La fiesta del chivo (26 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—Te jugaste la carrera, presentándote en esa facha en mi presencia —lo recriminó el Generalísimo, con irritación retroactiva—. Está bien. Es la gota que desborda el vaso. Vengan aquí el ministro de Guerra, el de Gobierno y todos los militares presentes. Apártense los demás, por favor.

Había levantado la chillona vocecita en un agudo histérico, como antes, cuando daba consignas en el cuartel. Fue obedecido de inmediato, entre un rumor de avispas. Los militares formaron un denso círculo a su alrededor; señores y señoras retrocedieron hacia las paredes, dejando un espacio vacío en el centro del salón adornado con serpentinas, flores de papel y banderitas dominicanas. El Presidente Trujillo dio la orden de corrido:

—A partir de la medianoche, las fuerzas del Ejército y de la Policía procederán a exterminar sin contemplaciones a toda persona de nacionalidad haitiana que se halle de manera ilegal en territorio dominicano, salvo los que estén en los ingenios azucareros —luego de aclararse la garganta, paseó sobre la ronda de oficiales una mirada gris—: ¿Está claro?

Las cabezas asintieron, algunas con expresión de sorpresa, otras con brillos de salvaje alegría en las pupilas. Sonaron los tacones, al partir.

—Jefe de Regimiento de Dajabón: ponga en el calabozo, a pan y agua, al oficial que se presentó aquí en ese estado asqueroso. Que siga la fiesta. ¡Diviértanse!

En el semblante de Simon Gittleman la admiración se mezclaba con la nostalgia.

—Su Excelencia nunca vaciló a la hora de la acción —el ex marine se dirigió a toda la mesa—. Yo tuve el honor de entrenarlo, en la Escuela de Haina. Desde el primer momento, supe que llegaría lejos. Eso sí, nunca imaginé qué tan lejos.

Se rió y risitas amables le hicieron eco.

—Nunca temblaron —repitió Trujillo, mostrando de nuevo sus manos—. Porque sólo di orden de matar cuando era absolutamente indispensable para el bien del país.

—En alguna parte leí, Su Excelencia, que usted dispuso que los soldados usaran machetes, que no dispararan —preguntó Simon Gittleman—. ¿Para ahorrar municiones?

—Para dorar la pildora, previendo las reacciones internacionales —lo corrigió Trujillo, con sorna—. Si sólo se usaban machetes, la operación podía parecer un movimiento espontáneo de campesinos, sin intervención del gobierno. Los dominicanos somos pródigos, nunca hemos ahorrado en nada, y menos en municiones.

Toda la mesa lo festejó con risas. Simon Gittleman también, pero volvió a la carga.

—¿Es verdad lo del perejil, Su Excelencia? ¿Que para distinguir a dominicanos de haitianos se hacía decir a los negros perejil? ¿Y que a los que no la pronunciaban bien les cortaban la cabeza?

—He oído esa anécdota —se encogió de hombros Trujillo—. Habladurías que corren por ahí.

Bajó la cabeza, como si un profundo pensamiento le exigiera de pronto gran esfuerzo de concentración. No había ocurrido; conservaba la vista acerada y sus ojos no distinguieron en la bragueta ni en la entrepierna la mancha delatora. Echó una sonrisa amistosa al ex marine.

—Como en lo referente a los muertos —dijo, burlón—. Pregunta a quienes están sentados en esta mesa y oirás las cifras más diversas. Tú, por ejemplo, senador, ¿cuántos fueron?

La oscura faz de Henry Chirinos se enderezó, henchida por la satisfacción de ser el primer interrogado por el jefe.

—Difícil saberlo —gesticuló, como en los discursos—. Se ha exagerado mucho. Entre cinco y ocho mil, cuando más.

—General Arredondo, tú estuviste en Independencia en esos días, cortando pescuezos. ¿Cuántos?

—Unos veinte mil, Excelencia —respondió el obeso general Arredondo, quien parecía enjaulado dentro del uniforme—. Sólo en la zona de Independencia hubo varios miles. El senador se queda corto. Yo estuve allí. Veinte mil, no menos.

—¿Cuántos mataste tú mismo? —bromeó el Generalísimo y otra onda de risas recorrió la mesa, haciendo crujir las sillas y cantar la cristalería.

—Eso que ha dicho sobre las habladurías es la pura verdad, Excelencia —respingó el adiposo oficial, y su sonrisa se volvió mueca—. Ahora, nos echan toda la responsabilidad. ¡Falso, de toda falsedad! El Ejército cumplió su orden.

Empezamos a separar a los ilegales de los otros. Pero, el pueblo no nos dejó. Todo el mundo se echó a cazar haitianos. Campesinos, comerciantes y funcionarios denunciaban dónde se escondían, los ahorcaban y los mataban a palazos. Los quemaban, a veces. En muchos sitios, el Ejército tuvo que intervenir para parar los excesos. Había resentimiento contra ellos, por ladrones y depredadores.

—Presidente Balaguer, usted fue uno de los negociadores con Haití, luego de los sucesos —prosiguió Trujillo su encuesta—. ¿Cuántos fueron?

La esfumada, mínima figurilla del Presidente de la República, medio devorada por el asiento, adelantó su benigna cabeza. Luego de observar detrás de sus anteojos de miope a la concurrencia, surgió esa suave y bien entonada vocecita que recitaba poemas en los Juegos Florales, celebraba la entronización de la Señorita República Dominicana (de la que era siempre Poeta del Reino), arengaba a las muchedumbres en las giras políticas de Trujillo, o exponía las políticas del gobierno ante la Asamblea Nacional.

—La cifra exacta no pudo conocerse nunca, Excelencia —hablaba despacio, con aire profesoral—. El cálculo prudente anda entre los diez y quince mil. En aquella negociación con el gobierno de Haití, pactamos una cifra simbólica: 2.750. De este modo, en teoría, cada familia recibiría cien pesos, de los 275.000 que pagó al contado el gobierno de Su Excelencia, como gesto de buena voluntad y en aras de la armonía haitian-ominicana. Pero, como usted recordará, no ocurrió así.

Calló, con un amago de sonrisa en su carita redonda, achicando los ojitos claros detrás de las espesas gafas.

—¿Por qué no llegó esa compensación a las familias? —preguntó Simon Gittleman.

—Porque el Presidente de Haití, Sténio Vincent, como era un bribón, se guardó el dinero —soltó una carcajada Trujillo—. ¿Sólo se Pagaron 275.000? Según mi memoria, pactamos 750.000 dólares para que dejaran de protestar.

—En efecto, Excelencia —repuso de inmediato, con la misma calma y perfecta dicción, el doctor Balaguer—. Se pactó 750.000 Pesos, pero sólo 275.000 al contado. El medio millón restante se iba a entregar en pagos anuales de cien mil pesos, por cinco años consecutivos. Sin embargo, lo recuerdo muy bien, era ministro de Relaciones Exteriores interino en ese momento, con don Anselmo Paulino que me asesoró en la negociación, impusimos una cláusula según la cual las entregas estaban supeditadas a la presentación, ante un tribunal internacional, de los certificados de defunción, durante las dos primeras semanas de octubre de 1937, de las 2.750 víctimas reconocidas. Haití nunca cumplimentó este requisito. Por lo tanto, la República Dominicana quedó exonerada de pagar la suma restante. Las reparaciones sólo ascendieron a la entrega inicial. El pago lo hizo Su Excelencia, de su patrimonio, así que no costó un centavo al Estado dominicano.

—Poco dinero, para acabar con un problema que hubiera podido desaparecernos —concluyó Trujillo, ahora serio—. Es cierto, murieron algunos inocentes. Pero, los dominicanos recuperamos nuestra soberanía. Desde entonces, nuestras relaciones con Haití son excelentes, a Dios gracias.

Se limpió los labios y bebió un sorbo de agua. Habían empezado a servir el café y a ofrecer licores. Él no tomaba café y jamás bebía alcohol en el almuerzo, salvo en San Cristóbal, en su finca Hacienda Fundación o su Casa de Caoba, rodeado de íntimos. Entremezclada con las imágenes que su memoria le devolvía de aquellas semanas sangrientas de octubre de 1937, cuando a su despacho llegaban las noticias de los tremebundos contornos que había tomado, en la frontera, en el país entero, la cacería de haitianos, volvió a infiltrarse de contrabando la figurita odiosa, estúpida y pasmada, de esa muchacha contemplando su humillación. Se sintió vejado.

—¿Dónde está el senador Agustín Cabral, el famoso Cerebrito? —Simon Gittleman señaló al Constitucionalista Beodo—: Veo al senador Chirinos y no a su inseparable partner. ¿Qué ha sido de él?

El silencio duró muchos segundos. Los comensales se llevaban a la boca las tacitas de café, bebían un traguito y miraban el mantel, los arreglos florales, la cristalería, la araña del techo.

—Ya no es senador ni pone los pies en este Palacio —sentenció el Generalísimo, con la lentitud de sus cóleras frías—. Vive, pero en lo que concierne a este régimen, dejó de existir.

El ex maríne, incómodo, apuró su copa de coñac. Debía rayar los ochenta años, calculó el Generalísimo. Magníficamente bien llevados: con sus ralos cabellos cortados al rape, se mantenía derecho y esbelto, sin gota de grasa ni pellejos en el cuello, enérgico en sus ademanes y movimientos. La telaraña de arruguitas que envolvía sus párpados y se prolongaba por su cara curtida delataba su larga vida. Hizo una mueca, buscando cambiar de tema.

—¿Qué sintió Su Excelencia al dar la orden de eliminar a esos miles de haitianos ilegales?

—Pregúntale a tu ex Presidente Truman qué sintió al dar la orden de arrojar la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki. Así sabrás qué sentí aquella noche, en Dajabón.

Todos celebraron la salida del Generalísimo. La tensión provocada por el ex marine al mencionar a Agustín Cabral, se disipó. Ahora, fue Trujillo quien cambió de conversación:

—Hace un mes, Estados Unidos sufrió una derrota en Bahía de Cochinos. El comunista Fidel Castro capturó a cientos de expedicionarios. ¿Qué consecuencias tendrá eso en el Caribe, Simon?

—Esa expedición de patriotas cubanos fue traicionada por el Presidente Kennedy —murmuró, apesadumbrado—. Fueron mandados al matadero. La Casa Blanca prohibió la cobertura aérea y el apoyo de artillería que les prometieron. Los comunistas hicieron tiro al blanco con ellos. Pero, permítame, Su Excelencia. Me alegró que ocurriera. Servirá de lección a Kennedy, cuyo gobierno está infiltrado de fellow travellers. ¿Cómo se dice en español? SI, compañeros de viaje. Puede que se decida a librarse de ellos. La Casa Blanca no querrá otro fracaso como el de Bahía de Cochinos. Eso aleja el peligro de que mande marines a la República Dominicana.

Al decir estas últimas palabras, el ex marine se emocionó e hizo un esfuerzo notorio por mantener la compostura. Trujillo se sorprendió: ¿había estado a punto de llorar su viejo instructor de Haina, ante la idea de un desembarco de sus compañeros de armas para derrocar al régimen dominicano?

—Perdone la debilidad, Su Excelencia —murmuró Simon Gittleman, reponiéndose—. Usted sabe que yo quiero este país como si fuera mío.

—Este país es el tuyo, Simon —dijo Trujillo.

—Que, por la influencia de los izquierdistas, Washington pudiera mandar a los marines, a combatir al gobernante más amigo de Estados Unidos, me parece diabólico. Por eso gasto mi tiempo y mi dinero tratando de abrir los ojos de mis compatriotas. Por eso nos hemos venido Dorothy y yo a Ciudad Trujillo, para pelear junto a los dominicanos, si desembarcan los marines.

Una salva de aplausos que hizo cascabelear platos, copas y cubiertos saludó la perorata del marine. Dorothy sonreía, asintiendo, solidaria con su esposo.

—Su voz, master Simon Gittleman, es la verdadera voz de Norteamérica —se exaltó el Constitucionalista Beodo, despidiendo una salva de saliva—. Un brindis por este amigo, por este hombre de honor. ¡Por Simon Gittleman, señores!

—Un momento —la aflautada vocecita de Trujillo rasgó en mil pedazos el enfervorizado ambiente. Los comensales lo miraron, desconcertados, y Chirinos quedó con su copa todavía en alto—. ¡Por nuestros amigos y hermanos Dorothy y Simon Gittleman!

Abrumada, la pareja agradecía con sonrisas y venias a los presentes.

—Kennedy no nos mandará a los marines, Simon —dijo el Generalísimo, cuando se apagó el eco del brindis—. No creo que sea tan idiota. Pero, si lo hace, Estados Unidos sufrirá su segunda Bahía de Cochinos. Tenemos unas Fuerzas Armadas más modernas que las del barbudo. Y aquí, conmigo al frente, peleará hasta el último dominicano.

Cerró los ojos, preguntándose si su memoria le permitiría recordar con exactitud aquella cita. SI, ahí la tenía, completa, venida a él desde aquella conmemoración, el veintinueve aniversario de su primera elección. La recitó, escuchado en silencio reverencial:

—«Sean cuales sean las sorpresas que el porvenir nos reserve, podemos hallarnos seguros de que el mundo podrá ver a Trujillo muerto, pero no prófugo como Batista, ni fugitivo como Pérez Jiménez, ni sentado ante las barras de un tribunal como Rojas Pinilla. El estadista dominicano es de otra moral y otra estirpe.»

Abrió los ojos y pasó una mirada complacida por sus invitados, que, luego de escuchar la cita absortos, hacían gestos aprobatorios.

—¿Quién escribió la frase que acabo de citar? —preguntó el Benefactor.

Se examinaron unos a otros, buscaron, con curiosidad, con recelo, con alarma. Finalmente, las miradas convergieron en el rostro amable, redondo, embarazado por la modestia, del menudo polígrafo en quien, desde que Trujillo hizo renunciar a su hermano Negro con la vana esperanza de evitar las sanciones de la OEA, había recaído la primera magistratura de la República.

—Me maravilla la memoria de Su Excelencia —musitó Joaquín Balaguer, haciendo alarde de una humildad excesiva, como aplastado por el honor que se le hacía—. Me enorgullece que recuerde ese modesto discurso mío del pasado 3 de agosto.

Detrás de sus pestañas, el Generalísimo observó cómo se descomponían de envidia las caras de Virgilio Alvarez Pina, de la Inmundicia Viviente, de Paíno Pichardo y de los generales. Sufrían. Pensaban que el nimio, el discreto poeta, el delicuescente profesor y jurista acababa de ganarles unos puntos en la eterna competencia en que vivían por los favores del jefe, por ser reconocidos, mencionados, elegidos, distinguidos sobre los demás. Sintió ternura por estos diligentes vástagos, a los que tenía viviendo treinta años en perpetua inseguridad.

—No es una mera frase, Simon —afirmó—. Trujillo no es uno de esos gobernantes que dejan el poder cuando silban las balas. Yo aprendí lo que es el honor a tu lado, entre los marines. Allí supe que se es hombre de honor en todo momento. Que los hombres con honor no corren. Pelean Y, si hay que morir, mueren peleando. Ni Kennedy, ni la OEA, ni el negro asqueroso y afeminado de Betancourt, ni el comunista Fidel Castro, van a hacer correr a Trujillo del país que le debe todo lo que es.

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