La fiesta del chivo (22 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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Sintió, avergonzado, que se le llenaban los ojos de lágrimas. Encendió un cigarrillo y dio varias chupadas, arrojando el humo hacia un mar en el que la luz de la luna cabrillaba, jugueteando. No había brisa, ahora. Muy de rato en rato, los faros de algún coche aparecían a lo lejos, procedentes de Ciudad Trujillo. Los cuatro se enderezaban en el asiento, alargaban los cuellos, escrutaban la oscuridad, tensos, pero, cada vez, a unos veinte o treinta metros, descubrían que no era el Chevrolet y volvían a distenderse en sus asientos, desilusionados.

El que sabía contener mejor sus emociones era Imbert. Siempre había sido callado, pero, en los últimos años, desde que la idea de matar a Trujillo se apoderó de él, Y5 como una solitaria, fue nutriéndose de toda su energía, su laconismo se acentuó. Nunca tuvo muchos amigos; en los últimos meses, su vida no había tenido otros términos que su oficina en Mezcla Lista, su hogar y las reuniones diarias con Estrella Sadhalá y el teniente García Guerrero. Luego de la muerte de las hermanas Mirabal, prácticamente las asambleas clandestinas cesaron. La represión arrasó al Movimiento 14 de Junio. Los que escaparon, se replegaron en la vida familiar, tratando de pasar inadvertidos. Cada cierto tiempo, una pregunta lo angustiaba: «¿Por qué no fui detenido?». La incertidumbre lo hacía sentirse mal, como si tuviera alguna culpa, como si fuera responsable de lo mucho que sufrían los que estaban en manos de Johnny Abbes mientras él continuaba gozando de libertad.

Una libertad muy relativa, por cierto. Desde que se dio cuenta en qué régimen vivía, a qué gobierno había servido desde joven y seguía sirviendo aún —¿qué hacía si no de gerente de una de las fábricas del clan?— se sentía un prisionero— Tal vez fue para librarse de la sensación de tener todos los pasos controlados, todas las trayectorias y movimientos trazados, que la idea de eliminar a Trujillo prendió con tanta fuerza en su conciencia. El desencanto del régimen, en su caso, fue gradual, largo y secreto, muy anterior a los conflictos Políticos de su hermano Segundo, alguien que había sido todavía más trujillista que él. ¿Quién no lo era a su alrededor, hacía veinte, veinticinco años? Todos creían al Chivo el salvador de la Patria, el que acabó con las guerras de caudillos, con el peligro de una nueva invasión haitiana, el que puso fin a la dependencia humillante de los Estados Unidos —que controlaba las aduanas, impedía que hubiera una moneda dominicana y daba su visto bueno al Presupuesto y que, a las buenas o a las malas, llevó al gobierno a las cabezas del país. ¿Qué importaba, frente a eso, que Trujillo se tirara a las mujeres que quería? ¿O que se hubiera llenado de fábricas, haciendas y ganados? ¿No hacía crecer la riqueza dominicana? ¿No dotó a este país de las Fuerzas Armadas más poderosas del Caribe? Tony Imbert había dicho y defendido esas cosas veinte años de su vida. Era lo que ahora le retorcía el estómago.

Ya no recordaba cómo empezó aquello, las primeras dudas, conjeturas, discrepancias, que lo llevaron a preguntarse si en verdad todo iba tan bien, o si, detrás de esa fachada de un país que bajo la severa pero inspirada conducción de un estadista fuera de lo común progresaba a marchas forzadas, no había un tétrico espectáculo de gentes destruidas, maltratadas y engañadas, la entronización por la propaganda y la violencia de una descomunal mentira. Gotitas incansables que, a fuerza de caer y caer, fueron horadando su trujillismo. Cuando dejó la gobernación de Puerto Plata, en lo recóndito de su corazón ya no era trujillista, estaba convencido que el régimen era dictatorial y corrupto. A nadie se lo dijo, ni a Guarina. Cara al mundo seguía siendo un trujillista, pues, aunque su hermano Segundo se hubiera autoexiliado en Puerto Rico, el régimen, en prueba de magnanimidad, a Antonio le siguió dando puestos, e, incluso —¿qué más demostración de confianza?— en las empresas de la familia Trujillo.

Había sido ese malestar de tantos años, pensar una cosa y hacer a diario algo que la contradecía, lo que lo llevó, siempre en el secreto de su mente, a sentenciar a muerte a Trujillo, a convencerse de que, mientras viviera, él y muchísimos dominicanos estarían condenados a esa horrible desazón y desagrado de si mismos, a mentirse a cada instante y engañar a todos, a ser dos en uno, una mentira pública y una verdad privada prohibida de expresarse.

Esta decisión le hizo bien; le levantó la moral. Su vida dejó de ser ese bochorno, esa duplicación, cuando pudo compartir con alguien sus verdaderos sentimientos. La amistad con Salvador Estrella Sadhalá resultó como enviada por el cielo. Ante el Turco podía explayarse a sus anchas contra todo lo que lo rodeaba; con su integridad moral y la honestidad con que procuraba ajustar su conducta a la religión que profesaba con una entrega que Tony no había visto en nadie, se convirtió en su modelo, además de su mejor amigo.

Poco después de hacerse íntimo suyo, Imbert comenzó a frecuentar los grupos clandestinos, gracias a su primo Moncho. Aunque salía de esas reuniones con la sensación de que esas muchachas y muchachos, aunque arriesgaban la libertad, su futuro, la vida, no encontraban una manera efectiva de luchar contra Trujillo, estar una o dos horas con ellos, luego de llegar a esa casa desconocida —una distinta cada vez— dando mil rodeos, siguiendo a mensajeros a los que identificaba con diferentes claves, le dio una razón vital, le limpió la conciencia y centró su vida.

Guarina quedó estupefacta cuando, por fin, para que no la tomara de sorpresa cualquier percance, Tony fue revelándole que, aunque las apariencias dijeran lo contrario, había dejado de ser trujillista, e, incluso, trabajaba en secreto contra el gobierno. Ella no trató de disuadirle. No preguntó qué ocurriría con su hija Leslie si lo tomaban preso y lo condenaban a treinta años de cárcel como a Segundo, o peor, si lo mataban.

Ni su mujer ni su hija sabían lo de esta noche; creían que estaba jugando a las cartas en casa del Turco. ¿Qué les ocurriría si esto fallaba?

—¿Tú tienes confianza en el general Román? —dijo, precipitadamente, para obligarse a pensar en otra cosa—. ¿Seguro es de los nuestros? ¿Pese a estar casado con una sobrina carnal de Trujillo y ser cuñado de los generales José y Virgilio García Trujillo, los sobrinos favoritos del Jefe?

—Si no estuviera con nosotros, ya estaríamos todos en La Cuarenta —dijo Antonio de la Maza—. Está con nosotros, siempre que se cumpla su condición: ver el cadáver.

—Cuesta creerlo —murmuró Tony—. ¿Qué va a ganar, en esto, el secretario de Estado de las Fuerzas Armadas? Tiene todas las de perder.

—Odia a Trujillo más que tú y que yo —repuso De la Maza—. Muchos del cogollo, también. El trujillismo es un castillo de naipes. Se desmoronará, verás. Pupo tiene comprometidos a muchos militares; sólo esperan sus órdenes.

Las dará y, mañana, éste será otro país.

—Si es que el Chivo viene —rezongó, en el asiento de atrás, Estrella Sadhalá.

—Vendrá, Turco, vendrá —repitió una vez más el teniente.

Antonio Imbert volvió a sumirse en sus pensamientos. ¿Amanecería mañana, esta su tierra, liberada? Lo deseaba con todas sus fuerzas, pero, aún ahora, minutos antes de que sucediera, le costaba creerlo. ¿Cuánta gente formaba parte de la conjura, además del general Román? Nunca quiso averiguarlo. Sabía de cuatro o cinco personas, pero eran muchas más. Mejor no saberlo. Siempre le pareció indispensable que los conjurados supieran lo mínimo, para no poner en riesgo la operación. Había escuchado con interés todo lo que Antonio de la Maza les reveló sobre el compromiso contraído por el jefe de las Fuerzas Armadas de asumir el poder, si ejecutaban al tirano. Así, los parientes cercanos del Chivo Y los principales trujillistas serían capturados o matados antes de que desencadenaran una acción de represalias. Menos mal que los dos hijitos, Ramfis y Radhamés, estaban en París. ¿Con cuánta gente habría hablado Antonio de la Maza? A veces, en las incesantes reuniones de los últimos meses, para rehacer el plan, a Antonio se le escapaban alusiones, referencias, medias palabras, que hacían pensar que había mucha gente implicada. Tony había llevado las precauciones hasta el extremo de taparle la boca a Salvador, un día que éste, indignado, comenzó a contar que él y Antonio de la Maza, en una reunión en casa del general Juan Tomás Díaz, tuvieron un altercado con un grupo de conspiradores que objetaron que Imbert hubiera sido aceptado en la conjura. No lo creían seguro, por su pasado trujillista; alguien recordó el famoso telegrama a Trujillo, ofreciéndole quemar a Puerto Plata. («Me perseguirá hasta la muerte y después de la muerte», pensó.) El Turco y Antonio protestaron, diciendo que ponían sus manos en el fuego por Tony, pero éste no permitió que Salvador siguiera:

—No quiero saberlo, Turco. Después de todo, los que no me conocen bien ¿por qué se fiarían de mí? Es verdad, toda mi vida he trabajado para Trujillo, directa o indirectamente.

—¿Y qué es lo que hago? —repuso el Turco—. ¿Qué hacemos el treinta o cuarenta por ciento de los dominicanos? ¿No trabajamos también para el gobierno o sus empresas? Sólo los muy ricos pueden darse el lujo de no trabajar para Trujillo.

«Ellos, tampoco», pensó. También los ricos, si querían seguir siendo ricos, debían aliarse con el jefe, venderle parte de sus empresas o comprarle parte de las suyas y contribuir de este modo a su grandeza y poderío. Con los ojos semicerrados, arrullado por el rumor quedo del mar, pensó en lo endiablado del sistema que Trujillo había sido capaz de crear, en el que todos los dominicanos tarde o temprano participaban como cómplices, un sistema del que sólo podían ponerse a salvo los exiliados (no siempre) y los muertos. En el país, de una manera u otra, todos habían sido, eran o serían parte del régimen. «Lo peor que puede pasarle a un dominicano es ser inteligente o capaz», había oído decir una vez a Alvaro Cabral («Un dominicano muy inteligente y capaz», se dijo) y la frase se le grabó: «Porque, entonces, tarde o temprano, Trujillo lo llamará a servir al régimen, o a su persona, y cuando llama, no está permitido decir no». Él era una prueba de esa verdad. Nunca se le pasó por la cabeza poner la menor resistencia a esos nombramientos. Como decía Estrella Sadhalá, el Chivo había quitado a los hombres el atributo sagrado que les concedió Dios: el libre albedrío.

A diferencia del Turco, la religión no ocupó nunca un lugar central en la vida de Antonio Imbert. Era católico a la manera dominicana, había pasado por todas las ceremonias religiosas que marcaban la vida de la gente —bautizo, confirmación, primera comunión, colegio católico, matrimonio por la Iglesia— y sin duda tendría un entierro con sermón y bendición de cura. Pero nunca había sido un creyente demasiado consciente, ni preocupado con las implicaciones de su fe en la vida de todos los días, ni se había ocupado de verificar si su conducta se ajustaba a los mandamientos, como hacía Salvador de una manera que a él le parecía enfermiza.

Pero, aquello del libre albedrío lo afectó. Tal vez por eso decidió que Trujillo debía morir. Para recuperar, él y los dominicanos, la facultad de aceptar o rechazar por lo menos el trabajo con el que uno se ganaba la vida. Tony no sabía lo que era eso. De niño tal vez lo supo, pero lo había olvidado. Debía de ser una cosa linda. La taza de café o el trago de ron debían saber mejor, el humo del tabaco, el baño de mar un día caluroso, la película de los sábados o el Merengue de la radio, debían dejar en el cuerpo y el espíritu una sensación más grata, cuando se disponía de eso que Trujillo les arrebató a los dominicanos hacía ya treinta y un años: el libre albedrío.

X

Al oír el timbre, Urania y su padre quedan inmóviles, mirándose como sorprendidos en falta. Voces en la planta baja y una exclamación de sorpresa. Pasos apresurados, subiendo la escalera. La puerta se abre casi al mismo tiempo que tocan unos nudillos impacientes y asoma por la abertura una cara atolondrada que Urania reconoce al instante: su prima Lucinda.

—¿Urania? ¿Urania? —sus grandes ojos saltones la examinan de arriba abajo, de abajo arriba, abre los brazos y va hacia ella como para verificar si no es una alucinación.

—Yo misma, Lucindita —Urania abraza a la menor de las hijas de su tía Adelina, la prima de su edad, su compañera de colegio.

—¡Pero, muchacha! No me lo creo. ¿Tú aquí? ¡Ven para acá! Pero, cómo ha sido eso. ¿Por qué no me has llamado? ¿Por qué no viniste a la casa? ¿Te has olvidado cuánto te queremos? ¿Ya no te acuerdas de tu tía Adelina, de Manolita? ¿Y de mí, ingrata?

Está tan sorprendida, tan llena de preguntas y curiosidades —«Dios mío, prima, cómo has podido pasar treinta y cinco años, ¿treinta y cinco, cierto?, sin venir a tu tierra, sin ver a tu familia», «¡Muchacha! Tendrás tanto que contar»— que no la deja responder a sus preguntas. En eso, no ha cambiado mucho. Desde chiquita hablaba como una lora, Lucindita la entusiasta, la invencionera, la juguetona. La prima con quien se llevó siempre mejor. Urania la recuerda, en su uniforme de gala, falda blanca y chaqueta azul marino, y en el de diario, rosado y azul: una gordita ágil, de cerquillO, con braces en los dientes y una sonrisa a flor de labios. Ahora es una señorona entrada en carnes, la piel de la cara muy tirante y sin rasgos de liftinv, que viste un sencillo vestido floreado. Su único adorno: dos largos pendientes dorados que centellean. De pronto, interrumpe sus cariños y preguntas a Urania, para acercarse al inválido, a quien besa en la frente.

—Qué linda sorpresa te dio tu hija, tío. No te esperabas que tu hijita resucitara y viniera a visitarte. Qué alegría, ¿cierto, tío Agustín.

Vuelve a besarlo en la frente y con el mismo ímpetu se olvida de él. Va a sentarse junto a Urania, al borde de la cama. La toma del brazo, la contempla, la examina, vuelve a abrumarla de exclamaciones e interrogaciones:

—Cómo te conservas, muchacha. Somos del mismo año ¿no? y pareces diez años más joven. ¡No es justo! Será que no te casaste ni tuviste hijos. Nada arruina tanto como un marido y la prole. Qué silueta, qué tez. ¡Una jovencita, Urania!

Va reconociendo en la voz de su prima los matices, acentos, la música de aquella niña con la que tanto jugó en los patios del Santo Domingo, a la que tantas veces tuvo que explicar la geometría y la trigonometría.

—Una vida sin vernos, Lucindita, sin saber la una de la otra —exclama, por fin.

—Por tu culpa, ingrata —la sermonea su prima, con afecto, pero en sus ojos llamea ahora aquella pregunta, aquellas preguntas, que tíos y tías, primas y primos debieron hacerse tantas veces los primeros años, luego de la súbita partida de Uranita Cabral, a fines de mayo de 1961, hacia la remota localidad de Adrian, Michigan, a la Siena Heights University que tenían allí las Dominican Nuns que regentaban el Colegio Santo Domingo de Ciudad Trujillo—. Nunca lo entendí, Uranita. Tú y yo éramos tan amigas, tan unidas, además de parientes. ¿Qué pasó para que, de repente, no quisieras saber más de nosotros? Ni de tu papá, ni de tus tíos, ni de primas y primos. Ni siquiera de mí. Te escribí veinte o treinta cartas y tú ni una línea. Me pasé años mandándote postales, felicitaciones de cumpleaños. Lo mismo Manolita y mi mamá. ¿Qué te hicimos? ¿Por qué te enojaste así para que más nunca escribieras y te pasaras treinta y cinco años sin pisar tu tierra?

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