Durante el camino de vuelta, sintió casi la obligación de hacer una parada entre las ramas del acebuche. Necesitaba una pausa de reflexión: auténtica, no como la de los políticos que llaman así, pausa de reflexión, a lo que no es más que una caída en coma profundo. Se sentó a horcajadas en la rama de costumbre, apoyó la espalda en el tronco y encendió un cigarrillo. Pero enseguida se sintió incómodo, notaba la molesta presión de los nudos y de las espinas leñosas en la parte interior de los muslos. Experimentó una extraña sensación, como si el olivo no lo quisiera tener sentado allí y estuviera haciendo todo lo posible para que cambiara de posición.
—¡Se me ocurre cada chorrada!
Resistió un poco, pero después ya no pudo más y bajó de la rama. Se acercó al automóvil, cogió un periódico, regresó al acebuche, extendió las páginas del periódico en el suelo y se tumbó encima de ellas tras haberse quitado la chaqueta.
Visto desde abajo, desde aquella nueva perspectiva, el olivo silvestre le pareció más grande y enrevesado. Observó la complejidad de las ramas que antes no había podido ver por estar entre ellas. Le vinieron a la mente unas palabras: «Hay un acebuche grande... con el cual lo he resuelto todo.» ¿Quién las había pronunciado? ¿Y qué era lo que había resuelto el árbol? Después consiguió enfocar los recuerdos. Aquellas palabras se las había dicho Pirandello a su hijo pocas horas antes de morir. Y se referían a «Los gigantes de la montaña», la obra que había dejado inconclusa.
Se pasó media hora tumbado boca arriba sin apartar en ningún momento la mirada del árbol. Y, cuanto más lo miraba, tanto más el acebuche le explicaba de qué manera el juego del tiempo lo había retorcido y lacerado, cómo el agua y el viento lo habían obligado año tras año a adquirir aquella forma que no era fruto de un capricho o del azar sino consecuencia de una necesidad.
Sus ojos se posaron en tres gruesas ramas que, durante un breve trecho, discurrían casi paralelas, antes de que cada una de ellas se lanzara a una personal fantasía de repentinos zigzags, retrocesos, avances laterales, desviaciones y arabescos. Una de las tres, la del centro, estaba situada ligeramente por debajo de las otras dos, pero, con sus retorcidas ramitas, se agarraba a las ramas de arriba como si las quisiera mantener unidas a sí a lo largo del trecho que las tres recorrían juntas.
Desplazó la cabeza y, mirando con atención, Montalbano se percató de que las tres ramas no nacían independientes la una de la otra, aunque estaban situadas muy cerca, sino que su origen era un solo punto, una especie de bubón de gran tamaño que sobresalía del tronco.
Probablemente fue una ligera ráfaga de viento que agitó las hojas. Un repentino rayo de sol azotó los ojos del comisario, cegándolo. Con los ojos cerrados, Montalbano sonrió.
Fuera lo que fuera lo que aquella noche le comunicara De Cicco, ahora él estaba seguro de que al volante del vehículo que circulaba detrás del autocar se sentaba Nenè Sanfilippo.
* * *
Estaban apostados detrás de un chaparral de ciruelos silvestres, con las pistolas a punto de disparar. El padre Crucillà había señalado aquella solitaria casa rural como el refugio secreto de Japichinu. Pero el cura, antes de dejarlos, había tenido empeño en advertirles que actuaran con pies de plomo, pues él no estaba seguro de que Japichinu estuviera dispuesto a entregarse sin resistencia. Por si fuera poco, éste tenía en su poder una metralleta y había demostrado en más de una ocasión que la sabía utilizar.
Por consiguiente, el comisario había decidido actuar conforme a las normas y había enviado a Fazio y Gallo a la parte posterior de la casa.
—A esta hora, ya estarán en posición —dijo Mimì.
Montalbano no contestó, quería dar a sus hombres el tiempo suficiente para elegir el lugar más apropiado para apostarse.
—Voy para allá —dijo Augello, impaciente—. Tú cúbreme.
—De acuerdo —dijo el comisario, dando su conformidad.
Mimì empezó a reptar muy despacio. Brillaba la luna; de otro modo, su avance hubiera resultado invisible. La puerta de la casa estaba extrañamente abierta de par en par. Pero, pensándolo bien, no tenía nada de extraño: era evidente que Japichinu quería dar la impresión de que la casa estaba abandonada, aunque, en realidad, él permanecía escondido dentro con la metralleta en la mano.
Al llegar a la puerta, Mimì se incorporó, se detuvo en el umbral y asomó la cabeza para mirar. Después, con pasó ligero, entró. Salió a los pocos minutos y agitó un brazo en dirección al comisario.
—Aquí no hay nadie —dijo.
«Pero ¿dónde tiene éste la cabeza? —se preguntó, nervioso, Montalbano—. ¿Es que no comprende que lo pueden estar apuntando?»
Justo en aquel momento, mientras el miedo le helaba la sangre en las venas, vio asomar el cañón de una metralleta por la ventana situada perpendicularmente por encima de la puerta. Se levantó de un salto.
—¡Mimì! ¡Mimì! —gritó.
Y se detuvo porque le pareció que estaba cantando «La bohème».
La metralleta efectuó un disparo, y Mimì se desplomó.
El mismo disparo que había matado a Augello despertó al comisario.
Seguía tumbado sobre las páginas de periódico, bajo el acebuche, empapado de sudor. Por lo menos un millón de hormigas habían tomado posesión de su cuerpo.
Pocas, y a primera vista no demasiado importantes, fueron las diferencias entre el sueño y la realidad. La remota casucha rural que el padre Crucillà les había indicado como refugio secreto de Japichinu era la misma que había soñado el comisario, salvo que ésta, en lugar de la ventana, tenía un pequeño balcón abierto de par en par por encima de la puerta también abierta.
A diferencia de lo que ocurría en el sueño, el cura no se había alejado a toda prisa.
—A mí siempre se me puede necesitar —había dicho.
Y Montalbano había hecho los debidos conjuros mentales. El padre Crucillà, oculto detrás de un enorme matojo de centinodia en compañía del comisario y de Augello, contempló la casucha y meneó la cabeza con gesto preocupado.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Montalbano.
—No me convence nada eso de la puerta y el balcón. Las veces que he venido a verlo estaba todo cerrado y había que llamar. Prudencia, por lo que más quieran. No puedo jurar que Japichinu esté dispuesto a dejarse atrapar. Tiene la metralleta al alcance de la mano y la sabe utilizar.
Cuando estuvo seguro de que Fazio y Gallo ya habían ocupado sus posiciones detrás de la casa, Montalbano miró a Augello.
—Ahora voy yo y tú me cubres.
—¿Qué novedad es ésa? —reaccionó Mimì—. Siempre lo habíamos hecho al revés.
No le podía decir que lo había visto morir en su sueño.
—Esta vez vamos a cambiar.
Mimì no replicó y se calló de inmediato, pues sabía reconocer, por el tono de la voz del comisario, cuándo se podía discutir con él y cuándo no.
Aún no había anochecido. La luz grisácea que precede a la oscuridad permitía distinguir las siluetas.
—¿Cómo es posible que no haya encendido la luz? —preguntó Augello, señalando con la barbilla la casa a oscuras.
—A lo mejor nos espera —dijo Montalbano.
Y se puso en pie, a pecho descubierto.
—¿Qué haces? Pero ¿qué haces? —preguntó Mimì en voz baja, tratando de agarrarlo por la chaqueta y tirar de él hacia abajo.
De pronto, le vino a la mente una idea que lo aterrorizó.
—¿Tienes la pistola?
—No.
—Toma la mía.
—No —repitió el comisario, dando dos pasos al frente. Se detuvo y ahuecó las manos alrededor de la boca.
—¡Japichinu! Soy Montalbano. Y voy desarmado.
No hubo respuesta. El comisario siguió avanzando tranquilamente, como si estuviera paseando. A unos tres metros de la puerta, volvió a detenerse y dijo, levantando la voz sólo ligeramente por encima del tono normal:
—¡Japichinu! Voy a entrar. Así podremos hablar tranquilos.
Nadie contestó, nadie se movió. Montalbano levantó las manos y entró en la casa. Estaba todo oscuro, y el comisario se desplazó un poco hacia un lado para que su figura no se recortara en el vano de la puerta. Y fue entonces cuando lo aspiró, aquel olor que tantas veces había percibido y cada vez le provocaba una ligera sensación de náusea. Antes de encender la luz, ya sabía lo que iba a ver. Japichinu se encontraba tendido en el centro de la habitación sobre algo que parecía una colcha de color rojo pero que, en realidad, era su propia sangre, con la garganta cortada. Lo debían de haber sorprendido a traición mientras estaba de espaldas a su asesino.
—¡Salvo! ¡Salvo! ¿Qué ocurre?
Era la voz de Mimì Augello. Montalbano se asomó a la puerta.
—¡Fazio! ¡Gallo! ¡Mimì, venid!
Llegaron corriendo, el cura detrás de todos ellos, resollando. Al ver a Japichinu, se quedaron petrificados. El primero en moverse fue el padre Crucillà, que se arrodilló al lado del muerto sin preocuparse por la sangre que le manchaba la sotana, lo bendijo y empezó a musitar plegarias. Mimì, en cambio, tocó la frente del muerto.
—Lo tienen que haber matado hace menos de dos horas.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Fazio.
—Subís los tres a un coche y os vais. Dejadme a mí el otro, yo me quedo aquí un ratito a hablar con el cura. En esta casa nosotros jamás hemos estado, a Japichinu muerto jamás lo hemos visto. Por otra parte, a nosotros no nos corresponde estar aquí, eso no pertenece a nuestra jurisdicción. Y podríamos tener problemas.
—Pero... —intentó decir Augello.
—Pero una mierda. Nos vemos más tarde en la comisaría.
Salieron como perros apaleados, obedeciendo a regañadientes. El comisario los oyó hablar apresuradamente en voz baja mientras se alejaban. El cura estaba inmerso en sus oraciones. La de avemarías, padrenuestros y «requiemeternams» que tendría que rezar, con toda la carga de homicidios que Japichinu llevaba sobre sus hombros, dondequiera que estuviera navegando en aquellos momentos... Montalbano subió por la escalera de piedra que conducía a la habitación del piso de arriba y encendió la luz. Había dos catres con sólo los colchones, una mesita de noche en el centro, un maltrecho armario y dos sillas de madera. En un rincón, un pequeño altar constituido por una mesita cubierta por un mantel blanco bordado. En el altarcito había tres pequeñas imágenes: la Virgen María, el Corazón de Jesús y san Calogero. Delante de cada imagen ardía una vela. Japichinu era un muchacho muy devoto, tal como decía su abuelo Balduccio, tanto es así que incluso tenía un director espiritual. Sólo que tanto el muchacho como el cura confundían la superstición con la religión. Como la mayoría de los sicilianos, por otra parte. El comisario recordó haber visto una vez un tosco exvoto de los primeros años del siglo. Representaba a un campesino que huía, perseguido por dos carabineros con sus penachos. Arriba a la izquierda, la Virgen se asomaba entre las nubes, señalando al fugitivo el mejor camino a seguir. La leyenda decía: «Por haberse librado de los rigores de la ley.» Sobre uno de los catres había un kalashnikov puesto al través. Apagó la luz, bajó, cogió una de las dos sillas de paja y se sentó.
—Padre Crucillà.
El cura, que aún estaba rezando, experimentó una sacudida y levantó los ojos.
—¿Eh?
—Coja una silla y siéntese, tenemos que hablar.
El cura obedeció. Tenía el rostro congestionado y sudaba profusamente.
—¿Cómo puedo darle esta noticia a don Balduccio?
—No será necesario.
—¿Por qué?
—A esta hora, ya se lo han dicho.
—¿Quién?
—El asesino, naturalmente.
El padre Crucillà no acertaba a comprenderlo. Mantenía los ojos clavados en el comisario y movía los labios sin formular ninguna palabra. Después lo comprendió, se levantó de la silla de un salto con los ojos enormemente abiertos, retrocedió, resbaló con la sangre, pero consiguió no perder el equilibrio.
«Ahora le da un ataque y se muere», pensó, alarmado, Montalbano.
—¡Pero qué dice usted, en nombre de Dios! —exclamó el cura, resoplando.
—Me limito a decirle cuál es la situación.
—¡Pero a Japichinu lo buscaba la policía, el Cuerpo de Carabineros, la División de Investigaciones Generales y Operaciones Especiales!
—Que, por regla general, no degüellan a los que tienen que detener.
—¿Y la nueva mafia? ¿Los propios Cuffaro?
—Padre, usted no quiere comprender que tanto a usted como a mí nos ha tomado el pelo el muy taimado de Balduccio Sinagra.
—Pero ¿qué pruebas tiene para insinuar...?
—Vuelva a sentarse, por favor. ¿Quiere un poco de agua?
El padre Crucillà asintió con la cabeza. Montalbano cogió una jarra de barro llena de agua fresca y se la ofreció al cura, que inmediatamente se la acercó a los labios.
—No tengo pruebas ni creo que las tengamos jamás.
—¿Pues entonces?
—Contésteme usted primero a mí. Aquí Japichinu no vivía solo. Tenía un guardaespaldas que por la noche dormía a su lado, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cómo se llama, lo sabe usted?
—Lollò Spadaro.
—¿Era amigo de Japichinu y persona de confianza de Balduccio?
—De don Balduccio. Él fue quien así lo quiso. A Japichinu no le caía bien, pero éste me dijo que con Lollò se sentía seguro.
—Tan seguro que Lollò lo ha podido matar sin ninguna dificultad.
—¡Pero cómo puede usted pensar una cosa así! ¡A lo mejor, han degollado primero a Lollò antes de hacer otro tanto con Japichinu!
—En la habitación de arriba no está el cadáver de Lollò. Y en ésta, tampoco.
—¡A lo mejor está afuera, en las inmediaciones de la casa!
—Lo podríamos buscar, por supuesto, pero es inútil. Usted olvida que mis hombres y yo hemos rodeado la casa y hemos efectuado un exhaustivo reconocimiento de los alrededores. No nos hemos tropezado con el cuerpo de Lollò.
El padre Crucillà se retorció las manos. El sudor le caía en gruesas gotas.
—Pero ¿por qué habría tenido que hacer don Balduccio toda esta comedia?
—Nos necesitaba como testigos. Según usted, yo, tras haber descubierto el asesinato, ¿qué habría tenido que hacer?
—No sé... Lo que se suele hacer en estos casos. Avisar a la Científica, al juez...
—Y así él podría representar el papel de hombre desesperado, gritar que los asesinos de su adorado nietecito eran los de la nueva mafia, un nietecito tan adorado que él prefería verlo en la cárcel y había conseguido convencerlo de que se entregara a mí, en presencia de un cura... Ya se lo he dicho: nos ha tomado el pelo. Pero hasta cierto punto. Porque yo abandonaré esta casa dentro de cinco minutos y será como si jamás hubiera estado aquí. Balduccio se tendrá que inventar otra cosa. Pero, si usted lo ve, dele un consejo: que haga enterrar a su nieto con discreción, sin armar jaleo.