músculo de su cuerpo, con el vientre encogido por el hambre y la esperanza, el joven siguió al anciano a lo largo del acantilado...

A Stark no le gustaba aquel sueño. Le entristecía, y se despertó para escapar de él. Permaneció sentado cerca del agonizante fuego durante mucho tiempo, prestando atención a los sonidos de la noche. Cuando volvió a dormir, su sueño ya no tuvo recuerdos.

Al día siguiente, hacia el mediodía, vieron los tejados de una ciudad rodeada de una tapia, al borde de un mar helado. Fuertemente y con cariño Kazimni dijo:

—Ahí está Izvand.

11

Era una ciudad de sólida apariencia, construida con madera procedente de las montañas y con techos en pendiente para que la nieve pudiera deslizarse por ellos. Centro comercial de aquella parte de las Tierras Estériles Interiores, Izvand era un constante ajetreo de caravanas y convoyes. Durante el día, las estrechas calles estaban atestadas; por la noche, el barro helado llegaba hasta las espinillas, las cuales se rompían fácilmente.

—En verano —les explicó Kazimni—, muchos izvandianos viven de la pesca. Cuando el hielo se derrita en el puerto, los barcos de altas proas dejarán el abrigo invernal. No es una mala vida —añadió—. En absoluto. Mucha comida y muchos combates. Quédate con nosotros Stark. —Stark hizo un signo negativo con la cabeza—. Como quieras. Es la estación en la que los mercaderes de las Tierras Oscuras comienzan a ir hacia el norte. Voy a ver lo que puedo hacer. Para la espera, conozco un buen albergue.

La enseña sonriente y antigua del albergue representaba un enorme e imposible pescado provisto de cuernos. Contaba con dos establos, forraje para los animales y habitaciones para los viajeros. Las alcobas eran pequeñas y frías, con dos camas juntas para cuatro personas, y no las limpiaban desde hacía mucho tiempo. La sala común humeaba de calor y olía a sudor y a una apetitosa sopa de pescado.

Era agradable sentir al fin calor, comer caliente y beber Khamm, una bebida blanca, dulce y fuerte. Stark gozaba sin complejos de aquellos sencillos placeres.

Cuando vio que los demás habían terminado su comida, se levantó. Halk le preguntó:

—¿Dónde vas?

—A ver la ciudad.

—¿No sería mejor que organizásemos nuestros planes?

Halk había bebido bastante Khamm.

—Nos ayudaría tener alguna información más —dijo tranquilamente Stark—. De todas formas, necesitamos ropa más abrigada y provisiones suplementarias.

Sin entusiasmo aparente, los irnanianos recogieron sus capas y siguieron a Stark a la fría calle.

Halk, Breca, su compañera de combate, Gerrith, Atril y Wake, dos hermanos. Stark no pudo soñar con mejor compañía. Pero los seis no podrían hacer frente al norte. Una vez más, Stark soñó con darles esquinazo, dejarles para poder proseguir solo el camino, sin contratiempos.

Con sorpresa, oyó que Gerrith le decía despacito:

—No. Al menos yo debo seguirte. Los otros quizá también. No lo sé. Pero si vas solo, fracasarás.

—¿Has visto eso?

Gerrith inclinó la cabeza.

—Lo he visto. La Visión fue clara.

Para protegerlo de la nieve el mercado estaba cubierto. Las puertas protegían del viento frío. Había lámparas humeantes y braseros para calentarse. Los mercaderes permanecían de pie en medio de sus pertenencias. Stark observó que muy pocos eran de Izvand. Al parecer, los guerreros de pelo blanco desdeñaban aquel oficio.

El mercado estaba animado. Los irnanianos compraron pieles, botas, sacos de galletas de viaje izvandianas, dulces y grasientas, que ayudaban a protegerse del frío. Al cabo de un rato, Stark encontró lo que estaba buscando: la calle de los cartógrafos.

Era un callejón bordeado de trastiendas. Los hombres se inclinaban sobre las mesas de dibujo, rodeados por los tres lados de estanterías en las que se veían rollos de pergamino. Stark fue de tienda en tienda. Finalmente, salió cargado de mapas.

Volvieron al albergue. Sobre una mesa relativamente tranquila en un rincón de la sala común, Stark colocó sus compras.

Los mapas estaban dirigidos a los mercaderes. En lo esencial, coincidían bastante. Las rutas venían marcadas, así como los albergues y las casas de descanso. Las encrucijadas, las ciudades modernas, como Izvand. Vestigios, aquí y allá, de las viejas rutas que llevaban a las ciudades antiguas. La mayor parte de ellas estaban marcadas por siniestras calaveras. En algunos de los mapas venía marcado el Corazón del Mundo, rodeado de múltiples advertencias, pero cada mapa lo señalaba en un lugar distinto. En otros, no venía indicado en absoluto, limitándose a demarcar una extensa zona de terreno en la que se leía: «Demonios».

—En alguna parte de aquí —dijo Stark, señalando la superficie en blanco—. Si seguimos hacia el norte, acabaremos por encontrar a alguien que sepa algo.

—Entonces, los mapas no nos sirven de nada —dijo Halk.

—No has prestado atención —dijo Gerrith—. Todos dicen, en tanto que sea posible, que sigamos la ruta. —Sus dedos volaron por encima del pergamino—. Aquí, el mar nos corta el camino; aquí, las montañas. Aquí, por las tierras bajas, se encuentran los lagos y los pantanos.

—En esta época están todos helados —observó Halk.

—Y prácticamente infranqueables. Los animales morirían o se herirían. Al cabo de una semana, estaríamos hambrientos.

—Además —añadió Wake, que siempre hablaba en nombre de los dos hermanos—, está el problema del tiempo. Quizá Irnan haya sido atacada ya. Aunque pudiéramos tomar otro camino, nos llevaría mucho tiempo.

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