—No lo llevo, no voy armado.
—¿De veras?
El asombro de don Balduccio era sincero.
—¡Por Dios, señor comisario, qué imprudencia! Con la cantidad de delincuentes que andan sueltos por ahí...
—Lo sé. Pero no me gustan las armas.
—A mí tampoco me gustaban. Volvamos a lo nuestro. Si usted me apunta con un revólver y me dice: «Balduccio, arrodíllate», no hay nada que hacer. Estando yo desarmado, me tengo que arrodillar. ¿Lo entiende? Pero eso no quiere decir que sea usted un hombre de honor, significa tan sólo que usted, le ruego que me perdone, es un cabrón con un revólver en la mano.
—¿Y cómo actúa un hombre de honor?
—No cómo actúa, señor comisario, sino cómo actuaba. Usted acude a mi casa desarmado, y me habla, me plantea la cuestión, me explica las cosas a favor y las cosas en contra y, si yo al principio no estoy de acuerdo, al día siguiente usted regresa y nos ponemos a reflexionar, hasta que yo comprendo que lo único que puedo hacer es arrodillarme como usted quiere, tanto en mi propio interés como en el de todos.
En la memoria del comisario se iluminó como un relámpago un pasaje de la manzoniana «Columna infame», en el que un pobre desgraciado se ve obligado a tener que pronunciar la frase: «Decidme qué queréis que diga», o algo por el estilo. Pero no le apetecía ponerse a discutir sobre Manzoni con don Balduccio.
—Pero a mí me consta que en aquellos venturosos tiempos de que usted me habla, se tenía por costumbre matar a la gente que no quería ponerse de rodillas.
—¡Por supuesto! —replicó enérgicamente el viejo—. ¡Claro! Pero matar a un hombre porque se había negado a obedecer, ¿sabe usted lo que significaba?
—No.
—Significaba una batalla perdida, significaba que la valentía de aquel hombre no nos había dejado otro camino. ¿Me explico?
—Se ha explicado usted perfectamente. Pero verá, señor Sinagra, yo no he venido aquí para que me cuente la historia de la mafia desde su punto de vista.
—¡Pero esa historia la conoce usted muy bien desde el punto de vista de la ley!
—Por supuesto. Pero usted es un perdedor, o casi, señor Sinagra. Y la historia la escriben los que jamás han perdido. En la actualidad, quizá la podrían escribir mejor los que no reflexionan y disparan. Los vencedores del momento. Y ahora, si me permite...
Hizo ademán de levantarse, pero el viejo lo detuvo con un gesto.
—Perdone. Los de mi edad, entre tantas enfermedades, a veces también padecemos la de la locuacidad. En dos palabras, comisario: puede que nosotros hayamos cometido grandes errores. Grandísimos errores. Y digo nosotros porque hablo también en nombre del difunto Sisìno Cuffaro y de los suyos. Sisìno, que fue mi enemigo mientras vivió.
—¿Qué hace, empieza a arrepentirse?
—No, señor, no me arrepiento delante de la ley. Delante del Señor, cuando llegue el momento, sí. Lo que quería decirle es lo siguiente: puede que hayamos cometido errores muy grandes, pero siempre hemos sabido que había una línea que no se tenía que traspasar. Nunca. Porque, si se traspasaba aquella línea, ya no había diferencia entre un hombre y una bestia.
Don Balduccio cerró los ojos, exhausto.
—He comprendido —dijo Montalbano.
—¿De verdad lo ha comprendido?
—De verdad.
—¿Las dos cosas?
—Sí.
—Pues entonces lo que quería decirle ya lo he dicho —dijo el viejo, abriendo de nuevo los ojos—. Si se quiere ir, es muy dueño. Buenas tardes.
—Buenas tardes —contestó Montalbano, levantándose.
Cruzó el patio y bajó el camino sin tropezarse con nadie. Al llegar a la altura de las dos casitas que había bajo las araucarias, oyó unas voces infantiles. En una de las casitas había un chiquillo con una pistola de agua en una mano; en la otra, otro chiquillo empuñaba una metralleta espacial. Por lo visto, Guttadauro había mandado retirarse al guardaespaldas de la barba y lo había sustituido de inmediato por los bisnietos de don Balduccio, sólo para quitarle al comisario los malos pensamientos de la cabeza.
—¡Bang! ¡Bang! —decía el de la pistola.
—¡Ratatatatá! —replicaba el de la metralleta.
Se estaban entrenando para cuando fueran mayores. O quizá ni siquiera sería necesario que crecieran. Justo la víspera habían detenido en Fela al que la prensa había calificado de
baby-killer
, de apenas once años. Uno de los que habían hablado (Montalbano no tenía valor para llamarlos «arrepentidos» y menos aún «colaboradores de la justicia») había revelado que existía una especie de escuela pública en la que se enseñaba a los chiquillos a disparar y a matar. Los bisnietos de don Balduccio no tendrían necesidad de asistir a aquella escuela. En su casa podrían recibir todas las clases particulares que quisieran. De Guttadauro, ni rastro. En la verja había un sujeto con una boina, que se quitó a su paso a modo de saludo, y que inmediatamente cerró la verja. Mientras bajaba, el comisario no pudo por menos que observar el impecable firme de la carretera, no había ni una sola piedrecita ni la menor grieta en el asfalto. A lo mejor, cada mañana una brigada especial de la limpieza la barría cual si fuera la habitación de una casa. El mantenimiento le debía de costar un huevo al marqués de Lauricella. En las plazoletas de descanso la situación no había cambiado, a pesar de que ya había transcurrido más de una hora. Uno seguía contemplando el vuelo de las urracas por el aire, un segundo fumaba en el interior de un automóvil y el tercero seguía intentando arreglar el ciclomotor. A este último el comisario sintió la tentación de tomarle el pelo.
Al llegar a su altura, se detuvo.
—¿No se pone en marcha? —le preguntó.
—No —contestó el hombre, mirándolo con asombro.
—¿Quiere que yo le eche un vistazo?
—No, gracias.
—Puedo llevarlo, si quiere.
—¡No! —gritó el hombre, exasperado.
El comisario volvió a ponerse en marcha. En la casucha situada al final de la carretera vio al hombre del móvil asomado a la ventana: debía de estar comunicando que Montalbano estaba cruzando de nuevo los confines del palacio real de don Balduccio.
* * *
Ya estaba oscureciendo. Al llegar al pueblo, el comisario se dirigió a Via Cavour. Se detuvo delante del número 44, abrió la guantera, cogió el manojo de ganzúas y bajó. La portera no estaba y no se cruzó con nadie en su camino hacia el ascensor. Abrió la puerta del piso de los Griffo y la cerró inmediatamente después de haber entrado. El piso olía a cerrado. Encendió la luz y se puso a trabajar. Tardó una hora en recoger todos los papeles que encontró, y los introdujo en una bolsa de basura que cogió de la cocina. Había incluso una lata de galletas de los Hermanos Lazzaroni llena de resguardos fiscales. Examinar los papeles de los Griffo era algo que hubiera tenido que hacer desde el principio de la investigación y que, sin embargo, no había hecho. Había estado demasiado distraído por otros pensamientos. A lo mejor, en alguno de aquellos papeles estaba el secreto de la enfermedad de los Griffo, la que había obligado a un médico concienzudo a tomar cartas en el asunto.
Estaba apagando la luz del recibidor cuando se acordó de Fazio, de su preocupación por la reunión con don Balduccio. El teléfono estaba en el comedor.
—¡Diga! ¡Diga! ¿Quién habla? ¡Aquí la comisaría!
—Catarè, soy Montalbano. ¿Está Fazio?
—Se lo paso de inmediato inmediatamente.
—¿Fazio? Sólo quería decirte que he vuelto sano y salvo.
—Ya lo sabía, señor comisario.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Nadie, señor comisario. En cuanto usted ha salido, yo lo he seguido. Lo he esperado en las inmediaciones de la casucha donde están los hombres de guardia. Cuando lo he visto regresar yo también he vuelto a la comisaría.
—¿No hay ninguna novedad?
—No, señor, exceptuando la mujer que llama desde Pavía, preguntando por el subcomisario Augello.
—Más tarde o más temprano, lo encontrará. Oye, ¿quieres saber lo que nos hemos dicho la persona que tú sabes y yo?
—Desde luego, señor comisario. Me muero de curiosidad.
—Pues no te lo voy a decir. Ya te puedes morir. ¿Y sabes por qué no te digo nada? Porque has desobedecido mis órdenes. Te dije que no te movieras de la comisaría y tú, en cambio, me has seguido. ¿Estás contento?
Apagó la luz y salió del apartamento de los Griffo con la bolsa al hombro.
Abrió el frigorífico y emitió un relincho de pura alegría. Su asistenta, Adelina, le había dejado dos caballas encebolladas, una cena con la cual se pasaría sin duda toda la noche discutiendo, pero valdría la pena. Para curarse en salud, antes de empezar a comer quiso asegurarse de que en la cocina hubiera una bolsita de bicarbonato, mano de santo, mano bendita. Sentado en la galería, lo devoró todo a conciencia, y en el plato sólo quedaron las raspas y las cabezas de los pescados tan relimpias que parecían unos restos fósiles.
Después, tras haber despejado la mesita, le vació encima el contenido de la bolsa de basura llena de los papeles que había recogido en casa de los Griffo. A lo mejor, una frase, una línea, un comentario podrían revelarle en cierto modo el motivo de la desaparición de los dos viejecitos. Lo guardaban todo: cartas y postales de felicitación, fotografías, telegramas, recibos de la luz y del teléfono, declaraciones de la renta, facturas y resguardos, folletos publicitarios, billetes de autobús, certificados de nacimiento, de matrimonio, libretas de jubilación, tarjetas sanitarias y otras tarjetas caducadas. Había incluso una copia de una fe de vida, máxima cumbre de la imbecilidad burocrática. ¿Qué hubiera hecho Gogol con sus «Almas muertas», en presencia de la tal fe de vida? Franz Kafka, de haberla tenido en sus manos, habría podido extraer de ella uno de sus inquietantes relatos. Y ahora que se había implantado la autocertificación de existencia en vida, ¿cómo se debería actuar? ¿Cuál era la praxis, para usar una palabra tan querida en los despachos? ¿Uno escribía en una hoja de papel una frase como «El abajo firmante, Salvo Montalbano, declaro que existo», firmaba y lo entregaba al funcionario de turno?
En cualquier caso, los papeles que contaban la historia de la existencia del matrimonio Griffo se reducían a muy poca cosa: un kilo escaso de hojas y hojitas. Montalbano terminó de examinarlas todas a las tres de la madrugada.
«La noche perdida y una hembra», como se solía decir. Guardó de nuevo los papeles en la bolsa de basura y se fue a dormir.
Contrariamente a lo que temía, las caballas se avinieron a dejarse digerir sin dar coletazos. Por eso el comisario se despertó a las siete después de un sueño sereno y reparador. Permaneció más rato que de costumbre bajo la ducha, a riesgo de gastar toda el agua del depósito. Allí repasó, palabra por palabra, silencio por silencio, todo el diálogo mantenido con don Balduccio. Quería estar seguro de haber comprendido los dos mensajes que el viejo le había transmitido antes de salir de allí. Al final, supo que su interpretación era correcta.
—Comisario, quería decirle que el subcomisario Augello ha llamado hace aproximadamente media hora, dice que pasará por aquí sobre las diez —dijo Fazio.
Y se puso en guardia, esperando, como era natural y como ya había ocurrido otras veces, una violenta explosión de furia por parte de Montalbano ante la noticia de que una vez más su subcomisario se tomaba las cosas con calma. Pero esta vez el comisario se quedó tan tranquilo, e incluso esbozó una sonrisa.
—Anoche, cuando regresaste aquí, ¿llamó la mujer de Pavía?
—¡Cómo no! Otras tres veces antes de perder definitivamente las esperanzas.
Mientras hablaba, Fazio cambiaba el peso del cuerpo de uno a otro pie, tal como hace uno cuando se le escapa y está obligado a aguantarse. Pero a Fazio no se le escapaba, era la curiosidad que lo estaba devorando vivo. Sin embargo, no se atrevía a abrir la boca para preguntar qué le había dicho Sinagra a su jefe.
—Cierra la puerta.
Fazio pegó un brinco, cerró la puerta con llave y se sentó en el borde de una silla. Con el tronco inclinado hacia delante y los ojos relucientes, parecía un perro famélico a la espera de que su amo le arrojara un hueso. Por eso lo decepcionó un poco la primera pregunta que le hizo Montalbano.
—¿Tú conoces aun cura que se llama Sciaverio Crucillà?
—Lo he oído nombrar, pero no lo conozco personalmente. Sé que no es de aquí; si no me equivoco es de Montereale.
—Trata de averiguar todo lo que puedas acerca de él; dónde vive, qué costumbres tiene, cuáles son sus horarios en la iglesia, con quién se relaciona, qué se dice de él. Infórmate bien. Y, después de haber hecho todo eso, y lo tienes que hacer en un solo día...
—... vengo aquí y se lo digo.
—Te equivocas. No me dices nada. Empiezas a seguirlo discretamente.
—Señor comisario, déjelo de mi cuenta. No me verá aunque se ponga los ojos en la parte de atrás de la cabeza.
—Otra vez te equivocas.
Fazio lo miró, asombrado.
—Señor comisario, cuando se sigue a una persona la norma es que esa persona no se tiene que dar cuenta. De lo contrario, ¿qué clase de vigilancia sería?
—En este caso, la situación es distinta. El cura tiene que darse cuenta de que tú lo sigues. Es más, tienes que ingeniártelas para que se entere de que eres uno de mis hombres. Vamos, que es muy importante que sepa que eres un policía.
—Esto jamás me había ocurrido.
—En cambio, los demás no se tienen que dar cuenta en absoluto de la vigilancia.
—Señor comisario, ¿puedo ser sincero? No entiendo nada de nada.
—No te preocupes. No entiendas nada, pero haz lo que te he dicho.
Fazio puso cara de ofendido.
—Señor comisario, las cosas que hago sin entender siempre me salen mal. Aténgase a las consecuencias.
—Fazio, el padre Crucillà espera que lo sigan.
—Pero, por la Virgen santísima, ¿por qué?
—Porque nos tiene que conducir a un lugar determinado. Pero se ve obligado a hacerlo como si él no se diera cuenta de lo que ocurre. Es puro teatro, ¿me explico?
—Empiezo a comprender. ¿Y qué hay en ese lugar adonde nos quiere conducir el cura?
—Japichinu Sinagra.
—¡Coño!
—Este exquisito eufemismo tuyo me induce a suponer que finalmente has comprendido la importancia del asunto —dijo el comisario hablando como un libro.
Entre tanto, Fazio había empezado a mirarlo con recelo.