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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

La excursión a Tindari (7 page)

BOOK: La excursión a Tindari
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—Es demasiado pronto. Lo tengo que pensar.

—Yo también me estoy haciendo una cierta idea.

—¿Cuál?

—Se trata de una mujer no muy joven que se había hecho amante de un veinteañero. Y le pagaba generosamente.

—Estoy de acuerdo. Sólo que, si la mujer es la que yo creo, no es de una cierta edad. Es más bien joven. Y no había dinero de por medio.

—¿O sea que tú crees que es una cuestión de cuernos?

—¿Por qué no?

—Puede que tengas razón.

No, Mimì no tenía razón. Lo adivinaba por el olfato, intuía que detrás del asesinato de Nenè Sanfilippo tenía que haber algo gordo. Entonces ¿por qué aceptaba la hipótesis de Mimì? ¿Para congraciarse con él? ¿Cuál era el verbo que mejor lo expresaba? Ah, sí: halagar. Se lo estaba camelando indignamente en su provecho. A lo mejor, se estaba comportando como aquel director de periódico que, en una película titulada «Primera plana», recurría a todo lo divino y lo humano para impedir que su periodista número uno se trasladara a otra ciudad por amor. Era una película cómica protagonizada por Walter Matthau y Jack Lemmon, y él recordaba que se había partido de risa. ¿Cómo era posible que ahora, al recordarla, ni siquiera sintiera el impulso de esbozar una leve sonrisa?

—¿Livia? Hola, ¿cómo estás? Quería hacerte un par de preguntas y después decirte una cosa.

—¿Qué número tienen las preguntas?

—¿Qué?

—Las preguntas. ¿Qué número de registro tienen?

—Vamos...

—Pero ¿es que no te das cuenta de que te estás dirigiendo a mí como si yo estuviera en un despacho?

—Perdona, no tenía la menor intención...

—Adelante, hazme la primera.

—Livia, supón que hemos hecho el amor...

—No puedo. Es una hipótesis demasiado remota.

—Te lo ruego, es una pregunta seria.

—Muy bien, espera que reúna los recuerdos. Ya los tengo. Adelante.

—Tú, al día siguiente, ¿me enviarías una carta para describirme todo lo que has sentido?

Hubo una pausa tan larga que Montalbano pensó que Livia se había largado y lo había plantado en seco.

—¿Livia? ¿Estás ahí?

—Estaba pensando. No, yo personalmente no lo haría. Pero puede que otra mujer, dominada por una intensa pasión, lo hiciera.

—La segunda pregunta es la siguiente: cuando Mimì Augello te confesó que tenía intención de casarse...

—¡Por Dios, Salvo, pero qué pesado te pones cuando te empeñas!

—Déjame terminar. ¿Te dijo que pensaba presentar una solicitud de traslado? ¿Te lo dijo?

Esta vez la pausa fue más larga que la primera. Pero Montalbano sabía que ella estaba todavía en el otro extremo de la línea, pues su respiración se había vuelto entrecortada. Después, Livia preguntó con un hilillo de voz:

—¿Lo hizo?

—Sí, Livia, lo hizo. Pero después, debido a un comentario imbécil del jefe superior, la retiró. Pero sólo momentáneamente, supongo.

—Salvo, puedes creerme, no me hizo ningún comentario sobre la posibilidad de dejar Vigàta. Y no creo que lo tuviera previsto cuando me habló de su intención de casarse. Lo lamento. Mucho. Y comprendo cuánto te habrás disgustado. ¿Qué querías decirme?

—Que te echo de menos.

—¿De veras?

—Sí, mucho.

—¿Cuánto es mucho?

—Mucho pero mucho.

Eso era: entregarse a la obviedad más absoluta, y, sin duda, la más auténtica.

Se acababa de acostar con el libro de Vázquez Montalbán. Volvió a leerlo desde el principio. Cuando iba por la tercera página, sonó el teléfono. Lo pensó un momento, el deseo de no contestar era muy fuerte, pero igual insistían hasta atacarle los nervios.

—¿Oiga? ¿Hablo con el comisario Montalbano?

No reconoció la voz.

—Sí.

—Comisario, le pido perdón por molestarlo a esta hora, cuando estará disfrutando del ansiado descanso con la familia...

Pero ¿qué familia? ¿Se habían emperrado todos, desde Lattes al desconocido, en atribuirle una familia que no tenía?

—Pero ¿con quién hablo?

—... tenía que estar seguro de localizarlo. Soy el abogado Guttadauro. No sé si me recuerda...

¿Cómo hubiera podido no acordarse de Guttadauro, el abogado predilecto de los mafiosos que, con ocasión del asesinato de la bellísima Michela Licalzi, había tratado de implicar al entonces jefe de la Brigada Móvil de Montelusa? Un gusano hubiera tenido sin duda más sentido del honor que Orazio Guttadauro.

—¿Me disculpa un momento, señor abogado?

—¡Por el amor de Dios! Soy yo quien debería...

Lo dejó hablar y se fue al cuarto de baño. Vació la vejiga y se lavó bien la cara. Cuando uno hablaba con Guttadauro tenía que estar muy despierto y despabilado para poder captar hasta el más evanescente matiz de las palabras que utilizaba.

—Aquí me tiene, señor abogado.

—Esta mañana, querido comisario, he ido a ver a mi viejo amigo y cliente don Balduccio Sinagra, a quien usted debe conocer sin duda, si no personalmente, por lo menos de nombre.

No sólo de nombre sino también de fama. Era el capo de una de las dos familias de la mafia (la otra era la de los Cuffaro) que se disputaban el territorio de la provincia de Montelusa. Como mínimo, un muerto al mes, uno por cada bando.

—Sí, lo he oído nombrar.

—Bien. Don Balduccio es muy mayor, anteayer cumplió los noventa. Padece algunos achaques, cosa muy natural dada su edad, pero tiene la cabeza muy clara, lo recuerda todo y a todos, lee los periódicos y ve la televisión. Yo lo voy a ver muy a menudo porque me fascinan sus recuerdos y, lo confieso humildemente, su preclara sabiduría. Piense que...

¿Estaba de guasa el abogado Orazio Guttadauro? ¿Lo llamaba a su casa a la una de la madrugada para soltarle un rollo acerca de la salud física y mental de un sinvergüenza como Balduccio Sinagra que, cuanto antes la palmara, mejor para todos?

—Señor abogado, ¿no le parece que...?

—Discúlpeme esta larga digresión, señor comisario, pero es que, cuando empiezo a hablar de don Balduccio, por el cual siento la más profunda veneración...

—Señor abogado, mire que...

—Disculpe, disculpe, disculpe. ¿Perdonado? Perdonado. Voy al grano. Esta mañana, don Balduccio, hablando de esto y de lo otro, se refirió a usted.

—¿Cuando hablaba de esto o cuando hablaba de lo otro?

La cuchufleta se le había escapado a Montalbano sin poder evitarlo.

—No entiendo —dijo el abogado.

—No se preocupe.

Y no añadió nada más. Quería que fuera Guttadauro quien hablara. Pero levantó un poco más las orejas.

—Ha preguntado por usted. Si estaba bien de salud.

Un leve estremecimiento recorrió la columna vertebral del comisario. Cuando don Balduccio preguntaba por el estado de salud de una persona, en el noventa por ciento de los casos aquella persona acababa en el cementerio de la colina de Vigàta en cuestión de pocos días. Pero esta vez tampoco abrió la boca para animar a Guttadauro al diálogo. «Cuécete en tu propio caldo, cabrón.»

—El caso es que está deseando verlo —disparó el abogado, yendo finalmente al grano.

—No hay problema —dijo Montalbano con toda la flema de un inglés.

—¡Gracias, señor comisario, gracias! ¡Usted no se imagina cuánto me alegra su respuesta! Estaba seguro de que accedería al deseo de un anciano que, a pesar de todo lo que se cuenta de él...

—¿Vendrá a la comisaría?

—¿Quién?

—¿Cómo que quién? El señor Sinagra. ¿No acaba de decirme que quería verme?

Guttadauro carraspeó un par de veces para disimular su turbación.

—Señor comisario, el caso es que don Balduccio camina con gran dificultad, las piernas no lo sostienen. Resultaría extremadamente penoso para él ir a la comisaría, compréndalo...

—Comprendo muy bien que le resulte penoso ir a la comisaría.

El abogado prefirió no darse por enterado de la ironía y guardó silencio.

—Entonces ¿dónde podemos reunirnos? —preguntó el comisario.

—Mire, don Balduccio ha sugerido que... en resumen, que si usted fuera tan amable de ir a su casa...

—No tengo inconveniente. Pero, como es natural, primero tendré que informar a mis superiores.

Como es natural, no tenía la menor intención de hablar de ello con el muy imbécil de Bonetti-Alderighi. Simplemente quería divertirse un poco con Guttadauro.

—¿Es de todo punto necesario? —preguntó en tono lastimero Guttadauro.

—Pues más bien sí.

—Es que, verá usted, señor comisario, don Balduccio deseaba mantener un coloquio reservado, muy reservado, precursor tal vez del desarrollo de importantes y futuros...

—¿«Precursor», dice usted?

—Pues sí.

Montalbano lanzó un sonoro suspiro de resignación, propio de un comerciante obligado a liquidar sus existencias.

—En ese caso...

—¿Le parece bien mañana sobre las dieciocho treinta? —se apresuró a preguntar el abogado, casi temiendo que el comisario se arrepintiera.

—Muy bien.

—¡Gracias, gracias una vez más! Ni don Balduccio ni yo dudábamos de su caballerosa delicadeza, de su...

Cinco

En cuanto bajó del coche a las ocho y media de la mañana, oyó desde la calle un griterío descomunal procedente del interior de la comisaría. Entró. Los primeros diez convocados, cinco maridos con sus respectivas mujeres, se habían presentado con mucho adelanto y se comportaban exactamente igual que los chiquillos de un parvulario. Reían, bromeaban, se propinaban empujones, se abrazaban. A Montalbano se le ocurrió pensar enseguida que alguien debería tomar en consideración la posibilidad de crear parvularios seniles municipales.

Catarella, a quien Fazio había encomendado el mantenimiento del orden público, tuvo la desdichada idea de gritar:

—¡Ha llegado personalmente el señor comisario en persona!

En un abrir y cerrar de ojos, el jardín de infancia se transformó inexplicablemente en un campo de batalla. Entre empujones y zancadillas, agarrándose los unos a los otros por el brazo o la chaqueta, todos asaltaron al comisario en su afán de llegar los primeros. Y, en el transcurso de la refriega, hablaban y vociferaban, ensordeciendo a Montalbano con una algarabía totalmente incomprensible.

—Pero ¿qué ocurre? —preguntó en tono marcial.

Se produjo una relativa calma.

—¡Por favor, nada de favoritismos! —dijo uno de los presentes, un medio enano, situándose bajo su nariz—. ¡Que las llamadas se hagan por orden estrictamente alfabético!

—¡De eso nada! ¡Las llamadas tienen que hacerse por orden de ancianidad! —proclamó, enojado, un segundo.

—¿Cómo se llama usted? —le preguntó el comisario al medio enano que había conseguido hablar en primer lugar.

—Me llamo Luigi Abate —contestó, mirando a su alrededor, como desafiando a que alguien lo negara.

Montalbano se felicitó a sí mismo por haber ganado la apuesta. Había pensado que el medio enano, defensor de la llamada por orden alfabético, debía de apellidarse Abate o Abete, dado que en Sicilia no abundaban los apellidos como el de Alvar Aalto.

—¿Y usted?

—Arturo Zotta. ¡Y soy el más viejo de todos los presentes!

Tampoco se había equivocado acerca del segundo.

Tras haber superado venturosamente la marea de aquellas diez personas que parecían cien, el comisario se encerró en su despacho con Fazio y Galluzzo, y dejó a Catarella de guardia para reprimir ulteriores tumultos seniles.

—Pero ¿cómo es posible que estén ya todos aquí?

—Señor comisario, si de veras lo quiere saber, a las ocho de la mañana ya se habían presentado cuatro de los convocados, dos maridos con sus mujeres. ¿Qué quiere usted?, son viejos, padecen insomnio y la curiosidad los está devorando vivos. Piense que allí hay un matrimonio que hubiera tenido que venir a las diez —explicó Fazio.

—Bueno, vamos a ponernos de acuerdo. Sois libres de hacer las preguntas que consideréis más oportunas. Pero hay algunas que son indispensables. Tomad nota. Primera pregunta: ¿conocía a los señores Griffo antes de aquella excursión? Si contestan que sí, dónde, cómo y cuándo. Si alguien dice que conocía a los Griffo de antes, no dejéis que se vaya porque quiero hablar con él. Segunda pregunta: ¿dónde estaban sentados los Griffo en el interior del autocar, tanto en el viaje de ida como en el de vuelta? Tercera pregunta: durante la excursión, ¿los Griffo hablaron con alguien? En caso afirmativo, ¿de qué? Cuarta pregunta: ¿puede decirme qué hicieron los Griffo en el transcurso del día que pasaron en Tindari? ¿Se reunieron con alguna persona? ¿Fueron a alguna casa particular? Cualquier noticia a este respecto es fundamental. Quinta pregunta: ¿sabe si los Griffo bajaron del autocar en una de las tres paradas extra que se efectuaron durante el viaje de vuelta a petición de los pasajeros? En caso afirmativo, ¿en cuál de las tres? ¿Los vio volver a subir? Sexta y última pregunta: ¿los vio cuando el autocar llegó a Vigàta?

Fazio y Galluzzo se miraron.

—Creo comprender que usted piensa que a los Griffo les ocurrió algo durante el viaje de vuelta —dijo Fazio.

—Es sólo una hipótesis sobre la cual tenemos que trabajar. Si alguien nos dice que los vio bajar tranquilamente en Vigàta y regresar a su casa, tendremos que irnos con la hipótesis al carajo y empezar otra vez por el principio. Os pido encarecidamente otra cosa: procurad no cometer ningún error; si les damos cancha a estos viejecitos, estamos jodidos, son capaces de contarnos toda la historia de su vida. Otra recomendación: interrogad a los matrimonios por separado, el uno al marido y el otro a la mujer.

—¿Por qué? —preguntó Galluzzo.

—Porque se condicionarían el uno al otro, incluso de buena fe. Cada uno de vosotros se encargará de tres; y yo, de los demás. Si lo hacéis como os he dicho y la Virgen nos acompaña, conseguiremos quitarnos rápidamente el problema de encima.

Ya desde el primer interrogatorio el comisario comprendió que casi con toda certeza se había equivocado en sus previsiones y cada diálogo podía deslizarse muy fácilmente hacia el absurdo.

—Nos hemos conocido hace poco. Usted me parece que se llama Arturo Zotta, ¿verdad?

—Por supuesto que es verdad. Arturo Zotta, hijo del difunto Giovanni. Mi padre tenía un primo que era estañador. Y a menudo lo confundían con él. En cambio, mi padre...

—Señor Zotta, yo...

—Le quería decir también que estoy muy satisfecho.

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