La excursión a Tindari (11 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

BOOK: La excursión a Tindari
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De unos tres años a esta parte, las cosas ya no eran como antes ni para los Sinagra ni para los Cuffaro, las dos familias que se disputaban el control de la provincia. Masino Sinagra, el sexagenario primogénito de don Balduccio, había sido finalmente detenido y enviado a la cárcel con tal cúmulo de acusaciones que, aunque durante la instrucción de los casos en Roma hubieran decidido, pongamos por caso, la abolición de la condena a cadena perpetua, el legislador hubiera tenido que hacer una excepción para él y restablecerla sólo para su caso. Japichinu, hijo de Masino y nietecito adorado del abuelo don Balduccio, un treintañero dotado por la naturaleza de un rostro tan simpático y honrado que los jubilados le hubieran confiado sus ahorros, había tenido que pasar a la clandestinidad, perseguido por una impresionante serie de órdenes de captura. Trastornado e inquieto por esta ofensiva absolutamente insólita de la justicia, después de varios decenios de lánguido sueño, don Balduccio, que se había sentido rejuvenecer treinta años al enterarse de la noticia del asesinato de dos de los más valerosos magistrados de la isla, había vuelto a caer de golpe en los achaques de la edad ante la noticia de que al frente de la Fiscalía se encontraba alguien que era lo peor de lo peor: un piamontés de tendencias comunistas. Un día había visto en un telediario a ese magistrado arrodillado en la iglesia.

—Pero ¿qué hace ése, va a misa? —preguntó, asombrado.

—Sí, señor, es muy religioso —le explicó alguien.

—Pero ¿cómo? ¿Y los curas no le han enseñado nada?

Ngilino, el hijo menor de don Balduccio, se había vuelto completamente loco, y un buen día empezó a hablar una lengua incomprensible que él sostenía que era el árabe. Y, a partir de aquel momento, le había dado por vestirse como tal, hasta el punto de que en el pueblo lo llamaban «el Jeque». Los dos hijos varones del Jeque vivían más en el extranjero que en Vigàta: Pino, llamado «el Conciliador» por la habilidad diplomática de que hacía gala en los momentos difíciles, viajaba constantemente entre Canadá y Estados Unidos; en cambio, Caluzzo se pasaba ocho meses al año en Bogotá. El peso de los negocios de la familia había vuelto a caer, por tanto, sobre los hombros del patriarca, el cual se hacía echar una mano por su primo Saro Magistro. De éste se comentaba en susurros que, tras haber liquidado a uno de los Cuffaro, se le había comido el hígado asado en un espetón. Por otra parte, no se podía decir que a los Cuffaro les fueran mejor las cosas. Un domingo por la mañana de dos años atrás, el más que octogenario jefe de la familia de los Cuffaro, don Sisìno, había subido a su coche para asistir a la santa misa, tal como indefectible y devotamente tenía por costumbre hacer. El automóvil lo conducía su hijo menor, Birtino. Nada más ponerlo en marcha, se produjo una terrible explosión que había roto los cristales a quinientos metros a la redonda. El contable Arturo Spampinato, que no tenía absolutamente nada que ver con el asunto, en la creencia de que se estaba produciendo un espantoso terremoto, se arrojó desde un sexto piso y la palmó. De don Sisìno encontraron el brazo derecho y el pie izquierdo, y de Birtino, sólo cuatro huesos requemados.

Los Cuffaro no la tomaron con los Sinagra tal como todo el pueblo esperaba. Tanto una familia como la otra sabían que aquella bomba asesina la habían colocado en el coche otras personas, los miembros de una mafia emergente, unos jovenzuelos arribistas, sin el menor respeto y dispuestos a todo, que se habían metido en la cabeza la idea de joder a las dos familias históricas y ocupar su lugar. Y todo tenía una explicación. Si antaño el camino de la droga era bastante ancho, en la actualidad se había convertido en una autopista de seis carriles. Por consiguiente, se necesitaban fuerzas jóvenes, decididas y con las manos adecuadas para utilizar tanto el kalashnikov como el ordenador.

En todo eso pensaba el comisario mientras se dirigía a Ciuccàfa. Y recordaba también una escena tragicómica que había visto en la televisión: un miembro de la comisión antimafia que, al llegar a Fela tras el décimo homicidio en una sola semana, se rasgaba dramáticamente las vestiduras y preguntaba con voz entrecortada: «¿Dónde está el Estado?» Y, entre tanto, los pocos carabineros, los cuatro agentes de la policía, los dos guardias de la policía judicial, los tres cuerpos representantes del Estado en Fela que cada día se jugaban el pellejo, lo miraban estupefactos. El honorable antimafia estaba teniendo evidentemente un fallo de memoria: había olvidado que, por lo menos en parte, el Estado era él. Y, si las cosas iban como iban, era él, junto con otros, el responsable de que fueran como iban.

* * *

Justo en la base de la colina, donde empezaba la solitaria carretera asfaltada que conducía a la casa de don Balduccio, se levantaba una casa de planta baja. Mientras Montalbano se acercaba, apareció un hombre en una de las dos ventanas. Contempló el vehículo y después se acercó el móvil a la oreja. Había avisado a quien correspondía.

A ambos lados de la carretera se erguían los postes de la electricidad y del teléfono y, cada quinientos metros, había como una especie de plazoleta o zona de descanso. E, indefectiblemente, en cada plazoleta había alguien hurgándose la nariz con el dedo en el interior de un coche, de pie contando las urracas que volaban por el aire o fingiendo arreglar un ciclomotor. Centinelas. Armas no se veían por ninguna parte, pero el comisario sabía muy bien que, en caso de necesidad, habrían aparecido en un santiamén de debajo de un montón de piedras o de detrás de un poste.

La gran verja de hierro, la única abertura en el alto muro que rodeaba la casa, estaba abierta de par en par. Y delante de ella se encontraba el abogado Guttadauro, sonriendo de oreja a oreja y todo reverencias.

—Siga adelante y después gire a la derecha, allí hay un aparcamiento.

En el aparcamiento había unos diez automóviles de todas clases, tanto de lujo como utilitarios. Montalbano se detuvo, bajó y vio llegar casi sin resuello a Guttadauro.

—¡Ya sabía yo que podía confiar en su sensibilidad, su comprensión, su inteligencia! ¡Don Balduccio se alegrará enormemente! Venga, señor comisario, yo le indico el camino.

El principio del sendero de la entrada de la casa estaba señalado por dos gigantescas araucarias. Bajo los árboles, una a cada lado, había dos garitas muy curiosas que parecían casitas infantiles. Y, en efecto, ostentaban pegatinas de Superman, Batman y Hércules. Pero las garitas tenían también una pequeña puerta y una ventana también pequeña. El abogado, que había seguido la mirada del comisario, dijo:

—Son unas casitas que don Balduccio mandó construir para sus nietos. O, mejor dicho, sus bisnietos. Uno se llama Balduccio, como él, y el otro, Tanino. Tienen diez y ocho años. Don Balduccio está loco por esos chiquillos.

—Disculpe, señor abogado. Aquel señor con barba que por un instante se ha asomado a la ventana de la casita de la izquierda, ¿es Balduccio o Tanino? —preguntó Montalbano con cara de ángel.

Guttadauro pasó elegantemente por alto la pregunta.

Ya habían llegado a la monumental puerta de nogal oscuro con tachones de cobre, que recordaba vagamente un ataúd de estilo americano.

En un rincón del jardín, lleno de encantadores parterres de rosas, pérgolas y flores, y alegrado por un estanque con peces rojos (pero ¿de dónde sacaba el agua aquel grandísimo cabrón?), había una resistente y amplia jaula de hierro, en cuyo interior cuatro silenciosos dóbermans evaluaban el peso y la consistencia del invitado, con visibles ganas de comérselo con la ropa puesta. Estaba claro que por la noche debían de abrir la jaula.

—No, señor comisario —dijo Guttadauro al ver que Montalbano se encaminaba hacia el ataúd que hacía las veces de portalón—. Don Balduccio lo espera en el porche.

Se dirigieron hacia el lado izquierdo de la casa. El porche era un amplio espacio abierto por tres lados, cuyo techo era la terraza del primer piso. A través de los seis esbeltos arcos que lo delimitaban, se disfrutaba a mano derecha de un espléndido paisaje: kilómetros de playa y de mar interrumpidos en el horizonte por la accidentada silueta del cabo Rossello. A mano izquierda, en cambio, el panorama dejaba mucho que desear: una extensión de cemento sin el menor atisbo de verde, en la cual se ahogaba, en la lejanía, el pueblo de Vigàta.

En el porche había un sofá, cuatro cómodas butacas y una mesita auxiliar baja y ancha. También había unas diez sillas adosadas a la única pared, sin duda destinadas a las reuniones plenarias.

Don Balduccio, prácticamente un esqueleto vestido, estaba sentado en el sofá de dos plazas, con una manta escocesa sobre las rodillas a pesar de que no hacía frío ni soplaba viento. A su lado, pero sentado en una butaca, había un cura pelirrojo de cincuenta y tantos años vestido con sotana, que se levantó al ver al comisario.

—¡Aquí está nuestro querido comisario Montalbano! —dijo Guttadauro con voz estridente y cantarina.

—Me tendrá que disculpar que no me levante, pero es que las piernas ya no me sostienen —dijo don Balduccio con un hilillo de voz. No hizo el menor ademán de tender la mano al comisario—. Este es don Sciaverio, Sciaverio Crucillà, que ha sido y sigue siendo el director espiritual de Japichinu, mi nietecito del alma, calumniado y perseguido por los infames. Menos mal que es un muchacho de mucha fe que sufre la persecución de que es objeto ofreciéndosela al Señor.

—¡La fe es una gran cosa! —exclamó el padre Crucillà.

—Si no te adormece, te reposa —dijo Montalbano, completando la frase.

Don Balduccio, Guttadauro y el cura lo miraron perplejos.

—Disculpe —dijo don Crucillà—, pero me parece que se equivoca. El refrán se refiere a la cama y dice así: «La cama es una gran cosa / si uno no duerme, reposa.» ¿O no?

—Tiene razón, me he equivocado —reconoció el comisario.

Se había equivocado, efectivamente. ¿Cómo demonios se le había ocurrido la idea de hacerse el gracioso alterando un refrán y parafraseando una manida frase acerca de la religión, opio del pueblo? ¡Ojalá la religión hubiera sido el opio de un delincuente asesino como el nietecito de Balduccio Sinagra!

—Yo me retiro —dijo el cura.

Se inclinó ante don Balduccio, el cual contestó con un gesto de ambas manos; después, se inclinó ante el comisario, que contestó con una ligera inclinación de la cabeza, y cogiendo del brazo a Guttadauro añadió:

—Usted me acompaña, ¿no es cierto, señor abogado?

Estaba claro que, antes de que él llegara, ambos habían acordado dejarlo solo, cara a cara con Balduccio. El abogado regresaría más tarde, dejando el tiempo suficiente para que su cliente, tal como él gustaba de llamar al que en realidad era su amo, le dijera a Montalbano lo que tenía que decirle sin ningún testigo.

—Siéntese —dijo el viejo, señalando el sillón previamente ocupado por el padre Crucillà.

Montalbano se sentó.

—¿Desea tomar algo? —preguntó don Balduccio, alargando la mano hacia un pulsador de tres botones acoplado al brazo del sofá.

—No, gracias.

Montalbano no pudo por menos que preguntarse para qué debían de servir los dos botones restantes. Si uno era para llamar a la criada, el segundo debía de ser para el
killer
de guardia. ¿Y el tercero? A lo mejor, activaba una alarma general capaz de desencadenar algo así como una tercera guerra mundial.

—Tengo una curiosidad —dijo el anciano, arreglándose la manta escocesa sobre las rodillas—. Si hace un momento, cuando ha entrado aquí, yo le hubiera tendido la mano, ¿usted me la habría estrechado?

«¡Menuda pregunta, grandísimo hijo de puta!», pensó Montalbano.

E inmediatamente decidió darle la respuesta que sinceramente correspondía a sus sentimientos:

—No.

—¿Me quiere explicar por qué?

—Porque nosotros dos nos encontramos en lados diferentes de la barricada, señor Sinagra. Y todavía, pero puede que falte muy poco, aún no se ha proclamado el armisticio.

El viejo carraspeó. Y volvió a carraspear. Sólo entonces el comisario comprendió que aquello era una carcajada.

—¿Falta poco?

—Ya hay señales.

—Esperemos que sí. Pasemos a las cosas serias. Usted, señor comisario, tendrá sin duda curiosidad por saber por qué lo he querido ver.

—No.

—¿Es que usted sólo sabe decir «no»?

—Con toda sinceridad, señor Sinagra, lo que a mí, como policía, me puede interesar de usted, ya lo sé. He leído todos los documentos que se refieren a su persona, incluso aquellos que se referían a usted antes de que yo naciera. Como hombre, en cambio, no me interesa.

—¿Me quiere explicar entonces por qué ha venido?

—Porque no me siento tan arriba como para contestar que no a quien desea hablar conmigo.

—Justas palabras —dijo el viejo.

—Señor Sinagra, si usted me quiere decir algo, muy bien. De lo contrario...

Don Balduccio pareció dudar. Dobló todavía más el cuello de tortuga hacia Montalbano y lo miró muy fijamente, forzando los ojos humedecidos por el glaucoma.

—Cuando era muchacho, tenía una vista que daba miedo. Ahora veo niebla, comisario. Una niebla cada vez más espesa. Y no me refiero tan sólo a mis ojos enfermos.

Lanzó un suspiro y se apoyó en el respaldo del sofá como si quisiera hundirse en él.

—Un hombre tendría que vivir sólo lo justo. Noventa años son muchos, demasiados. Y son todavía más cuando uno se ve obligado a coger de nuevo las riendas de las cosas de las que creía haberse librado. El asunto de Japichinu me ha consumido, señor comisario. La preocupación no me deja dormir. Además, está enfermo del pecho. Yo le dije: entrégate a los carabineros, por lo menos te cuidarán. Pero Japichinu es joven y testarudo como todos los jóvenes. En cualquier caso, he tenido que pensar en la necesidad de volver a coger las riendas de la familia. Y es difícil, muy difícil. Porque, entre tanto, el tiempo ha seguido adelante y los hombres han cambiado. No entiendes lo que piensan, no entiendes lo que les pasa por la cabeza. Antiguamente, sólo para ponerle un ejemplo, cuando se planteaba una cuestión complicada, la gente reflexionaba. Mucho tiempo, incluso días y días, incluso hasta llegar a las palabrotas, a las peleas, pero reflexionaba. Ahora la gente ya no quiere reflexionar, no quiere perder el tiempo.

—Entonces ¿qué hace?

—Dispara, señor mío, dispara. Y disparar lo hacemos todos muy bien, incluso el más tonto del grupo. Si usted, pongamos por caso, dispara ahora el revólver que guarda en el bolsillo...

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