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Authors: Leigh Brackett

La estrella escarlata (4 page)

BOOK: La estrella escarlata
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—Ninguno de nosotros —contestó Yarrod—. Quizás alguien del consulado. O el mismo Ashton se equivocó.

—Gelmar le capturó en el camino de Irnan.

—¿Te lo ha dicho Gelmar?

—Sin querer. Tenía otras intenciones para mí; me habría quedado sin la información. Pero le arrastré al mar conmigo y le di una oportunidad.

Yarrod suspiró.

—Le arrastraste al mar contigo. ¿No sabes que está prohibido, totalmente prohibido, bajo pena de muerte, ponerle la mano encima a un Heraldo u oponerse a su voluntad?

—Ya estaba condenado a muerte y, además, Gelmar necesitaba una lección de educación.

Todos le miraban. Se oyó una risa y todos rieron, menos el hombre de la mirada celosa, quien sólo mostró los dientes. Yarrod dijo:

—Quizá seas el Hombre Oscuro.

La cortina de parra se movió ligeramente. Breca había vuelto.

—Se aproximan hombres por el vado. Son como veinte y vienen a toda prisa.

4

Inmediatamente, el grupo guardó silencio. Yarrod pasó a la acción.

—Aquí —le murmuró al oído, señalándole una fisura en el muro lo suficientemente ancha como para esconder el cuerpo de un hombre como Stark sin permitirle movimiento alguno, ni ofensivo ni defensivo.

—Decídete —le apremió Yarrod—. Unos instantes más y tendremos que entregarte para salvarnos nosotros.

Stark aceptó lo inevitable y se deslizó dentro de la fisura. En segundos, la grieta se disimuló con los ligeros equipajes de los irnanianos: cantimploras de cuero, sacos con grano y carne seca para el viaje, una túnica de repuesto para cada uno y por la propia Secta, colocada al lado del montón de equipaje. Stark tuvo dificultad en respirar y no veía nada, pero se había encontrado en situaciones más penosas.

Con tal de que los irnanianos no le traicionasen. Pero contra aquello no podía hacer nada. No le cabía más que esperar.

Sólo oía el ruido confuso de la muchedumbre acercándose. Después entró Gelmar y pudo escuchar claramente cómo hablaba con Yarrod.

—Que la paz y la bondad sea con vosotros, Maestro. Soy Gelmar de Skeg.

Yarrod, a su vez, se vio obligado a saludar y a identificarse, por pura educación. Cosa que hizo, pero dando un nombre falso y un lugar de origen igualmente falso y terminó con una frase llena de gravedad y unción:

—¿Qué puedo hacer por ti, hijo mío?

—¿Ha pasado alguien por aquí? ¿Un hombre de otro mundo, recién salido del agua y quizá herido?

—No —contestó Yarrod con voz indiferente—, no he visto a nadie, de todas formas, ¿quién puede escapar del mar? Hace apenas una hora he oído cazar a los Hijos.

—Tal vez el Maestro miente —dijo hoscamente una voz de mujer, que Stark reconoció muy bien—. Estaba en el vado. Nos ha visto.

—Y los vuestros nos han lanzado piedras —agregó Yarrod con un tono de severo reproche—. Mi Secta ha tenido miedo y me ha costado mucho tranquilizarla. Incluso un Errante podía mostrar un poco más de respeto.

—Debemos perdonarles —arguyó Gelmar—. Son los hijos de los Señores Protectores. ¿Os hace falta algo? ¿Comida? ¿Vino?

—Tenemos suficiente. Quizás vaya mañana a Skeg a pediros.

—Se te dará con agrado.

Tras despedidas aparentemente corteses, Gelmar y la chica, salieron del refugio. Unos segundos después, Stark escuchó chillar y gritar a los Errantes mientras se dispersaban por las ruinas.

«Me están buscando». Pensó Stark bendiciendo su pequeño escondite.

Gentuza, sin lugar a dudas. Pero eran veinte contra un hombre desarmado. Las probabilidades hubieran sido nulas...

Durante algunos minutos no sucedió nada, salvo que Yarrod y su Secta comenzaron a salmodiar letanías que tuvieron un efecto soporífero sobre Stark. Debían entrenarse con asiduidad, guiados por una motivación poderosa. Él creyó saber cuál era.

El cántico, poco a poco, se convirtió en un leve murmullo; Stark oyó ruidos en el exterior.

La voz de Yarrod sonó claramente:

—¿No le has encontrado?

Gelmar contestó con frialdad:

—Ni rastro. Pero los Hijos han ido a las rejas.

—Sin duda, le habrán devorado.

—Seguramente. No obstante, si le veis... ha violado la ley. Es un hombre peligroso. Me ha puesto la mano encima. Podría no respetaros, pues es de otro mundo...

—No tengo miedo, hijo mío —dijo Yarrod con tal unción que Stark la juzgó excesiva—. Sólo deseamos la bondad.

—Es cierto —asintió Gelmar—. Buenas noches, Maestro.

—Buenas noches. Y llevaos a vuestros alborotadores fieles. Cada vez que se intranquiliza a mi Secta, el día de su liberación se retrasa otro tanto.

Gelmar contestó algo y se escucharon otros ruidos, de personas que se alejaban.

Tras lo que a Stark le pareció un siglo, Yarrod retiró los equipajes.

—Habla bajo —le indicó—. Creo que Gelmar ha dejado espías. No estoy seguro, pero no he visto a la chica.

Stark se puso de pie y se estiró. El corro se había deshecho y Breca estaba ausente. Seguramente, al acecho.

—Ahora tenemos que tomar una decisión —propuso Yarrod.

Todos miraron a Stark.

—¿Crees que es el Hombre Oscuro? —preguntó el irnaniano que antes había dudado.

—Pienso que es posible. Gelmar estaba convencido de ello.

—Supongamos que no lo es. Supongamos que nos apresuramos para volver a Irnan y una vez allí descubrimos que no lo es. Toda nuestra labor habrá sido en vano y nuestra misión habrá fracasado... por nada.

Hubo murmullos de asentimiento.

—Es posible, Halk. ¿Qué sugieres?

—Que vaya solo a Irnan. Si es el Hombre Oscuro, lo conseguirá.

—Yo no tengo ningún interés en ir a Irnan —adujo Stark con osado buen humor—. Ashton no está allí.

—Muy bien, eso ya lo sabemos todos —dijo Yarrod—. Pero, ¿dónde está?

—En la Ciudadela de los Señores Protectores, en el Corazón del Mundo. ¿Dónde está eso?

—En el norte. De todas formas tendrás que ir a Irnan —contestó Yarrod.

—¿Por qué?

—Para que Gerrith, la hija de Gerrith, pueda decirnos si eres en realidad el Hombre Oscuro de la profecía.

—¡Oh! Gerrith tuvo una hija.

—Todas las Mujeres Sabias se esfuerzan en tener una hija, para que sus preciados genes no se pierdan. Tienes que comprenderlo, Stark, hemos que estar seguros antes de seguirte. Y, sin nosotros, sin nuestra ayuda, no podrás cumplir tu misión.

—De cualquier forma, tendrá serias dificultades —dijo Halk— pero hará muy bien en cooperar con nosotros. —Sonrió a Stark—. No puedes salir de Skaith por el puerto espacial. Y no hay otra salida.

—Lo sé. Pero como no tengo intención de salir, eso carece de importancia.

Stark se volvió hacia Yarrod.

—Quizá pueda resolveros el problema inmediato. Evidentemente, no habéis venido aquí para salvarme. ¿Por qué habéis venido?

Yarrod le miró furioso, mostrando los dientes.

—Los irnanianos ya no tenemos derecho a viajar más que con un permiso especial de los Heraldos, y pensamos que, para este viaje, nos lo habrían negado. Por esta razón, paseamos bajo este disfraz idiota, a fin de poder llegar a Skeg e informarnos de lo que la Unión Galáctica piensa hacer sobre nuestro asunto. ¿No te lo han dicho en Pax? ¡Por lo que se ve, te han informado muy bien sobre otras cosas!

—En efecto, me lo han dicho.

El grupo entero dio un paso al frente.

—¿Qué piensan hacer? ¿Van a enviar a alguien?

—Han enviado a alguien —contestó Stark—. A mí.

Se hizo un silencio de asombro. Luego Halk preguntó, con un tono burlón:

—¿Oficialmente?

—No. Oficialmente han intentado establecer nuevamente el contacto con Skaith. Sin éxito.

—Y te han enviado. ¿Quién es tu superior?

Stark comprendió lo que Halk quería decir y sonrió.

—No tengo superiores. Soy mercenario de profesión. Ya que vendría de todas formas, el Ministerio me pidió que averiguase lo que pudiera sobre lo que pasaba aquí y hacer un informe... si sobrevivía. No recibo órdenes de él y no asumo responsabilidades más que por mí mismo.

—Entonces, ¿eso es todo lo que podemos esperar? —preguntó Yarrod.

—Salvo una invasión. Pero a la Unión Galáctica no le gusta utilizar la fuerza. Si queréis ser libres, tenéis que ganaros vosotros mismos la libertad.

Stark se encogió de hombros.

—Tenéis que comprender que Skaith no es el planeta más importante de la galaxia.

—Excepto para nosotros, que vivimos aquí —dijo Yarrod—. Bueno, regresemos a Irnan, ¿de acuerdo?

Incluso Halk reconoció que habían averiguado lo que querían, aunque no fuese lo que esperaban.

—No tan deprisa —cortó Yarrod frunciendo las cejas—. Nos traicionaríamos. Gelmar me espera en Skeg mañana y hará que vigilen esta orilla del río.

—¿Y Stark? —preguntó Halk—. ¡Difícilmente podríamos incluirle en la Secta!

—Tendrá que adelantarse esta noche; y esperarnos en...

Breca llegó a la carrera, atravesando las hojas de parra, e imponiendo silencio con un gesto.

—Les oigo venir hacia aquí.

—Stark...

—No, en ese hueco no; aunque antes haya resultado. ¿Han inspeccionado el techo?

—Sí.

La Secta se reorganizó, en silencio y a la espera.

—Entonces, seguro que no volverán a registrarlo.

Stark salió por la bóveda de atrás, dejando que las hojas de parra quedaran en su sitio sin moverse y sin hacer ruido. Con la cabeza apoyada, escuchó. Oía cómo se movían a cierta distancia. Si creían que lo estaban haciendo silenciosamente, se equivocaban totalmente. El soberbio cielo brillaba lleno de islas de fuego blanco. Stark examinó el enladrillado en ruinas de la bóveda y comenzó a trepar.

5

La cima de la bóveda ofrecía abrigo; aún quedaban trozos de muro en los bordes. Stark estaba más tranquilo, ya que la mayor parte de los Errantes se habían retirado, aunque era mucho más sensato que no le viesen.

Apenas se había instalado cuando Baya y otro de sus compañeros Errantes aparecieron. Seguramente, Gelmar les había enviado, después del registro de las ruinas, con la esperanza de sorprender a alguno. O posiblemente lo había decidido la propia Baya.

Baya estaba acompañada por dos Errantes que, manifiestamente, se aburrían, como niños caprichosos. Uno de ellos era alto y delgado; iba completamente desnudo, a excepción de una pintura que le embadurnaba todo el cuerpo y llevaba el pelo y la barba llenos de pajillas. El otro era más bajo y gordo. Stark no podía ver nada más, pues le envolvían por completo telas de colores que incluso le tapaban el rostro. Los pliegues estaban llenos de flores.

—Regresemos, Baya —dijo el más alto dando la vuelta hacia el vado—. ¿Has visto a alguien por aquí?

—El Hombre Oscuro ha muerto en el mar —añadió el más bajo con una voz aguda e impaciente—. Los Hijos del Mar le han devorado. ¿Cómo iba a ocurrir de otra forma?

Baya movió los hombros, como si el aire fresco le hubiera sacudido y movió la cabeza negativamente.

—Hablé con él, le toqué. Tenía algo extraño. Una fuerza. Una fuerza terrible. ¿No ha matado a un Hijo del Mar?

—Eres idiota —insultó el más pequeño, saltando como un conejo—. Tonta mojigata. Has visto su musculatura y quieres que esté vivo. Te fastidia no haber hecho el amor con él antes de que muriera.

—Contén la lengua —cortó Baya—. Quizá esté muerto y quizá no. Si no ha muerto, alguien le está escondiendo. Deja de quejarte y registra.

El más alto y lleno de pajas suspiró.

—Lo mejor que podemos hacer es obedecer, ya conoces el mal carácter que tiene.

Se alejaron, saliendo del campo de visión de Stark, pero no del de su oído. Baya permaneció allí, con el entrecejo fruncido, contemplando los reflejos que hacía el fuego en la bóveda. Su cuerpo insolente brillaba a la luz de las Tres Reinas. Stark la perdió de vista, ya que se encontraba justo bajo él, pero sintió el temblor de las hojas de parra que estaba separando.

—Maestro...

La voz furibunda de Yarrod se hizo escuchar.

—No tienes nada que hacer aquí ¡Vete!

—Pero, Maestro, quiero aprender. Tal vez quiera formar parte de una Secta, cuando esté cansada de ser una Errante. Háblame de los miembros de la Secta, Maestro. ¿Es cierto que olvidan todo, incluso el amor?

Soltó las ramas de parra y entró en el túnel.

Las voces eran confusas; Stark no podía comprender lo que decían. Unos instantes más tarde, Baya lanzó un grito de dolor y separó las hojas con fuerza; Yarrod salía con Baya agarrada por los pelos. Lloraba y se retorcía, pero la forzó a que se fuera hacia la orilla del rió.

—Ya has hecho bastante mal por hoy —dijo—. Si te vuelves a acercar a mi Secta, te arrepentirás de ello. —Escupió y añadió—: ¡Errantes, basura! No os necesito.

La dejó y volvió al túnel. Baya se quedó en pie metida en el agua poco profunda del vado, amenazando con los puños en dirección al túnel y gritando.

—¡Vivís de la generosidad de los Señores Protectores, como nosotros! No sois más que nosotros, pedazo de...

Soltó una retahíla de obscenidades; al cabo de un rato se apaciguó su rabia y le dio un golpe de tos.

Sus dos compañeros seguían registrando las ruinas y gritaron de alegría. Baya salió del río.

—¿Le habéis encontrado?

—¡Hemos encontrado hierba de amor!

Los dos Errantes aparecieron moviendo los brazos, llevando algo en las manos que habían sacado de la tierra y que masticaban con avidez. El más alto le ofreció a Baya.

—Toma. Olvídate del muerto. Hagamos el amor con alegría.

—No. No tengo ganas de hacer el amor.

Dio media vuelta y se dirigió hacia la bóveda.

—Siento odio. Los Maestros de las Sectas suelen ser hombres santos. A éste le desborda el odio.

—Será porque le hemos tirado piedras —dijo el más bajo, llenándose la boca.

—Qué más da —concluyó el más alto, tomando a Baya por los hombros—. Come y tendrás ganas de hacer el amor.

Le metió a la fuerza un poco de hierba en la boca, pero Baya la escupió.

—¡No! Tengo que hablar con Gelmar. Creo que hay algo...

—Más tarde —dijo el Errante—, más tarde.

Rió y el más bajo también rió. Y comenzaron a empujar a Baya. Parecía que les deleitaba la lucha; la droga producía aquellos efectos. Baya sacó el estilete que ocultaba en el cabello e hirió al Errante que iba desnudo, pero la herida era poco profunda. Los dos se rieron y le quitaron el estilete. Luego, la arrojaron al suelo y empezaron a pegarla.

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