La fiesta del chivo (20 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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Había fundado empresas y hecho negocios para dar trabajo y hacer progresar a este país, para contar con recursos y regalar a diestra y siniestra, y así tener contentos a los dominicanos.

¿Y, con sus amigos, colaboradores y servidores no había sido tan magnífico como el Petronio de Quo Vadis? Los había enterrado en dinero, haciéndoles regalos cuantiosos en sus cumpleaños, matrimonios, nacimientos, misiones bien realizadas, o, simplemente, para mostrarles que él sabía recompensar la lealtad. Les había regalado pesos, casas, tierras, acciones, los había hecho socios de sus fincas y empresas, les había creado negocios para que ganaran buena plata y no saquearan el Estado.

Escuchó unos discretos golpecillos en la puerta. Sinforoso, con el traje y la ropa interior. Se los alcanzó con los Ojos bajos. Llevaba más de veinte años a su lado; de ser su ordenanza en el Ejército, lo promovió a mayordomo, llevándoselo a Palacio. No temía nada de Sinforoso. Era mudo, sordo y ciego para todo lo que concernía a Trujillo y con olfato suficiente para saber que, sobre ciertos temas íntimos, como las micciones involuntarias, la menor infidencia lo privaría de todo lo que tenía —una casa, una finquita con ganado, un automóvil, familia numerosa— y, acaso, hasta de la vida. El traje y la ropa interior, cubiertos por una funda, no llamarían la atención a nadie, el Benefactor acostumbraba cambiarse de ropa varias veces al día en su propio despacho.

Se vistió, mientras Sinforoso —fornido, el pelo cenado al rape, impecablemente aseado en su uniforme de pantalón negro, blusa blanca y chaleco blanco con botones dorados— recogía las ropas esparcidas por el suelo.

—¿Qué debo hacer con esos dos obispos terroristas, Sinforoso? —le preguntó, mientras se abotonaba el pantalón—. ¿Expulsarlos del país? ¿Mandarlos a la cárcel?

—Matarlos, Jefe —contestó Sinforoso, sin vacilar—. La gente los odia y, si no lo hace usted, lo hará el pueblo. Nadie perdona a ese yanqui ni al español que hayan venido a este país a morder la mano en que comían.

El Generalísimo ya no lo escuchaba. Tenía que reñir a Pupo Román. Esa mañana, luego de recibir a Johnny Abbes y a los ministros de Relaciones Exteriores y del Interior, tuvo que ir a la Base Aérea de San Isidro a reunirse con los jefes de la Aviación. Y se dio con un espectáculo que le revolvió las entrañas: en la misma entrada, a pocos metros del retén de guardia, bajo la bandera y el escudo de la República, una cañería regurgitaba agua negruzca que había formado un lodazal a orillas de la carretera. Hizo detenerse el automóvil. Bajó y se acercó. Era un caño de desagüe, espeso y pestilente —tuvo que taparse las narices con el pañuelo y, por supuesto, había atraído una nube de moscas y mosquitos. Las aguas derramadas seguían manando, anegando el contorno, emponzoñando el aire y el suelo de la primera guarnición dominicana. Sintió rabia, lava ardiente subiéndole por el cuerpo. Contuvo su primer movimiento, regresar a la Base y echar de carajos a los jefes presentes, preguntándoles si ésta era la imagen que pretendían dar de las Fuerzas Armadas: una institución anegada por aguas putrefactas y alimañas. Pero, inmediatamente decidió que había que ir con la amonestación hasta la cabeza. Y hacerle tragar a Pupo Román en persona un poco de la mierda líquida que surtía de ese desagüe. Decidió llamarlo de inmediato. Pero, al volver a su despacho, olvidó hacerlo. ¿Empezaba a fallarle la memoria, igual que el esfínter? Coño. Las dos cosas que le habían respondido mejor a lo largo de toda su vida, ahora, a sus setenta años, se volvían achacosas.

Ya vestido y acicalado, regresó a su escritorio y levantó el teléfono que comunicaba automáticamente con la jefatura de las Fuerzas Armadas. No tardó en escuchar al general Román:

—¿Sí, aló? ¿Es usted, Excelencia?

—Ven a la Avenida, esta tarde —dijo, muy seco, a modo de saludo.

—Por supuesto, jefe —se alarmó la voz del general Román—. ¿No prefiere que vaya ahora mismo al Palacio? ¿Ha pasado algo?

—Ya sabrás qué ha pasado —dijo, despacio, imaginando el nerviosismo del marido de su sobrina Mireya, al notar la aridez con que le hablaba—. ¿Alguna novedad?

—Todo normal, Excelencia —se atropelló el general Román—. Estaba recibiendo el informe de rutina de las regiones. Pero, si usted prefiere…

—En la Avenida —lo cortó él. Y colgó.

Lo regocijó imaginar el chisporroteo de preguntas, suposiciones, temores, sospechas, que había depositado en la cabeza de ese pendejo que era el ministro de las Fuerzas Armadas. ¿Qué le han dicho de mí al jefe? ¿Qué chisme, qué calumnia le llevaron mis enemigos? ¿Habré caído en desgracia? ¿Dejé de hacer algo que me ordenó? Hasta la tarde viviría en el infierno.

Pero, este pensamiento lo ocupó sólo unos segundos, pues otra vez retornó a su memoria el recuerdo vejatorio de la muchachita. Cólera, tristeza, nostalgia, se mezclaron en su espíritu, manteniéndolo en total desazón. Y, entonces se le ocurrió: «Un remedio igual a la enfermedad». El rostro de una hermosa hembra, deshaciéndose de placer en sus brazos, agradeciéndole lo mucho que la había hecho gozar. ¿No borraría eso la carita asombrada de esa idiota? Sí: ir esta noche a San Cristóbal, a la Casa de Caoba, lavar la afrenta en la misma cama y con las mismas armas. Esta decisión —se tocó la bragueta en una suerte de conjuro— le levantó el espíritu y lo alentó a seguir con la agenda del día.

IX

—¿Qué has sabido de Segundo? —preguntó Antonio de la Maza.

Apoyado en el volante, Antonio Imbert respondió, sin volverse:

—Lo vi ayer. Ahora me permiten visitarlo todas las semanas. Una visita corta, media hora. A veces, al hijo de puta del director de La Victoria se le antoja cortar las visitas a quince minutos. Por joder.

—¿Cómo está?

¿Cómo podía estar alguien que, confiado en una promesa de amnistía, dejó Puerto Rico, donde tenía una buena situación trabajando para la familia Ferré, en Ponce, y volvía a su tierra a descubrir que lo esperaban para juzgarlo por el supuesto crimen de un sindicalista cometido en Puerto Plata hacía siglos, y condenarlo a treinta años de cárcel? ¿Cómo podía sentirse un hombre que si mató lo hizo por el régimen y al que, en premio, Trujillo tenía ya cinco años pudriéndose en una mazmorra?

Pero no le respondió así, pues Imbert sabía que Antonio de la Maza no le había hecho esa pregunta porque se interesara por su hermano Segundo, sino para romper la interminable espera. Se encogió de hombros:

—Segundo tiene huevos. Si la pasa mal, no lo demuestra. A veces, se da el lujo de levantarme el ánimo.

—No le habrás dicho nada de esto.

—Por supuesto que no. Por prudencia y para que no se haga ilusiones. ¿Y si falla?

—No va a fallar —intervino, desde el asiento de atrás, el teniente García Guerrero—. El Chivo viene.

¿Iba a venir? Tony Imbert consultó su reloj. Todavía podía venir, no había que desesperarse. Él no se impacientaba nunca, desde hacía muchos años. De joven, si, Por desgracia, y eso lo llevó a hacer cosas de las que se arrepentía con todas las células de su cuerpo. Como aquel telegrama de 1949 que envió, loco de rabia, cuando el desembarco de antitrujillistas encabezado por Horacio Julio Ornes en la playa de Luperón, dentro de la provincia de Puerto Plata, de la que era gobernador. «Usted ordene y yo quemo Puerto Plata, Jefe.» La frase que más lamentaba en su vida. La vio reproducida en todos los periódicos, pues el Generalísimo quiso que todos los dominicanos supieran hasta qué punto era un trujillista convencido y fanático el joven gobernador.

¿Por qué Horacio Julio Ornes, Félix Córdoba Boniche, Tulio Hostilio Arvelo, Gugú Henríquez, Miguelucho Feliú, Salvador Reyes Valdez, Federico Horacio y los otros eligieron Puerto Plata, aquel lejano 19 de junio de 1949? La expedición fue un rotundo fracaso. Uno de los dos aviones invasores ni siquiera pudo llegar y se regresó a la isla de Cozumel. El Catalina con Horacio Julio Ornes y sus compañeros llegó a acuatizar en la orilla fangosa de Luperón, pero, antes de que terminaran de desembarcar los expedicionarios, un guardacostas lo cañoneó e hizo trizas. Las patrullas del Ejército capturaron en pocas horas a los invasores. Aquello sirvió para una de esas fantochadas que le gustaban a Trujillo. Amnistió a los capturados, incluido Horacio julio Ornes, y, en demostración de poderío y magnanimidad, permitió que de nuevo se exiliaran. Pero, mientras hacía este gesto generoso para el exterior, a Antonio Imbert, el gobernador de Puerto Plata, y a su hermano, el mayor Segundo Imbert, comandante militar de la plaza, los destituyó, encarceló y hostigó, mientras se llevaba a cabo una represión inmisericorde de supuestos cómplices, que fueron arrestados, torturados y muchos fusilados en secreto. «Cómplices que no eran cómplices», piensa. «Creían que todos se levantarían al verlos desembarcar. No tenían a nadie, en realidad.» Cuántos inocentes pagaron por aquella fantasía.

¿Cuántos inocentes pagarían si fallaba lo de esta noche? Antonio Imbert no era tan optimista como Amadito o Salvador Estrella Sadhalá, quienes, desde que supieron por Antonio de la Maza que el general José René Román, jefe de las Fuerzas Armadas, estaba comprometido en la conjura, se hallaban convencidos de que muerto Trujillo todo iría sobre ruedas, pues los militares, obedeciendo órdenes de Román, detendrían a los hermanísimos del Chivo, matarían a Johnny Abbes y a los trujillistas acérrimos e instalarían una junta cívic-ilitar. El pueblo se echaría a las calles a matar caliés, dichoso de haber alcanzado la libertad. ¿Saldrían así las cosas? Las decepciones, desde la estúpida emboscada en que cayó Segundo, habían vuelto a Antonio Imbert alérgico a los entusiasmos apresurados. Él quería ver el cadáver de Trujillo a sus pies; lo demás, le importaba menos. Librar a este país de ese hombre, eso era lo principal. Removido ese obstáculo, aun cuando las cosas no salieran tan bien de inmediato, se abriría una puerta. Eso justificaba lo de esta noche, aunque ellos no salieran vivos.

No, Tony no había dicho una palabra sobre esta conspiración a su hermano Segundo en las visitas semanales que le hacía a La Victoria. Hablaban de la familia, de la pelota, el boxeo, Segundo tenía ánimos para contarle anécdotas de la rutina carcelaria, pero el único tema importante lo evitaban. En la última visita, al despedirse, Antonio le susurró: «Las cosas van a cambiar, Segundo». A buen entendedor, pocas palabras. ¿Habría adivinado? Como Tony, Segundo que, a costa de revolcones, de trujillista entusiasta pasó a ser un desafecto y, luego, un conspirador, había llegado hacía tiempo a la conclusión de que la única manera de poner punto final a la tiranía era acabando con el tirano; todo lo demás, inútil. Había que liquidar a la persona en la que convergían todos los hilos de esa tenebrosa telaraña.

—¿Qué hubiera pasado si aquella bomba estalla en la Máximo Gómez, a la hora del paseo del Chivo? —fantaseó Amadito.

—Fuegos artificiales de trujillistas en el cielo —respondió Imbert.

—Yo hubiera podido ser uno de los que volaban, si estaba de guardia —se rió el teniente.

—Hubiera encargado una gran corona de rosas para tu sepelio —dijo Tony.

—Vaya plan —comentó Estrella Sadhalá—. Hacer volar al Chivo con todos los acompañantes. ¡Desalmado!

—Bueno, sabía que tú no estarías ahí, en el besamanos —dijo Imbert—. Por lo demás, cuando aquello, a ti casi no te conocía, Amadito. Ahora, lo hubiera pensado dos veces. —Qué alivio —le agradeció el teniente.

A lo largo de la hora y pico que llevaban de espera en la carretera a San Cristóbal, varias veces habían intentado conversar, o bromear como ahora, pero esos amagos se eclipsaban y cada cual volvía a encerrarse en sus angustias, esperanzas o recuerdos. En un momento, Antonio de la Maza encendió la radio, pero apenas compareció la voz acaramelada del locutor de La Voz del Trópico anunciando un programa dedicado al espiritismo, la apagó.

Sí, en aquel fracasado plan para matar al Chivo, dos años y medio atrás, Antonio Imbert estuvo dispuesto a pulverizar, con Trujillo, a buen número de los adulones que lo escoltaban cada tarde en su caminata desde la casa de doña Julia, la Excelsa Matrona, a lo largo de la Máximo Gómez y la Avenida, hasta el obelisco. ¿No eran, acaso, quienes caminaban junto a él los que más se habían manchado de sangre y de mugre? Buen servicio al país, liquidar a un puñado de esbirros al mismo tiempo que al tirano.

Aquel atentado lo preparó él solo, sin comunicárselo ni a su mejor amigo, Salvador Estrella Sadhalá, porque, aunque el Turco era antitrujillista, Tony temía que, por su catolicismo, lo desaprobara. Lo planeó y calculó todo, en su propia cabeza, poniendo al servicio del plan todos los recursos a su alcance, convencido de que mientras menos personas participaran más posibilidades de éxito tendría. Sólo en la última etapa, incorporó a su proyecto a dos muchachos de lo que sería llamado, más tarde, el Movimiento 14 de Junio; entonces, era un grupo clandestino de profesionales y estudiantes jóvenes, tratando de organizarse para actuar contra la tiranía, aunque sin saber cómo.

El plan era sencillo y práctico. Aprovechar esa disciplina maniática con la que Trujillo cumplía sus rutinas, en este caso la caminata vespertina por la Máximo Gómez y la Avenida. Estudió cuidadosamente el terreno, recorriendo al revés y al derecho aquella avenida donde se codeaban las casas de los prohombres del régimen, pasados y presentes. La ostentosa casa de Héctor Trujillo, Negro, ex Presidente fantoche de su hermano en dos períodos. La rosada mansión de mamá Julia, la Excelsa Matrona, a la que el Jefe visitaba todas las tardes antes de iniciar su paseo. La de Luis Rafael Trujillo Molina, apodado el Nene, loco de las galleras. La del general Arturo Espaillat, Navajita. La de Joaquín Balaguer, el actual Presidente fantoche, vecina de la nunciatura. El antiguo palacete de Anselmo Paulino, ahora una de las casas de Ramfis Trujillo. La casona de la hija del Chivo, la bella Angelita y su marido, Pechito, el coronel Luis José León Estévez— La de los Cáceres Troncoso y una mansión de potentados: los Vicini. Con la Máximo Gómez colindaba un play de pelota que construyó Trujillo para sus hijos frente a la Estancia Radhamés y el solar donde estuvo la casa del general Ludovino Fernández, a quien el Chivo mandó matar. Entre mansión y mansión había descampados con yerbas salvajes y lotes desiertos, protegidos por vallas de alambre pintado de verde, levantadas al filo de la calzada. Y, en la vereda de la derecha, por la que siempre andaba la comitiva, unos baldíos cercados por aquellas alambradas que Antonio Imbert había estudiado muchas horas.

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