La fiesta del chivo (30 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—Me parece mentira que seas tú, que estés aquí —la tia Adelina le clava sus penetrantes ojos—. Nunca imaginé que te volvería a ver.

—Ya lo ves, tía, aquí me tienes. Qué alegría me da.

—A mí también, hijita. Más grande se la habrás dado a Agustín. Mi hermano se había hecho a la idea de no verte más.

—No sé, tía —Urania endereza sus defensas, presiente los reproches, las preguntas indiscretas—. Estuve todo el día con él y en ningún momento me pareció que me reconocía.

Sus dos primas reaccionan al unísono:

—Por supuesto que te reconoció, Uranita —afirma Lucinda.

—Como no puede hablar, no se nota —la apoya Manolita—. Pero entiende todo, su cabeza está sanísima.

—Sigue siendo un Cerebrito —ríe la tía Adelina.

—Lo sabemos porque lo vemos a diario —remata Lucinda—. Te reconoció y lo has hecho feliz con tu venida.

—Ojalá, prima.

Un silencio que se prolonga, unas miradas que se cruzan sobre la vieja mesa de ese comedor estrecho, con un aparador de cristales que Urania reconoce vagamente, y cuadritos religiosos en las paredes de un verde descolorido. Tampoco aquí siente nada familiar. En su memoria, la casa de los tíos Adelina y Aníbal, donde venía a jugar con Manolita y Lucinda, era grande, luminosa, elegante y aireada, y ésta es una cueva atestada de muebles deprimentes.

—La rotura de la cadera me separó de Agustín para siempre —se agita el puño diminuto, de dedos deformados por la esclerosis—. Antes, pasaba horas con él. Teníamos largas conversaciones. Yo no necesitaba que hablara para entender lo que quería decirme. ¡Pobre mi hermano! Me lo hubiera traído aquí. Pero ¿dónde, en esta ratonera?

Habla con rabia.

—La muerte de Trujillo fue el principio del fin para la familia —suspira Lucindita. Ahí mismo se alarma—. Perdona, prima. Tú odias a Trujillo ¿verdad?

—Comenzó antes —la corrige la tía Adelina y Urania se interesa en lo que dice.

—¿Cuándo, abuela? —pregunta, con un hilo de voz, la hija mayor de Lucinda.

—Con la carta en El Foro Público, unos meses antes de que mataran a Trujillo —sentencia la tía Adelina; sus ojitos perforan el vacío—. Por enero o febrero del 61. Nosotros le dimos la noticia a tu papá, de mañanita. Aníbal fue el primero que la leyó.

—¿Una carta en El Foro Público? —Urania busca, busca en sus recuerdos—. Ah, sí.

—Supongo que nada importante, supongo que una tontería que se va a aclarar —dijo su cuñado en el teléfono; estaba tan alterado, tan vehemente, sonaba tan falso que el senador Agustín Cabral se sorprendió: ¿qué le pasaba a Aníbal?— ¿No has leído El Caribe?

—Me lo acaban de traer, aún no lo he abierto.

Escuchó una tosecita nerviosa.

—Bueno, hay una carta ahí, Cerebrito —trató de ser burlón y ligero su cuñado—. Disparates. Acláralo cuanto antes.

—Gracias por llamarme —se despidió el senador Cabral—. Besos a Adelina y a las niñas. Pasaré a verlos.

Treinta años en las alturas del poder político habían hecho de Agustín Cabral un hombre experimentado en imponderables —trampas, emboscadas, triquiñuelas, traiciones—, de modo que saber que había una carta contra él en El Foro Público, la sección más leída y temida de El Caribe pues estaba alimentada desde el Palacio Nacional y era el barómetro político del país, no le hizo perder los nervios.

Era la primera vez que aparecía en la columna infernal; otros ministros, senadores, gobernadores o funcionarios habían sido abrasados por esas llamas; él, hasta ahora, no. Regresó al comedor. Su hija, de uniforme, tomaba el desayuno: mangú —plátano majado con mantequilla— y queso frito. La besó en los cabellos («Hola, papi»), se sentó frente a ella y, mientras la sirvienta le servía el café, abrió despacio, sin atolondrarse, el diario doblado sobre un rincón de la mesa. Pasó las páginas, hasta llegar a El Foro Público.

Señor Director.

Escribo por impulso cívico, protestando el agravio a la ciudadanía dominicana y la libertad irrestrícta de expresión que el gobierno del Generalísimo Trujillo garantiza a esta República. Me refiero a que no se haya dado a conocer hasta ahora en sus respetables y leídas páginas, el hecho, por todos sabido, que el senador Agustín Cabral, apodado Cerebrito (¿en razón de qué?) ha sido destituido de la Presidencia del Senado al habérsele comprobado una incorrecta gestión en el Ministerio de Obras Públicas, que ocupó hasta hacepoco. Es sabido también que, escrupuloso como es este régimen en materia de probidad y uso de fondos públicos, una comisión investigadora de los aparentes malos manejos y trapisondas —comisiones ilegales, adquisición de material obsoleto con sobrevaloración de precios, inflación ficticia de presupuestos, en que habría incurrido el senador en el ejercicio de su ministerio— ha sido nombrada para examinar los cargos contra él.

¿No tiene elpueblo trujillista el derecho de estar informado sobre hechos tan graves?

Atentamente,

Ingeniero Telésforo Hidalgo Saíno

Calle Duarte N. 171

Ciudad Trujillo

—Me voy volando, papi —oyó el senador Cabral, y, sin que gesto alguno traicionara su aparente calma, aparta la cara del periódico para besar a la niña—. No puedo regresar en la guagua del colegio, me quedaré a jugar volelbol. Nos vendremos caminando, con unas amigas.

—Cuidadito al cruzar las esquinas, Uranita.

Bebió su jugo de naranja y tomó una taza de café humeante recién colado, sin apresurarse, pero no probó el mangú, ni el queso frito ni la tostada con miel. Releyó palabra por palabra, letra por letra, la carta de El Foro Público. Sin duda había sido manufacturada por el Constitucionalista Beodo, escriba dilecto de las insidias, pero ordenada por el Jefe; nadie osaría escribir, menos publicar, una carta semejante sin la venia de Trujillo. ¿Cuándo lo vio por última vez? Anteayer, en el paseo. No fue llamado a caminar a su lado, el jefe estuvo charlando todo el tiempo con el general Román y el general Espaillat, pero lo saludó con la deferencia de costumbre. ¿O no? Aguzó su memoria. ¿Advirtió cierto endurecimiento en esa mirada fija, intimidante, que parecía desgarrar las apariencias y alcanzar el alma de quien escudriñaba? ¿Cierta sequedad al responderle el saludo? ¿Un ceño que se fruncía? No, no recordaba nada anormal.

La cocinera le preguntó si vendría a almorzar. No, sólo a cenar, y asintió cuando Aleli le propuso el menú para la cena. Al sentir el automóvil de la Presidencia del Senado llegando a la puerta de su casa, miró su reloj: las ocho en punto. Gracias a Trujillo, había descubierto que el tiempo es oro. Como tantos, desde joven hizo suyas las obsesiones del jefe: orden, exactitud, disciplina, perfección. El senador Agustín Cabral lo dijo en un discurso: «Gracias a Su Excelencia, el Benefactor, los dominicanos descubrimos las maravillas de la puntualidad». Poniéndose la chaqueta, iba hacia la calle: «Si me hubieran destituido, el carro de la Presidencia del Senado no habría venido a buscarme». Su asistente, el teniente de aviación Humberto Arenal, que nunca le ocultó sus vinculaciones con el SIM, le abrió la puerta. El auto oficial, con Teodosio al volante. El asistente. No había que preocuparse.

—¿Nunca supo por qué cayó en desgracia? —se asombra Urania.

—Nunca con certeza —aclara la tía Adelina—. Hubo muchas suposiciones, nada más. Años de años se preguntó Agustín qué hizo para que Trujillo se enojara así, de la noche a la mañana. Para que un hombre que lo había servido toda la vida, se convirtiera en apestado.

Urania observa la incredulidad con que las escucha Marianita.

—Te parecen cosas de otro Planeta, ¿no, sobrina?

La muchacha se ruboriza.

—Es que resulta tan increíble, tía. Como en la película de Orson Welles, Elproceso, que dieron en el Cine Club. A Anthony Perkins lo juzgan y ejecutan sin que descubra por qué.

Manolita se abanica con las dos manos hace rato; deja de hacerlo para intervenir:

—Decían que cayó en desgracia porque hicieron creer a Trujillo que, por culpa del tío Agustín, los obispos se negaron a proclamarlo Benefactor de la Iglesia católica.

—Dijeron mil cosas —exclama la tía Adelina—. Fue lo peor de su calvario, las dudas. La familia comenzó a irse a pique y nadie sabía de qué acusaban a Agustín, qué había hecho o dejado de hacer.

No había ningún senador en el local del Senado, cuando Agust’ín Cabral entró a las ocho y quince de la mañana, como todos los días. La guardia le rindió el saludo que le correspondía y los ujieres y empleados que cruzó en los pasillos camino a su despacho le dieron los buenos días con la efusividad de siempre. Pero sus dos secretarios, Isabelita y el joven abogado Paris Goico, tenían la inquietud reflejada en las caras.

—¿Quién se ha muerto? —les bromeó—. ¿Les preocupa la cartita en El Foro Público? Vamos a aclarar esa infamia ahora mismo. Llámate al director de El Caribe, Isabel 'a. A su casa, Panchito no va al periódico antes del mediodía.

Se sentó en su escritorio, echó un vistazo a la pila de documentos, a la correspondencia, a la agenda del día preparada por el eficiente Parisito. «La carta ha sido dictada por el Jefe.» Una culebrita se deslizó por su espina dorsal. ¿Era uno de esos teatros que divertían al Generalísimo? ¿En medio de las tensiones con la Iglesia, la confrontación con Estados Unidos y la OEA, tenía ánimo para los disfuerzos que acostumbraba en el pasado, cuando se sentía todopoderoso y sin amenazas? ¿Estaban los tiempos para circos?

—En el teléfono, don Agustín.

Levantó el auricular y esperó unos segundos, antes de hablar.

—¿Te he despertado, Panchito?

—Qué ocurrencia, Cerebrito —la voz del periodista era normal—. Yo soy tempranero, como gallo capón. Y duermo con un ojo abierto, por si acaso. ¿Quiúbole?

—Bueno, como te imaginas, te llamo por la carta de esta mañana, en El Foro Público —carraspeó el senador Cabral—. ¿Me puedes decir algo?

La respuesta vino con el mismo tono ligero, zumbón, como si se tratara de una banalidad.

—Llegó recomendada, Cerebrito. No iba a publicar algo así sin hacer averiguaciones. Créeme que, dada nuestra amistad, no me alegró publicarla.

«Sí, sí, claro», murmuró. Ni un sólo momento debía perder su sangre fría.

—Me propongo rectificar esas calumnias —dijo, suavemente—. No he sido destituido de nada. Te llamo de la presidencia del Senado. Y esa supuesta comisión investigadora de mi gestión en el Ministerio de Obras Públicas, es otra patraña.

—Mándame tu rectificación cuanto antes —repuso Panchito—. Haré lo que pueda para publicarla, no faltaba más. Sabes el aprecio que te tengo. Estaré en el diario a partir de las cuatro. Besos a Uranita. Un abrazo, Agustín.

Luego de colgar, dudó. ¿Había hecho bien llamando al director de El Caribe? ¿No era un movimiento falso, que delataba su alarma? Qué otra cosa podía haberle dicho: él recibía las cartas para El Foro Público directamente del Palacio Nacional y las publicaba sin hacer preguntas. Consultó su reloj: las nueve menos cuarto. Tenía tiempo; la reunión del bufete directivo del Senado era a las nueve y media. Dictó a Isabelita la rectificación del modo austero y claro con que redactaba sus escritos. Una carta breve, seca y fulminante: seguía siendo el presidente del Senado y nadie había cuestionado su escrupulosa gestión en el Ministerio de Obras Públicas que le confió el régimen presidido por ese dominicano epónimo, Su Excelencia el Generalísimo Rafael Leonidas Trujillo, Benefactor y Padre de la Patria Nueva.

Cuando Isabelita se iba a mecanografiar el dictado, entró al despacho Paris Goico.

—Se ha suspendido la reunión del bufete directivo del Senado, señor presidente.

Era joven, no sabía disimular; tenía la boca entreabierta y estaba lívido.

—¿Sin consultarme? ¿Quién?

—El vicepresidente del Congreso, don Agustín. Me lo acaba de comunicar él mismo.

Sopesó lo que acababa de oír. ¿Podía ser un hecho aparte, sin relación con la carta de El Foro Público? El afligido Parisito esperaba, de pie junto al escritorio.

—¿Está en su despacho el doctor Quintana? —Como su ayudante hizo con la cabeza que sí, se levantó—: Dígale que voy para allá.

—Es imposible que no te acuerdes, Uranita —la amonesta su tía Adelina—. Tenías catorce años. Era lo más grande que había ocurrido en la familia, más todavía que el accidente en que murió tu mamá. ¿Y no te dabas cuenta de nada?

Habían tomado café y una tisana. Urania probó un bocadito de arepa. Platicaban en torno a la mesa del comedor, en la luz mortecina de la pequeña lámpara de pie. La sirvienta haitiana, silente como un gato, había recogido el servicio.

—Me acuerdo de la angustia de papá, por supuesto, tía —explica Urania—. Se me pierden los detalles, los incidentes diarios. {él trataba de ocultármelo, al principio. «Hay problemas, Uranita, ya se resolverán.» No imaginé que a partir de ahí mi vida daría ese vuelco.

Siente que la queman las miradas de su tía, sus primas y su sobrina. Lucinda dice lo que piensan:

—Algún bien resultó para ti, Uranita. No estarías donde estás, si no. En cambio, para nosotras, fue el desastre.

—Para mi pobre hermano, más que nadie —la acusa su tía Adelina—. Le clavaron una puñalada y lo dejaron desangrándose, treinta años más.

Un loro chilla, sobre la cabeza de Urania, asustándola. No se había dado cuenta hasta ahora del animal; está encrespado, moviéndose de un lado a otro en su cilindro de madera, dentro de una gran jaula de barrotes azules. Su tía, primas y sobrina se echan a reír.

—Sansón —se lo presenta Manolita—. Se puso bravo porque lo despertamos. Es un dormilón.

Gracias al lorito, la atmósfera se distiende.

—Estoy segura que si comprendiera lo que dice, me enteraría de muchos secretos —bromea Urania, señalando a Sansón.

El senador Agustín Cabral no está para sonrisas. Responde con una adusta venia al acaramelado saludo del doctor Jeremías Quintanilla, vicepresidente del Senado, en cuyo despacho acaba de irrumpir, y, sin preámbulos, lo increpa:

—¿Por qué has suspendido la reunión del bufete directivo del Senado? ¿No es ése atributo del presidente? Exijo una explicación.

La cara gruesa, color cacao, del senador Quintanilla asiente repetidas veces, mientras sus labios, en un español cadencioso, casi musical, se empeñan en calmarlo:

—Por supuesto, Cerebrito. No te sulfures. Todo, salvo la muerte, tiene su razón.

Es un hombrazo rollizo y sesentón, de párpados inflados y boca viscosa, enfundado en un traje azul y una corbata con estrías plateadas, que destella. Sonríe con empecinamiento, y Agustín Cabral lo ve quitarse los espejuelos, guiñarle los ojos, echar una rápida ojeada circular con sus córneas blanquísimas, y, dando un paso hacia él, tomarlo del brazo y arrastrarlo, mientras dice, muy alto:

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