La excursión a Tindari (13 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

BOOK: La excursión a Tindari
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—¿Y usted qué ha hecho para descubrir que el tal padre Crucillà conoce el lugar donde está escondido Japichinu? A Japichinu lo está buscando medio mundo: la Antimafia, la Móvil, la Reagrupación Operativa Especial del Cuerpo de Carabineros, la sección de Busca y Captura, y nadie consigue encontrarlo.

—Yo no he descubierto nada. Me lo ha dicho. O mejor, me lo ha dado a entender.

—¿El padre Crucillà?

—No. Balduccio Sinagra.

Fue como si se hubiera producido un ligero terremoto. Fazio, con el rostro encendido, se levantó y se tambaleó, dando un paso adelante y dos atrás.

—¿Su abuelo? —preguntó, respirando entrecortadamente.

—Cálmate, pareces un personaje de una función de marionetas. Su abuelo, sí, señor. Quiere que el nieto vaya a la cárcel. Pero, a lo mejor, Japichinu no está enteramente convencido. Las relaciones entre el abuelo y el nieto tienen lugar a través del cura, a quien Balduccio ha querido presentarme en su casa. Si no hubiera tenido interés en presentármelo, le habría dicho que se fuera antes de mi llegada.

—Señor comisario, no consigo entenderlo. Pero ¿qué saca con eso? ¡A Japichinu la cadena perpetua no se la quita ni Dios!

—Dios puede que no, pero otro sí.

—¿Cómo?

—Liquidándolo, Fazio. En la cárcel tiene muchas probabilidades de salvar el pellejo. Los muchachos de la nueva mafia están tratando de hacérselo comprender tanto a los Sinagra como a los Cuffaro. Y por eso la cárcel de máxima seguridad significa seguridad no sólo para los que están fuera sino también para los que están dentro.

Fazio lo pensó un poco, pero ya lo había comprendido.

—¿Tendré que dormir también en Montereale?

—No, no creo. De noche supongo que el cura no sale de casa.

—Y el padre Crucillà, ¿cómo lo hará para darme a entender que me está llevando al lugar donde se esconde Japichinu?

—No te preocupes, ya encontrará la manera. Cuando te haya indicado el lugar, sobre todo no te extralimites, no tomes ninguna iniciativa. Ponte inmediatamente en contacto conmigo.

—Muy bien.

Fazio volvió a levantarse y fue directamente hacia la puerta. A medio camino se detuvo y se volvió a mirar a Montalbano.

—¿Qué hay?

—Señor comisario, lo conozco desde hace demasiado tiempo para no haber comprendido que usted me está contando de la misa la media.

—¿O sea?

—Seguro que don Balduccio también le dijo alguna otra cosa.

—Es cierto.

—¿La puedo saber?

—Por supuesto que sí. Me dijo que no han sido ellos. Y me aseguró que tampoco han sido los Cuffaro. Por consiguiente, los culpables son los nuevos.

—Pero ¿culpables de qué?

—No lo sé. Ahora mismo no sé a qué coño se refería. Pero ya me estoy haciendo una cierta idea.

—¿Me la quiere decir?

—Es demasiado pronto.

Fazio apenas había tenido tiempo de hacer girar la llave en la cerradura cuando fue golpeado violentamente por la puerta, que Catarella había abierto de par en par.

—¡Por poco me rompes la nariz! —dijo Fazio, acercándose una mano al rostro.


Dottori, dottori
! —dijo casi sin resuello Catarella—. ¡Siento haber entrado de esta manera, pero está el jefe superior en persona personalmente!

—¿Dónde está?

—Al teléfono,
dottori
.

Catarella huyó como una liebre, Fazio esperó a que se fuera para salir él también.

La voz de Bonetti-Alderighi parecía proceder del interior de un congelador, de lo fría que sonaba.

—¿Montalbano? Una información preliminar, si no le importa. ¿Es suyo un Tipo matrícula AG 334 JB?

—Sí.

Ahora la voz de Bonetti-Alderighi procedía directamente de la banquisa polar. En segundo plano, se oía el aullido de unos osos (pero ¿los osos aullaban?).

—Venga inmediatamente a mi despacho.

—Estaré allí dentro de una horita, justo el tiempo de...

—Pero ¿usted entiende nuestro idioma? He dicho inmediatamente.

—Entre y deje la puerta abierta —le dijo el jefe superior en cuanto lo vio llegar.

Tenía que tratarse de un asunto muy serio, pues poco antes, en el pasillo, Lattes había fingido no verlo. Mientras se acercaba al escritorio, Bonetti-Alderighi se levantó de su sillón y fue a abrir la ventana.

«Me habré convertido en un virus —pensó Montalbano—. Este tiene miedo de que le infecte el aire.»

El jefe superior volvió a sentarse sin indicarle por señas que él hiciera lo propio. Como en la época del bachillerato, cuando el señor director lo mandaba llamar a su despacho para echarle un solemne rapapolvo.

—Bien —dijo Bonetti-Alderighi, mirándolo de arriba abajo—. Muy bien. Francamente bien.

Montalbano contuvo la respiración. Antes de decidir cómo comportarse tenía que averiguar los motivos de la furia de su superior.

—Esta mañana —añadió el jefe superior—, en cuanto he puesto los pies en este despacho, me he encontrado con una novedad que no dudo en calificar de desagradable. Mejor dicho, sumamente desagradable. Se trata de un informe que me ha sacado de mis casillas. Y ese informe se refiere a usted.

«¡Silencio!», se ordenó severamente a sí mismo el comisario.

—En el informe se dice que un Tipo con matrícula...

El jefe superior interrumpió sus palabras y se inclinó para echar un vistazo a la hoja que tenía en el escritorio.

—¿AG 334 JB? —le sugirió tímidamente Montalbano.

—Cállese. Aquí hablo yo. Un Tipo matrícula AG 334 JB pasó ayer por la tarde por delante de uno de nuestros puestos de control en dirección a la casa del conocido jefe mafioso Balduccio Sinagra. Hechas las debidas investigaciones, se ha comprobado que el vehículo es de su propiedad y se han considerado obligados a ponerlo en mi conocimiento. Y ahora dígame: ¿es usted tan insensato para no suponer que aquella villa se encuentra sometida a un constante control?

—¡No me diga! Pero ¿cómo es posible? —dijo Montalbano, fingiendo asombrarse. A buen seguro, por detrás de su cabeza asomó la aureola redonda que suelen llevar los santos. Después consiguió que su rostro adoptara una expresión de preocupación y murmuró entre dientes—: ¡Mecachis! ¡Cuánto lo siento!

—¡Tiene motivos más que sobrados para preocuparse, Montalbano! Y yo exijo una explicación. Que sea satisfactoria. De lo contrario, aquí termina su polémica carrera. ¡Hace demasiado tiempo que soporto sus métodos, que a menudo y voluntariamente rozan la ilegalidad!

El comisario inclinó la cabeza en la posición que asume un arrepentido. Al verlo, el jefe superior se armó de valor y su berrinche se intensificó.

—¡Mire, Montalbano, que con alguien como usted no sería descabellado plantear la hipótesis de una colusión! ¡Por desgracia, hay precedentes ilustres que no le voy a recordar porque usted los conoce muy bien! ¡Y, además, estoy hasta las narices de usted y de toda la comisaría de Vigàta! ¡No está muy claro si son ustedes policías o mafiosos! —Por lo visto, el símil le gustaba, pues ya lo había utilizado con Mimì Augello—. ¡Haré una limpieza total!

Montalbano, como siguiendo un guión, primero se retorció las manos y después se sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la cara antes de comenzar a hablar en tono vacilante.

—Tengo un corazón de asno y uno de león, señor jefe superior.

—No lo entiendo.

—Estoy en un aprieto. Porque el caso es que Balduccio Sinagra, tras haber hablado conmigo, me hizo darle mi palabra de honor de que...

—¿De qué?

—De que no comentaría con nadie nuestra reunión.

El jefe superior descargó un manotazo tan fuerte sobre el escritorio que seguramente se hizo polvo la palma de la mano.

—Pero ¿se da usted cuenta de lo que me está diciendo? ¡Que nadie tendría que saberlo! ¿Y, según usted, yo, su superior directo, no soy nadie? Usted tiene la obligación, repito, la obligación...

Montalbano levantó los brazos en gesto de rendición. Después se pasó rápidamente el pañuelo por los ojos.

—Lo sé, lo sé, señor jefe superior —dijo—, pero, si usted supiera cuán despedazado me siento entre mi deber y la palabra empeñada...

Montalbano se felicitó a sí mismo. ¡Qué bonita expresión! «Despedazar» era justo el verbo que hacía falta.

—¡Usted está diciendo un disparate, Montalbano! ¡No se da cuenta de lo que dice! ¡Usted pone al mismo nivel el deber y la palabra dada a un delincuente!

El comisario inclinó repetidamente la cabeza.

—¡Es verdad! ¡Es verdad! ¡Santas palabras las suyas!

—¡Entonces, déjese de vacilaciones y dígame por qué se reunió con Sinagra! ¡Quiero una explicación total!

Ahora venía la escena clave de toda la representación que había improvisado. Si el jefe superior se tragaba el anzuelo, todo terminaría allí.

—Creo que se quiere arrepentir —murmuró con un hilillo de voz.

—¿Qué? —preguntó el jefe superior, que no había comprendido ni jota.

—Creo que Balduccio Sinagra está medio decidido a arrepentirse.

Como si hubiera sido arrojado por los aires por una explosión ocurrida justo en el lugar donde estaba sentado, Bonetti-Alderighi saltó del sillón y corrió sin resuello a cerrar la ventana y la puerta. Esta última la cerró incluso con llave.

—Vamos a sentarnos aquí —dijo, empujando al comisario hacia un pequeño sofá—. De esta manera, no tendremos que levantar la voz.

Montalbano se sentó y prendió un cigarrillo pese a constarle que el jefe superior se desmayaba y sufría verdaderos ataques de histeria en cuanto veía un hilillo de humo de tabaco. Pero esta vez Bonetti-Alderighi ni se dio cuenta. Con sonrisa ausente y mirada soñadora, se estaba imaginando a sí mismo rodeado de periodistas pendencieros e impacientes, a la luz de los focos, con un racimo de micrófonos apuntando hacia su boca mientras explicaba con brillante elocuencia cómo había conseguido convencer a uno de los más sanguinarios jefes de la mafia de que colaborara con la justicia.

—Dígamelo todo, Montalbano —suplicó en tono de conspirador.

—¿Qué quiere que le diga, señor jefe superior? Ayer, Sinagra me telefoneó en persona personalmente para decirme que deseaba verme enseguida.

—¡Por lo menos, podía haberme avisado! —lo reprendió el jefe superior mientras sacudía en el aire el dedo índice de la mano derecha para darle a entender que había sido un chico malo.

—No tuve tiempo, puede creerme. Mejor dicho, no, espere,..

—¿Sí?

—Ahora recuerdo que lo llamé, pero me contestaron que estaba usted ocupado con una reunión o algo por el estilo...

—Puede ser, puede ser —reconoció el otro—. Pero vayamos al grano; ¿qué le dijo Sinagra?

—Señor jefe superior, a través del informe habrá usted comprendido sin duda que fue un coloquio muy breve.

Bonetti-Alderighi se levantó, echó un vistazo a la hoja que había en el escritorio, regresó y volvió a sentarse.

—Cuarenta y cinco minutos no son pocos.

—En efecto, pero en los cuarenta y cinco minutos está incluido también el viaje de ida y vuelta.

—Muy cierto.

—Mire, más que decírmelo con claridad, Sinagra me lo dio a entender. Mejor dicho, todavía menos: lo encomendó todo a mi intuición.

—Al estilo siciliano, ¿eh?

—Pues sí.

—¿Le importaría concretar un poco más?

—Me dijo que empezaba a sentirse cansado.

—Lo creo. ¡Tiene noventa años!

—Justamente. Me dijo que la detención de su hijo y el paso a la clandestinidad de su nieto habían sido unos golpes muy duros de soportar.

Parecía una frase de una película de serie B, le había salido muy bien. Pero el jefe superior daba la impresión de estar un poco decepcionado.

—¿Eso es todo?

—¡Es muchísimo, señor jefe superior! Piénselo bien: ¿por qué me ha querido contar a mí toda esta situación? Usted sabe que ellos suelen moverse con pies de plomo. Hace falta calma, paciencia y tenacidad.

—Ya, ya.

—Me dijo que pronto volvería a llamarme.

Del momentáneo desánimo, Bonetti-Alderighi pasó otra vez al entusiasmo.

—¿Se lo dijo exactamente así?

—Sí, señor. Pero tendremos que actuar con suma cautela, un paso en falso podría dar al traste con todo; la apuesta es muy fuerte.

Las palabras que estaban brotando de su boca le daban asco. Una simple serie de tópicos, pero era el lenguaje más eficaz en aquel momento. Se preguntó hasta cuándo podría mantener aquella farsa.

—Claro, lo comprendo.

—Piense, señor jefe superior, que yo no he querido informar a ninguno de mis hombres. Siempre se corre el riesgo de la existencia de un topo.

—¡Yo haré lo mismo! —juró el jefe superior, extendiendo una mano hacia delante.

Parecía que estuvieran en Pontida, prestando juramento como los de la Liga Lombarda contra Federico Barbarroja en el siglo XII. El comisario se levantó.

—Si no manda nada más...

—Vaya usted, Montalbano. Y gracias.

Se dieron un fuerte apretón de manos, mirándose a los ojos.

—Pero es que... —dijo el jefe superior con semblante abatido.

—Dígame.

—Está el maldito informe. Me es imposible no tenerlo en cuenta, ¿comprende? Tengo que dar una respuesta.

—Señor jefe superior, si alguien intuye que existe un contacto, por mínimo que éste sea, entre nosotros y Sinagra, y corre la voz, se va todo al garete. Estoy convencido.

—Ya, ya.

—Por eso cuando antes me dijo usted que habían interceptado mi automóvil, experimenté una cierta contrariedad.

¡Pero qué bien le estaba saliendo hablar de esta manera! ¿Y si hubiera encontrado su verdadera manera de expresarse?

—¿Fotografiaron el vehículo? —preguntó tras la apropiada pausa.

—No. Se limitaron a anotar el número de la matrícula.

—Pues entonces, puede que haya una solución. Pero no me atrevo a proponérsela, pues sería una ofensa a su adamantina honradez de hombre y de servidor del Estado.

Como si estuviera a las puertas de la muerte, Bonetti-Alderighi exhaló un prolongado suspiro.

—Dígamela de todos modos.

—Bastará con decirles que se equivocaron al tomar el número de la matrícula.

—Pero ¿cómo puedo yo saber que se equivocaron?

—Porque usted, precisamente en el transcurso de la media hora durante la cual ellos sostienen que yo me dirigía a casa de Sinagra, estaba manteniendo una larga conversación telefónica conmigo. Nadie se atreverá a contradecirlo. ¿Qué le parece?

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