La excursión a Tindari (23 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

BOOK: La excursión a Tindari
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Soltó una sarta de maldiciones, comprendiendo que en la estupenda carrera que había hecho hasta aquel momento estaba empezando a tropezar con pequeños obstáculos, heraldos de otros más gordos. Al final, consiguió llamar a la comisaría desde la tercera cabina.

—¡Ah,
dottori, dottori
! Pero ¿dónde se ha metido? Llevo toda la santa mañana...

—Catarè, luego me lo cuentas. ¿Sabes dónde está El Moro?

Primero se produjo una pausa y después una risita que pretendía ser de guasa.


Dottori
, ¿cómo quiere que lo sepa? ¿No sabe en qué plan estamos en Vigàta? Estamos llenos de «conogoleses».

—Pásame enseguida a Fazio.

¿«Conogoleses»? ¿Aquejados de una lesión traumática en el «conogo»? Pero ¿qué era el «conogo»?

—Dígame, señor comisario.

—Fazio, ¿tú conoces un lugar que llaman El Moro?

—Un momentito, señor comisario.

Fazio había puesto en marcha su cerebro-ordenador. En su cabeza guardaba, entre otras cosas, un plano detallado del territorio de Vigàta.

—Comisario, eso está por la parte de Monteserrato.

—Explícame cómo puedo llegar hasta allí.

Fazio se lo explicó. Y después le dijo:

—Lo siento, pero Catarella insiste en hablar con usted. ¿Desde dónde llama?

—Desde Trapani.

—¿Qué está haciendo en Trapani?

—Después te lo digo. Pásame a Catarella.

—¿Sí,
dottori
? Quería decirle que esta mañana...

—Catarè, ¿quiénes son los «conogoleses»?

—Los africanos del Conogo,
dottori
. ¿Cómo se dice? ¿Conogotanos?

Colgó, volvió a subir al coche y se detuvo delante de una importante ferretería. Un autoservicio. Compró un pie de cabra, un formón, unas grandes tenazas, un martillo y una pequeña sierra metálica. Cuando fue a pagar, la cajera, una guapa muchacha morena, lo miró sonriendo.

—Buen golpe —dijo.

No le apetecía contestar. Salió y subió nuevamente al coche. Al poco rato, le dio por consultar el reloj. Eran casi las dos y le había entrado un hambre canina. Delante de una
trattoria
cuyo rótulo decía «dal Borbone», había varios camiones de gran tonelaje aparcados. Lo cual significaba que allí se comía muy bien. En su fuero interno se produjo una breve pero encarnizada lucha entre el ángel y el demonio. Ganó el ángel. Siguió adelante hacia Vigàta.

«¿Ni siquiera un bocadillo?», oyó que el demonio le preguntaba con voz quejumbrosa.

—No.

Se llamaba Monteserrato y era una sucesión de colinas bastante altas que separaba Montelusa de Vigàta. Empezaba casi a la orilla del mar y se prolongaba tierra adentro a lo largo de unos cinco o seis kilómetros, hacia la campiña del interior. En la última cresta se levantaba una vieja finca de considerable extensión. Era un lugar aislado. Y así se había conservado, a pesar de que en la época del apogeo de las obras públicas, en un desesperado intento por encontrar algún lugar que justificara la construcción de una carretera, un puente, un cruce de autopistas o un túnel, lo hubieran unido con una cinta de asfalto a la carretera provincial Vigàta-Montelusa. De Monteserrato le había hablado unos cuantos años atrás el viejo director de escuela Burgio, el cual le había contado que en el 44 había hecho una excursión a Monteserrato con un amigo americano, un periodista con quien había simpatizado enseguida. Habían efectuado una caminata de varias horas por el campo y después habían empezado a subir una cuesta, deteniéndose de vez en cuando para descansar. Al llegar a la finca, rodeada por un muro muy alto, dos perros de una raza que ni el director de la escuela ni el americano habían visto jamás, les impidieron el paso. Tenían cuerpo de lebrel pero un rabo muy corto y retorcido como el de un cerdo, orejas largas de perro de caza y mirada muy fiera. Los perros los dejaron literalmente petrificados, pues, al menor movimiento, emitían unos amenazadores gruñidos. Al final, pasó a caballo un hombre de la finca que los acompañó. El amo de la casa los llevó a visitar las ruinas de un antiguo convento. Y allí, el director de la escuela y el americano, en una maltrecha y húmeda pared, pudieron contemplar un fresco extraordinario, una Natividad. Todavía se podía leer la fecha: 1410. En él figuraban también representados tres perros absolutamente idénticos a los dos que les habían cerrado el paso al llegar. Muchos años después, tras la construcción de la carretera asfaltada, el director de la escuela quiso regresar a aquel lugar. Las ruinas del convento ya no existían y habían sido sustituidas por un enorme garaje. Hasta el muro del fresco se había derribado. Alrededor del garaje todavía se podían encontrar fragmentos de enlucido pintado.

Encontró una capillita que le había indicado Fazio y, diez metros más allá, el sendero que bajaba por la pendiente de la colina.

—Es muy empinado, tenga cuidado —le había dicho Fazio.

¡Empinado, un cuerno! En determinados tramos era casi vertical. Montalbano empezó a descender muy despacio. Cuando llegó a medio camino de la cuesta, se detuvo, bajó del coche y miró desde el borde del sendero. El panorama que apareció ante sus ojos podía ser, según los gustos del observador, horrendo o bellísimo. No había árboles ni otros edificios, exceptuando la casa cuyo tejado se podía ver cien metros más abajo. La tierra no estaba cultivada: abandonada a sí misma, había producido una prodigiosa variedad de plantas silvestres, hasta el extremo de que la minúscula casucha estaba totalmente enterrada por la alta hierba, excepto el tejado recién arreglado y con los canalones intactos. Montalbano vio, con sensación de desarraigo, los cables de la luz y del teléfono que, partiendo de un punto lejano y no visible, iban a parar al interior del antiguo establo. Totalmente incongruentes en un paisaje que daba la impresión de haber permanecido inalterado desde tiempo inmemorial.

Quince

En determinado punto del sendero, a mano izquierda, el repetido paso arriba y abajo de un automóvil había abierto entre la alta hierba una especie de pista que llegaba en línea recta hasta la puerta del antiguo establo, una puerta nueva de madera maciza, recién instalada y provista de dos cerraduras. Por si fuera poco, una cadena como las que aseguran los ciclomotores pasaba a través de dos ojos de rosca, sujetando un cerrojo de gran tamaño. Al lado de la puerta había una ventanita protegida por barrotes y tan pequeña que no hubiera podido pasar por ella ni siquiera un niño de cinco años. Más allá de los barrotes se veía el cristal pintado de negro, destinado no sólo a impedir que se viera desde fuera lo que ocurría dentro, sino también a evitar que por la noche la luz se filtrara al exterior.

Montalbano podía seguir dos caminos: o bien regresar a Vigàta y pedir refuerzos o bien ponerse a hacer de ladrón, a pesar de constarle que la tarea sería muy ardua y agotadora. Optó, naturalmente, por el segundo. Se quitó la chaqueta, cogió la sierra metálica que por suerte había adquirido en Trapani y se puso a trabajar en la cadena. Al cabo de un cuarto de hora, empezó a dolerle el brazo. Y, a la media hora, el dolor se extendió hacia el centro del pecho. Una hora después, la cadena se rompió con la ayuda de las tenazas y del pie de cabra utilizado a modo de palanca. Estaba chorreando sudor. Se quitó la camisa y la extendió sobre la hierba para que se secara un poco. Se sentó en el coche para descansar y ni siquiera le apeteció fumarse un cigarrillo. Cuando se notó más descansado, atacó la primera de las dos cerraduras con el manojo de ganzúas que ahora ya siempre llevaba consigo. Se pasó una media hora trabajando, y comprendió que no habría nada que hacer. Tampoco obtuvo el menor resultado con la segunda cerradura. Se le ocurrió una idea que, en un principio, le pareció genial. Abrió la guantera del coche, cogió la pistola, quitó el seguro, apuntó y disparó hacia la parte superior de la cerradura. La bala dio en el blanco, rebotó en el metal y rozó el costado de Montalbano, herido años atrás. El único efecto que obtuvo fue deformar el orificio en el que entraba la llave. Soltando maldiciones, volvió a guardar la pistola en su sitio. Pero ¿cómo era posible que en las películas americanas los policías siempre consiguieran abrir las puertas de aquella manera? Del susto que se había llevado, experimentó otro acceso de sudor. Se quitó la camiseta y la tendió al lado de la camisa. Provisto de un martillo y un formón, empezó a trabajar la madera de la puerta, alrededor de la cerradura contra la cual había disparado. Al cabo de una hora, le pareció que ya había excavado suficiente y que bastaría con propinar un empujón a la puerta para que ésta se abriera. Retrocedió tres pasos, cogió carrerilla y arremetió contra la puerta, pero ésta no se movió. Sintió un dolor tan intenso en toda la espalda y el pecho que le saltaron las lágrimas. ¿Por qué la maldita puerta no se había abierto? Claro: había olvidado que, antes de emprenderla a empujones con la puerta, hubiera tenido que dejar la segunda cerradura en el mismo estado que la primera. Los pantalones empapados de sudor le molestaban. Se los quitó y los tendió al lado de la camisa y la camiseta. Al cabo de otra hora, la segunda cerradura ya se encontraba en el mismo estado que la primera. El hombro se le había hinchado y le palpitaba. Trabajó con el martillo y el pie de cabra. Inexplicablemente, la puerta seguía resistiendo. De pronto, se sintió invadido por una furia incontenible: como en los dibujos animados del Pato Donald, la emprendió a puñetazos y a patadas con la puerta, gritando como un loco. Regresó renqueando al coche. Le dolía el pie izquierdo, se quitó los zapatos. Y, en aquel momento, oyó un estruendo descomunal: por sí sola y exactamente igual que en un dibujo animado, la puerta había decidido rendirse y caer hacia dentro. Montalbano se acercó corriendo. El antiguo establo, encalado y enlucido, estaba totalmente vacío. Ni un mueble ni un papel: nada de nada, como si jamás se hubiera utilizado. En la parte inferior de las paredes, sólo unas cuantas tomas eléctricas y telefónicas. El comisario contempló el vacío, sin comprenderlo. Después, cuando oscureció, tomó una determinación. Levantó la puerta y la apoyó contra la jamba, recogió la camiseta, la camisa y los pantalones, los arrojó al asiento de atrás, se puso la chaqueta, encendió los faros y emprendió el camino de regreso a Marinella confiando en que, durante el trayecto, nadie lo obligara a detenerse. La noche perdida y una hembra.

Siguió un camino mucho más largo para no tener que atravesar Vigàta. Tuvo que conducir muy despacio porque experimentaba fuertes pinchazos en el hombro derecho, tan hinchado como una hogaza de pan candeal recién sacada del horno. Se detuvo en la explanada que había delante de su casa, recogió entre gemidos la camisa, la camiseta, los pantalones y los zapatos, apagó los faros y bajó. Dio dos pasos y se quedó paralizado. Justo al lado de la puerta vio una sombra, alguien que lo esperaba.

—¿Quién es? —preguntó con inquietud.

La sombra no contestó. El comisario avanzó otros dos pasos y la reconoció. Era Ingrid, mirándolo con los ojos desorbitados y la boca abierta, sin poder articular ni una sola palabra.

—Después te lo explico —se sintió obligado a murmurar Montalbano, tratando de sacar las llaves del bolsillo de los pantalones que llevaba colgados del brazo. Ingrid, algo más recuperada del susto, le quitó los zapatos de las manos. Al final, la puerta se abrió. Una vez encendida la luz, Ingrid lo estudió con curiosidad y después le preguntó:

—¿Te has exhibido con los «California Dream Men»?

—¿Quiénes son ésos?

—Unos hombres que hacen striptease.

El comisario se quitó la chaqueta sin contestar. Al verle la espalda tumefacta, Ingrid no lanzó un grito ni pidió explicaciones. Se limitó a decir:

—¿Tienes algún linimento?

—No.

—Dame las llaves del coche y acuéstate.

—¿Adónde quieres ir?

—Habrá alguna farmacia abierta, ¿no? —contestó Ingrid, cogiendo también las llaves de la casa.

Montalbano se desnudó, le bastó con quitarse los calcetines y los calzoncillos, y se metió bajo la ducha. El dedo gordo del pie magullado se había convertido en una pera de tamaño mediano. Al salir de la ducha, consultó el reloj que había dejado en la mesita de noche. Ya eran las nueve y media y ni siquiera se había dado cuenta. Marcó el número de la comisaría y, en cuanto oyó la voz de Catarella, cambió el tono de la suya.

—¿Oiga? Soy
monsieur
Hulot
. Je cherche monsieur Augellò
.

—¿Usted es francés de Francia?


Oui. Je cherche monsieur Augellò
o, como dicen ustedes,
monsieur
Augello.

—Señor francés, aquí no está.


Merci
.

Marcó el número del domicilio particular de Mimì. Dejó que el teléfono sonara un buen rato pero no hubo respuesta. Perdido por perdido, buscó en la guía el número de Beatrice. Ésta contestó de inmediato.

—Beatrice, soy Montalbano. Perdóneme la desfachatez, pero...

—¿Quiere hablar con Mimì? —lo cortó con toda naturalidad la divina criatura—. Ahora mismo se lo paso.

No se había sentido incómoda en absoluto. En cambio, Augello sí, pues enseguida empezó a buscar un pretexto.

—Verás, Salvo, pasaba casualmente por delante del portal de Beba y...

—¡Por favor! —exclamó, magnánimo, Montalbano—. Perdóname tú primero si te he molestado.

—¡No es molestia! ¡Faltaría más! Dime.

¿Hubieran sido capaces en China de mejorar semejantes cumplidos?

—Te quería preguntar si mañana por la mañana, sobre las ocho, nos podríamos reunir en la comisaría. He descubierto algo muy importante.

—¿Qué es?

—El nexo entre los Griffo y Sanfilippo.

Oyó que Mimì aspiraba aire como cuando uno recibe un puñetazo en el estómago. Después Augello balbució.

—¿Dó... dónde estás? Voy ahora mismo.

—Estoy en casa. Pero está Ingrid.

—Ah. Por lo que más quieras, sácale todo lo que puedas aunque, después de lo que me has dicho, la hipótesis de los cuernos ya no se tenga muy en pie.

—Oye, no le digas a nadie dónde estoy. Ahora desenchufo el teléfono.

—Comprendo, comprendo —dijo Augello en tono insinuante.

Fue a acostarse cojeando. Tardó media hora en encontrar la posición más cómoda. Cerró los ojos y los abrió otra vez. Pero ¿no había invitado a Ingrid a cenar? Y ahora, ¿cómo haría para vestirse, levantarse y salir al restaurante? La palabra restaurante le provocó un inmediato efecto de vacío en la boca del estómago. ¿Desde cuándo no comía? Se levantó y se dirigió a la cocina. En el frigorífico destacaba un plato hondo lleno de salmonetes con salsa agridulce. Volvió a acostarse ya más tranquilo. Se estaba empezando a amodorrar cuando oyó abrirse la puerta principal.

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