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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

La excursión a Tindari (10 page)

BOOK: La excursión a Tindari
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—No, a mí no me vas a joder —le murmuró Montalbano, rechazando la invitación.

Aún no eran necesarias las acrobacias; de momento, bastaban los hechos, sólo los hechos.

Todos los inquilinos del número 44 de Via Cavour, incluida la portera, habían declarado unánimemente no haber visto jamás juntos al anciano matrimonio y al muchacho. Ni siquiera en un encuentro absolutamente casual, como el que puede producirse esperando el ascensor. Seguían horarios distintos, tenían ritmos de vida completamente diferentes. Por otra parte, y bien mirado, ¿qué clase de relación podía haber entre dos viejos cascarrabias, muy poco sociables, más aún, de mal carácter, que no daban confianzas a nadie, y un veinteañero con demasiado dinero para gastar en el bolsillo, que se llevaba mujeres a casa una noche sí y otra no?

Lo mejor que se podía hacer, por lo menos de momento, era mantener separadas ambas cosas. Considerar que el hecho de que los dos desaparecidos y el joven asesinado vivieran en el mismo edificio era pura y simple casualidad. De momento. Por otra parte, quizá sin decirlo explícitamente, ¿acaso no lo había decidido ya así? A Mimì Augello le había encomendado la tarea de examinar los papeles de Nenè Sanfilippo y, por consiguiente, le había encargado implícitamente la investigación del asesinato. A él le correspondía ocuparse de los señores Griffo.

Alfonso y Margherita Griffo eran capaces de permanecer encerrados en casa tres o cuatro días seguidos, como asediados por la soledad, sin dar la menor señal de su presencia en el piso, ni siquiera un estornudo o un acceso de tos, nada, como si estuvieran haciendo el ensayo general de su posterior desaparición. Alfonso y Margherita Griffo, que, por lo que recordaba su hijo, sólo una vez se habían movido de Vigàta, para ir a Messina, un buen día deciden repentinamente hacer una excursión a Tindari. ¿Son devotos de la Virgen? ¡Pero si ni siquiera tenían por costumbre ir a la iglesia!

¡Y qué empeño tan grande en hacer aquella excursión!

Según lo que le había dicho Arturo Caviglione, se habían presentado cuando faltaba una hora para la salida y habían sido los primeros en subir al autocar todavía vacío. Y, a pesar de que eran los únicos pasajeros, con unos cincuenta asientos a su disposición, habían escogido precisamente los más incómodos, en los que ya se encontraban las dos cajas de gran tamaño de Beatrice Dileo. ¿Habían hecho aquella elección por falta de experiencia, porque no sabían que en la última fila se notaban más las sacudidas y éstas causaban más molestias? En cualquier caso, la hipótesis según la cual lo habían hecho para estar más aislados, para no estar obligados a conversar con sus compañeros de viaje, no se tenía en pie. Si alguien no quiere hablar, lo consigue aunque se encuentre rodeado de cien personas. Entonces ¿por qué precisamente aquella última fila?

Una respuesta podía estar en lo que le había dicho Beatrice. La joven había observado que Alfonso Griffo se volvía de vez en cuando para mirar a través de la gran luneta posterior. En la posición en que se encontraba, podía observar los vehículos que circulaban detrás. Pero también podía ser visto desde fuera, por ejemplo, desde un automóvil que siguiera al autocar. Ver y ser visto: eso no habría sido posible si se hubiera sentado en otro lugar.

Al llegar a Tindari, los Griffo no se movieron. Según Beatrice, no bajaron del autocar, no se reunieron con los demás y nadie los vio pasear por el pueblo. ¿Qué sentido tenía entonces la excursión? ¿Por qué les interesaba tanto?

Beatrice también había señalado un dato fundamental. A saber, que había sido Alfonso Griffo el que había obligado al conductor a efectuar la última parada extra cuando faltaba apenas media hora para llegar a Vigàta. Puede que se le estuviera escapando de verdad, pero podía haber otra explicación completamente distinta y mucho más inquietante.

Puede que hasta la víspera no se les hubiera pasado por la cabeza la idea de participar en aquella excursión. Tenían previsto pasar el domingo como los centenares de domingos que ya habían pasado anteriormente. Pero ocurrió algo que los obligó, en contra de su voluntad, a hacer aquel viaje. No un viaje cualquiera sino aquél en concreto. Habían recibido una especie de orden tajante. ¿Y quién se la había dado, qué poder ejercía sobre los dos viejecitos?

«Sólo para dar consistencia a la hipótesis —pensó Montalbano—, supongamos que se lo ordenó el médico.»

Pero no estaba para bromas.

Y es un médico tan escrupuloso que sigue con su automóvil el autocar, tanto a la ida como a la vuelta, para cerciorarse de que sus pacientes no se han movido de su sitio. Cuando ya está oscuro y falta poco para llegar a Vigàta, el médico hace parpadear los faros de su vehículo de una manera especial. Es una señal convenida. Alfonso Griffo pide al conductor que pare. Y en el bar Paradiso se pierde el rastro del matrimonio. A lo mejor, el médico escrupuloso invitó a los viejecitos a subir a su automóvil, a lo mejor necesitaba tomarles urgentemente la tensión.

Al llegar a este punto, Montalbano pensó que ya había llegado el momento de terminar con el juego del «yo, Tarzán; tú, Jane» y regresar, es un decir, a la civilización. Mientras se sacudía las hormigas del traje, se planteó la última pregunta: ¿qué dolencia secreta padecían los Griffo para que hubiera sido necesaria la intervención de un médico tan concienzudo?

Poco antes de la bajada que conducía a Vigàta había una cabina telefónica. Milagrosamente, no estaba estropeada. El señor Malaspina, propietario de la empresa de los autocares, tardó cinco minutos escasos en contestar a las preguntas del comisario.

No, los señores Griffo jamás habían participado en ninguno de aquellos viajes.

Sí, habían hecho la reserva en el último minuto; para ser más exactos, el sábado a la una del mediodía, último plazo para las reservas.

Sí, habían pagado en efectivo.

No, la reserva no la había hecho ni el señor ni la señora. Totò Bellavia, el empleado de la taquilla, podía asegurar que la reserva y el pago de los billetes los había efectuado un cuarentón distinguido que se había identificado como sobrino de los Griffo.

¿Cómo era posible que estuviera tan bien enterado sobre el asunto? Muy fácil, todo el pueblo hablaba de la desaparición de los Griffo, y a él le había entrado la curiosidad y se había informado.


Dottori
, en el despacho de Fazio estaría el hijo de los viejecitos.

—¿Está o estaría?

Catarella no se inmutó.

—Las dos cosas,
dottori
.

—Hazlo pasar.

Davide Griffo parecía trastornado, iba sin afeitar, y tenía los ojos enrojecidos y el traje lleno de arrugas.

—Regreso a Messina, señor comisario. Total, ¿qué hago aquí? No consigo dormir por la noche, siempre pensando lo mismo... El señor Fazio me ha dicho que aún no han conseguido averiguar nada.

—Por desgracia, así es. Pero no dude de que, en cuanto haya alguna novedad, se lo comunicaré de inmediato. ¿Tenemos su dirección?

—Sí, la he dejado.

—Una pregunta antes de que se vaya. ¿Usted tiene primos?

—Sí, uno.

—¿Cuántos años tiene?

—Unos cuarenta.

El comisario levantó las orejas.

—¿Dónde vive?

—En Sydney. Trabaja allí. Hace tres años que no viene a visitar a su padre.

—Y usted, ¿cómo lo sabe?

—Porque cada vez que viene procuramos vernos.

—¿Le puede dejar a Fazio la dirección y el número de teléfono de ese primo suyo?

—Por supuesto que sí. Pero ¿por qué lo quiere? ¿Cree que...?

—No quiero descuidar nada.

—Mire, señor comisario, la sola idea de que mi primo pueda tener algo que ver con la desaparición es una locura... perdone que se lo diga.

Montalbano lo interrumpió con un gesto.

—Otra cosa. Usted sabe que en nuestra tierra llamamos primo, tío, sobrino a personas que no tienen con nosotros ningún vínculo familiar, simplemente por afecto o simpatía... Piénselo bien: ¿hay alguien a quien sus padres tengan por costumbre llamar sobrino?

—¡Señor comisario, se nota que usted no conoce a mi padre y a mi madre! ¡Tienen un carácter que Dios nos libre! No, señor, me parece imposible que pudieran llamar sobrino a alguien que no lo fuera.

—Señor Griffo, tiene usted que perdonarme que le haga repetir cosas que a lo mejor ya me ha dicho, pero, compréndalo, es no sólo en mi propio interés sino también en el suyo. ¿Está absolutamente seguro de que sus padres no le dijeron nada de la excursión que pensaban hacer?

—Nada, comisario, absolutamente nada. No teníamos por costumbre escribirnos, hablábamos por teléfono. Era yo quien los llamaba los jueves y los domingos entre las nueve y las diez de la noche. El jueves, la última vez que hablé con ellos, no me hicieron ningún comentario sobre la excursión a Tindari. Es más, al despedirse, mi madre me dijo: «Ya hablaremos el domingo, como de costumbre.» Si hubieran tenido intención de hacer la excursión, me habrían avisado para que no me preocupara si no los encontraba en casa, me habrían dicho que llamara un poco más tarde, por si el autocar se retrasaba. ¿No le parece lógico?

—Claro.

—En cambio, como no me habían dicho nada, yo los llamé el domingo a las nueve y cuarto y no me contestaron. Y así empezó el calvario.

—El autocar llegó a Vigàta hacia las once de la noche.

—Y yo estuve llamando una y otra vez hasta las seis de la madrugada.

—Señor Griffo, por desgracia tenemos que plantearnos todas las hipótesis. Incluso aquellas que nos repugna formular. ¿Su padre tenía enemigos?

—Señor comisario, el nudo que tengo en la garganta me impide reír. Mi padre es un hombre bueno, a pesar de su mal carácter, como mi madre. Está jubilado desde hace diez años. Jamás me habló de ninguna persona que lo quisiera mal.

—¿Era rico?

—¿Quién? ¿Mi padre? Vivía de la pensión. Con el finiquito, consiguió comprar el piso en el que viven. —Bajó los ojos, desolado—. No consigo encontrar ningún motivo por el cual mis padres hayan querido desaparecer o los hayan obligado a desaparecer. He ido a hablar incluso con su médico. Me ha dicho que estaban bien para su edad. Y no padecían arteriosclerosis.

—A veces, a cierta edad —dijo Montalbano—, es fácil ceder a insinuaciones, convicciones repentinas...

—No lo entiendo.

—Bueno, qué sé yo, algún conocido puede haberles hablado de los milagros de la Virgen negra de Tindari...

—¿Qué necesidad tenían ellos de milagros? Y, además, en las cuestiones de Dios eran más bien tibios.

Se estaba levantando para acudir a su cita con Balduccio Sinagra cuando entró Fazio.

—Disculpe, señor comisario, ¿no tendrá por casualidad noticias sobre el subcomisario Augello?

—Nos vimos a la hora del almuerzo. Dijo que pasaría por aquí. ¿Por qué?

—Porque lo llaman desde la Jefatura Superior de Pavía.

En un primer momento, Montalbano no estableció ningún nexo.

—¿De Pavía? ¿Quién era?

—Una mujer, pero no me dijo su nombre.

¡Rebeca! Preocupada sin duda por su adorado Mimì.

—¿Esa mujer de Pavía no tenía el número de su móvil?

—Sí, señor, lo tiene. Pero dice que está apagado. Dice que hace horas que lo busca, desde después de comer. Si vuelve a llamar, ¿qué le digo?

—¿Y a mí me lo preguntas? —Mentalmente, mientras contestaba a Fazio simulando irritación, experimentó una sensación de alegría. ¿A que la semilla germinaba?—. Mira, Fazio, no te preocupes por el subcomisario Augello. Ya verás como, antes o después, aparece. Iba a decirte que me voy.

—¿A Marinella?

—Fazio, yo no estoy obligado a informarte de adónde voy o dejo de ir.

—Pero bueno, ¿qué le he preguntado? ¿Se ha molestado? Le he hecho una simple pregunta inocente. Perdone que me haya tomado la libertad.

—Mejor perdóname tú a mí, estoy un poco nervioso.

—Ya lo veo.

—No le cuentes a nadie lo que te voy a decir: voy a una cita con Balduccio Sinagra.

Fazio palideció y lo miró con unos ojos como platos.

—¿Es una broma?

—No.

—¡
Dottore
, ese hombre es una bestia feroz!

—Lo sé.


Dottore
, por mucho que se enfade, se lo tengo que decir: en mi opinión, no tiene que acudir a esa cita.

—Escúchame bien: el señor Balduccio Sinagra es en estos momentos un ciudadano libre.

—¡Viva la libertad! ¡Ése se ha pasado veinte años en la cárcel y tiene como mínimo unos treinta asesinatos sobre su conciencia!

—Que todavía no hemos conseguido demostrar.

—Con pruebas o sin ellas, es una mierda de hombre.

—Estoy de acuerdo, pero ¿acaso has olvidado que nuestro oficio consiste precisamente en tratar con la mierda?

—Señor comisario, si de veras se empeña en ir, yo voy con usted.

—Tú no te mueves de aquí. Y no me obligues a decir que es una orden porque me cabreo a más no poder cuando me obligáis a decir esas cosas.

Siete

Don Balduccio Sinagra vivía, junto con toda su numerosa familia, en una casa de campo enorme en lo alto de una colina llamada desde tiempo inmemorial Ciuccàfa, a medio camino entre Vigàta y Montereale. La colina Ciuccàfa se caracterizaba por dos detalles: el primero era su absoluta calvicie, sin la menor brizna de hierba verde. Jamás un árbol había conseguido crecer en ella, y tampoco había logrado echar raíces una ramita de sorgo, un matojo de centinodia, un chaparral de ciruelos silvestres. Había, eso sí, un cerco de árboles que rodeaba la casa, pero los había mandado trasplantar adultos don Balduccio para disfrutar de un poco de frescor. Y, para evitar que se secaran y murieran, había mandado llevar hasta allí camionadas y más camionadas de tierra especial. El segundo detalle era que, exceptuando la casa de los Sinagra, no se veía ningún edificio, casucha o mansión en ninguna de las laderas de la colina. Se distinguía tan sólo la tortuosa subida de la ancha carretera asfaltada de tres kilómetros que don Balduccio había construido de su bolsillo. No había otras casas, no porque los Sinagra hubieran adquirido toda la colina, sino por otro motivo más sutil.

Y, a pesar de que los terrenos habían sido declarados edificables hacía mucho tiempo por el nuevo plan general de ordenación urbana, sus propietarios, el abogado Sidoti y el marqués de Lauricella, que no nadaban precisamente en la abundancia, no se atrevían a parcelarlos y venderlos para no ofender gravemente a don Balduccio, el cual, tras haberlos convocado, les había dado a entender, por medio de metáforas, proverbios y anécdotas, lo insoportable que le resultaría la cercanía de extraños. Para evitar peligrosos malentendidos, el abogado Sidoti, propietario de los terrenos en los que se había construido la carretera, había rechazado categóricamente la indemnización de la no deseada expropiación. Es más, en el pueblo corrían maliciosos rumores, según los cuales los dos propietarios se habían puesto de acuerdo para repartirse los daños: el abogado había cedido los terrenos y el marqués había ofrecido gratuitamente la carretera a don Balduccio, corriendo con todos los gastos de las obras. Las malas lenguas decían también que, en caso de que las inclemencias meteorológicas provocaran socavones o corrimientos de tierras, don Balduccio se quejaba ante el marqués y éste se encargaba, en un abrir y cerrar de ojos y pagando de su bolsillo, de dejarla de nuevo tan lisa como una mesa de billar.

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