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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

La excursión a Tindari (5 page)

BOOK: La excursión a Tindari
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Entre tanto, Augello se había levantado, y ahora permanecía apoyado contra la pared, acariciándose con una mano la enrojecida mejilla mientras sus ojos enormemente abiertos miraban aterrorizados a Montalbano.

El comisario logró dominarse y comprendió que se había pasado. Se acercó a Augello con los brazos extendidos. Mimì consiguió pegarse un poco más a la pared.

—Por tu bien, Salvo, no me toques.

O sea, que la enfermedad de Mimì era verdaderamente contagiosa.

—Cualquier cosa que tengas, Mimì, siempre es mejor que la muerte.

A Mimì se le cayó literalmente la boca hacia abajo.

—¿La muerte? Pero ¿quién ha hablado aquí de muerte?

—Tú. Ahora mismo me acabas de decir: «He decidido dispararme.» ¿O acaso lo niegas?

Sin contestar, Mimì empezó a resbalar hacia el suelo con la espalda pegada a la pared. Ahora se estaba sujetando el vientre con ambas manos como si experimentara un dolor insoportable. Las lágrimas le brotaron de los ojos y empezaron a deslizarse a ambos lados de la nariz. El comisario se aterrorizó. ¿Qué hacer? ¿Llamar a un médico? ¿A quién podía despertar a aquella hora? Entre tanto, Mimì se había levantado de golpe, había saltado al otro lado de la barandilla, había recogido de la arena la botella todavía intacta y estaba bebiendo a morro. Montalbano se quedó de piedra. Después experimentó un sobresalto al oír que Augello se había puesto a ladrar. No, no ladraba. Se reía. Pero ¿por qué coño se reía? Al final, Mimì consiguió hablar.

—¡He dicho desposar, Salvo, no disparar!

De repente, el comisario se sintió a la vez aliviado y enfurecido. Entró en la casa, fue al cuarto de baño, puso la cabeza bajo el agua fría y se quedó un buen rato allí. Cuando regresó a la galería, Augello se había vuelto a sentar. Montalbano le quitó la botella de la mano, se la acercó a la boca y apuró su contenido.

—Voy por otra.

Regresó con una botella entera sin abrir.

—¿Sabes, Salvo?, cuando has reaccionado de aquella manera, me has dado un susto del carajo. ¡He pensado que eras marica y estabas enamorado de mí!

—Háblame de la chica —dijo Montalbano.

Se llamaba Rachele Zummo. La había conocido en Fela, en casa de unos amigos. Estaba allí para ver a sus padres, pero trabajaba en Pavía.

—¿Y qué hace en Pavía?

—Te vas a partir de risa, Salvo. ¡Es inspectora de policía!

Se rieron de buena gana. Y se pasaron otras dos horas riéndose hasta que se terminaron la botella.

—¿Livia? Soy Salvo, ¿estabas durmiendo?

—Claro que estaba durmiendo. ¿Qué ha pasado?

—Nada. Quería...

—¿Cómo que nada? Pero ¿sabes qué hora es? ¡Las dos!

—Ah, ¿sí? Perdona. No creía que fuera tan tarde... tan pronto. Bueno, no, nada, era una tontería, te lo aseguro.

—Pues me lo vas a decir, aunque sea una tontería.

—Mimì Augello me ha dicho que se quiere casar.

—¡Vaya una novedad! A mí me lo dijo hace tres meses, y me pidió que no te contara nada.

Pausa muy larga.

—Salvo, ¿estás ahí?

—Sí, estoy. ¿O sea que tú y el señor Augello os hacéis pequeñas confidencias y a mí me mantenéis al margen de todo?

—¡Vamos, Salvo!

—¡Pues no, Livia, permíteme que me cabree!

—¡Y tú permítemelo también a mí!

—¿Por qué?

—Porque llamas tontería a una boda. ¡Cabrón! Más bien deberías imitar el ejemplo de Mimì. ¡Buenas noches!

Se despertó sobre las seis de la mañana con la boca pastosa y la cabeza ligeramente dolorida. Intentó volver a dormirse tras haberse bebido media botella de agua helada. Nada.

¿Qué hacer? El problema se lo resolvió el timbre del teléfono.

¿A aquella hora? Igual era el imbécil de Mimì para decirle que se le habían pasado las ganas de casarse. Se dio un manotazo en la frente. ¡Así había surgido el equívoco de la víspera! Augello le había dicho «he decidido desposarme» y él había entendido «he decidido dispararme». ¡Claro! ¿Desde cuándo se desposa la gente en Sicilia? Menuda palabreja. En Sicilia la gente se marida. Las mujeres, cuando dicen «me quiero maridar», pretenden decir «quiero tener un marido»; y los hombres, cuando dicen lo mismo, pretenden decir «quiero convertirme en marido». Cogió el teléfono.

—¿Has cambiado de idea?

—No,
dottore
, no he cambiado de idea, sería difícil que cambiara. ¿A qué idea se refiere?

—Perdona, Fazio, creía que era otra persona. ¿Qué hay?

—Disculpe que lo despierte a esta hora, pero...

—¿Pero?

—No conseguimos encontrar a Catarella. No ha aparecido desde ayer por la tarde; se fue de la comisaría sin decir adónde iba y ya no lo hemos vuelto a ver. Hasta hemos preguntado en los hospitales de Montelusa...

Fazio seguía hablando, pero el comisario ya no lo escuchaba. ¡Catarella! ¡Se había olvidado totalmente de él!

—Perdóname, Fazio, perdonadme todos. Se fue a hacer una cosa que yo le encargué, y no os avisé. No os preocupéis.

Oyó con toda claridad el suspiro de alivio de Fazio.

Tardó unos veinte minutos en ducharse, afeitarse y vestirse. Se sentía hecho polvo. Cuando llegó a Via Cavour 44, la portera estaba barriendo la acera delante del portal. Estaba tan reseca que prácticamente no había ninguna diferencia entre ella y el palo de la escoba. ¿A quién se parecía? Ah, sí, a Olivia, la novia de Popeye. Cogió el ascensor, subió al tercer piso y abrió con la ganzúa la puerta del apartamento de Nenè Sanfilippo. Dentro, la luz estaba encendida. Catarella permanecía sentado al ordenador, en mangas de camisa. En cuanto vio entrar a su jefe, se levantó de golpe, se puso la chaqueta y se arregló el nudo de la corbata. No se había afeitado y tenía los ojos enrojecidos.

—¡A sus órdenes, señor comisario!

—¿Aún estás aquí?

—Ya estoy terminando,
dottori
. Me quedan un par de horas.

—¿Encontraste algo?

—Disculpe,
dottori
, ¿usted quiere que le hable con palabras técnicas o con palabras sencillas?

—Sencillísimas, Catarè.

—Pues entonces le diré que en este ordenador no hay una mierda.

—¿En qué sentido?

—En el sentido que ahora mismo acabo de decirle, señor comisario. No está conectado a Internet. Aquí dentro él tiene una cosa que estaba escribiendo...

—¿Qué cosa?

—A mí me parece un libro novela,
dottori
.

—¿Y qué más?

—Además, copias de todas las cartas que ha escrito y que ha recibido. Que son muchas.

—¿De negocios?

—Qué negocios ni qué niño muerto,
dottori
. Son cartas de polvos.

—No entiendo.

Catarella se ruborizó.

—Son cartas, ¿cómo diría?, de amor, pero...

—Ah, ya sé. ¿Y en aquellos disquetes?

—Guarrerías, señor comisario. Hombres con mujeres, hombres con hombres, mujeres con mujeres, mujeres con animales...

La cara de Catarella parecía estar a punto de arder.

—Bueno, Catarè. Imprímelo.

—¿Todo? Mujeres con hombres, hombres con hombres...

Montalbano interrumpió la letanía.

—Quería decir el libro novela y las cartas. Pero ahora vamos a hacer una cosa. Baja conmigo al bar, te tomas un café con leche y unos cruasanes, y después yo te acompaño otra vez aquí.

En cuanto entró en el despacho, se presentó Imbrò, el encargado de la centralita en ausencia de Catarella.

—Comisario, me han llamado desde Retelibera con una lista de nombres y de números de teléfono de personas que se han puesto en contacto tras haber visto la fotografía de los Griffo. Los tengo todos escritos aquí.

Unos quince nombres. A primera vista, los teléfonos eran de Vigàta. Lo cual significaba que los Griffo no eran tan evanescentes como había parecido al principio. Entró Fazio.

—¡Virgen santa, el susto que nos hemos pegado cuando no encontrábamos a Catarella! No sabíamos que se le había encomendado una misión secreta. ¿Sabe qué apodo le ha puesto Galluzzo? El agente 000.

—Dejaos de guasas. ¿Tienes noticias?

—He ido a ver a la madre de Sanfilippo. La pobre señora no sabe absolutamente nada de lo que hacía el hijo. Me ha dicho que, a los dieciocho años, gracias a su afición a los ordenadores, había conseguido un trabajo en Montelusa. Ganaba un buen dinerillo y, con la pensión de la señora, vivían sin estrecheces. Pero, de repente, Nenè dejó el trabajo, cambió de carácter y se fue a vivir solo. Tenía mucho dinero, pero a su madre la dejaba ir por ahí con los zapatos rotos.

—Tengo una curiosidad, Fazio. ¿Le han encontrado dinero encima?

—¡Por supuesto! Tres millones de liras contantes y sonantes y un cheque por valor de dos millones.

—Muy bien, así la señora Sanfilippo no tendrá que endeudarse para pagar el entierro. ¿De quién era el cheque?

—De la empresa Manzo de Montelusa.

—Intenta averiguar por qué se lo dieron.

—De acuerdo. En cuanto a los señores Griffo...

—Fíjate en esto —lo interrumpió el comisario—. Ésta es una lista de personas que saben algo acerca de los Griffo.

El primer nombre de la lista era Saverio Cusumano.

—Buenos días, señor Cusumano. Soy el comisario Montalbano.

—¿Y qué quiere usted de mí?

—¿No fue usted quien llamó a la televisión cuando vio la fotografía de los señores Griffo?

—Sí, señor. Fui yo. Pero ¿a usted qué le importa?

—Nosotros nos estamos encargando de este asunto.

—¿Y eso quién lo ha dicho? Yo sólo hablo con el hijo, Davide. Buenos días.

Tan jubiloso principio a buen fin conduce, tal como decía Matteo Maria Boiardo. El segundo nombre era Gaspare Belluzzo.

—¿El señor Belluzzo? Soy el comisario Montalbano. Usted llamó a Retelibera a propósito de los señores Griffo.

—Es cierto. El domingo pasado mi señora y yo los vimos, estaban con nosotros en el autocar.

—¿Adónde iban?

—Al santuario de la Virgen de Tindari.

«Tindari, conozco tu mansedumbre...», los versos de Quasimodo le sonaron en la cabeza.

—¿Y qué iban a hacer allí?

—Una excursión. Organizada por la empresa Malaspina, de aquí. Mi señora y yo hicimos otra el año pasado a San Calogero de Fiacca.

—Dígame una cosa, ¿recuerda los nombres de otros participantes?

—Por supuesto: los señores Bufalotta, los Contino, los Dominedò, los Raccuglia... Éramos unos cuarenta.

El señor Bufalotta y el señor Contino figuraban en la lista de los que habían telefoneado.

—Una última pregunta, señor Belluzzo. Usted, cuando regresaron a Vigàta, ¿vio a los Griffo?

—Honradamente, no se lo puedo decir. Verá, comisario, ya era tarde, eran las once de la noche, estaba oscuro, todos estábamos cansados...

* * *

Era inútil perder el tiempo con otras llamadas. Le dijo a Fazio que acudiera a su despacho.

—Mira, todas estas personas participaron el domingo pasado en una excursión a Tindari. Estaban los Griffo. La excursión la organizó la empresa Malaspina.

—La conozco.

—Muy bien. Pues vas allí y les pides la lista completa. Después llama a todos los que fueron a la excursión. Los quiero en la comisaría mañana por la mañana a las nueve.

—¿Y dónde los metemos?

—Me importa un carajo. Tened preparado un hospital de campaña. Porque el más jovencito de ellos tendrá como mínimo sesenta y cinco años. Otra cosa: que el señor Malaspina te diga quién fue el conductor del autocar aquel domingo. Si está en Vigàta y no se encuentra de servicio, lo quiero aquí dentro de una hora.

Catarella, con los ojos todavía más enrojecidos y los cabellos tan de punta que parecía un loco de manual de psiquiatría, se presentó con un grueso fajo de papeles bajo el brazo.

—¡Lo he impreso todo pero lo que se dice todo,
dottori
!

—Muy bien, déjalo aquí y vete a dormir. Nos veremos a última hora de la tarde.

—Como usted mande,
dottori
.

¡Virgen santa! ¡Ahora tenía en la mesa un mamotreto de seiscientas páginas como mínimo!

Entró Mimì con una pinta tan radiante que Montalbano experimentó un acceso de celos, y recordó inmediatamente su pequeña trifulca telefónica con Livia. Su rostro se ensombreció.

—Oye, Mimì, a propósito de aquella Rebeca...

—¿Qué Rebeca?

—Tu novia, ¿no? Esa con quien te quieres maridar, no desposar como has dicho tú...

—Es lo mismo.

—No, no es lo mismo, créeme. Bien, pues a propósito de Rebeca...

—Se llama Rachele.

—Bueno, como se llame. Me parece recordar que me dijiste que era inspectora de policía y que trabajaba en Pavía. ¿Es así?

—Es así.

—¿Ha pedido el traslado?

—¿Y por qué habría tenido que hacerlo?

—Mimì, trata de razonar. ¿Qué vais a hacer cuando os caséis? ¿Seguir tú en Vigàta y Rebeca en Pavía?

—¡Y dale, qué pesadez! Se llama Rachele. No, no ha presentado la solicitud de traslado. Sería prematuro.

—Pero antes o después lo tendrá que hacer.

—No creo que lo haga.

—¿Por qué?

—Porque hemos decidido que la solicitud de traslado la presentaré yo.

Los ojos de Montalbano se transformaron en los de una serpiente: inmóviles y más fríos que el hielo.

«Ahora le saldrá de la boca una lengua bífida», pensó Augello, empapado de sudor.

—Mimì, eres un mariconazo. Anoche, cuando fuiste a verme, era sólo para contarme de la misa la media. Me hablaste de la boda, pero no del traslado, que para mí es lo más importante. Y tú lo sabes muy bien.

—¡Te juro que te lo habría dicho, Salvo! De no haber sido por tu reacción, que me trastornó...

—Mimì, mírame a los ojos y dime toda la verdad: ¿ya has presentado la solicitud de traslado?

—Sí, la presenté, pero...

—¿Y qué dijo Bonetti-Alderighi?

—Que eso exigiría un poco de tiempo. Y dijo también que... Nada.

—Habla.

—Dijo que se alegraba. Que ya había llegado la hora de que aquella camarilla de mafiosos que era la comisaría de Vigàta, fueron sus palabras textuales, empezara a disgregarse.

—¿Y tú...?

—Bueno...

—Vamos, no te hagas de rogar.

—Retiré la solicitud que había dejado en su escritorio. Le dije que quería pensarlo.

Montalbano permaneció un buen rato en silencio. Mimì parecía recién salidito de la ducha. Después el comisario le señaló el mamotreto que le había entregado Catarella.

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