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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

La excursión a Tindari (8 page)

BOOK: La excursión a Tindari
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—¿Por qué?

—Porque ha hecho usted lo que yo le he dicho que hiciera.

—¿Qué quiere decir?

—Que empezara por orden de ancianidad. El más viejo de todos soy yo. Cumplo setenta y siete años dentro de dos meses y cinco días. Hay que respetar a los mayores. Eso se lo digo y repito a mis nietos, que son unos descastados. La falta de respeto está jodiendo todo el universo creado. Usted ni siquiera había nacido en tiempos de Mussolini. ¡En tiempos de Mussolini sí que había respeto! Y si tú faltabas al respeto, zas, te cortaban la cabeza. Recuerdo que...

—Señor Zotta, la verdad es que hemos decidido no seguir ningún orden ni alfabético ni...

El viejo soltó una risita toda en íes.

—¿Cómo podías dudarlo? ¡Hubieras podido poner la mano en el fuego! Aquí dentro, en lo que debería ser la casa madre del orden, ¡les importa una mierda! ¡Todo se hace a la buena de Dios! ¡A lo que salga! ¡Van a su aire! Pero digo yo: ¿es que no hay manera? Y después nos quejamos de que los chavales se drogan, roban, matan...

Montalbano se maldijo en su fuero interno. ¿Cómo era posible que hubiera caído en la trampa de aquel viejo verborreico? Tenía que detener el alud inmediatamente. De lo contrario, sería inevitablemente arrollado.

—Señor Zotta, por favor, no nos desviemos de la cuestión.

—¿Cómo?

—¡No divaguemos!

—¿Quién está divagando? ¿Usted cree que yo me levanto a las seis de la mañana para venir aquí a divagar? ¿Usted cree que no tengo otra cosa mejor que hacer? Es cierto que estoy jubilado, pero...

—¿Usted conocía a los Griffo?

—¿A los Griffo? Antes de la excursión, no los había visto en mi vida. Y después de la excursión, tampoco puedo decir que los conocí. El nombre, eso sí. Lo oí cuando el conductor pasó lista antes de salir y ellos contestaron «presente». No nos saludamos ni nos hablamos. Ni pío. Se mantenían distantes y apartados. Y mire, señor comisario, estos viajes son bonitos cuando reina el compañerismo. Bromeamos, nos reímos, cantamos canciones. En cambio, cuando...

—¿Está seguro de que no conocía a los Griffo?

—¿De dónde?

—Qué sé yo, del mercado, del estanco.

—La compra la hace mi mujer y yo no fumo. Pero...

—Pero ¿qué?

—Conocía a uno que se llamaba Pietro Giffo. Igual era un pariente suyo, le faltaba sólo la erre. Este Giffo era viajante de comercio, era un tipo muy divertido. Una vez...

—¿Tuvo, por casualidad, ocasión de conocer a los Griffo durante el día que pasaron en Tindari?

—Mi mujer y yo jamás nos quedamos con el grupo cuando llegamos al sitio adonde vamos. ¿Que llegamos a Palermo? Pues allí tengo un cuñado. ¿Que bajamos en Erice? Allí tengo un primo. Me reciben con cariño, me invitan a comer. ¡Y en Tindari ya no digamos! Tengo un sobrino, Filippo, que fue a recibirnos al autocar y nos llevó a su casa; su mujer nos había preparado una torta de primero y de segundo una...

—Cuando el chófer pasó lista antes de emprender el viaje de vuelta, ¿los Griffo contestaron?

—Sí, señor, los oí contestar.

—¿Observó si bajaron en alguna de las tres paradas extra que hizo el autocar durante el viaje de vuelta?

—Comisario, le estaba contando lo que mi sobrino Filippo nos dio para comer. ¡Ni siquiera nos podíamos levantar de la silla de lo mucho que nos pesaba la tripa! Durante el viaje de vuelta, en la parada prevista para el café con leche y las galletas, yo ni siquiera quería bajar. Pero mi mujer me recordó que estaba incluido en el precio y que, de todas maneras, ya no nos podíamos ahorrar ese dinero. Y entonces bajé y me tomé sólo un poquito de leche con dos galletas. Y enseguida me entró sueño. Me ocurre siempre después de comer. En resumen, que me amodorré. ¡Y menos mal que no había querido tomar café! Porque tiene usted que saber, señor mío, que el café...

—... no le deja pegar ojo. Cuando llegaron a Vigàta, ¿vio bajar a los Griffo?

—¡Mi estimado señor, con la hora que era y lo oscuro que estaba, ni siquiera sabía si mi mujer había bajado!

—¿Recuerda dónde estaban sentados?

—Recuerdo muy bien dónde estábamos sentados mi señora y yo: justo en el centro del autocar. Delante iban los Bufalotta; detrás, los Raccuglia, y al otro lado, los Persico. Todos, gente que conocíamos; era el quinto viaje que hacíamos juntos. Los Bufalotta, pobrecillos, necesitan distraerse. Su hijo mayor, Pippino, se les murió mientras...

—¿Recuerda dónde estaban sentados los Griffo?

—Me parece que en la última fila.

—¿La que tiene cinco asientos el uno al lado del otro y sin brazos?

—Me parece que sí.

—Muy bien, eso es todo, señor Zotta; ya puede irse.

—¿Qué quiere decir?

—Quiere decir que ya hemos terminado y puede volver a su casa.

—Pero ¿cómo? ¿Qué maneras son ésas? ¿Por una bobada así molestan a un viejo de setenta y siete años y a su señora de setenta y cinco? ¡A las seis de la mañana nos hemos levantado! ¿Le parece que es manera?

Cuando se fue el último viejecito, casi a la una, la comisaría parecía el escenario de una multitudinaria merienda campestre. Cierto que en la comisaría no había hierba, pero hoy por hoy, ¿dónde se puede encontrar hierba? Y la que consigue resistir en los alrededores del pueblo, ¿qué clase de hierba es? Cuatro débiles briznas amarillentas donde, si uno mete la mano, tiene un noventa por ciento de posibilidades de pincharse con una jeringuilla escondida.

En medio de todas estas agradables reflexiones y del mal humor que se estaba apoderando de nuevo de él, el comisario se dio cuenta de que Catarella, encargado de la limpieza, se había quedado súbitamente petrificado con la escoba en una mano y algo que no se veía muy bien lo que era en la otra.

—¡Mire! ¡Mire! ¡Mire! —murmuraba Catarella estupefacto, contemplando lo que había recogido del suelo.

—¿Qué es?

De repente, el rostro de Catarella se convirtió en una llamarada.

—¡Un preservativo,
dottori
!

—¿Usado? —preguntó el comisario con asombro.

—No, señor, aún está envuelto en su papel.

En efecto, ésa era la única diferencia con los restos de una auténtica merienda campestre. Por lo demás, la misma desoladora suciedad: pañuelitos de papel, colillas, latas de Coca-Cola, de cerveza, de naranjada, botellas de agua mineral, trozos de pan y de galletas, y hasta un cucurucho de helado que se estaba derritiendo lentamente en un rincón.

* * *

Tal como Montalbano suponía, y sin duda ésta era una de las causas, si no la principal, de su mal humor, después de una primera comparación entre las respuestas obtenidas por él, Fazio y Galluzzo, resultó que sabían exactamente lo mismo que antes acerca de los Griffo.

El autocar tenía, sin contar el del conductor, cincuenta y tres asientos. Cuarenta participantes en la excursión se habían agrupado en la parte delantera, veinte a un lado y veinte al otro, con el pasillo de por medio. En cambio, los Griffo se habían sentado, tanto a la ida como a la vuelta, en dos de los asientos de la fila del fondo, y a su espalda quedaba sólo la gran luneta trasera del vehículo. No le habían dirigido la palabra a nadie y nadie les había dirigido la palabra. Fazio comentó al comisario que uno de los pasajeros le había dicho: «¿Sabe una cosa? Al poco rato, nos olvidamos de ellos. Era como si no viajaran con nosotros en el mismo autocar.»

—En fin —dijo de repente el comisario—, falta todavía la declaración de aquel matrimonio cuya esposa está enferma. Scimè, creo que se llama.

Fazio esbozó una sonrisita.

—¿Y usted cree que la señora Scimè hubiera permitido que el destino la excluyera? ¿Sus amigas sí y ella no? Se ha presentado en compañía del marido a pesar de que apenas se sostenía en pie. Tenía treinta y nueve de fiebre. Yo he hablado con ella y Galluzzo con el marido. Nada, la señora se hubiera podido ahorrar la paliza.

Se miraron desconsolados.

—«La noche perdida y una hembra» —comentó Galluzzo, citando la frase proverbial de un marido que, tras haberse pasado toda la noche atendiendo a su esposa parturienta, había visto nacer una niña en lugar del ansiado varón.

—¿Vamos a comer? —preguntó Fazio, levantándose.

—Id vosotros. Yo me quedo un poco todavía. ¿Quién está de guardia?

—Gallo.

* * *

Una vez solo, empezó a examinar el dibujo que había hecho Fazio de la planta del autocar. Un pequeño rectángulo aislado en la parte superior enmarcaba la palabra «conductor». Seguían doce hileras de cuatro pequeños rectángulos con los nombres de los ocupantes escritos en el interior de los que habían sido usados.

Mientras estudiaba la planta, el comisario se dio cuenta de la tentación en la que Fazio se había negado a caer: la de dibujar grandes rectángulos con todos los detalles de los ocupantes: nombre, apellido, padre, madre... En los cinco asientos de la última fila, Fazio había escrito Griffo de tal manera que las letras del apellido ocuparan los cinco rectángulos: estaba claro que no había conseguido averiguar cuáles de los cinco asientos habían ocupado los desaparecidos.

Montalbano empezó a imaginarse el viaje. Después de los primeros saludos, unos cuantos minutos de inevitable silencio para acomodarse mejor, quitarse las bufandas, los gorros, los sombreros, cerciorarse de que en el bolso o el bolsillo estaban las gafas, las llaves de casa... Después, las primeras señales de alegría, las primeras conversaciones en voz alta, frases que se entremezclaban... Y el conductor que pregunta: «¿Quieren que encienda la radio?» Un coro de noes... Y quizá, de vez en cuando, un pasajero o una pasajera que miraba hacia el fondo, hacia la última fila, donde estaban los Griffo, el uno al lado del otro, inmóviles y aparentemente sordos, pues los ocho asientos vacíos que se interponían entre ellos y los demás pasajeros formaban una especie de barrera contra los sonidos, las palabras, los ruidos y las carcajadas.

Fue justo en aquel momento cuando Montalbano se dio un manotazo en la frente. ¡Se había olvidado! El conductor le había revelado un detalle muy concreto y a él se le había borrado totalmente de la memoria.

—¡Gallo!

Más que un nombre le brotó de la garganta un grito ahogado. Se abrió la puerta de par en par y apareció Gallo, asustado.

—¿Qué ocurre, señor comisario?

—Llama urgentemente a la empresa del autocar, que no recuerdo cómo se llama. Si hay alguien, pásamelo enseguida.

Tuvo suerte. Contestó el contable.

—Necesito una información. En el viaje a Tindari del domingo pasado, aparte el conductor y los pasajeros, ¿había alguien más a bordo del vehículo?

—Desde luego. Verá, señor comisario, nuestra empresa concede a los representantes de fábricas de artículos para el hogar, detergentes, objetos de decoración...

Lo había dicho con el tono de un rey que otorga una gracia...

—¿Cuánto les pagan a ustedes por eso? —preguntó Montalbano, comportándose como un súbdito irreverente.

El regio tono de su interlocutor se transformó en una especie de penoso tartamudeo.

—Tie... tie... ne que c... comprender que el por... porcentaje...

—No me interesa. Quiero el nombre del representante que había en aquel viaje y su número de teléfono.

—¿Oiga? ¿Casa Dileo? Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con la señora o señorita Beatrice.

—Soy yo, señor comisario. Señorita. Y ya me estaba preguntando cuándo se decidiría a interrogarme. Si no lo hubiera hecho hoy mismo, habría ido yo a la comisaría.

—¿Ha terminado de comer?

—Aún no he empezado. Acabo de regresar de Palermo; he hecho un examen en la universidad y, puesto que vivo sola, ahora me tendría que poner a guisar. Pero la verdad es que no me apetece demasiado.

—¿Quiere almorzar conmigo?

—¿Por qué no?

—Nos vemos dentro de media hora en la
trattoria
San Calogero.

Los ocho hombres y las cuatro mujeres que en aquel momento estaban comiendo en la
trattoria
se quedaron en suspenso, algunos antes y otros después, con el tenedor en la mano mientras contemplaban a la muchacha que acababa de entrar. Una auténtica belleza, alta, rubia, esbelta, de larga melena suelta y ojos azules. Una de esas que se ven en las portadas de las revistas, sólo que ésta tenía pinta de buena chica de su casa. ¿Qué estaba haciendo en la
trattoria
San Calogero? El comisario apenas tuvo tiempo de preguntárselo, pues la criatura se encaminó directamente hacia su mesa.

—Usted es el comisario Montalbano, ¿verdad? Soy Beatrice Dileo.

Se sentó, pero Montalbano, perplejo, aún permaneció un instante de pie. Beatrice Dileo no llevaba la menor sombra de maquillaje, era así por naturaleza. Tal vez ésa fuera la razón de que las mujeres presentes la siguieran mirando sin envidia. ¿Cómo puede alguien sentir celos de un jazmín de Arabia?

—¿Qué van a tomar? —preguntó Calogero, acercándose—. Hoy tengo un
risotto
a la tinta de jibia verdaderamente especial.

—Para mí, muy bien. ¿Y usted, Beatrice?

— También.

Montalbano observó con satisfacción que no había añadido una frase típicamente femenina: «No me traiga mucho, por favor. Un par de cucharadas. Una cucharada. Trece granos de arroz contados.» ¡Señor, qué aburrimiento!

—De segundo, les podría servir unas lubinas pescadas esta noche o, de lo contrario...

—Para mí, va bien. ¿Y usted, Beatrice?

—Las lubinas.

—Para usted, señor comisario, el agua mineral y el Corvo de siempre. ¿Y para usted, señorita?

—Lo mismo.

Pero bueno, ¿es que estaban casados?

—Mire, señor comisario —dijo Beatrice con una sonrisa en los labios—, le tengo que confesar una cosa. Yo, cuando como, no consigo hablar, por eso le pido que me interrogue antes de que sirvan el
risotto
o entre plato y plato.

¡Jesús! ¿O sea que era cierto que, en la vida, a veces ocurre el milagro de encontrar el alma gemela? Lástima que, así, a primera vista, la chica tuviera unos veinticinco años menos que él.

—¡Nada de interrogar! Mejor hábleme de usted.

Y, de esta manera, antes de que Calogero llegara con el
risotto
especial, que era algo más que simplemente especial, Montalbano averiguó que Beatrice tenía en efecto veinticinco años, que estudiaba Letras como oyente en Palermo y que trabajaba de representante de la empresa Sirio Casalinghi para ganarse la vida y pagarse los estudios. Siciliana a pesar de las apariencias, ciertamente de ascendencia normanda y nacida en Aidone, donde todavía vivían sus padres. Y ella, ¿por qué vivía y trabajaba en Vigàta? Muy fácil: dos años atrás, en Aidone, había conocido a un muchacho de Vigàta que también estudiaba en Palermo, pero Derecho. Se habían enamorado, ella había tenido una pelotera con sus padres, que se oponían a la relación, y había seguido al chico a Vigàta. Habían alquilado un pequeño apartamento en el sexto piso de una colmena en Piano Lanterna. Pero desde el balcón del dormitorio se veía el mar. Al cabo de cuatro meses escasos de felicidad, Roberto, que así se llamaba su chico, le había dejado una amable notita, en la cual le comunicaba que se iba a Roma, donde lo esperaba su novia, una prima lejana suya. Y ella no había tenido valor para regresar a Aidone. Eso era todo.

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